Mientras comíamos consulté el reloj de pared de la cocina. Faltaban diez minutos para las cuatro de la mañana. Que yo recordara, nunca habíamos desayunado tan temprano. Mi padre sólo abrió la boca para facilitarnos su previsión meteorológica: seria un día frío, claro y sin nubes; la tierra estaría blanda, pero lo bastante firme para recolectar algodón.
Los mayores deseaban poner manos a la obra. Buena parte de nuestra cosecha aún estaba por recolectar, y como no lo hiciéramos, nuestro pequeño negocio agrícola incurriría en nuevas deudas. Mi madre y Gran terminaron de lavar los platos en tiempo récord, y todos abandonamos la casa juntos. Los mexicanos se trasladaron a los campos con nosotros, acurrucados a un lado del remolque para protegerse del frío.
Los días claros y secos eran muy raros, por lo que procuramos aprovechar aquél como si fuera el último. Al amanecer, ya estaba agotado, pero las protestas sólo me hubiesen servido para recibir una severa reprimenda. Se acercaba un nuevo desastre para la cosecha y teníamos que trabajar hasta caer rendidos de cansancio. Aunque me moría por echar una siestecita, sabia que si mi padre me hubiera sorprendido durmiendo me habría azotado con su cinturón.
Por otra parte, un día despejado significaba que las tormentas estaban en camino, de manera que veinte minutos después del almuerzo mi padre y Pappy decretaron que la pausa ya había terminado. Las mujeres se levantaron con la misma rapidez que los hombres, dispuestas a demostrar que eran capaces de trabajar con tanto denuedo como ellos. El único remolón era yo.
Podría haber sido peor. Los mexicanos no se detuvieron ni siquiera para comer.
Yo me pasé la aburrida tarde pensando en Tally, después en Hank y otra vez en Tally. Pensé también en los Spruill y los envidié por haberse librado del trabajo. Intenté imaginar lo que harían cuando llegaran a casa y descubrieran que Hank no estaba allí para recibirlos. Traté de convencerme de que, en realidad, me importaba un bledo.
Llevábamos varias semanas sin tener noticias de Ricky. Había oído a los mayores comentar el hecho en voz baja. Yo aún no le había enviado mi larga misiva, sobre todo porque no sabía cómo echarla al correo sin que me sorprendieran. Y, además, tenía mis dudas sobre la conveniencia de arrojar sobre sus hombros el peso de la noticia acerca de los Latcher. Bastantes problemas tenía ya. Si Ricky hubiese estado en casa, me habría ido a pescar con él y se lo habría contado todo. Habría empezado con la muerte de Sisco, sin ahorrar ningún detalle, y después habría pasado al bebé de los Latcher, a Hank y Cowboy y a todo lo demás. Ricky habría sabido cómo actuar. Estaba deseando que regresara a casa.
Ignoro cuánto algodón recolecté aquel día, pero estoy seguro de que fue un récord mundial para un niño de siete años. Cuando el sol se ocultó por detrás de los árboles que bordeaban el río, mi madre fue en mi busca y juntos regresamos a casa. Gran se quedó, recolectando con la misma rapidez que los hombres.
—¿Cuánto rato van a seguir trabajando? —le pregunté a mi madre.
Estábamos tan agotados que el mero hecho de caminar constituía una hazaña.
—Hasta que oscurezca, supongo.
Cuando llegamos a casa ya casi había oscurecido. Yo deseaba tumbarme en el sofá y pasarme una semana durmiendo, pero mi madre me dijo que me lavara las manos y la ayudara a preparar la cena. Coció pan de maíz y calentó unas sobras mientras yo pelaba y troceaba tomates. Escuchamos la radio; ni una palabra sobre Corea.
A pesar de la brutal jornada de trabajo en los campos, Pappy y mi padre estaban de muy buen humor cuando nos sentamos a cenar. Entre los dos, habían recolectado quinientos cincuenta kilos de algodón. Las recientes lluvias habían provocado un incremento del precio de éste en el mercado de Memphis y, con unos cuantos días más de tiempo seco, puede que consiguiéramos sobrevivir otro año. Gran los oía como desde lejos, sin escuchar, y comprendí que estaba nuevamente en Corea. Mi madre se sentía tan extenuada que apenas podía hablar.
Pappy aborrecía las sobras, pero aun así dio gracias a Dios por ellas. También dio gracias por el buen tiempo y pidió que Dios nos lo siguiera otorgando. Comimos muy despacio; el agotamiento del día estaba haciendo efecto sobre nosotros. La conversación fue muy breve y comedida.
Yo fui el primero en oír el trueno. Fue un retumbo muy bajo y lejano. Miré alrededor para ver si los adultos también lo habían oído. Pappy estaba hablando de los mercados del algodón. A los pocos minutos, el retumbo sonó mucho más cercano, y cuando estalló un relámpago en la distancia todos dejamos de comer. El viento empezó a soplar con fuerza y el techo de hojalata del porche trasero empezó a crujir. Evitamos mirarnos a los ojos.
Pappy juntó las manos y apoyó los codos sobre la mesa como si se dispusiera a rezar por segunda vez. Acababa de pedirle a Dios que nos otorgara buen tiempo, y estábamos a punto de recibir otro chaparrón.
Mi padre hundió los hombros unos cuantos centímetros. Se frotó la frente y volvió la mirada hacia la pared. La lluvia empezó a golpear con fuerza el tejado, y entonces Gran dijo:
—Es granizo.
El granizo significaba vientos huracanados e intensas lluvias. Inmediatamente después, un violento temporal se abatió sobre nuestra granja. Permanecimos largo rato sentados alrededor de la mesa, escuchando los truenos y la lluvia, sin prestar la menor atención a la cena a medio terminar que teníamos delante, mientras nos preguntábamos cuántos litros caerían y cuándo podríamos reanudar la recolección. El St. Francis ya no podía contener más agua, y cuando se desbordara la recolección terminaría.
Pasó la tormenta, pero la lluvia siguió cayendo, a veces con intensidad. Finalmente abandonamos la cocina. Pappy y yo salimos al porche delantero, y vi que entre la casa y el camino el terreno estaba encharcado. Me compadecí de Pappy cuando se sentó en el columpio y se puso a contemplar con incredulidad el diluvio que Dios nos enviaba.
Más tarde mi madre me leyó historias bíblicas, pero yo apenas podía oír su voz a causa del ruido de la lluvia que golpeaba el tejado. La historia de Noé hubiese sido demasiado. Me quedé dormido antes de que David matara a Goliat.
Al día siguiente, mis padres anunciaron su decisión de ir a la ciudad. Me invitaron —habría supuesto una crueldad negarme aquel paseo—, pero no incluyeron a Pappy y Gran. Fue una pequeña excursión familiar. Se mencionó la posibilidad de un helado. Gracias a Tally y Cowboy, teníamos un poco de gasolina gratis y en la granja no había nada que hacer. El agua se interponía entre nosotros y las hileras de algodón.
Me senté delante con ellos con los ojos clavados en el cuentakilómetros. En cuanto enfilamos la carretera principal y nos dirigimos al norte hacia Black Oak, mi padre dejó de accionar la palanca del cambio de marchas y aceleró hasta alcanzar los setenta y cinco kilómetros por hora. Que yo supiera, el camión iba exactamente igual a setenta y cinco kilómetros por hora que a sesenta, pero no pensaba decirle nada a Pappy.
Resultaba curiosamente consolador contemplar las otras granjas devastadas por la lluvia. No se veía a nadie recorrer penosamente los campos en un intento de recolectar algo. No había ni un solo mexicano a la vista.
Nuestras tierras eran bajas y corrían el peligro de resultar anegadas antes que las demás. No habría sido la primera vez que perdíamos la cosecha cuando a otros agricultores no les ocurría. Ahora todos estaban en igualdad de condiciones.
Era mediodía y no se podía hacer otra cosa que esperar, por lo que las familias estaban reunidas en los porches de sus casas, contemplando el tráfico. Las mujeres desvainaban guisantes. Los hombres conversaban con cara de preocupación. Los niños estaban sentados en los escalones o jugando en medio del barro. Los conocíamos a todos, casa por casa. Los saludamos con la mano, ellos nos devolvieron el saludo y casi nos pareció oírles decir: «A saber por qué irán los Chandler a la ciudad».
Main Street estaba muy tranquila. Aparcamos delante de la ferretería. Tres puertas más abajo de la Cooperativa, varios agricultores vestidos con monos conversaban con semblante muy serio. Mi padre se sintió obligado a acercarse primero a ellos o, por lo menos, a escuchar sus ideas y opiniones sobre cuándo dejaría de llover. Seguí a mi madre a la droguería, donde vendían helados y refrescos. Desde que yo recordaba lo atendía una guapa chica de la ciudad llamada Cindy. Cindy no tenía otros clientes en aquel momento, por lo que recibí una ración especialmente generosa de helado de vainilla cubierto de jarabe de cereza. Mi madre pagó cinco centavos por él. Yo me senté en un taburete. Cuando estuvo claro que yo había encontrado un sitio donde pasar los treinta minutos siguientes, mi madre se fue a comprar otras cosas.
Cindy tenía un hermano mayor que había resultado muerto en un terrible accidente automovilístico, y cada vez que la veía yo recordaba las historias que había oído contar. El vehículo se incendió y no pudieron sacar al muchacho. Hubo muchos testigos, lo cual había dado lugar a distintas versiones. Cindy era guapísima, pero tenía una mirada muy triste, y yo sabia que se debía a aquella tragedia. No le apetecía hablar, pero a mí no me importaba. Me comí muy despacio el helado para que me durara mucho rato y me dediqué a observarla mientras trajinaba al otro lado del mostrador.
Había oído cuchichear lo bastante a mis padres para saber que tenían intención de efectuar cierta llamada telefónica. Como no disponíamos de teléfono, nos veíamos obligados a utilizar los de otras personas. Suponía que utilizarían el teléfono de la tienda de Pop y Pearl.
Casi todas las casas de la ciudad disponían de teléfono, al igual que casi todas las tiendas. Y las granjas que estaban a tres o cuatro kilómetros de la ciudad también, pues las líneas llegaban hasta allí. Una vez mí madre me dijo que pasarían muchos años antes de que las líneas llegaran a nuestra granja. De todos modos, Pappy no lo quería. Decía que, cuando uno tenía teléfono se veía obligado a hablar con los demás cuando a éstos les interesaba y no cuando le interesaba a uno. Un televisor quizá fuese interesante, pero un teléfono, ni hablar.
Jackie Moon entró por la puerta y se dirigió al mostrador de los helados.
—Hola, pequeño Chandler —dijo, alborotándome el cabello mientras se sentaba a mi lado—. ¿Qué te trae por aquí? —preguntó.
—El helado —contesté, y él se río.
Cindy se situó delante de nosotros y preguntó:
—¿Lo de siempre?
—Sí, señora —contestó Jackie—. ¿Qué tal estás?
—Muy bien, Jackie —contestó ella, coqueteando.
Se estudiaron cuidadosamente el uno al otro y yo tuve la sensación de que había algo entre ellos. Cindy se volvió para preparar lo de siempre, y él la miró de arriba abajo.
—¿Habéis tenido noticias de Ricky? —me pregunto Jackie sin apartar los ojos de Cindy.
—Últimamente, no —contesté, mirando también a Cindy.
—Ricky tiene agallas. No le va a pasar nada.
—Lo sé —dije.
Encendió un cigarrillo y dio unas cuantas caladas.
—¿Os habéis mojado por allí? —pregunto.
—Estamos empapados.
Cindy depositó un cuenco de helado de chocolate y una taza de café solo delante de Jackie, quien dijo:
—Aseguran que va a llover dos semanas seguidas, y yo estoy seguro de que así será.
—La lluvia, la lluvia, la lluvia —dijo Cindy—. La gente no sabe hablar de otra cosa estos días. ¿No os cansáis de hablar siempre del tiempo?
—Es que somos agricultores, y no tenemos nada más de que hablar —se justificó Jackie.
—Sólo los tontos trabajan en el campo —sentenció Cindy, dejando el paño de cocina sobre el mostrador antes de dirigirse a la caja.
Jackie terminó de comer el trozo de helado que tenía en la boca.
—En eso seguro que tiene razón, ¿sabes? —me dijo Jackie.
—Es probable.
—¿Tu padre tiene intención de irse al norte? —preguntó.
—¿Adónde?
—Al norte, a Flint. Tengo entendido que algunos chicos ya están telefoneando para ver si pueden conseguir un puesto en la planta de la Buick. Dicen que este año hay menos empleo y que no pueden contratar a tantos como antes y que por eso la gente ya se ha lanzado a la carrera para conseguir un puesto. El precio del algodón se ha vuelto a disparar. Como nos caiga encima otro chaparrón, el río se desbordará. Casi todos los agricultores se podrán considerar afortunados si consiguen salvar media cosecha. Parece un poco tonto, ¿verdad? Trabajan como locos en el campo durante seis meses, lo pierden todo, corren a trabajar al norte y regresan a casa con el dinero suficiente para pagar las deudas. Y entonces vuelven a sembrar.
—¿Tú irás al norte? —pregunte.
—Me lo estoy pensando. Soy demasiado joven para pasarme toda la vida trabajando en el campo.
—Yo también.
Tomó un sorbo de café y ambos nos pasamos un rato reflexionando en silencio acerca de la estupidez de las tareas del campo.
—Tengo entendido que aquel palurdo tan fortachón se largó con viento fresco —dijo finalmente Jackie.
Por suerte, yo tenía la boca llena de helado, de modo que me limité a asentir con la cabeza.
—Espero que lo atrapen —añadió Jackie—. Me gustaría verle sentado en el banquillo y ver qué le cae encima. Ya le he dicho a Stick Powers que estaría dispuesto a declarar como testigo. Lo vi todo. Ahora han aparecido otras personas que le han explicado a Stick lo que ocurrió realmente. El palurdo no tenía ninguna necesidad de matar al chico de los Sisco.
Me llevé otra cucharada de helado a la boca y asentí nuevamente. Había aprendido a mantener la boca cerrada y poner cara de tonto cuando salía a relucir el tema de Hank Spruill.
Cindy había regresado; se movía de un lado para otro detrás del mostrador y secaba esto y aquello mientras tarareaba por lo bajo. Jackie se olvidó de Hank.
—¿Ya has terminado? —me preguntó, echando un vistazo a mi helado.
Pensé que él y Cindy tenían algo de que hablar.
—Casi —contesté.
Ella siguió tarareando y él me miró hasta que terminé. Cuándo me hube comido la última cucharada, dije adiós y me fui a la tienda de Pop y Pearl, donde esperaba averiguar algo más acerca de la llamada telefónica. Pearl estaba sola junto a la caja, con las gafas de lectura apoyadas en la punta de la nariz, por lo que su mirada se cruzó con la mía en cuanto entré. Decían que conocía el sonido de todos los camiones que pasaban por Main Street y que no sólo era capaz de identificar al agricultor que lo conducía sino de recordar el tiempo que hacía que éste no visitaba la ciudad. No se le escapaba ni una.
—¿Dónde está Eh? —me preguntó tras habernos intercambiado los jocosos comentarios de rigor.
—Se ha quedado en casa —contesté, mirando hacia el recipiente de los bollos Tootsie Rolis.
Ella me los señaló diciendo:
—Toma uno.
—Gracias. ¿Dónde está Pop?
—En la trastienda. Has venido tú solo con tus padres, ¿verdad?
—Sí, señora. ¿Ya han estado aquí?
—No, por el momento. ¿Van a comprar comestibles?
—Sí, señora. Y creo que mi padre necesitaba usar el teléfono de la tienda.
Se quedó de piedra mientras trataba de adivinar por qué razón mi padre necesitaba llamar a alguien. Yo desenvolví el Tootsie Roli.
—¿A quién quiere llamar?
—No lo sé.
Pobre del que le pidiera permiso a Pearl para hablar por teléfono y deseara mantener en secreto los detalles. Ella averiguaría mucho más que la persona situada en el otro extremo de la línea.
—¿Os habéis mojado mucho por allí?
—Sí, señora. Muchísimo.
—De todos modos, es una tierra muy mala. Me parece que vuestros terrenos, los de los Latcher y los de los Jeter, son los primeros que se inundan.
Su voz se perdió mientras reflexionaba acerca de nuestra desgracia. Miró a través de la ventana y meneó lentamente la cabeza ante la perspectiva de un otoño muy poco prometedor.
Yo jamás había visto una inundación, al menos que recordara, y por consiguiente no tenía ningún comentario que hacer al respecto. El mal tiempo había echado un jarro de agua fría sobre el estado de ánimo de todo el mundo, incluida Pearl. Con las densas nubes que se cernían sobre nuestra región, resultaba muy difícil ser optimista. Se avecinaba otro invierno muy triste.
—Me han dicho que algunas personas se irán al norte —dije. Sabia que si los rumores eran ciertos Pearl conocería los detalles.
—A mí también me lo han dicho —admitió—. Quieren asegurarse un empleo por si persisten las lluvias.
—¿Quién va?
—No me he enterado —contestó, pero por su tono de voz adiviné que estaba al corriente de los últimos chismes.
Lo más probable era que los agricultores hubiesen utilizado su teléfono.
Le di las gracias por el Tootsie Roli y abandoné la tienda. Las aceras estaban desiertas. Resultaba agradable tener la ciudad para mí solo. Los sábados había tanta gente que apenas sí se podía caminar. Vi a mis padres comprando algo en la ferretería y fui a investigar.
Estaban comprando pintura en grandes cantidades. Perfectamente alineados en el mostrador, junto con dos brochas todavía en el interior de sus envolturas de plástico, vi cinco botes de cinco kilos de esmalte blanco Pittsburg Paint. Cuando entré el dependiente estaba sumando el importe total. Mi padre hurgó en sus bolsillos. Mi madre permanecía de pie a su lado, erguida y orgullosa. Comprendí que ella lo había convencido de que comprara la pintura. Me miró y sonreía, rebosante de satisfacción.
—Serán catorce dólares con ochenta centavos —dijo el dependiente.
Mi padre sacó el dinero y empezó a contar billetes.
—Puedo anotárselo en su cuenta —repuso el dependiente.
—No, eso no está incluido en ella —repuso mi madre.
A Pappy podría darle un ataque al corazón si se enteraba de la cantidad de dinero que se había gastado en pintura.
Acarreamos los botes hasta el camión.