Estaba acercándome al final de una larga hilera de algodón cercana a los matorrales que bordeaban el arroyo Siler cuando oí unas voces. Los tallos eran lo bastante altos para ocultarme detrás de ellos. Tenía el saco medio lleno y soñaba con pasar la tarde en la ciudad, con la película del Dixie, con una Coca-Cola y una bolsita de palomitas de maíz. Los rayos del sol caían casi perpendiculares; debía de faltar muy poco para el mediodía. Mi intención era cumplir mi turno, regresar al remolque luego de trabajar de firme y terminar la jornada con gesto triunfal.
Cuando oí que alguien hablaba, hinqué una rodilla y después me senté muy despacio en el suelo sin hacer ruido. Durante un buen rato, no oí nada más, y cuando ya empezaba a pensar que quizá me hubiese equivocado, la voz de una chica llegó hasta mí. Se encontraba hacia mi derecha, pero yo ignoraba a qué distancia.
Me puse lentamente en pie y atisbé entre el algodón, pero no vi nada. Volví a agacharme y empecé a arrastrarme hacia el final de la hilera, dejando momentáneamente abandonado el saco. Avancé a rastras y me detuve, avancé a rastras y me detuve hasta que volví a oír su voz. Se encontraba varias hileras más allá, según me pareció. Permanecí inmóvil unos cuantos minutos hasta que oí su risa suave y amortiguada por el algodón. Se trataba de Tally. Me pasé un largo rato tratando de imaginar qué hacía allí escondida, a la mayor distancia posible del remolque. Después oí o la voz, la de un hombre decidí aproximarme un poco.
Encontré la brecha más ancha entre dos tallos y atravesé la primera hilera sin hacer el menor ruido. No soplaba una gota de viento y, por consiguiente, nada agitaba las hojas y las cápsulas, y yo debía permanecer absolutamente inmóvil. Y tener paciencia. Atravesé la segunda hilera y espere.
Pasó un buen rato sin que dijesen nada, y temí que me hubieran oído. De pronto oí las risitas simultáneas de dos personas y los ecos de una conversación en voz baja. Me tumbé boca abajo y examiné la situación desde el suelo, allí donde los tallos eran más gruesos y no había hojas ni cápsulas. Me pareció ver algo oscuro varias hileras más allá, quizá fuese el cabello de Tally o quizá no. Llegué a la conclusión de que ya estaba suficientemente cerca.
No había nadie en las inmediaciones. Los otros —los Spruill y los Chandler— trabajaban cerca del remolque. Los mexicanos se encontraban muy lejos, sólo se veían sus sombreros de paja.
A pesar de que me encontraba a la sombra, estaba bañado en sudor. El corazón me latía con fuerza y me notaba la boca seca. Tally se ocultaba en compañía de un hombre. Sin duda estaba haciendo algo malo, de lo contrario, ¿por qué se escondía? Deseé hacer algo para impedírselo, pero no tenía ningún derecho. Era sólo un niño, un espía que estaba entrometiéndose sin razón alguna en sus asuntos. Pensé en la posibilidad de marcharme de allí, pero las voces me retenían.
La serpiente era una mocasín, una de las muchas variedades que podían encontrarse en la zona de Arkansas donde vivíamos. Moraban en las inmediaciones de los arroyos y los ríos, y de vez en cuando penetraban tierra adentro para tomar el sol o buscar alimento. Cada primavera, para la época de la siembra, solíamos verlas aparecer detrás de nuestros arados. Eran unas serpientes cortas, negras, gruesas, agresivas y muy venenosas. Su mordedura raras veces tenía consecuencias fatales, pero yo había oído contar muchas historias de muertes espantosas.
Cuando tropezabas con una, sencillamente la matabas con un palo, un azadón o lo que tuvieras a mano. No eran tan rápidas como las serpientes de cascabel ni tenían su mismo radio de acción, pero resultaban muy peligrosas y desagradables.
Ésa que estaba reptando hilera abajo directamente hacia mí se encontraba a menos de un metro y medio de distancia. Nos mirábamos directamente a los ojos. Estaba tan abstraído en Tally y sus actividades que me había olvidado de todo lo demás. Solté un grito ahogado de terror, me puse en pie de un salto y eché a correr a lo largo de una hilera de algodón y después de otra.
Un hombre dijo algo en voz alta, pero yo estaba más preocupado por la serpiente. Me agaché junto a mi saco de algodón, me eché éste al hombro y me dirigí a rastras hacia el remolque. Cuando tuve la certeza de que la mocasín ya estaba muy lejos, me detuve y agucé el oído. Nada. Silencio absoluto. Nadie estaba persiguiéndome.
Me incorporé muy despacio y miré a hurtadillas a través del algodón. A mi derecha, varias hileras más allá y de espaldas a mí, vi a Tally con el saco colgado del hombro y el sombrero de paja ladeado, avanzando resueltamente por su hilera como si nada hubiera ocurrido. Y a mi izquierda, corriendo agachado entre los tallos como un ladrón, a Cowboy.
Casi todos los sábados por la tarde Pappy encontraba algún motivo para retrasar nuestra visita a la ciudad. Terminábamos de comer, yo sufría la indignidad del baño y después él se inventaba alguna excusa para hacernos esperar. El tractor tenía de repente un problema que requería su atención. Caminaba a gatas a su alrededor con sus viejas llaves inglesas, explicando que tenía que averiguar de inmediato qué le ocurría para que pudiera adquirir las piezas de recambio necesarias en la ciudad. O el camión no marchaba del todo bien y la tarde del sábado era el mejor momento para echar un vistazo al motor. O la bomba hidráulica tenía algún fallo. En ocasiones se sentaba y se dedicaba a despachar el escaso papeleo relacionado con la gestión de nuestra granja.
Al final, cuando ya todos estaban furiosos, se tomaba un prolongado baño y, finalmente, nos íbamos a la ciudad.
Mi madre deseaba ver al más reciente habitante del condado de Craighead, aunque fuera un Latcher, por lo que, mientras Pappy estaba ocupado en bagatelas en el cobertizo de las herramientas, cargamos cuatro cajas de hortalizas y nos dirigimos hacia el río. Mi padre prefirió no acompañarnos. El presunto progenitor del bebé era su hermano, lo cual lo convertía a él en el presunto tío, algo que no estaba dispuesto a aceptar. Por mi parte, tenía la certeza de que no le interesaba para nada volver a reunirse con el señor Latcher.
Mientras mi madre conducía, recé y conseguimos cruzar el puente sanos y salvos. Al otro lado del río, nos detuvimos. El motor se caló. Mientras mi madre respiraba hondo, decidí decirle:
—Mamá, hay algo que debes saber.
—¿No puede esperar? —preguntó, tendiendo la mano hacia la llave de encendido.
—No.
Estábamos sentados en el caluroso interior de un viejo camión, justo al otro lado del puente, en un camino de tierra de un solo carril sin ninguna casa ni ningún otro vehículo a la vista. Me parecía el mejor lugar y momento para una conversación importante.
—¿De qué se trata? —inquirió, cruzando los brazos como si ya hubiera llegado a la conclusión de que yo había cometido una barrabasada terrible.
Eran tantos los secretos… Hank y su pelea contra los Sisco. Tally en el arroyo. El nacimiento del bebé de Libby. Pero éstos estaban muy bien guardados, al menos de momento. Me había convertido en un experto guardián. Sin embargo, el último tenía que compartirlo con mi madre.
—Creo que Tally y Cowboy se gustan —repuse, y de inmediato me sentí más aliviado.
—Ah, ¿sí? —dijo ella sonriendo, como si dada mi corta edad yo apenas supiese nada. Después se puso a reflexionar y la sonrisa fue borrándose lentamente de su rostro. Me pregunté si ella también sabría algo acerca del idilio secreto.
—Sí, señora.
—¿Y qué te hace pensarlo?
—Esta mañana los sorprendí en el algodonal.
—¿Qué estaban haciendo? —me preguntó, temiendo, al parecer, que yo hubiera sido testigo de algo que no debía.
—No lo sé, pero estaban juntos.
—¿Los viste?
Le conté la historia, empezando por las voces y pasando por la mocasín hasta llegar a la huida. No omití ningún detalle y, curiosamente, no exageré nada. Puede que en lo del tamaño de la serpiente, pero en casi todo lo demás me atuve a la verdad.
Ella lo asimiló, aparentemente sorprendida.
—¿Qué estaban haciendo, mamá? —le pregunté.
—No lo sé. No viste nada, ¿verdad?
—No, señora. ¿Crees que estaban besándose?
—Probablemente —se apresuró a contestar. Volvió a alargar la mano hacia la llave de encendido, y añadió—: Ya se lo comentaré a tu padre.
Nos alejamos de allí a toda prisa. Al cabo de uno o dos minutos, no supe si me encontraba mejor o no. Ella me había dicho muchas veces que los niños no tenían que ocultarles secretos a sus madres. Sin embargo, cada vez que yo le revelaba uno, ella no le daba importancia y le contaba a mi padre lo que yo le había dicho. No sé qué ventaja obtenía yo de mi sinceridad, pero no podía hacer otra cosa. Ahora los mayores ya sabían lo de Tally y Cowboy. Que se preocuparan ellos por el problema.
Los Latcher se encontraban recolectando algodón en las inmediaciones de la casa, por lo que, cuando nos detuvimos, ya estaban aguardándonos, expectantes. La señora Latcher salió de la casa con una forzada sonrisa en los labios y después nos ayudó a acarrear las verduras hasta el porche delantero.
—Supongo que querrá ver al bebé —le dijo en voz baja a mi madre.
Yo también quería verlo, pero sabía que mis posibilidades eran muy escasas. Busqué un lugar a la sombra de un árbol cerca de nuestro camión con la intención de quedarme allí, ocupado en mis asuntos y sin hacer nada mientras esperaba a mi madre. No me apetecía ver a ningún Latcher. El hecho de que probablemente estuviéramos emparentados me disgustaba.
De repente, tres de ellos aparecieron rodeando el camión; eran tres chicos, encabezados por Percy. Los otros dos eran más pequeños, pero tan delgados y nervudos como éste. Se acercaron a mí en silencio.
—Hola, Percy —dije, tratando por lo menos de ser educado.
—¿Qué haces aquí? —me preguntó con muy malos modos. Estaba flanqueado por sus hermanos y los tres unidos contra mí.
—Mi madre me ha obligado a venir —contesté.
—Por aquí no se te ha perdido nada.
Hablaba entre dientes, y experimenté el impulso de pegar un brinco hacia atrás. En realidad, lo que deseaba era dar media vuelta y echar a correr.
—Estoy esperando a mi madre —dije.
—Vamos a molerte el trasero a palos —masculló Percy, y los tres apretaron los puños.
—¿Por qué? —conseguí articular.
—Porque eres un Chandler y vuestro Ricky le hizo eso a Libby.
—Yo no tuve la culpa —argumenté.
—No importa.
El más pequeño parecía especialmente agresivo. Me miraba con los ojos entornados, mantenía la boca torcida en una mueca como si estuviera a punto de soltar un gruñido, y pensé que el primer puñetazo me lo propinaría él.
—Tres contra uno no es justo —dije.
—Tampoco fue justo lo que le ocurrió a Libby —replicó Percy, y de inmediato, con la rapidez de un gato, me propinó un puñetazo en el estómago.
Un caballo no me habría golpeado con más fuerza. Me desplomé lanzando un grito.
En la escuela había participado en algunas peleas, de hecho unos cuantos empujones en el patio que los maestros interrumpían antes de que la cosa pasara a mayores. La señora Emma Enos, la maestra de tercer grado, me dio una vez tres guantazos por haber intentado pelearme con Joey Stallcup, pero Pappy no cabía en sí de satisfacción. Y Ricky solía tratarme sin contemplaciones, luchando y boxeando conmigo. La violencia no me era ajena.
A Pappy le encantaba pelearse, y mientras me desplomaba, pensé en él. Alguien me soltó un puntapié; agarré un pie y al instante cayeron sobre mí arreándome patadas, insultándome e impidiendo que me levantase. Agarré por el cabello al mediano mientras los otros dos me machacaban la espalda a puñetazos. Estaba firmemente decidido a arrancarle la cabeza cuando Percy me dio un golpe en la nariz. Quedé momentáneamente ciego y ellos, aullando como fieras salvajes, se arrojaron de nuevo sobre mí.
Los gritos de mi madre y la señora Latcher me llegaron desde el porche. ¡Ya era hora!, pensé. La señora Latcher fue la primera en acercarse, y enseguida empezó a apartar a los chicos al tiempo que los reprendía severamente y los zarandeaba. Mi madre me miró, horrorizada. Tenía la ropa cubierta de tierra, y de la nariz me manaba un cálido hilillo de sangre.
—¿Te han hecho daño, Luke? —me preguntó, tomándome por los hombros.
Tenía los ojos arrasados en lágrimas y empezaba a dolerme todo. Negué con la cabeza.
—¡Ve y corta una vara! —le ordenó la señora Latcher a Percy. Estaba furiosa y seguía zarandeando a los dos más pequeños—. ¿Cómo se os ha ocurrido pegar al chiquillo de esta manera?
La sangre ya me salía a borbotones, bajando por la barbilla y manchándome la camisa. Mi madre me indicó que me tumbase en el suelo con la cabeza ladeada para cortar la hemorragia y, entretanto, Percy regresó con una vara.
—Quiero que lo veas —dijo la señora Latcher, mirándome.
—No, Darla —intervino mi madre—. Ya nos vamos.
—No, quiero que su chico lo vea —insistió ella—. Ahora inclínate, Percy.
—No, mamá —repitió Percy, a todas luces asustado.
—Inclínate o voy a buscar a tu padre. Ya te enseñaré yo lo que son buenos modales. Mira que golpear a este chiquillo que estaba de visita en nuestra casa.
—No —repitió Percy, y entonces su madre le propinó un varazo en la cabeza.
Percy gritó y su madre le arreó otro golpe, esta vez en la oreja. A continuación lo hizo inclinarse y agarrarse los tobillos.
—Como te escapes, te pegaré una semana seguida —lo amenazó.
Percy ya estaba llorando cuando ella empezó a azotarlo. Tanto a mi madre como a mí nos sorprendió la furia y brutalidad con que lo hacía. Al cabo de unos diez golpes tremendamente fuertes, Percy empezó a gemir.
—¡Cállate! —le exigió ella.
Sus brazos y piernas eran tan delgados como palillos, pero lo que le faltaba de tamaño lo compensaba con el vigor. Sus golpes eran como ráfagas de ametralladora, secos y rápidos, y restallaban igual que un látigo. Diez, veinte, treinta azotes mientras Percy gritaba:
—¡Ya basta, mamá, por favor! ¡Perdóname!
Los varazos se sucedieron hasta rebasar los límites del castigo. Cuando al final se le cansó el brazo, empujó a Percy al suelo, donde éste se hizo un ovillo y lloró desconsolado. Para entonces, los otros dos ya estaban gimoteando. La señora Latcher agarró al mediano por el cabello. Lo llamó Rayford y le dijo:
—Agáchate.
Rayford se agarró muy despacio los tobillos y consiguió resistir el ataque.
—Vámonos —me dijo mi madre en voz baja—. Puedes tumbarte en la parte de atrás.
Me ayudó a subir a la caja del camión. Para entonces, la señora Latcher ya estaba arrastrando al tercero por el pelo. Percy y Rayford estaban tumbados en el suelo, víctimas de la batalla que ellos mismos habían iniciado. Mi madre hizo girar el camión y, en el momento en que nos alejamos de allí, la señora Latcher ya estaba azotando a su hijo. Oímos unas voces y entonces yo me incorporé un poco y vi al señor Latcher doblar la esquina de la casa, seguido por toda una estela de chiquillos. Le pegó un grito a su mujer, pero ella no le hizo caso y siguió machacando al pequeño. Al llegar a su altura, el marido la agarró. Los niños correteaban por todas partes y el que no gritaba, lloraba.
Mi madre aceleró y nos alejamos en medio de una polvareda. Mientras volvía a tumbarme procurando encontrar la posición más cómoda, imploré que jamás tuviera que poner de nuevo los pies en aquella granja. No quería volver a ver a ninguna de aquellas personas en toda mi vida. Y recé con toda mi alma para que nadie oyera jamás los rumores, según los cuales los Chandler y los Latcher estaban emparentados.
Regresé triunfalmente a casa. Los Spruill ya se habían aseado y estaban preparados para ir a la ciudad. Sentados a la sombra de un árbol, bebían té helado con Pappy, Gran y mi padre cuando el camión se detuvo a menos de cinco metros de ellos.
Con todo el dramatismo de que fui capaz, me incorporé y observé con enorme satisfacción el sobresalto que tuvieron al verme. Allí estaba yo, golpeado, ensangrentado, sucio, con la ropa hecha jirones, pero en pie.
Bajé y todo el mundo se congregó a mi alrededor. Mi madre se acercó a ellos a grandes zancadas y dijo en tono de furia:
—¡No os vais a creer lo que ha ocurrido! ¡Tres de ellos se han echado encima de Luke! Percy y otros dos lo han atacado cuando yo estaba dentro de la casa. ¡Los muy criminales! Les llevamos comida y mira lo que han hecho.
Tally también estaba preocupada, y creo que hubiera deseado alargar la mano y tocarme para asegurarse de que me encontraba bien.
—¿Tres? —repitió Pappy con expresión risueña.
—Sí, y eran más altos que Luke —contestó mi madre, y así empezó a crecer la leyenda.
El tamaño de mis agresores seguiría aumentando a medida que transcurrieran los días y los meses.
Gran se había acercado a mí y estaba examinándome la nariz, que presentaba un pequeño corte.
—Quizás esté rota —dijo y, a pesar de que la idea me encantaba, no sentí el menor interés en someterme a sus tratamientos.
—No escapaste, ¿verdad? —me preguntó Pappy, que también se había acercado a mí.
—Pues claro que no —contestó severamente mi madre. El que a Pappy le encantasen las peleas lo ponía furiosa, pero era porque se había educado en una casa llena de niñas. No podía comprenderlo.
—¿Les arreaste un buen puñetazo? —preguntó Pappy.
—Los dejé a todos llorando cuando me fui —contesté.
Mi madre puso los ojos en blanco. Hank se abrió camino entre el grupo y se inclinó para examinar las heridas.
—Así que eran tres, ¿eh? —dijo, soltando un gruñido.
—Sí, señor —repuse, asistiendo con la cabeza.
—Bien por ti, chico. Eso te curtirá.
—Sí, señor —repetí.
—Si quieres, te enseñaré algunos trucos para cuando vuelvas a enfrentarte contra tres —añadió sonriendo.
—Vamos a limpiarnos —intervino mi madre.
—Creo que tiene la nariz rota —emitió Gran.
—¿Estás bien, Luke? —preguntó Tally.
—Sí —contesté con toda la frialdad que pude.
Me llevaron a la casa en procesión triunfal.