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La Comida de Otoño siempre se celebraba el último domingo de septiembre, aunque nadie sabía por qué. Era simplemente una tradición de Black Oak, un ritual tan arraigado como la feria ambulante y la ceremonia de renovación de la fe que tenía lugar en primavera. Se trataba de algo así como un festejo relacionado con el inminente comienzo de la nueva estación, el comienzo del final de la cosecha y el final de la temporada de béisbol. No estaba muy claro si todo eso se conseguía con una comida, pero por lo menos la intención era buena.

Compartíamos la jornada con los metodistas, nuestros amigos y amables rivales. Black Oak era un pueblo demasiado pequeño para que nos lo repartiéramos. No había negros, judíos, asiáticos ni forasteros permanentes de ningún tipo. Todos éramos de origen angloirlandés, puede que con unas gotas de sangre alemana, y todo el mundo era agricultor o vendía productos a los agricultores. Todo el mundo era cristiano o decía serlo. Las desavenencias se producían cuando un simpatizante de los Cubs hablaba más de la cuenta en el Tea Shoppe o cuando algún imbécil afirmaba que el tractor John Deere era inferior al de otra marca, pero por regla general la vida resultaba muy apacible. Los chicos mayores y los hombres más jóvenes eran aficionados a organizar peleas detrás de la Cooperativa los sábados por la tarde, pero se trataba más que nada de una actividad deportiva. Una paliza como la que les había propinado Hank a los Sisco constituía algo tan insólito que la ciudad hablaba de ella.

Los rencores individuales duraban toda la vida. Pappy guardaba una considerable cantidad. Pero nadie era auténtico enemigo de nadie. El orden social estaba perfectamente definido, los aparceros ocupaban el último lugar y los comerciantes el primero y todo el mundo conocía el sitio que le correspondía. Aun así, la gente se llevaba bien.

La línea que separaba a los baptistas de los metodistas nunca estaba muy clara. Los cultos de los metodistas diferían ligeramente de los nuestros, y entre ellos la desviación más evidente de los textos de las Escrituras era, a nuestro juicio, la ceremonia de bautizar mediante la aspersión a los bebés. Además, ellos no se reunían con tanta frecuencia como nosotros, lo cual significaba, naturalmente, que no se tomaban tan en serio la religión. Nadie se reunía tan a menudo como nosotros, los baptistas. Estábamos muy orgullosos de nuestras numerosas ceremonias. Pearl Watson, mi metodista preferida, decía que le gustaría ser baptista, pero que se sentía físicamente incapaz.

Ricky me dijo una vez en secreto que, cuando dejara la granja, quizá se convertiría al catolicismo, porque los católicos sólo se reunían una vez a la semana. Yo no sabía qué significaba ser católico, y él intentó explicármelo, pero los conocimientos teológicos de Ricky eran más bien escasos.

Aquel domingo por la mañana mi madre y Gran dedicaron más tiempo que de costumbre al planchado de la ropa, y a mí me restregaron con más saña que nunca. Para mi gran decepción, no me habían roto la nariz, la hinchazón había desaparecido y el corte apenas se veía.

Teníamos que ofrecer un aspecto impecable, pues los metodistas vestían un poco mejor que nosotros. A pesar de todo el jaleo, yo estaba deseando ir a la ciudad.

Habíamos invitado a los Spruill. Lo habíamos hecho por solidaridad y caridad cristiana, aunque yo hubiera preferido seleccionar un poco. Tally habría sido bien acogida, pero, por lo que a mí respectaba, los demás podían haberse quedado en el patio. Sin embargo, cuando después del desayuno eché un vistazo a su campamento, apenas vi movimiento. Los innumerables alambres y cuerdas que sostenían sus tiendas seguían atados al camión.

—No van a venir —le dije a Pappy, que estaba estudiando su lección de la escuela dominical.

—Mejor —repuso él tranquilamente.

La perspectiva de ver a Hank en la comida campestre, yendo de mesa en mesa mientras se atiborraba de comida y buscaba gresca no era muy halagüeña.

A los mexicanos no les quedaba alternativa. Mi madre había cursado una invitación a Miguel a principios de semana, seguida de un par de amables recordatorios a medida que se acercaba el domingo. Mi padre le había explicado que se celebraría una ceremonia especial en español y que después se serviría gran cantidad de comida de excelente calidad. Era domingo por la tarde, y no tenían otra cosa que hacer.

Nueve de ellos se sentaron en la plataforma del camión; sólo Cowboy no se presentó. Este hecho estimuló mi imaginación. ¿Dónde se habría metido y qué estaría haciendo? ¿Dónde estaba Tally? No la vi en el patio delantero cuando nos alejamos. Me entristecí al imaginármelos de nuevo en el algodonal, haciendo a escondidas lo que querían hacer. En lugar de ir a la iglesia con nosotros, lo más probable era que Tally estuviera otra vez cometiendo actos impuros a hurtadillas. ¿Y si ahora utilizaba a Cowboy como vigilante mientras se bañaba en el arroyo Siler? La mera idea me resultaba insoportable, y estuve preocupado por ella durante todo el viaje hasta la ciudad.

El hermano Akers, con una insólita sonrisa en el rostro, subió al púlpito. El templo estaba abarrotado de gente y había personas sentadas en los pasillos y de pie a lo largo de la pared del fondo. Las ventanas estaban abiertas, y fuera de la iglesia, en el lado norte, los mexicanos se habían agrupado bajo un alto roble. Iban con la cabeza descubierta y sus oscuras cabelleras semejaban un mar marrón.

Saludó a nuestros huéspedes, a nuestros invitados de las montañas y también a los mexicanos. Había algunos montañeses, pero no muchos. Como siempre, les pidió que se levantaran y se identificaran. Eran de lugares como Hardy, Mountain Home y Calico Rock, y fueron asperjados como nosotros.

Se había instalado un altavoz en una ventana para que las palabras del hermano Akers llegaran al exterior del templo, más o menos hacia el lugar donde se encontraban los mexicanos y el señor Carl Durbin las traduciría al español. El señor Durbin era un misionero retirado de Jonesboro. Había desarrollado durante treinta años su labor en Perú entre los indios de las montañas, y a menudo, durante la semana de las misiones, se ofrecía para hablarnos y mostrarnos fotografías y diapositivas del extraño país en que había vivido. Aparte de español, hablaba un dialecto indio, algo que a mí me fascinaba.

El señor Durbin se situó de pie a la sombra del árbol, rodeado por los mexicanos, que se sentaron sobre la hierba. Vestía traje blanco y sombrero de paja del mismo color, y gracias al altavoz sus palabras se escuchaban en la iglesia casi con tanta claridad como la del viejo hermano Akers. Ricky había dicho en una ocasión que el señor Durbin demostraba más sentido común al hablar que el hermano Akers y había expresado su opinión durante la comida del domingo, lo que había provocado un gran escándalo. Era pecado criticar al predicador, al menos en voz alta.

Yo me había sentado al final del banco junto a la ventana para poder ver y escuchar al señor Durbin. No entendía ni una palabra de lo que decía, pero me daba cuenta de que hablaba el español más despacio que los mexicanos. Éstos lo hacían tan rápido que a menudo me preguntaba cómo era posible que se entendiesen entre sí. El señor Durbin hablaba pausadamente y con un fuerte acento de Arkansas. A pesar de que no tenía ni idea de lo que estaba diciendo, me resultaba mucho más atractivo que el hermano Akers.

No era de extrañar que, habiendo tanta gente, el sermón de la mañana adquiriese vida propia y se convirtiera en una maratón. Cuanta menos gente había, tanto más corto era el sermón. Durante los grandes acontecimientos como Pascua, el Día de la Madre y la Comida de Otoño, el hermano Akers se sentía obligado a lucirse. En determinado momento de sus divagaciones, el señor Durbin se hartó. Dejó de traducir el mensaje que se estaba transmitiendo desde el interior del templo y empezó a pronunciar su propio sermón. Cuando el hermano Akers hacía una pausa para recuperar el aliento, el señor Durbin seguía predicando, y cuando el hermano Akers llegaba al punto culminante de sus apocalípticos vaticinios, el señor Durbin se tomaba un respiro y bebía un sorbo de agua. Se sentó en el suelo con los mexicanos y esperó a que en el interior del templo cesaran los gritos.

Yo también esperé. Me pasé el rato pensando en la comida que pronto nos servirían: bandejas llenas de pollo frito y kilos y kilos de helado casero.

Los mexicanos empezaron a mirar hacia las ventanas de la iglesia. Estoy seguro de que debían de pensar que el hermano Akers se había vuelto loco. «Tranquilos —deseé decirles—, siempre ocurre lo mismo».

Durante la bendición, cantamos unas cuantas estrofas del himno Tal como soy. Nadie bajó por el pasillo y el hermano Akers dio por concluida la ceremonia a regañadientes. Me encontré con Dewayne en la entrada principal y ambos echamos a correr por la calle en dirección al campo de béisbol para ver si los metodistas ya estaban allí. Por supuesto que estaban; sus ceremonias nunca eran tan largas cono las nuestras.

Detrás de la malla protectora, bajo tres olmos que habrían recibido un millón de pelotas lanzadas más allá de la línea de falta, estaban colocando la comida sobre unas mesas de camping cubiertas con manteles a cuadros rojos y blancos. Los metodistas iban de un lado para otro, los hombres y los niños llevando bandejas de comida y las mujeres organizando la disposición de las mismas. Encontré a Pearl Watson y charlé un momento con ella.

—¿El hermano Akers aún está predicando? —me preguntó con una sonrisa.

—Ahora mismo acaba de soltarnos —contesté.

Nos dio a Dewayne y a mí dos galletas de chocolate. Yo me comí la mía en un par de bocados.

Al final, los baptistas empezaron a llegar entre un coro de «Holas», «¿Dónde te habías metido?» «¿Por qué has tardado tanto?». Los automóviles y los camiones se acercaron y no tardaron en aparcar guardabarros contra guardabarros alrededor de las vallas que rodeaban el campo. Por lo menos uno o quizás un par de vehículos serian alcanzados por alguna que otra pelota lanzada más allá de la línea de falta. Dos años atrás el nuevo sedán Chrysler del señor Wilber Shifflett perdió su parabrisas cuando Ricky consiguió un home run y la pelota superó la valla del exterior izquierdo. La explosión fue impresionante: un ruido sordo seguido de un estruendo de cristales rotos. Pero el señor Shifflett era muy rico y, por consiguiente, nadie se preocupó. Sabia los riesgos que entrañaba el hecho de aparcar allí. Aquel año, los metodistas también nos ganaron por siete a cinco y Ricky dijo que en su opinión nuestro entrenador, que era Pappy, tendría que haber cambiado a los lanzadores en la tercera entrada.

Ambos se pasaron un tiempo sin dirigirse la palabra.

Las mesas no tardaron en estar cubiertas de grandes cuencos de verduras, bandejas llenas de pollo frito y cestos con pan de maíz, panecillos redondos y otras variedades de pan. Bajo la dirección de la esposa del ministro metodista, la señora Orr, los platos fueron trasladados de acá para allá hasta que, al final, se consiguió imponer cierto orden. En una mesa no había más que hortalizas crudas: tomates de distintas clases, pepinos y cebollas blancas y amarillas encurtidas. A su lado, las alubias y judías verdes: alubias de careta, alubias pintas, judías verdes con jamón y judías de la peladilla. En todas las comidas al aire libre había ensalada de patatas, y cada cocinero tenía una receta distinta. Dewayne y yo contamos once cuencos de este plato, y no había ninguno que se pareciera a los demás. Los huevos rellenos gozaban casi de tanta popularidad como las ensaladas de patata, y la mitad de la mesa estaba cubierta de bandejas de ellos. Lo último y más importante era el pollo frito. Había cantidad suficiente para alimentar a toda la ciudad durante un mes.

Las mujeres iban de un lado a otro con la comida mientras los hombres hablaban, reían y se saludaban, pero siempre sin perder de vista el pollo frito. Había niños por todas partes, y Dewayne y yo nos acercamos a un árbol junto al cual unas mujeres estaban disponiendo los postres. Conté dieciséis neveras portátiles llenas de helado casero, todas cubiertas de hielo y envueltas en toallas.

En cuanto los preparativos recibieron el visto bueno de la señora Orr, su marido, el reverendo Vernon Orr, se situó en el centro de las mesas en compañía del hermano Akers, y todo el mundo guardó silencio. El año anterior, el hermano Akers había dado gracias a Dios por sus bendiciones; este año el honor les correspondía a los metodistas. La comida seguía unas pautas tácitas. Inclinamos la cabeza y escuchamos cómo el reverendo Orr daba gracias a Dios por su bondad, por toda la comida, el buen tiempo, el algodón, etcétera. No se dejó nada; Black Oak daba las gracias por todo.

Yo aspiraba los efluvios del pollo frito. Y ya me parecía saborear los pastelillos de chocolate y nueces y los helados. Dewayne me propinó un puntapié y yo estuve a punto de arrearle un tortazo, pero me abstuve de hacerlo para no recibir una tanda de azotes por pelearme durante una plegaria.

Cuando el reverendo Orr terminó su perorata, los hombres reunieron a los mexicanos y los colocaron en fila para que les sirvieran la comida. Era una tradición; primero los mexicanos, en segundo lugar, los montañeses, luego los niños y para el final los adultos. Stick Powers apareció como llovido del cielo, vestido de uniforme, naturalmente, y consiguió colocarse en la fila entre los mexicanos y los montañeses. Le oí explicar que estaba de servicio y no disponía de mucho tiempo. Se llevó dos platos, uno de pollo y otro de todo lo que pudo amontonar en él. Nosotros sabíamos que se atiborraría de comida y después buscaría un árbol a las afueras de la ciudad y se tumbaría a hacer la siesta.

Varios metodistas me preguntaron por Ricky, qué tal estaba y si habíamos tenido noticias de él. Procuré ser amable y contestar a todas las preguntas, pero a ningún Chandler le gustaba ser objeto de la atención de los demás. Y como estábamos horrorizados por el secreto de los Latcher, cualquier mención de Ricky en público nos causaba pavor.

—Dile que pensamos mucho en él —me decían.

Siempre decían lo mismo, como si tuviéramos teléfono y lo llamáramos todas las noches.

—Rezamos por él —decían.

—Gracias —contestaba yo.

Un momento tan maravilloso como aquél podía estropearse por culpa de una pregunta inesperada acerca de Ricky. Estaba en Corea, en las trincheras, esquivando balas y matando gente, sin saber si regresaría a casa y podría ir a la iglesia con nosotros para participar en la Comida de Otoño y volver a jugar contra los metodistas. En medio de la algarabía de la fiesta, me sentí de repente muy solo y asustado.

«Alegra esa cara» solía decir Pappy, y la comida contribuyó muchísimo a alegrarme. Dewayne y yo tomamos nuestros platos y nos sentamos detrás del abrigo de jugadores de la primera base, donde había un poco de sombra. Se extendieron unas mantas sobre la hierba y las familias se sentaron juntas bajo el sol. Empezaron a abrirse sombrillas; las mujeres se abanicaban y hacían lo propio a los niños y los platos de comida. Los mexicanos estaban apretujados debajo de un solo árbol hacia la línea de demarcación del exterior derecho, lejos del resto de la gente. El año anterior Juan me había confesado que no les gustaba demasiado el pollo frito. En mi vida había oído semejante tontería. El pollo frito era mil veces mejor que las tortillas, pensé cuando me lo dijo.

Mis padres, Gran y Pappy comieron juntos sentados sobre una manta cerca de la tercera base. Después de muchos regateos y negociaciones me habían permitido comer con mis amigos, lo que constituía un logro muy importante para un niño de siete años.

La cola era incesante. Para cuando los hombres llegaron a la última mesa, los adolescentes ya volvían por una segunda ración. Yo tuve suficiente con un plato. Quería dejar sitio para el helado. No tardamos en acercarnos a la mesa de los postres, donde la señora Irene Flanagan montaba guardia para evitar los actos de vandalismo por parte de granujillas como nosotros.

—¿Cuántos tiene de chocolate? —pregunté mientras contemplaba las neveras portátiles llenas de helado que esperaban a la sombra.

—Pues no lo sé —respondió ella con una sonrisa. Varios.

—¿Ha traído la señora Cooper su helado de mantequilla de cacahuete? —quiso saber Dewayne.

—Sí —contestó la señora Flanagan, señalando la nevera portátil situada en el Centro de la hilera.

La señora Cooper mezclaba chocolate con mantequilla de cacahuete y le salía un helado sensacional. La gente lo ensalzaba con entusiasmo hasta la siguiente Comida de Otoño. El año anterior, dos chicos, uno baptista y el otro metodista, habían estado a punto de llegar a las manos por una ración. Mientras el reverendo Orr trataba de restablecer el orden, Dewayne consiguió hacerse con dos cuencos del susodicho helado, tras lo cual echó a correr con ellos calle abajo, se ocultó detrás de un cobertizo y devoró hasta la última gota. Se pasó un mes sin apenas hablar de otra cosa.

La señora Cooper era viuda y vivía en una preciosa casita situada a dos manzanas de distancia de la parte de atrás de la tienda de Pop y Pearl, y cuando necesitaba que le hicieran algún trabajo en el jardín, le bastaba con preparar helado de mantequilla de cacahuete. Los chicos se presentaban como por arte de ensalmo, y gracias a ello su jardín era el más cuidado de la ciudad. Se sabia incluso de algunos adultos que habían pasado por allí para arrancar malas hierbas.

—Tendréis que esperar —dijo la señora Flanagan.

—¿Hasta cuándo? —pregunte.

—Hasta que todo el mundo haya terminado.

Esperamos lo que nos pareció una eternidad. Algunos de los chicos mayores y los hombres más jóvenes empezaron a estirar los músculos y a lanzar pelotas en el campo exterior. Los adultos se saludaban y charlaban interminablemente hasta que, al final, estuve seguro de que el helado acabaría por derretirse. Llegaron los dos árbitros de Monette y una oleada de emoción se apoderó de los presentes. Como es natural, a ellos se les tenía que servir primero. Durante un buen rato, los árbitros se mostraron más interesados por el pollo frito que por el béisbol. Poco a poco, las mantas y las sombrillas fueron retiradas del terreno. La comida tocaba a su fin. Pronto empezaría el partido.

Las mujeres se congregaron en torno a la mesa de los postres y empezaron a servirnos. Al final, Dewayne consiguió su ración de helado de mantequilla de cacahuete. Yo opté por dos bolas de helado de chocolate sobre un dulce de pasta de chocolate y nueces preparado por la esposa de Lou Kiner. A lo largo de veinte minutos estuvieron a punto de volar bofetadas alrededor de la mesa de los postres, pero al final se consiguió mantener el orden. Los dos predicadores se encontraban en medio de la muchedumbre, comiendo tantos helados como el que más. Los árbitros declinaron el ofrecimiento, señalando que el calor hacia aconsejable que dejaran de comer.

—¡A jugar! —gritó alguien, y todo el mundo se encaminó hacia la malla protectora.

El entrenador de los metodistas era el señor Duffy Lewis, un agricultor del oeste de la ciudad cuyos conocimientos sobre béisbol, según Pappy, eran más bien limitados. Pero después de cuatro derrotas seguidas, Pappy ya casi no se atrevía a expresar la mala opinión que le merecía el señor Lewis. Los árbitros llamaron a los dos entrenadores a la parte de atrás de la base meta y los cuatro se pasaron un buen rato discutiendo la especial versión del reglamento por el que se regiría el partido de Black Oak. Señalaron las vallas, los palos y las ramas que se proyectaban sobre el campo, cada uno de los cuales tenía sus propias reglas y su propia historia. Pappy discrepaba de casi todo lo que decían los árbitros, por lo que el tira y afloja pareció eternizarse.

El año anterior, los baptistas habían sido el equipo local y, por consiguiente, nosotros habíamos tenido que batear en primer lugar. El lanzador de los metodistas era Buck Prescott, hijo del señor Sap Prescott, uno de los más importantes terratenientes del condado de Craighead. Buck tenía veintitantos años y había cursado dos años de estudios en la Universidad del Estado de Arkansas, lo que constituía un hecho de lo más insólito. Había intentado jugar de lanzador en la universidad, pero tuvo ciertos problemas con el entrenador. Era zurdo, sólo lanzaba bolas curvas y el año anterior nos había derrotado por nueve a dos. Cuando se acercó a la base de lanzamiento, comprendí que nos esperaba un día muy largo. Su primer lanzamiento fue una lenta bola curva de trayectoria alta que se consideró injustamente strike, lo que hizo que Pappy protestara ante los árbitros. Buck dio una base por bolas a los dos primeros bateadores, eliminó por strikes a los dos siguientes y después obligó a mi padre a retirarse tras enviar un globo al campo central.

Nuestro lanzador era Duke Ridley, un joven agricultor padre de siete hijos, que envió una bola rápida que hasta yo habría podido batear. Afirmaba haber jugado como lanzador en Alaska durante la guerra, pero nadie había podido confirmarlo. Pappy pensaba que era mentira, y tras haber visto el año anterior cómo lo machacaba el lanzador del equipo contrario, yo también abrigaba serias dudas al respecto. Dio una base por bolas a los tres primeros bateadores y sólo consiguió un strike. Temí que Pappy se abalanzara sobre él en la base de lanzamiento y lo dejara baldado. El tercer base del equipo contrario lanzó rápidamente la bola al receptor. El siguiente bateó una bola alta hacia el exterior izquierdo. Tuvimos suerte cuando el sexto bateador del equipo contrario, el señor Lester Hurdie, que a los cincuenta y dos años era el jugador más veterano de su equipo, bateó otra pelota alta hacia el exterior derecho, donde nuestro defensa Bennie Jenkins, que no llevaba guante e iba descalzo, la atrapó sin problemas.

El partido se convirtió en un duelo de lanzadores, no necesariamente porque los lanzamientos fueran brillantes sino más bien porque ningún equipo conseguía un hit. Regresamos a la mesa de los helados, donde estaban sirviéndome los restos, medio derretidos. Para cuando empezó la tercera entrada, las mujeres de ambas iglesias ya se habían reunido en pequeños grupos a conversar, pues para ellas el partido era menos importante que para los hombres. No lejos de allí, la radio de un automóvil estaba encendida, y oí la voz de Harry Caray. Los Cardinals jugaban contra los Cubs el último partido de la temporada.

Mientras Dewayne y yo nos retirábamos de la mesa de los helados con nuestras últimas copas de helado, pasamos por detrás de una manta, donde una media docena de chicas charlaban y descansaban.

—Pero bueno, ¿cuántos años tiene Libby? —preguntaba una de ellas.

Me detuve, me llevé una cucharada de helado a la boca y miré hacia el campo, como si no me interesara en absoluto lo que estaban diciendo.

—Sólo quince —contesto otra.

—Es una Latcher. No tardará en tener otro.

—¿Es niño o niña?

—Me han dicho que niño.

—¿Y quién es el padre?

—Nadie lo sabe. No quiere decirlo.

—Vamos —dijo Dewayne, propinándome un codazo.

Nos alejamos y regresamos al banquillo de la primera base. No sabia muy bien si sentirme más tranquilo o mas inquieto. Se había corrido la voz de que Libby había tenido un bebé, pero que se desconocía la identidad del padre.

No tardaría en averiguarse, pensé. Y entonces estaríamos perdidos. Me convertiría en primo de un Latcher y todo el mundo lo sabría.

El ajustado duelo de lanzamientos terminó en la quinta entrada cuando ambos equipos consiguieron seis carreras. Durante treinta minutos, se lanzaron bolas en todas direcciones: incluidos batazos de línea, bolas pasadas y lanzamientos malos. Cambiamos dos veces de lanzador, y me di cuenta de que estábamos en apuros cuando Pappy se acercó a la base de lanzamiento y señaló a mi padre con el dedo. Mi padre no era lanzador, pero es que ya no nos quedaba ninguno. Aun así, consiguió efectuar lanzamientos bajos y muy pronto termino la entrada.

—¡Musial está lanzando! —gritó alguien.

Quizá fuese una broma, pero seguro que se trataba de un error. Stan Musial era muchas cosas, pero jamás había efectuado lanzamientos. Echamos a correr hacia la parte posterior de las gradas donde estaban aparcados los automóviles. Un considerable número de personas estaba congregándose alrededor de un Dodge del 48 perteneciente al señor Rafe Henry. La radio estaba puesta a todo volumen y la emoción de Harry Caray había llegado a su punto culminante: Stan el Hombre Musial se encontraba en la base de lanzamiento, lanzando bolas contra los Cubs, es decir, contra Frankie Baumholtz, que llevaba todo un año batallando por el título de mejor bateador de la liga. El entusiasmo de los espectadores del estadio de Sportsman’s Par se había desbordado. Harry se desgañitaba. No salíamos de nuestro asombro ante el hecho de que Musial estuviera en la base de lanzamiento.

Baumholtz bateó una pelota rasa hacia la tercera y Musial fue enviado de nuevo al campo central. Regresé corriendo al banquillo de la primera base y le dije a Pappy que Stan el Hombre Musial había efectuado lanzamientos, pero él no me creyó. Los metodistas nos ganaban por ocho carreras a seis en la segunda mitad de la séptima entrada, y en el banquillo de los baptistas se respiraba una atmósfera muy tensa. Una grave inundación hubiera revestido menos importancia, por lo menos en aquel momento.

La temperatura era de por lo menos treinta grados, los jugadores estaban bañados en sudor y tanto sus pulcros monos como sus blancas camisas del domingo se les pegaban a la piel. Se movían más despacio, a consecuencia de todo el pollo frito y toda la ensalada de patatas que se habían comido, y para el gusto de Pappy se esforzaban muy poco.

El padre de Dewayne no jugaba, por lo que éste y su familia se marcharon al cabo de un par de horas. Otras personas también se habían ido. Los mexicanos seguían bajo el árbol, junto al poste de fuera del exterior derecho, tumbados en el suelo y, al parecer, durmiendo. Las mujeres seguían más interesadas en los chismorreos que en las incidencias del partido; les importaba un pimiento quién resultara ganador.

Sentado solo en las gradas, contemplé cómo los metodistas se apuntaban otras tres carreras en la octava entrada. Soñé con el día en que consiguiera fantásticos home Ruiz y jugadas increíbles en el campo central. Aquellos malditos metodistas no tendrían ninguna posibilidad cuando yo creciera lo bastante.

Nos ganaron por once a ocho, y por quinto año consecutivo Pappy llevó a los baptistas a la derrota. Los jugadores se estrecharon la mano y se rieron al finalizar el partido, y a continuación se dirigieron hacia la sombra, donde les esperaba el té helado. Pappy no rió ni siquiera sonrió y tampoco le estrechó la mano a nadie. Desapareció durante un buen rato, y supe que se pasaría otro año enfurruñado.

Los Cardinals también perdieron, por tres a cero. Terminaron la temporada tres partidos por detrás de los Giants y ocho partidos por detrás de los Dodgers de Brooklyn, que se enfrentarían con los Yankees en las Series Mundiales, reuniendo así lo mejor de Nueva York.

Las sobras de la comida se recogieron y se colocaron en la parte de atrás de los automóviles y los camiones. Se limpiaron las mesas y se eliminaron los desperdicios. Yo ayudé al señor Duffy Lewis a limpiar la base de lanzamiento y la base meta, y cuando terminamos el campo estaba tan impecable como siempre. Tardamos una hora en despedirnos de todo el mundo. Se produjeron las habituales amenazas por parte del equipo perdedor acerca de lo que iba a ocurrir el año siguiente y las habituales burlas por parte de los ganadores. Que yo supiera, el único que estaba disgustado era Pappy.

Mientras nos alejábamos de la ciudad, pensé en el final de la estación. La temporada de béisbol se iniciaba en primavera, cuando nosotros sembrábamos y esperábamos lo mejor. Nos acompañaba a lo largo del verano y a menudo era la única diversión que nos hacia olvidar el duro trabajo en los campos. Escuchábamos la retransmisión de todos los partidos y comentábamos las jugadas, la actuación de los jugadores y las estrategias hasta la retransmisión del siguiente encuentro. A lo largo de seis meses, constituía una parte muy importante de nuestra vida cotidiana, y después desaparecía. Exactamente igual que el algodón.

Me sentí muy triste cuando llegamos a casa. Ya no escucharíamos los partidos en el porche delantero. Seis meses sin la voz de Harry Caray. Seis meses sin Stan Musial. Tome mí guante y me fui a dar un largo paseo, lanzando la pelota al aire mientras me preguntaba qué iba a hacer hasta abril.

Por primera vez en mi vida, el béisbol me había destrozado el corazón.