Después de un día de descanso, mi padre se negó en redondo a que siguiese sin ir a los campos. Me sacó de la cama a las cinco y juntos cumplimos nuestra habitual tarea de ir en busca de los huevos y la leche.
Sabía que no podía seguir escondiéndome en casa con mi madre y, por consiguiente, me armé de valor y, sin demasiada convicción, me preparé para seguir recolectando algodón. En algún momento antes de que Cowboy se fuera, tendría que verme cara a cara con él. Sería mejor que lo hiciera cuanto antes y en presencia de mucha gente.
Los mexicanos se dirigían a pie al algodonal, con lo cual se ahorraban el recorrido en el remolque, podían empezar a recolectar unos cuantos minutos antes y evitaban estar cerca de los Spruill. Salimos de casa justo antes del amanecer. Me agarré fuerte al asiento de Pappy en el tractor y observé el rostro de mi madre cómo desaparecía lentamente en la ventana de la cocina. La víspera había rezado con fervor, y algo me decía que no iba a ocurrirle nada. Mientras avanzábamos por el camino, estudié el tractor John Deere. Me había pasado muchas horas en él, arando, sembrando, plantando e incluso transportando algodón a la ciudad con mi padre o con Pappy, y su funcionamiento siempre me había parecido muy complicado y difícil. Pero de pronto, tras haberme pasado treinta minutos en la niveladora, con toda su desconcertante serie de palancas y pedales, el tractor me parecía de lo más sencillo. Pappy se limitaba a permanecer sentado allí con las manos en el volante, los pies quietos, medio dormido, mientras que Otis no paraba de moverse y hacer maniobras, otra razón para que yo optara por nivelar carreteras en lugar de cultivar la tierra, en caso, naturalmente, de que mi carrera como beisbolista fracasara, lo cual era altamente improbable.
Los mexicanos ya habían avanzado media hilera, perdidos en medio del algodón, ajenos a nuestra llegada. Yo sabia que Cowboy estaba con ellos, pero con las primeras luces del alba todos los mexicanos me parecían iguales.
Conseguí evitar el contacto hasta la pausa del mediodía. Estaba seguro de que me había visto durante la mañana y supongo que debió de pensar que no estaría de más un pequeño recordatorio. Mientras sus compañeros se comían las sobras a la sombra del remolque, Cowboy decidió ir con nosotros. Se sentó solo en la parte lateral de la plataforma, y no le presté la menor atención hasta que estuvimos prácticamente en casa.
Cuando al fin me armé de valor y lo miré, se estaba limpiando las uñas con la navaja automática, y comprendí que me esperaba. Me miró, esbozó una sonrisa perversa más elocuente que mil palabras, y agitó disimuladamente la navaja en mi dirección. Nadie más lo vio, y aparté la mirada de inmediato.
Nuestro pacto acababa de consolidarse aún más.
A última hora de la tarde, el remolque ya estaba lleno de algodón. Después de una rápida cena, Pappy anunció que él y yo lo llevaríamos a la ciudad. Lo enganchamos al tractor y, a continuación, abandonamos la granja y tomamos nuestro camino recién nivelado. Otis era un artista. La calzada estaba perfectamente llana, incluso bajo nuestro viejo tractor.
Como de costumbre, Pappy guardó silencio mientras conducía, lo cual me pareció muy bien, pues yo tampoco tenía nada que decir. Guardaba muchos secretos, pero no podía quitármelos de encima. Mientras cruzábamos lentamente el puente, aproveché para examinar las perezosas aguas de abajo, pero no vi nada fuera de lo corriente. No quedaba el menor rastro de sangre ni del crimen que yo había presenciado.
Había transcurrido más de un día desde el asesinato, un día normal de trabajo y duro esfuerzo en la granja. Aquel secreto ocupaba todos mis pensamientos, pero creía que lo disimulaba muy bien. Mi madre estaba a salvo, y eso era lo único que importaba.
Cuando pasamos por delante del camino que conducía a la granja de los Latcher, Pappy miró brevemente en aquella dirección. Por el momento, los Latcher no eran más que un pequeño incordio.
Ya en la carretera y lejos de la granja, se me ocurrió pensar que quizá no tardaría en llegar el día en que yo pudiera librarme del peso que me agobiaba. Podría decírselo a Pappy en un momento en que ambos estuviéramos a solas. Cowboy regresaría muy pronto a México y estaría a salvo en aquel mundo desconocido. Los Spruill volverían a las montañas y Hank no estaría allí. Se lo diría a Pappy y él haría lo que tuviese que hacer.
Entramos en Black Oak detrás de otro remolque, al que seguimos hasta la desmotadora. Cuando aparcamos, salté de inmediato al suelo y no me aparté de Pappy ni por un instante. Vimos a un grupo de agricultores justo a la entrada del despacho de la desmotadora. De su actitud y su semblante serio se deducía que llevaban un buen rato discutiendo. Nos acercamos a ellos y prestamos atención.
La noticia era mala y preocupante. La víspera unas fuertes lluvias habían azotado el condado de Clay, al norte del nuestro. En algunas zonas habían registrado ciento cincuenta litros por metro cuadrado en diez horas. El condado de Clay se encontraba corriente arriba del St. Francis. Los arroyos y riachuelos se habían desbordado y estaban vertiendo sus aguas en el río.
El nivel del agua subía por momentos.
Estaban discutiendo acerca de la posibilidad de que ello nos afectara. La opinión minoritaria era que los efectos de la tormenta apenas se notarían, cerca de Black Oak. Estábamos demasiado lejos y, siempre y cuando no siguiera lloviendo, una ligera subida del nivel de las aguas del St. Francis no inundaría nada. Sin embargo, las opinión mayoritaria se mostraba mucho más pesimista, y puesto que casi todos los presentes eran sufridores profesionales, la noticia fue acogida con gran preocupación.
Otro agricultor señaló que su almanaque pronosticaba fuertes lluvias para mediados de octubre.
Otro dijo que su primo de Oklahoma estaba sufriendo los efectos de las inundaciones y, dado que nuestra situación meteorológica procedía del Oeste, él lo consideraba una señal segura de que las lluvias serian inevitables.
Pappy comentó que las condiciones climatológicas de Oklahoma viajaban más rápido que las noticias.
Hubo discusiones y opiniones para todos los gustos, pero el tono general era más bien agorero. Habíamos sido golpeados tantas veces por el tiempo, los mercados o el precio de las semillas y los fertilizantes que siempre esperábamos lo peor.
—Llevamos veinte años sin sufrir inundaciones en octubre —señaló el señor Red Fletcher, lo que dio lugar a una acalorada discusión acerca de la historia de las inundaciones de octubre. Había tantas versiones y tantos recuerdos distintos que la cuestión resultaba inevitablemente confusa.
Pappy casi no intervino, y, tras pasarnos media hora escuchando, nos retiramos. Él desenganchó el remolque y regresamos a casa en silencio, como siempre. Lo miré un par de veces y lo vi tal como ya esperaba: mudo, preocupado, asiendo el volante con ambas manos, con el entrecejo fruncido, pensando exclusivamente en las inminentes inundaciones.
Nos detuvimos al llegar al puente y, tras apeamos, nos acercamos a la embarrada orilla del St. Francis. Pappy examinó la corriente por un instante como si fuera capaz de ver subir su nivel. Yo me aterroricé, temeroso de que el cuerpo de Hank aflorara de repente a la superficie y las aguas lo arrojaran a la orilla, justo delante de nosotros. Sin una palabra, Pappy tomó un trozo de leña a la deriva de unos tres centímetros de diámetro y treinta de longitud. Le arrancó una ramita y la clavó, con la ayuda de una piedra, en el banco de arena, donde el agua alcanzaba un nivel de unos cinco centímetros. Marcó con su navaja una muesca en el punto correspondiente al nivel del agua.
—Mañana por la mañana veremos cómo está —dijo. Eran las primeras palabras que pronunciaba en mucho rato.
Estudiamos por un instante nuestro improvisado indicador de nivel, en la certeza de que veríamos subir el nivel de las aguas. Al comprobar que no, regresamos al camión.
El río me daba miedo, pero no por la posibilidad de que se desbordase Hank estaba allí dentro, cosido a puñaladas, muerto e hinchado por el agua del río, a punto de ser arrojado a la orilla, donde alguien lo descubriría. Entonces tendríamos que habérnoslas con un auténtico asesinato, no con un simple homicidio como el de la paliza de los Sisco, sino con un asesinato de verdad.
Las lluvias nos librarían de Cowboy. Hank, o lo que quedara de él, sería empujado corriente abajo a otro condado o quizás incluso a otro estado, donde algún día alguien lo encontraría y no tendría ni la menor idea de quién era.
Aquella noche, antes de caer dormido, recé para que lloviera. Le pedí a Dios que nos enviase el diluvio más grande desde los tiempos de Noé.
El sábado por la mañana, mientras estábamos desayunando, Pappy entró a grandes zancadas procedente del porche trasero. Una sola mirada a su rostro bastó para satisfacer nuestra curiosidad.
—El río ha subido quince centímetros, Luke —anunció mientras tomaba asiento y alargaba la mano hacia la comida—. Y hay relámpagos hacia el Oeste.
Mi padre frunció el entrecejo, pero siguió comiendo. En lo tocante al tiempo, siempre se mostraba pesimista. Si hacía buen tiempo, seguro que empeoraría en cuestión de unos días. Si lo hacía malo, era de esperar. Gran recibió la noticia con semblante inexpresivo. Su hijo menor estaba combatiendo en Corea, y eso le parecía mucho más importante que las próximas lluvias. Jamás se había alejado de la tierra y sabía que algunos años eran buenos y otros malos, pero que no por eso la vida se detenía. Dios nos daba vida, salud y alimentos en abundancia, lo que era mucho más de lo que la mayoría de las personas podía decir. Además, Gran tenía muy poca paciencia con todas aquellas preocupaciones por el tiempo. «No podemos hacer nada», solía repetir.
Mi madre no sonreía ni fruncía el entrecejo, pero en su rostro había aparecido una expresión de satisfacción. Estaba decidida a no pasarse la vida ganándose míseramente el sustento trabajando la tierra. Y estaba todavía más decidida a no permitir que yo me convirtiese en agricultor. Sus días en la granja estaban contados, y una nueva cosecha perdida serviría para acelerar nuestra partida de aquel lugar.
Cuando terminamos de desayunar, oímos un trueno. Gran y mi madre quitaron la mesa y después prepararon otra jarra de café. Permanecimos sentados en torno a la mesa, charlando y aguzando el oído, calculando cuál sería la intensidad de la tormenta. Pensé que Dios había escuchado mi plegaria y me sentí culpable por haber expresado un deseo tan tortuoso y taimado.
Pero los truenos y los relámpagos se desplazaron hacia el norte.
No cayó ni una gota de lluvia. A las siete de la mañana ya estábamos en los campos, recolectando a ritmo acelerado y ansiando la llegada del mediodía.
Cuando nos dirigimos a la ciudad, sólo Miguel saltó a la plataforma del camión. Los demás mexicanos estaban trabajando, explicó, y él tenía que comprarles unas cuantas cosas. Mi alivio fue indescriptible. No me vería obligado a viajar con Cowboy sentado a dos pasos de mí.
Cuando estábamos en las afueras de Black Oak empezó a llover. No era un fuerte temporal, sino una llovizna fría. Las aceras estaban llenas de gente que caminaba muy despacio bajo los balcones y los toldos de las tiendas, tratando infructuosamente de no mojarse.
El mal tiempo mantuvo a muchas familias campesinas alejadas de la ciudad, lo que se vio con toda claridad cuando empezó la sesión de las cuatro de la tarde en el cine Dixie. La mitad de las butacas estaban vacías, signo inequívoco de que no se trataba de un sábado normal. Hacia la mitad de la primera película, las luces del pasillo parpadearon y se apagaron y la pantalla se quedó en blanco. Permanecimos sentados en la oscuridad, muertos de miedo y dispuestos a abandonar a toda prisa el local mientras escuchábamos el fragor de los truenos.
—Se ha cortado la electricidad —anunció una voz en tono oficial desde la parte de atrás—. Por favor, retírense despacio.
Nos apretujamos en el abarrotado vestíbulo, contemplando el intenso aguacero que caía sobre Main Street. El cielo era de color gris oscuro y los pocos automóviles que circulaban lo hacían con los faros encendidos.
A pesar de nuestra edad, los chicos sabíamos que había demasiada lluvia, demasiadas tormentas, demasiados rumores acerca de la crecida de las aguas. Los desbordamientos solían producirse en primavera, raras veces durante la cosecha. En un mundo en el que todos eran agricultores o se dedicaban a comerciar con éstos, una temporada de lluvias a mediados de octubre resultaba muy deprimente.
Cuando amainó un poco, echamos a correr calle abajo para reunirnos con nuestros padres. Las fuertes lluvias significaban caminos embarrados y una ciudad desierta, pues todo el mundo regresaría a casa antes de que anocheciera. Mi padre había comentado que quería comprar una hoja de sierra, por lo que entré en la ferretería en la esperanza de encontrarlo allí. El local estaba lleno de gente que esperaba y contemplaba la lluvia. Los ancianos contaban historias de inundaciones. Las mujeres hablaban de la lluvia que había caído en otras ciudades: Paragould, Lepanto y Manila. Los pasillos estaban abarrotados de personas que conversaban entre sí sin comprar ni buscar nada en especial.
Me abrí paso entre la gente, a ver si encontraba a mi padre. La ferretería era muy antigua y, conforme se acercaba uno a la parte de atrás, cada vez más oscura y cavernosa. Las tablas del suelo estaban mojadas a causa de las pisadas de los clientes, y los años de uso las habían combado. Al final del pasillo, me volví y me encontré cara a cara con Tally y Trot. Ella llevaba un bote de cinco kilos de pintura blanca y Trot llevaba uno de un kilo. Al verme, Trot trató de esconderse detrás de Tally.
—Hola, Luke —me dijo ella, con una sonrisa.
—Hola —contesté con la vista clavada en el bote de pintura. Ella lo dejó en el suelo, a su lado—. ¿Para qué es la pintura?
—Ah, no es nada —me contestó, sonriendo de nuevo.
Recordé una vez más que Tally era la chica más guapa que jamás había conocido, y cuando sonrió, mi mente quedó en blanco. En cuanto has visto a una chica guapa desnuda, te sientes en cierto modo unido a ella.
Trot se escondió todo lo que pudo detrás de Tally, tal como se esconden los niños pequeños detrás de sus madres. Ella y yo hicimos algunos comentarios sobre la tormenta y le comuniqué la emocionante noticia de que la luz se había ido en plena sesión de tarde. Me escuchó con interés, y cuanto más hablaba, tanto mayor era mi deseo de seguir hablando. Le comenté los rumores acerca de la crecida de las aguas y le hablé del indicador que Pappy y yo habíamos colocado a la orilla del río. Ella me preguntó por Ricky y ambos nos pasamos un buen rato hablando de él.
Por supuesto, me olvidé de la pintura.
Las bombillas parpadearon y volvió a encenderse la luz. Pero aún estaba lloviendo y nadie salió de la tienda.
—¿Cómo está la chica de Los Latcher? —preguntó Tally, mirando rápidamente alrededor como si temiera que alguien pudiera oírla. Era uno de nuestros grandes secretos.
Estaba a punto de decir algo cuando, de repente, recordé que el hermano de Tally estaba muerto y ella no lo sabía. A esa hora, los Spruill debían de pensar que Hank ya estaba de nuevo en su preciosa casita pintada de Eureka Springs. Lo verían en pocas semanas o puede que antes en caso de que siguiera lloviendo. La miré y traté de decir algo, pero sólo podía pensar en el sobresalto que se llevaría si yo le decía lo que pensaba.
Adoraba a Tally a pesar de su misterioso comportamiento y sus secretos, y del extraño asunto que se llevaba entre manos con Cowboy. La adoraba, y por nada del mundo hubiera querido causarle daño. La sola idea de decirle que Hank estaba muerto hacía que me temblasen las rodillas.
Balbucí, tartamudeé y miré al suelo. De repente, me entró frío y tuve miedo.
—Nos vemos luego —conseguí decir antes de dar media vuelta y regresar a la parte delantera de la tienda.
Aprovechando una pausa en la lluvia, las tiendas se vaciaron y la gente corrió por las aceras en dirección a sus automóviles y camiones. Las nubes eran todavía muy oscuras, y queríamos regresar a casa antes de que continuara el aguacero.