28

El domingo amaneció gris y encapotado y a mi padre no le hacía la menor gracia mojarse sentado en la plataforma del camión mientras nos dirigíamos hacia la iglesia. Además, la cabina de nuestro camión estaba llena de goteras, de modo que cuando caía un buen chaparrón mi madre y Gran quedaban empapadas. Raras veces dejábamos de asistir a los servicios religiosos del domingo, pero de vez en cuando la amenaza de lluvia nos obligaba a quedarnos en casa. Llevábamos meses sin faltar a la iglesia, por lo que, cuando Gran nos propuso desayunar tarde y quedarnos a escuchar la radio, todos nos apresuramos a mostrarnos de acuerdo. La iglesia baptista de Bellevue era la más grande de Memphis y sus ceremonias se retransmitían a través de la emisora WHBQ. A Pappy no le gustaba el predicador, decía que era demasiado liberal, pero pese a ello le encantaba oírle hablar. El coro estaba integrado por cien voces, es decir, aproximadamente ochenta más que el de la iglesia baptista de Black Oak.

Mucho después del desayuno, aún estábamos sentados alrededor de la mesa de la cocina, escuchando el sermón del predicador en presencia de tres mil feligreses, sin poder quitarnos de la cabeza el drástico cambio de tiempo que tan preocupados nos tenía. Bueno, los que estaban preocupados eran los mayores, yo sólo fingía.

La iglesia baptista de Bellevue contaba nada menos que con una orquesta, y cuando ésta tocó la bendición, nos pareció que Memphis se encontraba a millones de kilómetros de distancia. ¡Una orquesta en una iglesia! La hija mayor de Gran, mi tía Betty, vivía en Memphis, y aunque no iba a la iglesia de Bellevue, conocía a alguien que si lo hacía. Todos los hombres vestían traje de calle. Y todas las familias tenían espléndidos automóviles. Era, efectivamente, un mundo distinto.

Pappy y yo nos dirigimos al río en el camión para examinar nuestro indicador. Las lluvias estaban estropeando el reciente trabajo de nivelación de Otis. Las poco profundas cunetas estaban llenas, así como los hoyos del camino, y las aguas sobrantes formaban torrenteras. Nos detuvimos en el centro del puente y estudiamos el río a ambos lados. Hasta yo me di cuenta de que el caudal había subido hasta cubrir los bancos de arena y de grava. El agua era más turbia y presentaba un color marrón claro, prueba evidente de que los arroyos que surcaban los campos vertían su contenido en él. La corriente formaba remolinos y bajaba más rápido, y en su superficie flotaban maderas a la deriva, troncos e incluso alguna que otra rama verde.

El palo que hacia las veces de indicador seguía en su sitio, pero sólo asomaban unos pocos centímetros por encima del agua. Pappy tuvo que mojarse las botas para recuperarlo. Tiró de él hacia arriba, lo examinó como si el pobrecillo hubiera hecho algo malo y dijo, casi hablando para sus adentros:

—Unos veinticinco centímetros en veinticuatro horas. —Se agachó y lo golpeó contra una piedra. Mientras lo miraba, reparé en el rumor del agua. No era muy fuerte, pero la corriente bajaba impetuosa sobre los bancos de grava y embestía los pilotes del puente. La corriente salpicaba a través de los densos arbustos que colgaban sobre las orillas y rozaba las raíces de un sauce cercano. Era un ruido amenazador que yo jamás había oído.

Pappy también estaba oyéndolo. Señaló con el palo el recodo del río, a la derecha, y dijo:

—Primero alcanzará a los Latcher. Están en terreno bajo.

—¿Cuándo? —pregunté.

—Eso depende de la lluvia. Si amaina, puede que el río no se desborde. Pero si sigue lloviendo, en cuestión de una semana rebasará las orillas.

—¿Cuándo fue la última vez que hubo una inundación?

—Hace tres años, pero fue en primavera. La última inundación en otoño se produjo hace mucho tiempo.

Yo tenía muchas preguntas que hacer sobre desbordamientos e inundaciones, pero el tema no era muy del agrado de Pappy. Nos pasamos un rato estudiando el río y prestando atención a su ruido, y regresamos al camión para volver a casa.

—Vamos al arroyo Siler —dijo Pappy más tarde.

Los senderos estaban demasiado embarrados para el camión, por lo que puso en marcha el John Deere y nos alejamos del patio mientras la mayoría de los Spruill y todos los mexicanos nos miraban con gran curiosidad. El tractor nunca se utilizaba en domingo. Seguro que Eli Chandler no se proponía trabajar en día tan señalado.

El arroyo había experimentado una transformación. Las cristalinas aguas en las que Tally gustaba de bañarse habían desaparecido. También habían desaparecido los frescos riachuelos que rodeaban las rocas y los troncos. En su lugar, el arroyo había ganado en anchura y estaba lleno de cenagosa agua que bajaba impetuosa hacia el St. Francis, que discurría a un kilómetro de distancia. Bajamos del tractor y nos acercamos a la orilla.

—De aquí proceden nuestras inundaciones —dijo Pappy—. No del St. Francis. Aquí el terreno es más bajo, y cuando el arroyo se desborda, las aguas van a parar directamente a nuestros campos.

El arroyo se encontraba por lo menos a tres metros por debajo de nosotros, todavía bien encerrado entre los bordes del barranco que se había abierto varias décadas atrás a través de las tierras de nuestra granja. Parecía impensable que su nivel pudiera subir hasta el extremo de desbordarse.

—¿Crees que se desbordará, Pappy? —pregunte.

Reflexionó durante un buen rato pensando, o quizá no reflexionase en absoluto. Contempló el arroyo y, al final, contestó sin el menor convencimiento:

—No. No ocurrirá nada.

Se oyó un trueno hacia el oeste.

Cuando a primera hora de la mañana del domingo entré en la cocina, Pappy ya estaba sentado junto a la mesa bebiendo café y manipulando la radio en un intento de sintonizar con una emisora de Little Rock para conocer las previsiones del tiempo. Mientras tanto, Gran freía beicon. La casa estaba muy fría, pero el calor y el aroma de la sartén caldeaban considerablemente el ambiente. Mi padre me entregó una vieja chaqueta de franela heredada, de Ricky, que me puse a regañadientes.

—¿Hoy vamos a recolectar, Pappy? —pregunté.

—Ahora mismo lo sabremos —contestó sin apartar los ojos de la radio.

—¿Llovió anoche? —le pregunté a Gran cuando ésta se inclinó para besarme la frente.

—Toda la noche —respondió—. Y ahora ve por unos huevos.

Salí con mi padre, bajé por los escalones del porche trasero y de pronto vi algo que hizo que me detuviese en seco. El sol acababa de asomar por el horizonte, y su luz, aunque escasa, era más que suficiente. Lo que estaba viendo no admitía ningún error.

Lo señalé con el dedo y sólo acerté a balbucir:

—Mira.

Mi padre se encontraba a unos tres metros de distancia, caminando hacia el gallinero.

—¿Qué ocurre, Luke? —me preguntó.

Bajo el roble donde Pappy había estacionado su camión durante todos los días de mi vida, las rodadas estaban vacías. El camión había desaparecido.

—El camión —dije.

Mi padre se acercó muy despacio y ambos nos pasamos un buen rato contemplando nuestro «aparcamiento». El camión siempre había estado allí, como los robles o los cobertizos. Lo veíamos cada día, pero no nos fijábamos en él porque siempre se encontraba en el mismo sitio.

Sin una palabra, mi padre dio media vuelta, subió por los escalones del porche trasero y entró en la cocina.

—¿Hay alguna razón para que el camión haya desaparecido? —le preguntó a Pappy, que estaba tratando por todos los medios de escuchar un casi inaudible informe meteorológico desde algún lejano lugar.

Gran se quedó de piedra y ladeó la cabeza como si necesitara que le repitieran la pregunta. Pappy apagó la radio.

—¿Cómo dices?

—El camión ha desaparecido —dijo mi padre.

Pappy miró a Gran y ésta miró a mi padre. Después todos me miraron a mí, como si, una vez más, hubiera hecho algo malo. En aquel momento, mi madre entró en la cocina y toda la familia salió en fila india de la casa hasta llegar a las rodadas cubiertas de barro sobre las que debería haber estado el camión.

Miramos alrededor como si el camión hubiera podido desplazarse por sí solo a Otro sitio.

—Lo dejé aquí mismo —dijo Pappy en tono de incredulidad.

Por supuesto que lo había dejado allí mismo. El camión jamás había pasado la noche en ningún otro lugar de la granja.

—¡Tally! —oímos que gritaba, en la distancia, el señor Spruill.

—Alguien se ha llevado nuestro camión —dijo Gran en un susurro casi inaudible.

—¿Dónde está la llave? —preguntó mi padre.

—Junto a la radio, como siempre —contestó Pappy.

Al fondo de la mesa de la cocina, al lado de la radio, había un pequeño cuenco de peltre; la llave del camión siempre se dejaba allí.

Mi padre fue a echar un vistazo. Regresó de inmediato.

—La llave ha desaparecido —anunció.

—Tally —volvió a gritar el señor Spruill— esta vez levantando todavía más la voz.

Se observaba una intensa actividad en el campamento de los montañeses. La señora Spruill se acercó rápidamente a nuestro porche delantero. Al vernos al lado de la casa, contemplando con asombro el desierto espacio donde estacionábamos el camión, dijo:

—Tally se ha ido. No la encontramos por ninguna parte. Los demás Spruill la siguieron y muy pronto ambas se encontraron cara a cara. Mi padre explicó que el camión había desaparecido. Y el señor Spruill explicó que su hija había desaparecido.

—¿Sabe conducir un camión? —preguntó Pappy.

—No, no sabe —contestó la señora Spruill— lo que complicaba aún más las cosas.

Por un instante, se hizo el silencio mientras todo el mundo reflexionaba acerca de la situación.

—No creerá usted que Hank ha regresado y se lo ha llevado, ¿verdad?

—Hank jamás le robaría su camión —dijo el señor Spruill con una mezcla de cólera y perplejidad.

En aquellos momentos, casi todo parecía probable e imposible al mismo tiempo.

—A estas horas Hank ya debe de estar en casa —dijo la señora Spruill, al borde de las lágrimas.

«¡Hank está muerto!» —deseé gritar y a continuación echar a correr hacia la casa y esconderme debajo de la cama. Aquella pobre gente no sabia que su hijo jamás regresaría a casa. La carga que el secreto suponía estaba resultando demasiado pesada para llevarla yo solo. Di un paso y me situé detrás de mi madre. Ésta se inclinó hacia mi padre y le dijo en voz baja:

—Será mejor que vayas a ver sí está Cowboy.

A causa de lo que yo le había dicho acerca de Tally y Cowboy, mi madre iba por delante de los demás.

Mi padre lo pensó un momento y después miró hacia el establo. Lo mismo hicieron Pappy, Gran y, finalmente, el resto del grupo.

Tomándoselo con calma y dejando sus huellas sobre la hierba mojada, Miguel se acercaba lentamente a nosotros. Sostenía en la mano su sucio sombrero de paja y caminaba como si no le apeteciera hacer lo que estaba a punto de hacer.

—Buenos días, Miguel —dijo Pappy, como si el día hubiera empezado como cualquier otro.

Señor —dijo Miguel en español, inclinando la cabeza.

—¿Hay algún problema? —le preguntó Pappy.

SÍ, señor. Un pequeño problema.

—¿De qué se trata?

—Cowboy se ha ido, al parecer por la noche.

—Debe de ser contagioso —murmuró Pappy, y soltó un escupitajo sobre la hierba.

Los Spruill sólo tardaron unos segundos en atar cabos. Al principio, la desaparición de Tally no tenía nada que ver con la de Cowboy, al menos para ellos. Estaba claro que no sabían nada acerca del secreto idilio de la pareja. Los Chandler se habían enterado mucho antes que los Spruill, pero es que nosotros contábamos con la ventaja de mi conocimiento directo de los hechos.

La realidad se fue imponiendo muy despacio.

—¿Cree que él se la ha llevado? —preguntó el señor Spruill, casi aterrorizado.

Su esposa, compungida, trataba de contener las lágrimas.

—No sé qué pensar —repuso Pappy, más preocupado por su camión que por el paradero de Tally y Cowboy.

—¿Se ha llevado Cowboy sus cosas? —le preguntó mi padre a Miguel.

Sí, señor.

—¿Se ha llevado Tally sus cosas? —le preguntó después al señor Spruill.

Este no contestó, y la pregunta quedó en el aire hasta que Bo dijo:

—Sí, señor. Su bolsa ha desaparecido.

—¿Y qué había en la bolsa?

—Ropa y cosas por el estilo. Y el bote en el que guardaba el dinero.

La señora Spruill se echó a llorar.

—¡Oh, mi niña! —gimoteó, y entonces experimenté el deseo de esconderme debajo de la casa.

Los Spruill eran un grupo derrotado. Mantenían la cabeza inclinada, los hombros hundidos y los ojos entornados. Su amada Tally se había fugado con un hombre al que ellos consideraban una basura, un intruso de piel oscura procedente de un país dejado de la mano de Dios. Su humillación en nuestra presencia era absoluta y tremendamente dolorosa.

A mí también me dolía. ¿Cómo había sido capaz de hacer una cosa tan terrible? Era mi amiga. Me trataba como a un confidente y me protegía como si fuese mi hermana mayor. Yo amaba a Tally, y ella se había fugado con un asesino desalmado.

—¡Él se la ha llevado! —gritó la señora Spruill.

Bo y Dale se la llevaron, dejando solo a Trot y al señor Spruill a cargo de la situación. La mirada habitualmente extraviada de Trot había sido sustituida por otra de tristeza y profunda perplejidad. Tally también era su protectora, y había desaparecido.

Los hombres se lanzaron a una larga discusión sobre qué convenía a partir de ese momento. Lo primero era encontrar a Tally y el camión, antes de que se alejaran demasiado. No tenían modo de saber cuándo se había ido la pareja. Estaba claro que habían aprovechado la tormenta para cubrir su fuga. Los Spruill no habían oído nada durante la noche, sólo truenos y ruido de lluvia, y el camino de entrada de la casa pasaba a veinticinco metros de sus tiendas.

Quizás hubieran transcurrido varias horas, tiempo suficiente para llegar a Jonesboro o Memphis, o incluso Little Rock.

Pero los hombres confiaban en encontrar rápidamente a Tally y Cowboy. El señor Spruill se marchó para desenganchar su camión de las tiendas de campaña y las mesas. Yo le supliqué a mi padre que me permitiera acompañarlos, pero él se negó. Entonces recurrí a mi madre, que también se mantuvo firme al respecto.

—No es un sitio apropiado para ti —argumento.

Pappy, mi padre y el señor Spruill se apretujaron en el asiento delantero, y allá se fueron patinando por nuestro camino, mientras los neumáticos giraban vertiginosamente y dejaban un reguero de barro detrás de sí.

Pasé por delante del silo hasta llegar a los vestigios cubiertos de malas hierbas de un viejo cobertizo de ahumar y me pasé una hora sentado bajo el techo de hojalata, contemplando cómo caía la lluvia. Me alegraba de que Cowboy hubiera abandonado nuestra granja y recé una breve pero sincera plegaria de agradecimiento a Dios. Sin embargo, cualquier alivio que pudiera producirme su partida quedaba empañado por la decepción que experimentaba a causa de Tally. Conseguí aborrecerla por lo que había hecho. La maldije utilizando las frases que Ricky me había enseñado, y cuando hube soltado todas las palabrotas que recordaba, le pedí a Dios que me perdonase.

Y le pedí que protegiera a Tally.

Los hombres tardaron dos horas en localizar a Stick Powers. Este explicó que acababa de regresar del cuartel general de Jonesboro, pero Pappy dijo que parecía que se hubiera pasado una semana durmiendo. Stick se entusiasmó al saber que en su jurisdicción se había cometido un delito de semejante envergadura. En nuestro código penal particular, el robo del camión de un agricultor estaba casi en el mismo nivel que el asesinato, por lo que Stick se puso en marcha de inmediato. Transmitió un mensaje a todas las jurisdicciones con que logró ponerse en contacto a través de su vieja radio y, al poco rato, la noticia ya se comentaba por todo el norte de Arkansas.

Según Pappy, Stick no estaba demasiado preocupado por el paradero de Tally. Adivinaba sin temor a equivocarse que la chica se había fugado voluntariamente con un mexicano, lo cual era una canallada, pero no exactamente un delito, por más que el señor Spruill no parara de utilizar la palabra «secuestro».

No era probable que los dos tortolitos se atreviesen a hacer un largo viaje con nuestro camión. Lo más seguro era que quisiesen huir de Arkansas, y Stick pensaba que el medio más probable de transporte sería un autocar. Como autostopistas hubieran resultado muy sospechosos; ningún conductor de Arkansas recogería a un tipo de piel tan oscura como Cowboy, y menos si iba acompañado por una chica blanca.

—Lo más probable es que se encuentren a bordo de un autocar que se dirige al norte —señaló Stick.

Cuando Pappy nos lo dijo, recordé el sueño de Tally de irse a vivir a Canadá, lejos del calor y la humedad. Quería ver montones de nieve, y por alguna extraña razón había elegido Montreal como lugar de residencia.

Los hombres empezaron a hablar de dinero. Mi padre hizo números y calculó que Cowboy había ganado cerca de cuatrocientos dólares recolectando algodón. Pero nadie sabia qué cantidad habría enviado a casa. Tally había ganado aproximadamente la mitad, y lo más probable era que lo hubiese ahorrado casi todo. Sabíamos que había estado comprando pintura para Trot, pero no teníamos ni idea de lo que podía haber gastado en otras cosas.

Al llegar a este momento del relato, experimenté el deseo de revelar lo que sabía acerca de Hank. Cowboy lo había desvalijado después de matarlo. No había manera de saber cuánto dinero de la recolección había ahorrado Hank, pero yo estaba seguro de que Cowboy debía de tener en el bolsillo los doscientos cincuenta dólares del dinero de Sansón. Estuve a punto de decirlo mientras permanecíamos sentados en torno a la mesa de la cocina, pero no lo hice porque tenía miedo. Cowboy se había ido, pero podían atraparlo en cualquier sitio.

«Espera —me dije—. Tú, espera Llegará el momento en que consigas librarte de todos los pesos que te agobian.»

Cualquiera que fuese su situación económica, estaba claro que Tally y Cowboy tenían dinero suficiente para hacer un largo viaje en autocar.

En cambio, nosotros estábamos sin un centavo, como de costumbre.

Los mayores mantuvieron una breve conversación acerca de la mejor manera de sustituir el camión, en caso de que no lo recuperasen, pero el tema era demasiado doloroso y lo dejaron. Además yo estaba escuchando.

Almorzamos temprano y después nos sentamos en el porche trasero, contemplando la lluvia.