29

El viejo y ruidoso coche patrulla de Stick entró en el patio delantero, seguido de cerca por nuestro camión robado. Stick bajó dándose muchos aires porque acababa de resolver la parte más urgente del delito. El otro ayudante del sheriff de Black Oak iba al volante del camión, el cual, que yo supiera, no parecía haber cambiado en absoluto. Los Spruill se acercaron corriendo, ansiosos de saber algo acerca de Tally.

—Lo encontramos en la terminal de autocares de Jonesboro —anunció Stick mientras el pequeño grupo se congregaba a su alrededor—. Tal como yo suponía.

—¿Dónde estaba la llave? —preguntó Pappy.

—Debajo del asiento. Y el depósito está lleno de gasolina. No sé si estaba lleno cuando se fueron de aquí, pero ahora lo está.

—Estaba medio vacío —dijo Pappy con asombro.

A todos nos sorprendía no sólo volver a ver el camión sino verlo intacto. Nos habíamos pasado todo el día preocupados por un futuro sin él ni medio alguno de transporte. Habríamos estado en las mismas condiciones que los Latcher, obligados a pedir que nos llevara a la ciudad el primero que pasara por allí.

Yo no acertaba a imaginar semejante apuro y ahora estaba más decidido que nunca a vivir algún día en una ciudad, donde la gente tenía automóviles.

—Creo que sólo lo han tomado prestado —dijo el señor Spruill casi hablando para sus adentros.

—Yo también lo creo así —concedió Stick—. ¿Sigue insistiendo en presentar una denuncia? —le preguntó a Pappy, quien, tras mirarlo frunciendo el entrecejo, contestó—: Creo que no.

—¿Alguien los ha visto? —preguntó la señora Spruill en voz baja.

—Sí, señora. Compraron dos billetes para Chicago y permanecieron unas cinco horas en las inmediaciones de la terminal de autocares. Al empleado le pareció que algo extraño ocurría, pero pensó que no era asunto de su incumbencia.

Largarse con un mexicano no es muy inteligente que digamos, pero tampoco constituye un delito. El empleado dijo que estuvo observándolos durante toda la noche, pero que ellos fingían no conocerse. Sin embargo, al subir al autocar se sentaron el uno al lado del otro.

—¿A qué hora salió el autocar? —preguntó el señor Spruill.

—A las seis de la mañana. —Stick se sacó un sobre doblado del bolsillo y se lo entregó al señor Spruill—. Han encontrado esto en el asiento delantero. Creo que es una nota de Tally para todos ustedes. Yo no la he leído.

El señor Spruill entregó el sobre a su mujer, quien lo rasgó rápidamente y extrajo de su interior una hoja de papel. Empezó a leer mientras se enjugaba las lágrimas. Todo el mundo la observaba en silencio. Hasta Trot, escondido detrás de Bo y Dale, se inclinó mientras la señora Spruill leía la carta.

—No es asunto mío, señora —apuntó Stick—, pero, si contiene alguna información útil, quizá convendría que yo lo supiera.

La señora Spruill siguió leyendo, y al terminar, con la mirada baja dijo:

—No piensa volver a casa. Ella y Cowboy van a casarse y se irán a vivir al norte, donde encontrarán buenos trabajos y demás.

—Las lágrimas y lloriqueos cesaron de repente. Los sentimientos de la señora Spruill eran, por encima de todo, de enojo. Su hija no había sido secuestrada; se había fugado con un mexicano, e iba a casarse con él.

—¿Se quedarán a vivir en Chicago? —preguntó Stick.

—No lo aclara. Dice simplemente el norte.

Los Spruill emprendieron lentamente la retirada. Mi padre les dio las gracias a Stick y al otro ayudante del sheriff por habernos devuelto el camión.

—Les ha caído a ustedes encima más lluvia que a nadie —dijo Stick mientras abría la portezuela de su coche patrulla.

—Está todo empapado —convino Pappy.

—Hacia el norte el nivel del río está subiendo —anuncio Stick, como si fuera un experto. Se avecinan más lluvias.

—Gracias, Stick —dijo Pappy.

Stick y el otro ayudante del sheriff subieron al coche patrulla. Stick se había sentado al volante, pero cuando ya estaba a punto de cerrar la portezuela volvió a bajar y le dijo a Pappy:

—Oiga, Eh, he llamado al sheriff de Eureka Springs. No ha visto al gigantón, Hank. A estas horas el chico ya tendría que estar en casa, ¿no cree?

—Supongo que sí. Se fue hace una semana.

—¿Sabe usted dónde podría estar?

—Eso no es cosa mía —contestó Pappy.

—Es que todavía no he terminado con él, ¿sabe? Cuando lo encuentre, lo encerraré en la cárcel de Jonesboro y tendremos un buen juicio.

—Hágalo, Stick —dijo Pappy. Después se volvió y añadió—: Hágalo sin falta.

Los lisos neumáticos del coche patrulla patinaron y empezaron a rodar sobre el barro, pero finalmente Stick consiguió llegar al camino. Mi madre y Gran regresaron a la cocina para empezar a preparar la comida.

Pappy fue por sus herramientas y las extendió sobre la plataforma del camión. Levantó la cubierta del motor y empezó a examinarlo con detenimiento. Yo me senté en el guardabarros y fui dándole las llaves inglesas mientras observaba cada uno de sus movimientos.

—¿Por qué querrá una chica tan simpática como Tally casarse con un mexicano? —pregunte.

Pappy estaba tensando una correa de ventilador. No cabía la menor duda de que Cowboy no se había molestado en abrir la cubierta y manipular el motor mientras se fugaba con Tally, pero Pappy se sentía obligado a revisarlo y arreglarlo todo como sí el vehículo hubiera sido objeto de un sabotaje.

—Las mujeres… —musitó.

—¿A qué te refieres?

—Las mujeres hacen muchas tonterías.

Esperé a ver si me lo aclaraba, pero era todo lo que tenía que responder.

—No lo entiendo —dije finalmente.

—Ni yo. Jamás lo entenderás. Tú no tienes por qué comprender a las mujeres.

Retiró el filtro de aire y examinó con recelo el carburador. Por un instante, pensé que había encontrado alguna prueba de manipulación, pero después enroscó un tornillo y se dio por satisfecho.

—¿Crees que la encontrarán? —pregunte.

—No la buscan. Hemos recuperado el camión, y por consiguiente no hay delito y la policía ha dejado de buscarlos. Dudo que los Spruill intenten ir tras ellos. ¿Por qué molestarse? Si tuvieran suerte y los encontraran, ¿qué harían?

—¿No pueden obligarla a regresar a casa?

—No. En cuanto se case, se convertirá en una persona adulta. A una mujer casada no se la puede obligar a hacer absolutamente nada.

Puso en marcha el motor por medio de la manivela y prestó atención. A mí me sonó igual que siempre, pero él creyó percibir un extraño chirrido.

—Vamos a dar un paseo para comprobarlo —dijo.

Despilfarrar gasolina era un pecado según Pappy, pero aun así decidió gastar una pequeña parte del combustible gratis que Tally y Cowboy habían dejado. Subimos e hizo marcha atrás para salir al camino. Yo me senté en el lugar que Tally había ocupado hacia apenas unas horas, cuando se había fugado con Cowboy aprovechando la tormenta. No pensaba más que en ella, tan perplejo como antes.

El camino estaba demasiado embarrado para que Pappy pudiera circular a su velocidad óptima de sesenta kilómetros por hora, pero, aun así, a mi abuelo le pareció que algo le ocurría al motor. Nos detuvimos al llegar al puente y contemplamos el río. Los bancos de grava y arena habían desaparecido; no había más que agua entre las dos orillas…, agua y escombros procedentes de más arriba. El río bajaba más rápido que nunca. El indicador de nivel de Pappy ya había desaparecido hacia mucho tiempo, arrastrado por la corriente. No necesitábamos ningún indicador para saber que el río St. Francis pronto se desbordaría.

Pappy estaba como hipnotizado por el agua y el fragor que ésta producía. No comprendí si deseaba soltar unas maldiciones o echarse a llorar. Ninguna de las dos cosas hubiera servido para nada, naturalmente, y creo que Pappy, quizá por primera vez, comprendió que se encontraba a punto de perder otra cosecha.

Cualquier cosa que le ocurriera al motor ya se había arreglado para cuando regresamos a casa. Pappy anunció durante la cena que el camión estaba en tan buenas condiciones como siempre, tras lo cual nos lanzamos a una larga e imaginativa conversación acerca de Tally y Cowboy y de lo que éstos debían de estar haciendo. Mi padre había oído decir que había muchos mexicanos en Chicago, por lo que, a su juicio, Cowboy y su flamante esposa se mezclarían con el tejido de la gran ciudad y jamás se volvería a saber nada de ellos.

Yo estaba tan preocupado por Tally que apenas podía tragar la comida.

Bien entrada la mañana del día siguiente, mientras el sol pugnaba por asomar a través de las nubes, regresamos a los campos para seguir recolectando algodón. Estábamos cansados de permanecer sentados en casa, contemplando el cielo. Hasta yo deseaba continuar con la recolección.

Los mexicanos se mostraban especialmente interesados en reanudar el trabajo. A fin de cuentas, se encontraban a tres mil kilómetros de su casa y no estaban cobrando nada.

Sin embargo, el algodón estaba demasiado mojado y la tierra demasiado blanda. El barro se me incrustó en las botas y se pegó a la bolsa de recolectar, por lo que al cabo de media hora tuve la sensación de que estaba arrastrando un tronco. Interrumpimos la tarea al cabo de un par de horas y nos fuimos a casa muy tristes y desanimados.

Los Spruill ya estaban hartos. No nos sorprendió verlos levantar el campamento. Lo hicieron muy despacio, como sí les costara reconocer su derrota. El señor Spruill le dijo a Pappy que de nada les servia quedarse si no podían trabajar. Estaban cansados de las lluvias, y nosotros no podíamos reprochárselo. Se habían pasado seis semanas acampados en nuestro patio delantero. El colchón sobre el que dormían estaba parcialmente expuesto a las inclemencias del tiempo y manchado de barro. Yo, en su lugar, me habría ido mucho antes.

Permanecimos sentados en el porche mientras recogían sus trastos y lo cargaban todo sin orden ni concierto en el camión y el remolque. Sin la presencia de Hank y Tally dispondrían de más espacio.

De repente, su partida me asustó. No tardarían en regresar a casa y descubrir que Hank no estaba allí. Esperarían, después buscarían y, finalmente, empezarían a hacer preguntas. Yo no sabia si ello podía afectarme y en qué medida, pero aun así tenía miedo.

Mi madre me obligó a acompañarla al huerto, donde recogimos hortalizas suficientes para veinte personas. Lavamos el maíz, los pepinos, los tomates, el quingombó y las verduras en el fregadero de la cocina y después ella colocó cuidadosamente todo en una caja de cartón. Gran reunió una docena de huevos, un kilo de jamón, medio kilo de mantequilla y dos tarros de un kilo de mermeladas de fresa. Los Spruill no se irían sin comida para el viaje.

A media tarde terminaron de hacer las maletas. El camión y el remolque llevaban exceso de peso: las cajas y los sacos de arpillera estaban asegurados a los lados con alambre de embalar y seguro que se desprendían a la primera ocasión. Cuando vimos que estaban a punto de irse, todos los miembros de la familia bajamos por los escalones del porche y cruzamos el patio para despedirnos de ellos. El señor Spruill y su esposa se acercaron y aceptaron la comida. Se disculparon por irse antes de que terminara la recolección, pero todos sabíamos que lo más probable era que la cosecha ya estuviera perdida. Aunque procuraron sonreír y mostrarse amables, no podían disimular su dolor. Mientras los miraba, pensé que siempre lamentarían el día en que habían decidido trabajar en nuestra granja. Si hubiesen elegido otra, Tally no se habría fugado con Cowboy, y Hank aún viviría, si bien, dada su afición a la violencia, lo más probable era que muriese prematuramente. «Quien a hierro mata, a hierro muere», solía decir Gran.

Me remordía la conciencia por los malos pensamientos que se me habían ocurrido contra ellos y me sentía algo así como un ladrón, porque conocía la verdad acerca de Hank, y ellos no.

Me despedí de Bo y Dale, ninguno de los cuales tenía gran cosa que decir. Trot estaba escondido detrás del remolque. Cuando ya terminábamos de despedirnos, se acercó a mí y murmuró algo que no logré entender. Después tendió la mano y me ofreció su brocha. No tuve más remedio que aceptarla.

Los mayores presenciaron el intercambio, pero, ninguno dijo nada.

—Por allí —indicó Trot, señalando hacia el camión.

Bo alargó la mano hacia algo que había justo al otro lado de la plataforma posterior. Sacó un bote de cinco kilos de esmalte de color blanco, sin abrir, con un logotipo de gran tamaño de Pittsburg Paint en la parte anterior. Lo depositó en el suelo delante de mí y después sacó otro.

—Es para ti —dijo Trot.

Contemplé los dos botes de cinco kilos de pintura y después miré a Pappy y Gran. A pesar de que llevábamos muchos días sin hablar del tema, todos sabíamos desde hacía mucho tiempo que Trot jamás podría terminar su proyecto de pintar la casa. Ahora éste me estaba traspasando la tarea a mí. Miré a mi madre y vi una extraña sonrisa en sus labios.

—La compró Tally —dijo Dale.

Me golpeé la pierna con la brocha y, al final, conseguí balbucir:

—Gracias.

Trot me dedicó una sonrisa bobalicona que provocó un gesto de diversión por parte de todos los demás. Regresaron de nuevo a su camión y esta vez consiguieron subir todos. Trot estaba en el remolque, pero solo. La primera vez que los habíamos visto, Tally lo acompañaba. Ahora se le veía triste y abandonado.

El motor del camión arrancó a regañadientes. El embrague gimió y chirrió, y en cuando se puso en marcha, todos los ocupantes experimentaron una sacudida hacia delante. Los Spruill se fueron en medio de un concierto de sartenes, cacerolas y cajas, mientras Bo y Dale brincaban sobre el colchón y Trot permanecía acurrucado en un rincón del remolque. Los saludamos con la mano hasta que los perdimos de vista.

No se había hablado para nada del año siguiente. Los Spruill no regresarían. Sabíamos que jamás volveríamos a verlos.

La poca hierba que había en el patio delantero estaba aplastada, y cuando contemplé los daños me alegré de que se hubieran marchado. Propiné un puntapié a las cenizas de sus fogatas en la base meta y me sorprendí una vez más de su desconsideración. Quedaban las rodadas de su camión y los agujeros de los palos de sus tiendas de campaña. Al año siguiente, colocaría una valla para que los montañeses no invadieran mí campo de béisbol.

Sin embargo, mi proyecto más inmediato era terminar lo que Trot había empezado. Arrastré la pintura hasta el porche, un bote por vez, y me sorprendí de lo que pesaban. Esperaba que Pappy dijera algo, pero la situación no le inspiró comentario alguno. En cambio, mi madre dio unas órdenes a mi padre y éste se apresuró a levantar un andamio en el lado este de la casa. Era un tablón de madera de roble de cinco por quince centímetros y dos metros y medio de largo, asentado en uno de los extremos sobre un caballete para aserrar y en el otro sobre un bidón vacío de gasóleo. Estaba ligeramente inclinado hacia el bidón, pero no lo bastante para que el pintor perdiera el equilibrio. Mi padre abrió el primer bote, removió su contenido con un palo y me ayudó a subir al andamio. Me dio unas breves instrucciones, pero como apenas sabía nada acerca de cómo pintar una casa, me vi libre para aprender por mí cuenta. Pensé que si Trot podía hacerlo, yo también podría.

Mi madre me observó detenidamente y me dio consejos como «No dejes que gotee» y «Tómatelo con calma». En el lado este de la casa, Trot había pintado las primeras seis tablas contando desde abajo, desde la fachada hasta la pared de atrás, y ahora, desde mi andamio, yo podía alcanzar hasta un metro más arriba. No sabía cómo haría para pintar hasta el tejado, pero pensé que ya me preocuparía por ello más adelante.

Las viejas tablas absorbieron la primera mano de pintura. La segunda salió lisa y blanca. A los pocos minutos, me sentí cautivado por una obra cuyos resultados podían apreciarse de inmediato.

—¿Qué tal lo hago? —pregunté sin mirar hacia abajo.

—Está muy bien, Luke —contestó mi madre—, pero procura trabajar despacio y tómate todo el tiempo que haga falta. Y, sobre todo, no te caigas.

—No me caeré.

¿Por qué siempre me advertía contra peligros tan evidentes?

Aquella tarde mi padre cambió la posición del andamio un par de veces, y a la hora de cenar yo ya había gastado todo un bote de cinco kilos de pintura. Me lavé las manos con jabón de lejía, pero la pintura se me había pegado a las uñas. Me daba igual. Me sentía orgulloso de mi obra. Estaba haciendo algo que ningún Chandler había hecho jamás.

Durante la cena no se hizo ningún comentario acerca de la pintura. Había asuntos mucho más importantes en que pensar. Los montañeses habían hecho las maletas y se habían ido cuando todavía quedaba algodón por recolectar. No habíamos oído rumores sobre otros temporeros que se hubieran marchado por estar los campos anegados. Pappy no quería que se supiera que nos habíamos rendido ante la lluvia. El tiempo estaba a punto de cambiar, no paraba de repetir. Jamás habíamos tenido tantas tormentas en una época tan tardía del año.

Al anochecer, nos trasladamos al porche delantero, que estaba aún más silencioso que antes. Los Cardinals eran sólo un lejano recuerdo y raras veces escuchábamos la radio después de la cena. Pappy no quería malgastar electricidad, por lo que yo me limitaba a sentarme en los escalones y contemplar el silencioso y desierto patio. Durante seis meses, había estado cubierto por toda clase de refugios y trastos. Ahora no había nada.

Unas hojas cayeron y se dispersaron por el patio. La noche era fresca y clara, lo cual indujo a mi padre a vaticinar que al día siguiente tendríamos ocasión de recolectar algodón durante doce horas. A mí, sin embargo, sólo me apetecía pintar.