24

El calor empezó a remitir en los primeros días de octubre. Las noches eran más frescas y a primera hora de la mañana, cuando nos dirigíamos a los campos, hacía mucho frío. La sofocante humedad había desaparecido y el sol había perdido su resplandor. Al mediodía, volvía a hacer calor, pero no se trataba de un calor como el de agosto, y al anochecer la atmósfera era más diáfana. Esperamos un poco, pero el bochorno no regresó. La estación estaba cambiando; los días eran más cortos.

Puesto que el sol ya no nos agotaba tanto como antes, trabajábamos más duro y recolectábamos más. Y, como era de esperar, el cambio del tiempo fue lo único que le faltaba a Pappy para empezar a preocuparse por otro motivo. Con el invierno a la vuelta de la esquina, me puse a recordar las historias que había oído acerca de interminables hileras de algodón podrido y cubierto de barro que muchas veces al llegar la Navidad aún no se había recolectado.

Tras pasarme un mes en los campos, echaba de menos la escuela. Las clases se reanudarían a finales de octubre, y ya estaba pensando en lo bonito que sería permanecer todo el día sentado en el pupitre, rodeado de amigos y no de tallos de algodón, y sin tener que preocuparme por los Spruill. La temporada de béisbol había terminado, de modo que debía buscarme otra cosa con que soñar. El que sólo me quedara la perspectiva de la escuela constituía una prueba de mi desesperación.

Mi regreso a la escuela sería sensacional, porque luciría mi flamante chaqueta de béisbol de los Cardinals. En el interior de la caja de cigarros que guardaba en el primer cajón de mi escritorio había la impresionante suma de catorce dólares con cincuenta centavos, fruto de mi duro esfuerzo y mi austeridad. Entregaba a regañadientes el diezmo a la iglesia y gastaba con prudencia el dinero en las películas del sábado y las bolsitas de palomitas de maíz, pero casi todas mis ganancias las guardaba al lado de mi cromo de Stan Musial y de la navaja de bolsillo con mango de nácar que Ricky me había regalado el día de su partida a Corea.

Estaba deseando pedir mi chaqueta a Sears Roebuck, pero mi padre insistía en que esperara a que terminase la recolección. Aún estábamos negociándolo. El envío tardaba dos semanas, y yo estaba firmemente decidido a volver a clase engalanado con mi chaqueta roja.

Una tarde, a última hora, Sitck Powers nos estaba esperando. Yo me encontraba con Gran y mi madre, pues habíamos abandonado el algodonal unos minutos antes que los demás. Como de costumbre, Stick aguardaba sentado a la sombra de un árbol, el que había al lado del camión de Pappy, y sus adormilados ojos revelaban que acababa de despertarse de la siesta.

Rozándose con la yema de un dedo el ala del sombrero para saludar a Gran y a mi madre, dijo:

—Buenas tardes, Ruth, Kathleen.

—Hola, Stick —dijo Gran—. ¿En qué podemos servirle?

—Estoy buscando a Eli o a Jesse.

—No tardarán. ¿Ocurre algo?

Stick mascó una hoja de brizna que le asomaba entre los labios y dirigió una prolongada mirada a los campos, como sí tuviera una grave noticia que comunicar, que quizá no fuera apta para los oídos de las mujeres.

—¿De qué se trata, Stick? —insistió Gran.

Teniendo a un hijo en la guerra, cualquier visita de un hombre uniformado constituía un motivo de inquietud. En 1944, uno de los predecesores de Stick había comunicado la noticia de que mi padre había resultado herido en Anzio.

Sitck miró a las mujeres y llegó a la conclusión de que podía fiarse de ellas.

—El chico mayor de los Sisco, Grady —dijo—, el que está en la cárcel por la muerte de un hombre en Jonesboro, pues… resulta que se fugó la semana pasada. Dicen que está por esta Zona.

Por un instante, las mujeres guardaron silencio. Gran lanzó un suspiro de alivio al comprobar que la noticia no se refería a Ricky. Mi madre ya estaba harta de aquel asunto de los Sisco.

—Será mejor que se lo comunique a Eli —dijo Gran Nosotras tenemos que preparar la cena.

Se excusaron y entraron en la casa. Stick las vio alejarse, pensando sin duda en la comida.

—¿A quién mató? —le pregunté a Stick en cuanto las mujeres hubieron entrado en la casa.

—No lo sé.

—¿Y cómo lo mató?

—Lo golpeó con una pala, eso es lo que me han dicho.

—Pues vaya, menuda pelea.

—Supongo.

—¿Cree que viene por Hank?

—Mira, será mejor que vaya a ver a Eh. ¿Dónde está exactamente?

Le señalé un lugar campo adentro. El remolque apenas se veía.

—Eso está muy lejos —murmuré Stick—. ¿Crees que puedo ir con el automóvil?

—Pues claro —contesté, encaminándome hacia el coche patrulla.

Subimos.

—No toques nada —me advirtió Stick en cuanto nos acomodamos en el asiento delantero. Contemplé boquiabierto de asombro los botones y la radio mientras él aprovechaba para presumir—. Éste de aquí es el de la radio —me explicó, tomando el micro—. Este pone en marcha la sirena, y éste, las luces. —Asió una palanca del tablero de instrumentos y añadió—: Este es para el reflector.

—¿Con quién habla por la radio? —pregunté.

—Sobre todo con el CG. El cuartel general.

—¿Y dónde está el cuartel general?

—Allá por Jonesboro.

—¿Puede llamar ahora mismo?

Stick tomó el micrófono a regañadientes, se lo acercó a la boca, ladeó la cabeza y, frunciendo el entrecejo, dijo:

—Unidad cuatro a base. Cambio.

Hablaba en tono más bajo y sus palabras eran más rápidas y sonaban más importantes.

Esperamos. Al ver que el CG no contestaba, inclinó la cabeza hacia el otro lado, pulsó el botón del micro y repitió:

—Unidad cuatro a base. Cambio.

—¿Usted es la unidad cuatro? —pregunté.

—En efecto.

—¿Cuántas unidades hay?

—Depende.

Contemplé la radio y esperé la respuesta del CG. Me parecía imposible que una persona que estuviera en Jonesboro pudiera hablar directamente con él y que Stick pudiera contestarle.

En teoría, así debía funcionar, pero estaba claro que el CG no tenía demasiado interés en averiguar el paradero de Stick.

Por tercera vez, éste dijo a través del micrófono:

—Unidad cuatro a base. Cambio. —El tono de su voz sonaba un poco más perentorio.

Y, por tercera vez, el CG no le hizo caso. Al cabo de unos largos segundos, volvió a acoplar el micrófono a la radio y dijo:

—Probablemente sea el viejo Theodore, dormido otra vez como un tronco.

—¿Quién es Theodore?

—Uno de los responsables de comunicación. Se pasa casi todo el rato durmiendo.

«Igual que tú», pensé.

—¿Puede poner en marcha la sirena? —pregunté.

—No. Podría pegarle un susto a tu mamá.

—¿Y las luces?

—No, gastan la batería. Alargó la mano hacia el encendido; el motor soltó un rugido y se esforzó todo lo que pudo, pero no hubo manera de que se pusiera en marcha.

Volvió a intentarlo, y poco antes de que volviera a apagarse, el motor se puso en marcha entre sacudidas. No cabía duda de que el CG le había asignado a Stick el peor cacharro de la flota. Black Oak no era un foco de actividad delictiva que digamos.

Antes de que el vehículo arrancara, vi el tractor bajar muy despacio por el camino que conducía al algodonal.

—Ya vienen —dije.

Stick entornó los ojos aguzando la vista y después apagó el motor. Nos apeamos y regresamos al árbol.

—¿Crees que te gustaría ser ayudante del sheriff? —me preguntó Stick.

«¿Y conducir un trasto de coche patrulla como el tuyo, pasarme casi todo el día durmiendo y tratar con gente como Hank Spruill y los Sisco?», pensé.

—Yo seré jugador de béisbol —contesté.

—¿Dónde?

—En San Luis.

—Ah, ya. —Esbozó una de aquellas extrañas sonrisitas que los adultos suelen dedicar a los niños que sueñan despiertos—. Todos los chiquillos quieren jugar en los Cardinals.

Tenía otras muchas preguntas que formularle, casi todas ellas acerca de su arma y de la munición que usaba. Y siempre había deseado examinar sus esposas y ver cómo se abrían y cerraban. Mientras él contemplaba el tractor que se acercaba lentamente, estudié su revólver y la funda, ansiando someterlo a un exhaustivo interrogatorio sobre el mismo. Pero Stick ya había perdido suficiente tiempo conmigo. Quería que me largara, de modo que me guardé mis preguntas.

Cuando el tractor se detuvo, los Spruill y algunos mexicanos bajaron del remolque. Pappy y mi padre se encaminaron directamente hacia nosotros y, cuando se detuvieron debajo del árbol, la tensión ya se respiraba en el aire.

—¿Qué quiere, Stick? —preguntó Pappy con muy malos modos. Estaba especialmente irritado con Stick y con su molesta presencia en nuestra vida. Teníamos una cosecha que recolectar; lo demás importaba muy poco. Aquel hombre estaba vigilándonos no sólo en la ciudad sino también en nuestra granja—. ¿Qué ocurre? —añadió con visible desprecio.

Acababa de pasarse diez horas recolectando doscientos cincuenta kilos de algodón y sabía que el ayudante de nuestro sheriff llevaba años sin dar golpe.

—El chico mayor de los Sisco, Grady, el que estaba en la cárcel por asesinato, se fugó la semana pasada, y creo que ha vuelto a su casa.

—Pues vaya a buscarlo —replicó Pappy.

—Lo estoy buscando. He oído decir que podrían armar jaleo.

—¿Como qué?

—Tratándose de los Sisco, nunca se sabe. Pero podrían venir por Hank.

—Que vengan —dijo Pappy, ansioso de participar en una buena pelea.

—Tengo entendido que van armados.

—Yo tengo armas, Stick. Haga saber a los Sisco que como vea a alguno de ellos por aquí le salto la tapa de los sesos —espetó Pappy entre dientes. Hasta mi padre parecía partidario de proteger su propiedad y a su familia.

—Eso no ocurrirá aquí —dijo Stick—. Dígale a su chico que no se acerque a la ciudad.

—Dígaselo usted —replicó Pappy—. No es mi chico. Me importa un bledo lo que le ocurra.

Stick miró alrededor y en dirección al patio, donde los Spruill estaban ocupados preparando la cena. No le apetecía adentrarse en sus dominios. Miró a Pappy.

—Dígaselo, Eh. —Dio media vuelta y se encaminó hacia su automóvil.

El vehículo gruñó y finalmente se puso en marcha y nosotros nos lo quedamos mirando hasta que regresó al camino y se alejó.

Después de la cena, mientras observaba a mi padre aplicar un parche a la cámara de aire de nuestro tractor, vi aparecer a Tally en la distancia. Era tarde, pero aún no había oscurecido y ella parecía aferrarse a las alargadas sombras mientras se encaminaba hacia el silo. La observé detenidamente hasta que se detuvo y me hizo señas de que la siguiera. Mi padre murmuraba por lo bajo, no le resultaba fácil colocar el parche; me escabullí hacia la casa y después rodeé corriendo el camión en dirección a las sombras. En cuestión de segundos echamos a andar siguiendo una hilera de tallos de algodón aproximadamente hacia el arroyo Siler.

—¿Adónde vas? —le pregunté finalmente, tras comprender que ella no tenía intención de romper el silencio.

—No lo sé. A dar una vuelta, sencillamente.

—¿Vas al arroyo?

Rió por lo bajo y dijo:

—Te gustó, ¿verdad, Luke? Quieres volver a verme, ¿a qué sí?

Me ardían las mejillas y no sabía qué responder.

—Puede que más tarde.

Deseé preguntarle algo sobre Cowboy, pero el tema me parecía tan íntimo y desagradable que no tenía valor para plantearlo. También me hubiera gustado preguntarle cómo sabía ella que Libby Latcher decía que Ricky era el padre de su bebé, pero era algo que tampoco podía plantear. Tally siempre se comportaba de una manera muy misteriosa, con ciertos rasgos de melancolía, y yo la adoraba con toda el alma. El hecho de caminar a su lado por aquel angosto sendero hacía que me sintiese como si tuviera veinte años.

—¿Qué quería el ayudante del sheriff? —me preguntó.

Se lo dije todo. Stick no nos había revelado ningún secreto prohibido. Los Sisco eran unos bocazas, y lo bastante insensatos para atreverse a hacer algo. Así se lo transmití a Tally.

Reflexionó acerca de ello mientras caminábamos, y al fin me pregunto:

—¿Sabes si Stick piensa detener a Hank por la muerte de aquel chico?

Tenía que andarme con mucho cuidado. Los Spruill estaban enemistados entre sí, pero al menor atisbo de amenaza exterior cerraban filas para protegerse.

—Pappy teme que os marchéis todos —dije.

—¿Y eso qué tiene que ver con Hank?

—Si Stick lo detiene, puede que os vayáis.

—No nos iremos, Luke. Necesitamos el dinero.

Nos habíamos detenido. Tally me estaba mirando y yo me miraba los pies descalzos.

—Creo que Stick quiere esperar hasta que se haya recolectado el algodón —dije.

Lo asimiló sin decir ni una sola palabra y después dio media vuelta y echó a andar hacia la casa. Yo la seguí, pensando que me había ido de la lengua. Al llegar a la altura del silo me dio las buenas noches y se perdió en la oscuridad.

Horas más tarde, cuando debería haber estado durmiendo, escuché por la ventana abierta cómo los Spruill rezongaban y discutían. No siempre podía oír lo que decían o a propósito de qué se peleaban, pero me parecía que cada nueva disputa estaba provocada por algo que había hecho o dicho Hank. Despertaban antes de que amaneciera y se pasaban por lo menos diez horas en los campos; él dormía hasta la hora que le daba la gana y después empezaba a recolectar algodón a un ritmo muy lento.

Estaba claro que todas las noches salía a vagar por ahí. Miguel esperaba junto a los escalones del porche trasero cuando mi padre y yo abrimos la puerta de la cocina para ir a buscar huevos y leche para el desayuno. Pedía ayuda. El bombardeo se había reanudado. Alguien se había dedicado a arrojar pesados terrones contra el establo hasta bien pasada la medianoche. Los mexicanos estaban exhaustos y enfurecidos, y no tendría más remedio que haber algún tipo de pelea.

Éste fue el único tema de conversación durante el desayuno. Pappy estaba tan furioso que apenas pudo comer. Los mayores llegaron a la conclusión de que Hank tenía que marcharse, y si el resto de los Spruill se iba con él, nos las arreglaríamos como pudiéramos. Diez buenos trabajadores mexicanos bien descansados valían mucho más que ellos.

Pappy hizo ademán de levantarse de la mesa para ir directamente al patio delantero con su ultimátum, pero mi padre lo calmó. Decidieron que sería mejor esperar hasta que terminara la jornada para sacarles a los Spruill todo un día más de trabajo. Además, era improbable que levantaran el campamento cuando ya estaba a punto de oscurecer.

Yo me limité a escuchar en silencio. Hubiera deseado intervenir y mencionar mí conversación con Tally, sobre todo lo que ella me había dicho acerca de lo mucho que necesitaba el dinero su familia. En mi opinión, no se irían y estarían encantados de librarse de Hank. Pero mis opiniones jamás eran bien recibidas durante las tensas discusiones familiares como aquélla. Seguí comiendo el bollo mientras prestaba atención a lo que le decía.

—¿Y qué hacemos con Stick? —preguntó Gran.

—¿Qué quieres decir? —replicó Pappy.

—Dijiste que le avisarías cuando terminaras con Hank.

Pappy reflexionó mientras tomaba un bocado de jamón.

Gran siempre iba un paso por delante, pero es que tenía la ventaja de pensar sin enfadarse. Bebió un sorbo de café y dijo:

—Creo que lo que deberíamos hacer es decirle al señor Spruill que Stick tiene intención de venir en busca de Hank. Que el chico se vaya por la noche. Se irá, que es lo único que nos importa, y los Spruill te agradecerán que les hayas avisado.

El plan de Gran era muy hábil. Mi madre consiguió esbozar una sonrisa. Una vez más, las mujeres habían analizado una situación con más agudeza que los hombres.

Pappy no dijo nada más. Mi padre terminó rápidamente de comer y salió de la casa. El sol apenas asomaba por encima de los lejanos árboles, pero el día ya se había convertido en una jornada memorable.

Al mediodía, después de la comida, Pappy me dijo en tono áspero:

—Luke, vamos a la ciudad. El remolque ya está lleno.

El remolque no estaba totalmente lleno y jamás lo llevábamos a la desmotadora a esa hora del día. Pero yo no pensaba protestar. Algo se estaba cociendo.

Cuando llegamos a la desmotadora sólo había cuatro remolques delante del nuestro. Por regla general, a esas alturas de la cosecha solía haber por lo menos diez, pero también era cierto que nosotros siempre íbamos después de cenar, cuando el lugar estaba lleno de peones.

—El mediodía es una buena hora para desmotar —dijo Pappy. Dejó las llaves en el camión y, mientras nos alejábamos, añadió—: Quiero ir a la Cooperativa. Vamos a Main Street.

Me parecía muy bien.

Black Oak tenía trescientos habitantes y prácticamente todos vivían a cinco minutos de Main Street. A menudo pensaba en lo bonito que sería tener una preciosa casita en una umbrosa calle a un tiro de piedra de la tienda de Pop y Pearl y del cine Dixie, sin el menor asomo de algodón a la vista.

A medio camino de Main Street, giramos bruscamente.

—Pearl quiere verte —anunció Pappy, señalando la casa de los Watson, justo a nuestra derecha.

Yo jamás había estado en la casa de Pop y Pearl, pues no se había presentado la ocasión, pero la había visto por fuera. Era una de las pocas casas de la ciudad parcialmente construida con ladrillos.

—¿Cómo? —pregunté, perplejo.

Pappy no abrió la boca y me limité a seguirlo.

Pearl estaba esperando en la puerta. Al entrar, aspiré el dulce aroma de algo que se estaba cociendo en el horno, pero mi confusión me impidió comprender que Pearl estaba preparando un convite para mí. Me dio una palmada en la cabeza y le guiñó un ojo a Pappy. En un rincón de la estancia, Pop estaba inclinado de espaldas a nosotros, manipulando algo.

—Ven aquí, Luke —me llamó sin volverse.

Había oído decir que tenían un televisor. El primero de nuestro condado lo había adquirido el año anterior el señor Harvey Gleeson, el propietario del banco, pero era un hombre muy reservado y nadie había visto todavía su televisor, que nosotros supiéramos. Varios feligreses de la iglesia tenían parientes en Jonesboro que se habían comprado televisores, y siempre que iban a visitarlos regresaban contando las maravillas de aquel nuevo invento. Dewayne había visto uno en un escaparate de Blytheville y, durante un insoportable período de tiempo, había presumido de ello en la escuela.

—Siéntate aquí —dijo Pop, señalando un lugar en el suelo, justo delante del aparato. Aún estaba ajustando los botones—. Son las Series Mundiales —añadió—. Tercer partido, los Dodgers en el Yankee Stadium.

Se me detuvo el corazón y quedé boquiabierto de asombro. Estaba tan pasmado que no podía ni moverme. El televisor se encontraba en el centro de un oscuro armario de madera y la palabra «Motorola» aparecía grabada en cromo justo por debajo de una hilera de botones. Pop hizo girar uno de éstos y de repente se oyó la chirriante voz de un locutor, describiendo una pelota rasa hacia el jugador situado entre la segunda y la tercera base. Después Pop hizo girar dos botones a la vez y la imagen se hizo más nítida.

Era un partido de béisbol. ¡En directo desde el Yankee Stadium, y nosotros estábamos viéndolo en Black Oak, Arkansas!

Unas sillas se movieron detrás de mí y advertí que Pappy se acercaba lentamente. Pearl no era muy aficionada al béisbol. Se pasó unos minutos trajinando en la cocina y salió con una bandeja de galletas de chocolate y un vaso de leche. Los tomé y le di las gracias. Las galletas eran recién salidas del horno y olían de maravilla. Pero yo no podía comer en aquel momento.

Ed Lopat estaba lanzando por los Yankees. Preacher Roe por los Dodgers. Mickey Mantle, Yogi Berra, Phil Rizzuto, Hank Bauer y Billy Martin jugaban por los Yankees, y Pee Wee Reese, Duke Snider, Roy Campanella, Jackie Robinson y Gil Hodges por los Dodgers. Todos estaban allí, en la sala de Pop y Pearl, jugando en presencia de sesenta mil hinchas en el Yankee Stadium. Estaba tan hipnotizado que no lograba articular sonido. Contemplaba la televisión sin poder creerlo.

—Cómete las galletas, Luke —me dijo Pearl mientras cruzaba la estancia. Era más una orden que una invitación, por lo que hinqué el diente en una de ellas.

—¿Quién quieres que gane? —me preguntó Pop.

—No lo sé —murmuré, y era verdad. Me habían enseñado a odiar a ambos equipos. Y resultaba fácil odiarlos cuando ellos estaban en Nueva York, en otro mundo. Pero en ese momento, en cambio, estaban en Black Oak, jugando a lo que a mí tanto me gustaba, en directo desde el Yankee Stadium. Mi odio se desvaneció como por arte de ensalmo—. Creo que los Dodgers —dije.

—Siempre tienes que ir a favor de los equipos de la Liga Nacional —dijo Pappy a mi espalda.

—Supongo que sí —concedió Pop a regañadientes—. Pero es muy duro querer que ganen los Dodgers.

El partido estaba siendo retransmitido a nuestro mundo por el Canal 5 de Memphis, filial de la National Broadcasting Company, a saber lo que significaría eso. Había anuncios de los cigarrillos Lucky Strike, de Cadillac, Coca-Cola y Texaco. Entre entrada y entrada, el partido daba paso a un anuncio, y cuando éste terminaba la pantalla volvía a cambiar y nos encontrábamos de nuevo en el Yankee Stadium. Era una experiencia que causaba vértigo, y me cautivó por completo. Me pasé una hora transportado a otro mundo.

Pappy tenía asuntos que resolver, y en determinado momento abandonó la casa en dirección a Main Street. No lo oí marcharse, pero durante un anuncio me di cuenta de que no estaba.

Yogi Berra hizo un home run y, mientras yo lo veía recorrer las bases en presencia de sesenta mil espectadores, comprendí que jamás podría volver a odiar de verdad a los Yankees. Eran una leyenda, los mejores jugadores del mejor equipo de béisbol que jamás había existido. Me emocioné profundamente, pero juré que me guardaría mis nuevos sentimientos para mí solo. Pappy no permitiría que hubiera simpatizantes de los Yankees en su casa.

En la primera mitad de la novena entrada, Berra dejó pasar un lanzamiento. Los Dodgers se apuntaron dos carreras y ganaron el partido. Pearl envolvió las galletas en papel de aluminio para que me las llevara. Le di las gracias a Pop por haberme permitido compartir con él aquella aventura tan increíble y le pregunté si podría regresar cuando jugaran los Cardinals.

—Por supuesto —contestó—, pero es probable que falte todavía mucho tiempo para eso.

Mientras volvíamos a la desmotadora, le hice a Pappy unas cuantas preguntas acerca de los fundamentos de la transmisión por televisión. Me habló de señales y de torres en términos muy vagos e imprecisos, hasta que al final me confesó que no sabía casi nada al respecto, pues se trataba de un invento muy reciente. Le pregunté cuándo podríamos tener un televisor.

—Cualquier día de éstos —contestó, como si jamás fuera a ocurrir.

Me avergoncé de habérselo preguntado.

Regresamos a la granja con el remolque vacío y me pasé el resto de la jornada recolectando algodón. Durante la cena, los adultos me concedieron el uso de la palabra. Hablé sin parar del partido y de los anuncios y de todo lo que había visto en el televisor de Pop y Pearl.

La América moderna estaba invadiendo lentamente el rural estado de Arkansas.