El otoño duró menos de veinticuatro horas. Al mediodía del día siguiente regresó el calor, el algodón se secó, la tierra se endureció y todos los gozosos sueños sobre unas jornadas más frescas y el comienzo de la caída de las hojas se sumieron en el olvido. Habíamos regresado a la orilla del río para la segunda recolección. Puede que hubiera una tercera bien entrado el otoño, la llamada «recolección de Navidad», en la que se recogía el último algodón que quedaba. Para entonces, los montañeses y los mexicanos ya llevarían mucho tiempo lejos.
Me pasé casi todo el día siguiendo a Tally y trabajé muy duro para no quedar rezagado. Por alguna extraña razón, se había vuelto muy reservada, y yo ardía en deseos de averiguar por qué. Los Spruill estaban tensos, ya no reían ni cantaban en los campos como antes y apenas se dirigían la palabra. Hank se incorporó al trabajo a media mañana y empezó a recolectar a ritmo muy lento. Los demás Spruill parecían eludir su presencia.
Entrada la tarde, regresé con paso cansino al remolque… esperaba que por última vez. Faltaba una hora para que terminase la jornada y estaba buscando a mi madre. En su lugar, vi a Hank con Bo y Dale en el otro extremo del remolque, esperando a la sombra a que llegasen Pappy o mi padre para pesar el algodón. Me agaché entre los tallos a fin de que no me vieran, al aguardo de voces más amistosas.
Hank hablaba a viva voz, como de costumbre.
—Estoy harto de recolectar algodón —dijo—, ¡harto! He estado pensando en otro trabajo y se me ha ocurrido una nueva manera de ganar dinero a espuertas. Seguiré a la feria ambulante de ciudad en ciudad y me esconderé en las sombras hasta que el viejo Sansón y la mujer reúnan un buen montón de dinero. Observaré cómo va arrojando a todos esos pobres desgraciados fuera del ring y, a última hora de la noche, cuando esté muerto de cansancio, apareceré como por arte de magia, apostaré cincuenta dólares volveré a pegarle una paliza descomunal y me quedaré con toda la pasta. Con que lo haga una sola vez a la semana, serán dos mil dólares al mes, veinticuatro mil pavos al año. Me haré inmensamente rico.
Hablaba en tono travieso y Bo y Dale se echaron a reír cuando terminó. Hasta yo tuve que reconocer que la cosa tenía gracia.
—¿Y si Sansón se harta? —preguntó Bo.
—¿Estás de guasa? Es el Luchador Más Fuerte del Mundo, recién llegado de Egipto. No le tiene miedo a nadie. Qué demonios, igual le birlo también a la mujer. No estaba nada mal la tía, ¿verdad?
—Tendrás que dejarle ganar de vez en cuando —señaló Bo—. De lo contrario, no querrá combatir contigo.
—Me ha gustado eso de birlarle a la mujer —dijo Dale—. Me encantaron sus piernas.
—Lo demás tampoco está mal —apuntó Hank—. Espera… ¡ya lo tengo! ¡Lo echaré del negocio y me convertiré en el nuevo Sansón! Me dejaré crecer la cabellera hasta el trasero, me teñiré el pelo de negro, me compraré unos shorts ajustados de piel de leopardo, me pondré a hablar de manera muy rara y todos los palurdos creerán que soy de Egipto. Dalila no podrá quitarme las manos de encima.
Se pasaron un buen rato riendo, hasta que al final me contagiaron su regocijo. Reí para mis adentros al imaginarme a Hank exhibiéndose en el cuadrilátero con unos ceñidos pantalones de piel de leopardo y tratando de convencer a la gente de que era egipcio. Pero le faltaban luces para convertirse en actor. Haría daño a la gente y asustaría a sus posibles contrincantes.
Pappy llegó al fin y se puso a pesar el algodón. Mi madre también se presentó y me dijo en voz baja que estaba deseando irse a casa. Yo también. Efectuamos el largo recorrido juntos en silencio, alegrándonos de que la jornada estuviera casi a punto de terminar.
Quien estuviera pintando la casa —seguíamos pensando que se trataba de Trot— reanudó su labor. Lo comprobamos estando en el huerto y, mediante un examen más exhaustivo, establecimos en qué lugar nuestro pintor había continuado por la quinta tabla contando desde el suelo, y había aplicado la primera capa a una zona de tamaño aproximado al de una ventana pequeña. Mi madre la tocó levemente; la pintura se le pegó al dedo.
—Está recién pintado —declaró, mirando hacia el patio delantero, donde, como de costumbre, no se veía ni rastro de Trot.
—¿Sigues pensando que es él? —le pregunté.
—Pues sí.
—¿De dónde saca la pintura?
—Se la compra Tally con el dinero que gana recolectando.
—¿Quién te lo ha dicho?
—Se lo pregunté a la señora Foley, la de la ferretería. Me dijo que un chico montañés tullido y su hermana le habían comprado dos kilos de esmalte blanco para exterior y una pequeña brocha. Le pareció un poco raro que unos montañeses compraran semejantes cosas.
—¿Cuánto cuestan dos kilos de pintura?
—No mucho.
—¿Vas a decírselo a Pappy?
—Sí.
Efectuamos un rápido recorrido por el huerto, arrancando sólo lo imprescindible: tomates, pepinos y dos pimientos rojos que nos llamaron la atención. Los demás recolectores no tardarían en regresar de los campos y yo estaba deseando que se armara la gorda en cuanto Pappy se enterara de que estaban pintándole la casa.
A los pocos minutos, oímos murmullos y breves conversaciones en el exterior. Me obligaron a quedarme en la cocina cortando pepinos, una táctica encaminada a mantenerme al margen de las discusiones. Gran escuchaba las noticias de la radio mientras mi madre guisaba. En determinado momento, mi padre y Pappy se dirigieron al lado este de la casa y examinaron el trabajo de Trot.
Después entraron en la cocina, donde nos sentamos, se bendijo la comida y nos pusimos a comer sin hablar de otra cosa que no fuera el tiempo. Si Pappy estaba enfadado, no lo dejó traslucir. A lo mejor, estaba demasiado cansado.
Al día siguiente, mi madre me entretuvo y se pasó trajinando por la casa todo lo que pudo. Lavó los platos del desayuno e hizo la colada, y juntos contemplamos el patio delantero. Gran se fue a los campos, pero mi madre y yo nos quedamos en casa, ocupados en las distintas tareas del hogar.
No se veía a Trot por ninguna parte. Sobre las ocho, Hank salió perezosamente de una tienda y hurgó entre las latas y las jarras hasta encontrar las sobras de los bollos. Comió hasta no dejar nada, eructó y miró hacia la casa como si estuviera sopesando la posibilidad de hacer una incursión en busca de comida. Al final, echó a andar y pasó con pesados andares por delante del silo, en dirección al algodonal.
Esperamos, atisbando desde las ventanas de la fachada. Trot seguía sin aparecer. Al final, nos dimos por vencidos y nos fuimos a los campos. Cuando mi madre regresó tres horas después para preparar la comida del mediodía, vio en las tablas de debajo de mi ventana una pequeña zona recién pintada. Trot estaba pintando lentamente hacia la parte de atrás de la casa, limitado por el alcance de su brazo y su deseo de permanecer en el anonimato. Al paso que iba, habría terminado aproximadamente la mitad del lado este cuando llegase el momento de que los Spruill hicieran las maletas y regresaran a la montaña.
Después de tres días de tranquilidad y duro esfuerzo, volvieron los conflictos. Tras el desayuno, Miguel se reunió con Pappy junto al tractor y ambos se dirigieron al establo, donde esperaban algunos mexicanos. Los seguí en la semipenumbra del amanecer, lo bastante cerca para oírlos, pero no para que me vieran. Luis estaba sentado en un tocón, con la cabeza inclinada como si estuviera enfermo. Pappy lo examinó detenidamente. Había sufrido algún tipo de lesión.
Miguel explicó en un inglés deficiente que durante la noche alguien se había dedicado a arrojar terrones contra el establo. El primero se estrelló contra el costado del henil cuando los mexicanos acababan de acostarse. Sonó como un disparo de escopeta: las tablas crujieron y el establo se estremeció. Al cabo de unos minutos, arrojaron otro. Y después, otro. A los diez minutos, cuando pensaban que todo había terminado, cayó otro, esta vez sobre el tejado de hojalata, justo por encima de sus cabezas. Estaban tan enfurecidos y asustados que les fue imposible dormir. A través de las rendijas de la pared, miraron hacia el algodonal que se extendía detrás del establo. Su agresor se encontraba por allí, invisible a causa de la oscuridad, escondido como un cobarde.
Luis abrió muy despacio la puerta del henil para ver un poco mejor y justo en ese momento un objeto lo alcanzó en pleno rostro. Era un pedrusco del camino que discurría por delante de nuestra casa. Quienquiera que lo hubiera lanzado, lo había guardado con el propósito de arrojarlo contra un mexicano. Los terrones sólo servían para hacer ruido, pero el pedrusco era para hacer daño.
Luis tenía una herida en la nariz, que estaba rota e hinchada hasta adquirir el doble de su tamaño normal. Pappy llamó a gritos a mi padre y le dijo que fuera en busca de Gran.
Miguel prosiguió su relato. En cuanto hubieron atendido a Luis y lo hubieron colocado más o menos cómodo, se reanudó el bombardeo. Aproximadamente cada diez minutos, cuando empezaban a dormirse, recibían otra andanada desde la oscuridad. Miraron con precaución a través de las rendijas, pero no consiguieron detectar ningún movimiento en los campos. Estaba demasiado oscuro. Al final, el agresor se cansó de la diversión e interrumpió el ataque. Casi todos ellos habían tenido un sueño muy agitado.
Llegó Gran y se hizo cargo de la situación. Pappy se marchó, soltando maldiciones por lo bajo. Yo me debatía entre dos dudas angustiosas: ¿prefería ver los cuidados que Gran le prestaba a Luis o escuchar a Pappy desahogarse?
Seguí a Pappy hasta el tractor, donde le oí rezongar y dirigirle a mi padre unas palabras que no logré entender. Después se acercó al remolque, donde esperaban los Spruill, todavía medio dormidos.
—¿Dónde está Hank? —le preguntó al señor Spruill, soltando un gruñido.
—Durmiendo, supongo.
—¿Es que hoy no va a trabajar? —preguntó Pappy en tono áspero.
—Pregúnteselo usted mismo —contestó el señor Spruill, poniéndose en pie para poder hablar con Pappy cara a cara.
Pappy se adelantó un paso.
—Anoche los mexicanos no consiguieron dormir porque alguien estuvo arrojando terrones contra el establo. ¿Tiene usted idea de quién pudo ser?
Mi padre, que no estaba furioso como Pappy, se interpuso entre ellos.
—No. ¿Está usted acusando a alguien? —preguntó el señor Spruill.
—No lo sé —respondió Pappy—. Todos los demás trabajan duro y duermen profundamente, pues por la noche están muertos de cansancio. Todos menos Hank. Me parece que es el único que dispone de tiempo a manos llenas. Y es la clase de estupidez que sería capaz de cometer.
No me gustaba que se produjera un conflicto abierto con los Spruill. Estaban tan hartos de Hank como nosotros, pero eran su familia. Y, además, eran montañeses… y como se enfadaran, liarían el petate y se irían sin más. Pappy estaba a punto de pasarse de la raya.
—Hablaré con él —dijo el señor Spruill en tono apaciguador, como si pensara que Hank quizá fuese el culpable. Bajó la cabeza y miró a su esposa. La familia estaba muy alterada a causa de Hank y nadie se sentía con ánimos para defenderle.
—Vamos a trabajar —dijo mi padre.
Todos deseaban que aquel enfrentamiento terminara. Miré a Tally, pero ésta permanecía sumida en sus pensamientos, sin prestarnos atención ni a mí ni a nadie. Pappy subió al tractor y nos fuimos a recolectar algodón.
Luis se pasó toda la mañana tumbado en el porche trasero con una bolsa de hielo sobre la cara. Gran, que casi no se alejaba de él, trataba por todos los medios de obligarlo a tomar sus medicinas, pero Luis se mantuvo firme. Hacia el mediodía, se hartó de los cuidados sanitarios de los americanos y decidió regresar a los campos, tanto si tenía la nariz rota como sí no.
Hank había pasado de recolectar unos doscientos kilos diarios a menos de cien. Pappy estaba furioso. A medida que transcurrían los días, la situación se fue enconando y los adultos empezaron a comentarlo en voz baja. Pappy jamás había tenido doscientos cincuenta dólares limpios.
—¿Cuánto ha recolectado hoy? —preguntó mi padre durante la cena.
Acabábamos de bendecir la mesa y estábamos pasándonos la bandeja de la comida.
—Noventa y siete kilos.
Mi madre cerró los ojos, exasperada. Para ella la cena familiar tenía que ser un momento agradable de conversación y reflexión. Aborrecía que hubiera discusiones durante la comida. Los chismes y comentarios intrascendentes acerca de la vida y milagros de personas a las que quizá conocíamos o quizá no, le parecían muy bien, pero los conflictos no le gustaban. La comida no se digería bien cuando el cuerpo no estaba relajado.
—Mañana iré a la ciudad y le diré a Stick Powers que estoy harto del chico —masculló Pappy, agitando un tenedor en el aire.
No podía hacerlo, y todos, incluido él, lo sabíamos. Si Stick conseguía esposar y empujar a Hank Spruill al asiento posterior de su coche patrulla, espectáculo que a mí me habría encantado presenciar, los demás Spruill se largarían en cuestión de minutos. Pappy no iba a poner en peligro una cosecha por culpa de un imbécil como Hank. Apretaríamos los dientes y trataríamos de aguantar su presencia en nuestra granja. Confiaríamos y rezaríamos para que no volviera a matar a nadie y para que nadie lo matara y, en pocas semanas terminaría la recolección y él se largaría.
—No estás seguro de que haya sido él —dijo Gran—. Nadie lo vio arrojar nada contra el establo.
—Ciertas cosas no es necesario verlas —replicó Pappy—. No hemos visto a Trot con una brocha en la mano, pero sabemos muy bien que el que está pintando la casa es él. ¿De acuerdo?
Eligiendo perfectamente el momento, mi madre preguntó:
—Luke, ¿con quién juegan los Cardinals?
Era su frase habitual, una manera no demasiado sutil de informar a los demás de que deseaba comer en paz.
—Con los Cubs —conteste.
—¿Cuántos partidos quedan?
—Sólo tres.
—¿Qué ventaja lleva Musial?
—Seis puntos. Está en tres treinta y seis. Baumholtz está en tres treinta.
Al llegar a este punto, siempre se esperaba que mi padre acudiera en ayuda de su mujer y mantuviera la conversación alejada de otros asuntos más serios.
—El sábado pasado me tropecé con Lou Jeffcoat —dijo, carraspeando—. Olvidé decíroslo. Dice que los metodistas tienen a un nuevo lanzador para el partido del domingo.
—Miente —soltó Pappy ya más tranquilo—. Cada año dicen lo mismo.
—¿Para qué necesitan un nuevo lanzador? —preguntó Gran esbozando una sonrisa.
Pensé que mi madre se echaría a reír.
El domingo se celebraba la Comida de Otoño, un acontecimiento trascendental en el que participaba todo Black Oak. Después del servicio en la iglesia, por regla general una ceremonia muy larga, al menos para nosotros, los baptistas, nos reuníamos en la escuela con metodistas. A la sombra de los árboles, las mujeres colocaban comida suficiente para alimentar a todos los habitantes del estado, y después de un largo almuerzo los hombres jugaban un partido de béisbol.
No era un partido corriente, pues estaban en juego los derechos de fanfarronería. Los ganadores se pasaban todo un año burlándose de los perdedores. En pleno invierno yo había oído a los hombres discutir acaloradamente en el Tea Shoppe a propósito del partido.
Los metodistas llevaban cuatro años ganándolo, pero siempre hacían correr rumores acerca de un nuevo lanzador.
—¿Quién será nuestro lanzador? —preguntó mi padre.
Pappy entrenaba cada año al equipo baptista, a pesar de que, tras cuatro derrotas consecutivas, la gente empezaba a protestar.
—Creo que Ridley —contestó Pappy sin vacilar. Se había pasado todo el año pensando en el partido.
—¡Hasta yo puedo batear los lanzamientos de Ridley! —exclamé.
—¿Se te ocurre alguna idea mejor? —me preguntó Pappy.
—Sí, señor.
—Muy bien, estoy deseando oírla.
—Pitch Cowboy —dije, y todo el mundo sonrió.
Qué idea tan maravillosa.
Lo malo era que ni los mexicanos ni los montañeses podían jugar en el partido. Cada equipo tenía que estar exclusivamente integrado por miembros de las dos iglesias… No estaba permitido que formasen parte de ellos ni peones del campo ni parientes de Jonesboro ni impostores de la clase que fuesen. Las reglas eran tantas que, si se hubieran puesto por escrito, el reglamento habría sido más grueso que la Biblia. Los árbitros venían desde Monette y se les pagaba cinco dólares por partido más toda la comida que lograsen engullir. Nadie tenía que conocerlos, pero después de la derrota del año anterior habían empezado a correr rumores, por lo menos en la iglesia, de que o bien eran metodistas o bien estaban casados con metodistas.
—Seria bonito, ¿verdad? —dijo mi padre, soñando con la idea de que Cowboy propinara una paliza a nuestros rivales. Una falta tras otra. Bolas de trayectoria curva cayendo desde todas direcciones.
Una vez encauzada la conversación por derroteros más agradables, las mujeres asumieron el mando de la situación. El béisbol se dejó de lado y empezaron a hablar del almuerzo, la comida, lo que se pondrían las mujeres metodistas y cosas por el estilo. La cena tocó tranquilamente a su fin y salimos al porche.
Había decidido escribirle una carta a Ricky y contarle lo de Libby Latcher. Tenía la certeza de que ninguno de los adultos lo haría; estaban demasiado ocupados en guardar el secreto. Pero Ricky debía saber de qué lo acusaba Libby. Y debía responder de la manera que fuera. Si se enteraba de lo que estaba ocurriendo, quizá consiguiese que lo enviaran a casa para aclarar la situación. Y cuanto antes, mejor. Los Latcher estaban actuando con discreción, no le habían dicho nada a nadie, que nosotros supiéramos, pero en Black Oak era muy difícil guardar un secreto.
Antes de que partiese hacia Corea, Ricky nos había contado la historia de un amigo suyo, un chico de Tejas a quien había conocido en un campamento de entrenamiento de reclutas. El chico sólo tenía dieciocho años, pero ya estaba casado y su mujer esperaba un niño. El Ejército lo envió a California para que desempeñara durante unos cuantos meses un trabajo de carácter burocrático y evitar así que le pegaran un tiro. Se trataba de un caso de especial necesidad, y el tío regresaría a Tejas antes de que su mujer diera a luz.
Ahora Ricky se encontraba en una situación de necesidad, pero no lo sabía. Yo seria quien se lo dijera. Pedí permiso para retirarme del porche alegando que estaba cansado y me fui a la habitación de Ricky, donde guardaba mi equipo de escritura. Me lo llevé a la cocina, donde la iluminación era mucho mejor y empecé a escribir muy despacio en letra de imprenta de gran tamaño.
Hice unos breves comentarios sobre el béisbol y la carrera por el titulo, pasé al tema de la feria ambulante y de Sansón, y añadí un par de frases acerca de los tornados de principios de semana. No tenía tiempo ni ganas de hablar de Hank, así que decidí ir al grano. Le dije que Libby Latcher había tenido un bebé, aunque no confesé que yo me encontraba cerca de allí en el momento de nacer éste.
Mi madre entró en mi habitación procedente del porche y me preguntó qué estaba haciendo.
—Escribiendo una carta a Ricky.
—Qué bien —dijo—. Pero tienes que irte a la cama.
—Sí, señora.
Había escrito una página entera y estaba muy orgulloso de mí. Al día siguiente escribiría otra. Y después, tal vez una tercera. Estaba firmemente decidido a que fuera la carta más larga que Ricky hubiera recibido hasta la fecha.