26

Me pasé el día pegado a las faldas de mi madre, cuando cesó la tormenta, después del almuerzo y cuando los demás se fueron a recolectar algodón y ella y yo nos quedamos en casa. Mis padres hablaron en voz baja y mi padre frunció el entrecejo, pero mi madre se mostró inflexible. Había momentos en que los niños pequeños tenían que estar con sus madres. Yo temía perderla de vista.

La sola idea de contarles a mis padres lo que había visto en el puente me ponía enfermo. Procuraba no pensar ni en el asesinato ni en el hecho de tener que hablar de él, pero me era imposible pensar en otra cosa.

Mi madre me pidió que la acompañase a buscar unas cuantas hortalizas. La seguí con la canasta de paja, mirando en todas direcciones, preparado para la posibilidad de que Cowboy apareciera de repente y nos asesinara a los dos. Me parecía percibir su olor, su presencia y su cercanía. Me imaginaba sus ojos líquidos y perversos observando todos nuestros movimientos. El peso de su navaja automática contra mi garganta era cada vez más grande.

No pensaba más que en él y no me apartaba de mi madre ni por un instante.

—¿Qué te ocurre, Luke? —me preguntó ella más de una vez.

Yo era consciente de mi silencio, pero no conseguía articular ni una sola palabra. Me zumbaban los oídos. El mundo parecía moverse más despacio. Sólo quería encontrar un lugar donde esconderme.

—Nada —conteste.

Hasta mi voz sonaba distinta: baja y áspera.

—¿Aún estás cansado?

—Sí, señora.

Y estaría cansado durante un mes con tal de no tener que ir a recolectar algodón y tropezarme con Cowboy.

Nos detuvimos para examinar la obra de Trot. Puesto que estábamos allí y no habíamos ido al algodonal, a Trot no se lo veía por ninguna parte. Si salíamos de la casa, entonces él seguiría pintando. Ahora la pared este tenía una franja blanca de unos ochenta centímetros de altura que iba desde la parte anterior hasta casi la de atrás. Estaba muy bien definida y realizada, por lo que era evidente que había dispuesto de mucho tiempo libre para llevarla a cabo.

Al paso que iba, Trot no podría terminar de pintar la casa antes de que los Spruill se marcharan. ¿Qué ocurriría cuando lo hicieran? ¿Acaso íbamos a vivir en una casa cuya pared era de dos colores?

Sin embargo yo tenía otras cosas más importantes por las que preocuparme.

Mi madre había decidido «conservar», o enfrascar, unos cuantos tomates. En verano y a principios de otoño, ella y Gran se pasaban horas preparando conservas con hortalizas de nuestro huerto: tomates, guisantes, judías, quingombó, betzas, maíz. A primeros de noviembre, los estantes de la despensa se llenaban de suficientes tarros de cierre hermético de un kilo de capacidad, puestos de cuatro en fondo, para todo el invierno y principios de la primavera. Como es natural, también hacían conservas suficientes para cualquier persona que pudiera necesitar un poco de ayuda. Yo tenía la certeza de que, ahora que estábamos emparentados con los Latcher, en los meses siguientes iríamos en varias ocasiones a llevarles comida.

Sólo de pensarlo me sentía intranquilo, pero la verdad era que lo de los Latcher ya no me preocupaba.

Mi tarea consistía en pelar tomates. Una vez pelados, éstos se troceaban, se colocaban en unos peroles de gran tamaño, se cocían justo lo suficiente para ablandarlos, se introducían en tarros herméticos de un kilo de capacidad y, tras echarles una cucharada sopera de sal, se cerraban con tapas nuevas. Utilizábamos los mismos tarros de un año para otro, pero siempre comprábamos tapas nuevas. La mínima filtración a través del cierre estropeaba el contenido del tarro, y en invierno no podíamos evitar decepcionamos cuando Gran o mi madre abrían un tarro y descubrían que lo que hubiese dentro se había echado a perder. Sin embargo, no solía ocurrir muy a menudo.

Una vez debidamente llenos y herméticamente cerrados, los tarros se colocaban en el interior de una olla a presión de gran tamaño llena de agua hasta la mitad. Allí hervían durante media hora para eliminar cualquier residuo de aire y reforzar el cierre hermético de la tapa. Gran y mi madre eran muy maniáticas con sus conservas; de echo éstas constituían una fuente de orgullo para las mujeres, y a menudo las oía en la iglesia presumir de haber llenado un determinado número de tarros de judías o de lo que fuera.

La operación de las conservas se iniciaba en cuanto el huerto empezaba a producir. Yo me veía obligado a echar una mano de vez en cuando, lo cual me fastidiaba. Ese día, no obstante, era distinto. Ese día me alegraba de estar en la cocina con mi madre, sabiendo que Cowboy estaba recolectando algodón, muy lejos de allí.

Me situé junto al fregadero de la cocina con un afilado cuchillo de pelar y, cuando corté el primer tomate, pensé en Hank en el puente. La sangre, la navaja, el grito de dolor tras recibir el primer navajazo y después la silenciosa mirada de horror al recibir los demás. En aquel primer instante, creo que Hank comprendió que estaba a punto de ser cosido a puñaladas por alguien que ya lo había hecho otras veces. Supo que era hombre muerto.

Me golpeé la cabeza con la pata de una silla de la cocina. Cuando desperté en el sofá, mi madre estaba aplicándome hielo por encima de la oreja derecha.

—Te has desmayado, Luke —susurró con una sonrisa.

Intenté decir algo, pero me notaba la boca demasiado seca.

Me dio un sorbo de agua y me dijo que me pasaría algún tiempo sin ir a ninguna parte.

—¿Estás cansado? —me preguntó.

Asentí con la cabeza y cerré los ojos.

Dos veces al año, las autoridades del condado enviaban unas cuantas cargas de grava para alisar la superficie de nuestro camino. Los camiones las descargaban y a continuación entraba una niveladora de carreteras. La niveladora la conducía un anciano que vivía cerca de Caraway. Llevaba un parche sobre un ojo y el lado izquierdo de su rostro estaba desfigurado hasta el extremo de provocarme un estremecimiento cada vez que lo veía. Había resultado herido en la Primera Guerra Mundial, según Pappy, quien afirmaba saber acerca del viejo muchas más cosas que las que éste estaba dispuesto a reconocer. Se llamaba Otis.

Otis tenía dos monos que lo ayudaban a aplanar los caminos de la zona de Black Oak. Eran unos minúsculos seres negros de larga cola que correteaban junto a la niveladora, a veces brincando en la misma pala, a pocos centímetros de la tierra y la grava. En ocasiones se sentaban en su hombro o en la parte posterior de su asiento o en la larga barra que unía el volante con el extremo anterior. Mientras Otis subía y bajaba por el camino, accionando las palancas y cambiando el ángulo y el grado de inclinación de la pala sin dejar de escupir jugo de tabaco, los monos saltaban y daban vueltas sin ningún temor, al parecer, pasándoselo en grande.

En caso de que, por alguna terrible razón, nosotros los niños no consiguiéramos ver cumplido el ansiado sueño de jugar en los Cardinals, muchos optaríamos por ser conductores de niveladoras. Eran unas máquinas impresionantes y poderosas bajo el control de un solo hombre, con toda una serie de palancas que había que accionar con gran precisión. Además, los caminos nivelados revestían una importancia trascendental para los agricultores de la Arkansas rural. Pocas tareas eran más importantes, al menos en nuestra opinión.

No sabíamos cuánto se cobraba por ello, pero estábamos seguros de que debía de ser más rentable que trabajar la tierra.

Cuando oí el rugido del motor diésel, supe que Otis había vuelto. Me acerqué de la mano de mi madre al borde del camino y, como era de esperar, entre nuestra casa y el puente vimos tres montículos de grava nueva. Otis fue acercándose lentamente a nosotros a medida que nivelaba la grava. Nos retiramos a la sombra de un árbol, a esperar.

Tenía la cabeza despejada y me sentía fuerte. Mi madre me tiraba una y otra vez del hombro, como si temiese que volviera a desmayarme.

Cuando Otis estuvo más cerca, me aproximé un poco más al camino. El motor rugía; la pala removía la tierra y la grava. Estaban arreglándonos el camino, lo que constituía un acontecimiento de la máxima importancia.

Algunas veces Otis saludaba con la mano y otras no. Yo contemplaba sus cicatrices y el parche negro que le tapaba el ojo. ¡La de preguntas que hubiera deseado hacerle!

Vi un solo mono. Estaba sentado en la estructura principal, justo al otro lado del volante, y tenía una carita muy triste. Recorrí con la mirada todos los espacios de la niveladora, buscando a su compañero, pero no lo vi.

Saludamos con la mano a Otis, quien nos miró pero no nos devolvió el saludo. En nuestro mundo, semejante comportamiento se consideraba una imperdonable muestra de grosería, pero Otis era distinto. A causa de sus heridas de guerra, no tenía mujer ni hijos, y vivía aislado de todo y de todos.

De repente, la niveladora se detuvo. Otis se volvió, me miró con el ojo sano y me hizo señas de que subiera. De inmediato me acerqué a él y mi madre corrió detrás de mí para detenerme.

—¡Tranquila! ¡No pasa nada! —gritó Otis.

Daba igual: yo ya estaba encaramándome a la niveladora.

Otis me tomó de la mano y tiró de mí hacia la plataforma en la que estaba sentado.

—Ponte aquí —me indicó bruscamente, señalándome un reducido espacio a su lado—. Agárrate aquí —gruñó, y así un mango situado al lado de una palanca de aspecto muy importante que jamás en mi vida me habría atrevido a tocar.

Miré desde arriba a mi madre, que, con los brazos en jarras, meneaba la cabeza como si sintiera deseos de estrangularme. Al cabo de un instante, sin embargo, esbozó una sonrisa.

Otis pisó el acelerador y el motor que teníamos detrás cobró vida de repente. Pisó el embrague, accionó la palanca de cambios y nos pusimos en marcha. Yo habría ido más rápido a pie, pero con el rugido del diésel era como si avanzáramos a toda velocidad.

Yo me encontraba situado a la izquierda de Otis, muy cerca de su rostro, y trataba de no mirarle las cicatrices. A los pocos minutos, Otis pareció olvidarse de mi presencia. En cambio, el mono me miraba con gran curiosidad. Me observó como si fuera un intruso y después se puso lentamente a gatas como si estuviera apunto de abalanzarse sobre mí. Saltó sobre el hombro derecho de Otis, le rodeó la nuca, se sentó en su hombro izquierdo y se puso a mirarme.

Yo le devolví la mirada. No era mayor que una ardilla, y tenía un precioso pelaje negro y unos ojillos negros apenas separados por el caballete de la nariz. Su larga cola caía por delante de la pechera de la camisa de Otis, que accionaba las palancas para desplazar la grava y murmuraba para sus adentros, aparentemente ajeno a la presencia del mono sobre su hombro.

Cuando comprendí que el mono se conformaba sencillamente con mirarme, centré mi atención en el funcionamiento de la niveladora. Otis había introducido la pala en la cuneta, inclinándola en un ángulo muy cerrado para que excavara el barro, las hierbas y la maleza y los arrojara hacia el centro del camino. Yo sabía, por haberlo observado otras veces, que subiría y bajaría repetidamente, limpiando las cunetas, nivelando el centro y extendiendo la grava. Pappy opinaba que Otis y las autoridades del condado deberían arreglar nuestro camino más a menudo, y lo mismo opinaban casi todos los agricultores.

Otis hizo girar la niveladora, pasó la pala por otra cuneta y regresó de nuevo hacia nuestra casa. El mono no se había movido.

—¿Dónde está el otro mono? —pregunté, elevando la voz cerca de la oreja de Otis.

Señaló la paja diciendo:

—Se cayó.

Tardé un segundo en comprender, y entonces me horroricé al pensar en aquel pobre monito que había caído sobre la pala y había hallado una muerte tan espantosa. Otis no parecía demasiado impresionado, pero estaba claro que el mono superviviente lloraba con amargura la desaparición de su compañero. Permanecía sentado allí, a veces mirándome y otras con los ojos perdidos en la lejanía, profundamente solo. Y no se acercaba ni loco a la pala.

Mi madre no se había movido. La saludé con la mano y ella me devolvió el saludo, pero, una vez más, Otis se mantuvo al margen. Escupía muy a menudo, un largo hilo de jugo de tabaco de color marrón que caía al suelo delante de las ruedas frontales. Se secaba la boca con una sucia manga, bien la derecha, bien la izquierda, según la mano que estuviera ocupada en ese momento con una palanca. Pappy decía que Otis era un hombre muy equilibrado: el jugo de tabaco le salía por ambas comisuras de la boca.

Más allá de nuestra casa pude ver, desde la encumbrada posición que ocupaba, el remolque del algodón en el centro de un campo y varios sombreros de paja diseminados a su alrededor. Busqué hasta que localicé a los mexicanos en el mismo lugar que de costumbre y me imaginé a Cowboy con la navaja automática en el bolsillo, sin duda muy orgulloso de su último asesinato. Me pregunté si se lo habría contado a sus compañeros. Probablemente, no.

Por un instante, tuve miedo, pues mi madre se encontraba sola a nuestras espaldas. Era absurdo, y yo lo sabía, pero, en aquellos momentos, casi todos mis pensamientos eran irracionales.

Cuando vi la hilera de árboles que bordeaban el río, un nuevo temor se apoderó de mí. De pronto temí ver el puente, el escenario del delito. Seguramente habría manchas de sangre, pruebas de que algo horrible había ocurrido en aquel lugar. ¿Las habría eliminado la lluvia? A veces transcurrían varios días sin que ningún automóvil o camión cruzara el puente. ¿Habría visto alguien la sangre de Hank? Lo más probable era que las pruebas hubieran desaparecido.

¿De veras se había producido derramamiento de sangre? ¿O acaso todo había sido una pesadilla?

Tampoco me apetecía ver el río. En aquella época del año, el agua bajaba muy despacio y Hank era muy corpulento, ¿si la corriente lo había arrastrado hasta la orilla? ¿Y si estaba en un banco de grava como una ballena varada? Yo no quería ser quien lo encontrase, por supuesto.

Hank había sido cosido a puñaladas. Cowboy estaba en posesión de la navaja automática más próxima y tenía motivos de sobra. Se trataba de un crimen que hasta Stick Powers sería capaz de resolver. Yo era el único testigo presencial pero ya había decidido llevarme el secreto a la tumba.

Otis cambió de marcha y dio media vuelta, una hazaña nada fácil con una niveladora, tal como yo estaba comprobando. Tuve un vislumbre del puente, pero estábamos demasiado lejos para verlo con claridad. El mono se cansó de observarme y cambió de hombro. Me miró con el rabillo del ojo durante un minuto aproximadamente asomando la cabeza por detrás de la de Otis, y después se quedó posado allí como una lechuza, estudiando el camino.

—¡Oh si Dewayne me hubiese visto! Se habría muerto de envidia. Se habría sentido humillado, tan abrumado por la derrota que se habría pasado un mes sin dirigirme la palabra. Estaba deseando que llegara el sábado. Haría correr la voz por Main Street de que me había pasado el día con Otis en la niveladora…, con Otis y su mono. Pero sólo con uno de los monos, y entonces me vería obligado a contar lo que le había ocurrido al otro. Y todos aquellos controles y palancas, que desde el suelo parecían tan amenazadores pero que, en realidad, no tenían ningún problema para mí. ¡Había aprendido a manejarlos! Sería uno de mis mejores momentos.

Otis se detuvo delante de nuestra casa. Yo bajé y le grité:

—¡Gracias!

Él se largó sin inclinar la cabeza ni decir una sola palabra.

Pensé de repente en el mono muerto y me eché a llorar. Traté de contenerme, pero las lágrimas brotaban de mis ojos sin que pudiera impedirlo. Mi madre salió corriendo de la casa y me preguntó qué ocurría. Yo no lo sabía; lloraba sin más. Estaba cansado, asustado y a punto de volver a desmayarme, y lo único que quería era que todo volviera a ser normal, que los mexicanos y los Spruill se alejaran de nuestra vida, que Ricky regresara a casa, que los Latcher se marcharan y que la pesadilla de Hank se borrara de mi memoria. Estaba harto de secretos, harto de ver cosas que no tendría que haber visto.

Por eso lloraba.

Mi madre me abrazó con fuerza. Al darme cuenta de que estaba asustada, conseguí contarle lo del mono muerto.

—¿Lo has visto? —me preguntó, horrorizada.

Meneé la cabeza y seguí explicándoselo. Regresamos al porche y permanecimos sentados allí un buen rato.

La partida de Hank quedó confirmada en determinado momento del día. Durante la cena mi padre nos contó que el señor Spruill le había dicho que Hank se había ido durante la noche. Regresaría a su casa de Eureka Springs haciendo autostop.

Hank estaba en el fondo del río St. Francis, por lo que cuando pensé en él allí abajo, con los peces gato, se me pasó el apetito. Los mayores me vigilaban más que de costumbre. En el transcurso de las últimas veinticuatro horas me había desmayado, había sufrido pesadillas, había llorado varias veces y, que ellos supieran, había salido a dar un largo paseo dormido. Algo me ocurría, y estaban preocupados.

—No sé si llegará a casa —dijo Gran.

Su comentario dio lugar al relato de toda una serie de historias de personas desaparecidas. Pappy tenía un primo que había decidido emigrar con su familia de Misisipi a Arkansas. Viajaban en dos viejos camiones. Llegaron a un cruce ferroviario. El camión que iba delante, conducido por el primo en cuestión, fue el primero en cruzar. Un tren se acercó rugiendo, y el segundo camión esperó a que pasase. Era un tren muy largo, y cuando terminó de pasar al otro lado de las vías no había ni rastro del primer camión. Nadie volvió a ver al primo de Pappy, y de eso habían transcurrido veinte años. Ni rastro de él ni del camión.

Yo había oído contar aquella historia muchas veces. Sabía que a continuación vendría la de Gran y, en efecto, ésta nos contó la historia del padre de su madre, un hombre que había engendrado seis hijos y un día saltó a un tren y se fue a Tejas. Alguien de la familia tropezó con él veinte años después. Tenía otra mujer y seis hijos más.

——¿Te encuentras bien, Luke? —me preguntó Pappy cuando terminamos de comer. Toda su aspereza había desaparecido. Contaban aquellas historias para mí, para que me distrajera, pues los tenía muy preocupados.

—Sólo cansado, Pappy —contesté.

—¿Quieres acostarte temprano? —me preguntó mi madre, y asentí con la cabeza.

Me retiré a la habitación de Ricky mientras ellos lavaban los platos. La carta que estaba escribiéndole tenía ya dos páginas, lo que suponía un esfuerzo monumental. La había escondido debajo del colchón, y en ella relataba buena parte del conflicto de los Latcher. La releí y me sentí muy orgulloso de mí. Acaricié la idea de contarle a Ricky la historia de Cowboy y Hank, pero decidí esperar a cuando regresase a casa. Para entonces, los mexicanos ya se habrían ido, la situación se habría normalizado y Ricky sabría qué hacer.

Llegué a la conclusión de que la carta ya podía echarse al correo, pero entonces empecé a preocuparme, pues no sabía cómo enviarla. Siempre enviábamos nuestras cartas al mismo tiempo, todas dentro de un sobre de cartulina de gran tamaño. Decidí consultarlo con el señor Lynch Thornton, de la oficina de Correos que había en Main Street.

Mi madre me leyó la historia de Daniel en el foso de los leones, una de mis preferidas. Cuando cambiaba el tiempo y por las noches empezaba a refrescar, pasábamos menos rato en el porche y más rato leyendo antes de irnos a la cama. Mi madre y yo leíamos. Los otros, no. Ella prefería los relatos bíblicos y a mí me parecía muy bien. Se pasaba un buen rato leyendo y después me explicaba de qué iba. A continuación, leía un poco más. Cada relato contenía una enseñanza, y ella se encargaba de hacérmela comprender. No había cosa que me molestara más que el hecho de que el hermano Akers confundiera los detalles en alguno de sus interminables sermones.

Cuando me sentí preparado para acostarme, le pedí a mi madre que se quedara conmigo en la cama de Ricky hasta que me durmiera.

—Pues claro que sí —repuso.