25

Poco antes del anochecer, mi padre y el señor Leon Spruill fueron a dar un breve paseo hasta más allá del silo. Mi padre le explicó al señor Spruill que Stick Powers estaba a punto de detener a Hank por la muerte de Jerry Sisco. Puesto que Hank estaba provocando muchos problemas, sería el mejor momento para que huyera durante la noche y regresara a la montaña. Al parecer, el señor Spruill no se lo tomó a mal ni amenazó con irse. Tally tenía razón; necesitaban el dinero. Todos estaban hartos de Hank. Nos dio la impresión de que se quedarían y terminarían de recolectar el algodón.

Permanecimos sentados en el porche delantero, mirando y escuchando. No hubo palabras fuertes ni la menor señal de que tuvieran intención de levantar el campamento. Y tampoco parecía que Hank se fuera a marchar. A pesar de las sombras divisábamos su figura; estaba sentado junto a la hoguera, buscando más sobras. Uno a uno, los Spruill se fueron a la cama. Y nosotros también.

Terminé de rezar mis oraciones y, cuando ya estaba acostado en la cama de Ricky completamente despierto, pensando en los Yankees y los Dodgers, oí el comienzo de una discusión en la distancia. Me levanté en silencio y miré a hurtadillas por la ventana. Todo estaba oscuro y en silencio, y por un instante no logré ver a nadie. Las sombras se desplazaron y entonces vi junto al camino a Hank y al señor Spruill mirándose el uno al otro y hablando a la vez. No pude entender qué decían, pero no cabía duda de que estaban enojados.

Aquello era demasiado interesante para perdérmelo. Salí sigilosamente al pasillo y me detuve para cerciorarme de que los mayores dormían. Después crucé la sala de estar, abrí la puerta mosquitera, salí al porche delantero, bajé por los escalones y me pegué al seto vivo del lado este de nuestra propiedad. Brillaba la media luna y había nubes dispersas en el cielo. Al cabo de unos minutos de avanzar en silencio, llegué a las inmediaciones del camino. La señora Spruill se había sumado a la disputa. Estaban discutiendo acerca de la agresión contra Sisco. Hank defendía enérgicamente su inocencia. Sus padres no querían que lo detuvieran.

—Mataré a este ayudante del sheriff gordinflón —masculló.

—Tú vuelve a casa, hijo, y deja que la situación se calme un poco —repetía la señora Spruill.

—Los Chandler quieren que te vayas —dijo en determinado momento el señor Spruill.

—Tengo más dinero en el bolsillo del que jamás tendrán estos cabrones —replicó Hank en tono despectivo.

Luego pronunció palabras muy duras sobre nosotros, los mexicanos, Stick Powers, los Sisco y los habitantes de Black Oak en general, e incluso dedicó algunos términos escogidos a sus padres y a Bo y Dale. Sólo Tally y Trot se libraron de su ataque. Su lenguaje se endureció, y levantó la voz, pero el señor y la señora Spruill no se arredraron.

—De acuerdo, me iré —dijo Hank al final, y se encaminó a grandes zancadas hacia una tienda de campaña en busca de algo.

Me acerqué muy despacio hasta el borde del camino, lo crucé rápidamente y me hundí en las profundidades del algodonal de los Jeter. Desde allí podía ver perfectamente nuestro patio. Hank estaba llenando una vieja bolsa de lona con ropa y comida. Pensé que su intención era ir a pie a la carretera y empezaría a hacer autostop. Atravesé las hileras de algodón y avancé siguiendo la cuneta en dirección al río. Quería ver a Hank cuando pasara por allí.

Intercambiaron unas cuantas palabras más y después la señora Spruill dijo:

—Estaremos en casa dentro de unas semanas.

Cesaron las palabras y Hank pasó por mi lado por el centro del camino, con una bolsa colgada del hombro. Yo avancé sigilosamente hasta el final de la hilera y lo vi rumbear hacía el río.

No pude por menos que sonreír. La paz reinaría otra vez en nuestra granja. Permanecí agachado allí un buen rato, hasta mucho después de que Hank hubiera desaparecido, y agradecí a las estrellas del cielo que finalmente se hubiera largado.

Estaba a punto de volver sobre mis pasos cuando, de repente, algo se movió al otro lado del camino, directamente delante de mí. Los tallos de algodón crujieron y un hombre se levantó y dio un paso hacia delante. Era ágil y de baja estatura y estaba claro que no quería que nadie lo viera. Miró hacia nuestra casa y, por un instante, la luz de la luna le iluminó el rostro. Se trataba de Cowboy.

Por unos segundos el miedo me paralizó. Estaba a salvo en el lado del camino correspondiente a los Jeter, oculto en su algodonal. Quería regresar corriendo a casa y acostarme de nuevo en la cama de Ricky. Pero también me interesaba ver qué se llevaba Cowboy entre manos.

Sin salir de la cuneta, que le llegaba a la altura de las rodillas, Cowboy se movió en silencio y con gran rapidez. Avanzaba y se detenía para aguzar el oído. Avanzaba y volvía a detenerse. Yo me encontraba a algo más de treinta metros de distancia, todavía en la propiedad de los Jeter, siguiéndolo todo lo cerca que la prudencia me permitía. En caso de que me oyera, me agacharía entre las matas de algodón.

No tardé en ver, en el centro del camino, la corpulenta figura de Hank, que regresaba a su casa sin demasiada prisa. Cowboy aminoró la marcha, y yo también. Iba descalzo, y como pisara una mocasín moriría de una forma atroz. «Vuelve a casa —me decía una voz en mi interior—. Sal de aquí.»

Si Cowboy quería luchar, ¿a qué esperaba? Nuestra granja ya no estaba al alcance de la vista ni del oído. Pero el río se encontraba a dos pasos, y quizás eso guardase relación con los planes de Cowboy.

Cuando Hank ya estaba a punto de llegar al puente, Cowboy apuró el paso y echó a andar por el centro del camino. Yo me quedé en el límite del algodonal, sudando a mares y casi sin aliento, preguntándome por qué razón era tan insensato.

Hank llegó al río y empezó a cruzar el puente. Cowboy echó a correr. Cuando Hank se encontraba a medio camino de la otra orilla, Cowboy se detuvo justo el tiempo suficiente para levantar el brazo y arrojar una piedra. Ésta cayó sobre las tablas de madera al lado de Hank, que se detuvo, se volvió y dijo:

—Anda, ven aquí, espalda mojada.

Cowboy siguió caminando. Se encontraba en el puente, subiendo por la casi imperceptible cuesta, aparentemente sin miedo, mientras Hank, que parecía el doble de alto que él, lo esperaba maldiciéndolo. Se reunirían en el centro del puente y no cabía duda de que, una vez allí, uno de los dos saldría perdiendo.

Cuando ya estaban muy cerca el uno del otro, Cowboy volvió súbitamente a levantar el brazo y arrojó otra piedra casi a quemarropa. Hank se agachó y consiguió esquivarla. Después se abalanzó contra Cowboy, que abrió la navaja automática y la sostuvo en alto. Hank lo advirtió justo a tiempo para blandir como una fiera la bolsa que llevaba colgada del hombro. Rozó con ella el sombrero de Cowboy, que cayo al suelo. Ambos se estudiaron, atisbando una oportunidad. Hank soltó un gruñido y una maldición sin apartar los ojos de la navaja; acto seguido, introdujo la mano en la bolsa y sacó un frasco pequeño. Lo sostuvo como si se tratara de una pelota de béisbol, listo para lanzarlo. Cowboy, que ya se había puesto de pie, se agachó a la espera del momento más propicio. Así, sin apartar la mirada el uno del otro, llegaron a escasos centímetros del borde del puente.

Hank emitió un poderoso rugido y arrojó el frasco con la mayor fuerza posible contra Cowboy, que se encontraba a menos de tres metros de distancia. El frasco lo alcanzó en el cuello o la garganta, no lo pude ver con precisión, y por un instante Cowboy se balanceó como si estuviera a punto de caer. Hank le arrojó la bolsa y se abalanzó sobre él, pero con asombrosa rapidez Cowboy se cambió la navaja de mano, extrajo una piedra del bolsillo derecho de los pantalones y la lanzó con más fuerza de la que jamás hubiera utilizado para golpear una pelota de béisbol. La piedra se estrelló contra el rostro de Hank. No lo vi, pero lo oí con toda claridad. Hank soltó un aullido y se cubrió la cara con las manos. Para cuando logró recuperarse, ya era demasiado tarde.

Cowboy se agachó y hundió la hoja en el vientre de Hank con trayectoria ascendente hacia el pecho. Hank emitió un doloroso grito de sorpresa y horror.

A continuación, Cowboy retiró la hoja y la clavó una y otra vez en el cuerpo de su enemigo, que dobló una rodilla y después las dos. Luego abrió la boca, pero de ella no surgió sonido alguno. Se quedó mirando fijamente a Cowboy, con el rostro congelado en una mueca de terror. Con rápidos y certeros navajazos, Cowboy siguió atacándolo con saña, hasta que terminó su trabajo. Cuando Hank yacía inmóvil sobre las tablas del puente, Cowboy le examinó rápidamente los bolsillos de los pantalones y le robó lo que llevaba. Después lo arrastró hasta el borde del puente y lo arrojó al agua. El cadáver cayó en medio de un chapoteo y se hundió de inmediato. Cowboy examinó el contenido de la bolsa, no encontró en ella nada de interés, y la arrojó también al agua. Permaneció un largo rato en el borde del puente, la mayor parte de él contemplando el agua.

Yo no sentía el menor deseo de seguir el mismo camino que Hank, de modo que me agaché entre las matas de algodón y me escondí tanto que ni yo mismo habría podido encontrarme. El corazón me latía con más fuerza que nunca. Temblaba, sudaba, lloraba y rezaba. Debería haber estado durmiendo tranquilamente en mí cama, con mis padres en la habitación de al lado y mis abuelos justo al fondo del pasillo. Pero de pronto me pareció que se encontraban muy lejos. Estaba solo y asustado en una trinchera y corría un peligro enorme. Acababa de ver algo que aún no podía creerme.

No sé cuánto tiempo permaneció Cowboy en el puente, contemplando el agua para cerciorarse de que Hank había desaparecido. Cuando las nubes cubrían la media luna, apenas podía distinguirlo, pero en el momento en que se desplazaban lo veía de nuevo allí, con el sucio sombrero de cowboy ladeado sobre la cabeza. Finalmente, cruzó el puente y, una vez al otro lado, se detuvo a la orilla del río para limpiar la navaja. Contempló nuevamente el agua y después se volvió y echó a andar camino abajo. Cuando pasó por mi lado, a unos cinco metros de distancia, tuve la impresión de que me encontraba a cincuenta centímetros bajo tierra.

Esperé lo que me pareció una eternidad, hasta que lo perdí de vista y comprendí que ya no podía oírme; entonces salí de mi pequeña madriguera y emprendí el camino de regreso a casa. No sabía muy bien qué iba a hacer cuando llegara allí, pero estaría a salvo. Ya se me ocurriría algo.

Procuré actuar con precaución, avanzando a través de las altas matas de sorgo de Alepo que crecían al borde del campo. Los agricultores odiábamos el sorgo de Alepo, pero por primera vez en mi vida le estaba agradecido. Quería darme prisa y echar a correr por el centro del camino, pero estaba aterrorizado y me notaba los pies pesados. El cansancio y el temor me tenían preso, y a ratos apenas podía moverme. Finalmente, cuando ya desesperaba, vi las siluetas de la casa y el establo. Contemplé el camino que tenía por delante, convencido de que Cowboy se encontraba por allí, vigilando su retaguardia y sus flancos. Procuré no pensar en Hank. Estaba demasiado ocupado en la tarea de llegar a casa.

Cuando me detuve para recuperar el aliento, percibí el inconfundible olor de un mexicano. Raras veces se bañaban, y tras pasarse unos cuantos días recolectando algodón olían de un modo especial.

El Olor desapareció rápidamente, y me pregunté si no habrían sido imaginaciones mías. Sin atreverme a correr el menor riesgo, me escondí una vez más en el terreno de los Jeter y me dirigí muy despacio hacia el este, atravesando en silencio hileras y más hileras de algodón. Cuando distinguí las blancas tiendas del campamento de los Spruill, comprendí que ya me hallaba prácticamente en casa.

¿Qué diría acerca de Hank? La verdad y nada más que la verdad. Tantos secretos me abrumaban; ya no quedaba espacio ni para uno más, mucho menos si era tan grave como aquél. Entraría sigilosamente en la habitación de Ricky, intentaría dormir un poco y, cuando mi padre me despertara para ir por los huevos y la leche, le contaría lo que había presenciado. Mi padre se enteraría de todo, de cada paso, de cada movimiento, de cada herida infligida por la navaja. Entonces él y Pappy se dirigirían a la ciudad para comunicarle el asesinato a Stick Powers, y antes del almuerzo Cowboy estaría encerrado en la cárcel. Probablemente lo ahorcasen antes de Navidad.

Hank había muerto. Cowboy estaría en la cárcel. Los Spruill harían las maletas y se irían, pero a mí me daba igual. No quería volver a ver a ningún Spruill, jamás, ni siquiera a Tally. Quería que toda aquella gente desapareciera de nuestra granja y de nuestra vida.

Quería que Ricky regresara a casa y que los Latcher se largaran con viento fresco; entonces todo volvería a la normalidad.

Cuando me encontraba a una distancia del porche que habría podido cubrir con una simple carrerilla, decidí actuar a mí manera. Tenía los nervios a flor de piel y se me había acabado la paciencia. Llevaba varias horas escondido y ya estaba harto. Avancé a toda prisa hasta el final de las hileras de algodón, salté por encima de la cuneta y salí al camino. Me agaché, agucé el oído por espacio de un segundo y eché a correr. Al cabo de dos o quizá tres pasos, oí un rumor detrás de mí, y de inmediato una mano me inmovilizó los pies y me hizo caer. Cowboy se me había echado encima; tenía una rodilla sobre mi pecho y la navaja automática a tres centímetros de mi nariz. Los ojos le brillaban con un extraño fulgor. ¡Silencio! —me ordenó entre dientes.

Ambos respirábamos afanosamente y estábamos cubiertos de sudor mientras su penetrante olor agredía con fuerza el olfato; era, sin la menor duda, el mismo olor que había percibido unos cuantos minutos antes. Dejé de moverme y apreté los dientes. Su rodilla me estaba aplastando.

—¿Has estado en el río? —me pregunto.

Negué con la cabeza. El sudor de su barbilla me cayó dentro de los ojos y noté que éstos me escocían. Desplazó un poco la navaja como si yo todavía no la hubiera visto.

—Entonces, ¿dónde has estado?

Volví a menear la cabeza; no podía ni hablar. Entonces me di cuenta de que estaba temblando de miedo.

Al comprender que yo no podía articular palabra, me dio unos golpecitos en la frente con la punta de la navaja.

—Como digas una sola palabra sobre lo de esta noche —susurró muy despacio—, mataré a tu madre. ¿Entendido? Asentí enérgicamente con la cabeza. Cowboy se levantó y se perdió rápidamente en la negrura de la noche dejándome tirado en medio del polvo de nuestro camino. Rompí a llorar y, arrastrándome, conseguí llegar a nuestro camión antes de perder el conocimiento.

Me encontraron debajo de su cama. En la confusión del momento, mientras mis padres me hablaban a gritos y me hacían preguntas acerca de toda una serie de cosas —la ropa manchada, los cortes ensangrentados que presentaba en los brazos, por qué razón estaba durmiendo debajo de su cama—, conseguí inventarme que había tenido una horrible pesadilla. ¡Hank se había ahogado! Y yo había ido a ver si estaba en su campamento.

—¡Te has paseado dormido! —exclamó en tono de incredulidad, y aproveché de inmediato la ocasión.

—Supongo —dije, asintiendo con la cabeza.

Después lo vi todo borroso… estaba muerto de cansancio y asustado, y no estaba seguro de si lo que había presenciado en el río había ocurrido de verdad o había sido un sueño. Me horrorizaba la idea de volver a ver a Cowboy.

—A Ricky solía ocurrirle —comentó Gran desde el pasillo—. Una noche lo sorprendí fuera, más allá del silo.

Eso contribuyó a tranquilizar un poco a mis padres, que me acompañaron a la cocina y me hicieron sentar junto a la mesa. Mi madre me lavó mientras Gran me curaba los cortes que el sorgo de Alepo me había producido en los brazos. Pappy y mi padre comprendieron que la situación estaba controlada y salieron en busca de los huevos y la leche.

Una fragorosa tronada estalló mientras nos disponíamos a comer y su estruendo constituyó un gran alivio para mí. Nos pasaríamos varias horas sin poder ir a los campos, y yo no correría el peligro de tropezarme con Cowboy.

Me observaron mientras jugueteaba con la comida.

—Estoy bien —dije en determinado momento.

La lluvia golpeaba con fuerza nuestro tejado de hojalata ahogando nuestra conversación, por lo que comimos en silencio mientras los hombres se preocupaban por el algodón y las mujeres se preocupaban por mi.

Mis preocupaciones habrían bastado para aplastarnos a todos.

—¿Podría terminarme el desayuno más tarde? —pregunté, apartando ligeramente mi plato a un lado—. Tengo mucho sueño.

Mi madre decidió que volviera a la cama y descansara todo lo que hiciera falta. Mientras quitaba la mesa con ayuda de Gran, le pregunté en voz baja si podía tumbarse conmigo. Por supuesto que lo haría.

Se quedó dormida antes que yo. Estábamos en la cama de mis padres, en la semioscuridad de su fresco y silencioso dormitorio, escuchando el rumor de la lluvia. La cercanía de Pappy y de mi padre, que se hallaban en la cocina, tomando café y esperando, hizo que me sintiese a salvo.

Deseé que la lluvia se prolongara eternamente. Los mexicanos y los Spruill se irían. Cowboy sería enviado a casa, donde podría cortar y acuchillar todo lo que quisiera sin que yo me enterara. Y, en algún momento del verano, cuando empezasen a elaborar los planes para la cosecha, me encargaría de que nadie trajese a nuestro condado a Miguel y su cuadrilla de mexicanos.

Quería tener a mí madre al lado y a mi padre cerca. Quería dormir, pero cuando cerré los ojos vi a Hank y a Cowboy en el puente. De pronto, abrigué la esperanza de que Hank todavía estuviera en el campamento de los Spruill, buscando bollos entre las sobras y arrojando piedras contra el establo. Entonces todo habría sido un sueño.