Luego de embolsarse los doscientos cincuenta dólares de Sansón, el entusiasmo de Hank por la recolección de algodón había menguado considerablemente.
—¿Dónde está Hank? —le preguntó Pappy al señor Spruill el lunes por la mañana, mientras tomábamos los sacos e iniciábamos nuestra tarea.
—Durmiendo, supongo —fue la brusca respuesta, y por el momento nadie dijo nada más.
Hank se presentó en el algodonal a media mañana. No supe exactamente cuándo porque me encontraba al final de una hilera de algodón, pero pronto oí unas voces y comprendí que los Spruill estaban nuevamente en pie de guerra.
Aproximadamente una hora antes del almuerzo, el cielo empezó a nublarse y una ligera brisa sopló desde el oeste. Cuando el sol se ocultó, dejé de recolectar y estudié las nubes. A unos cien metros de distancia, vi a Pappy hacer lo mismo, con los brazos en jarras, el sombrero de paja ladeado y el ceñudo rostro vuelto hacia arriba. El viento se intensificó, el cielo se oscureció todavía más y la temperatura descendió. Todas nuestras tormentas procedían de Jonesboro, conocido como el Callejón de los Tornados.
El granizo fue lo que primero nos cayó encima, en la forma de unas minúsculas partículas del tamaño de la gravilla que me indujeron a regresar al tractor. Hacia el suroeste, el cielo era de color azul oscuro, casi negro, y las nubes bajas avanzaban amenazadoras hacia nosotros. Los Spruill se dirigían a toda prisa hacia el remolque. Los mexicanos corrían en dirección al establo.
Yo también eché a correr. El granizo me golpeaba la nuca y me obligaba a apresurarme. El viento aullaba a través de los árboles que bordeaban el río e inclinaba los tallos de algodón. Un relámpago estalló a mis espaldas y oí que un Spruill, probablemente Bo, soltaba un grito.
—Habiendo relámpagos, será mejor que no nos acerquemos al remolque —dijo Pappy cuando llegué a su lado.
—Volvamos a casa —propuso mi padre.
Subimos precipitadamente al remolque y, justo cuando Pappy estaba dando la vuelta con el tractor, comenzó a llover. Era una lluvia fría y cortante que caía oblicua en medio de un viento huracanado. Quedamos empapados de inmediato; no habría podido estar más mojado si me hubiera arrojado al arroyo.
Los Spruill se acurrucaron, con Tally en el centro. A escasa distancia de ellos, mi padre me apretó contra su pecho como sí temiera que el viento me arrastrara. Mi madre y Gran habían abandonado los campos poco antes de que empezara la tormenta.
La lluvia nos azotaba a ráfagas. Era tan copiosa que apenas podía ver las hileras de algodón que tenía delante.
—¡Date prisa, Pappy! —repetía una y otra vez.
El fragor de la tormenta me impedía oír el conocido golpeteo del motor del tractor.
Volvió a estallar un relámpago, esta vez mucho más fuerte. El cielo se ennegreció todavía más.
—¡Es un tornado! —exclamó el señor Spruill, levantando la voz en el momento en que bajábamos del remolque. En efecto, hacia el oeste, más allá del río y por encima de los árboles, se estaba formando un tornado. Era de color gris claro, casi blanco contra la negrura del cielo, aumentaba de tamaño por momentos y su rugido se intensificaba a medida que bajaba lentamente hacia la tierra. Se encontraba a varios kilómetros de distancia y, debido a ello, no parecía demasiado peligroso.
Los tornados eran muy frecuentes en la zona de Arkansas donde vivíamos y yo había oído contar historias acerca de ellos desde que tenía memoria. Al parecer, varias décadas atrás el padre de Gran había sobrevivido a uno terrible que había descrito varios círculos y golpeado la misma granja más de una vez. Era una historia exagerada que Gran contaba sin demasiada convicción. Los tornados siempre estaban presentes en nuestra vida, pero yo jamás había visto uno hasta ese momento.
—¡Kathleen! —gritó mi padre en dirección a la casa.
No quería que mi madre se perdiera el espectáculo. Miré hacia el establo, donde los mexicanos permanecían tan inmóviles y sorprendidos como nosotros. Un par de ellos señalaban algo con el dedo.
Mudos de asombro, contemplamos el tornado sin miedo ni mayor preocupación, pues se encontraba a una distancia considerable de nuestra casa y se alejaba hacia el norte y el este, muy despacio. Su cola resultaba claramente visible por encima del horizonte y la tierra; suspendido en el aire, avanzaba y a veces se cernía, como si buscara dónde y cuándo posarse y atacar. La parte más gruesa del embudo giraba con gran precisión; era un perfecto cono invertido que daba vueltas vertiginosamente en espiral.
La puerta mosquitera golpeaba con violencia a nuestras espaldas. Mi madre y Gran se encontraban en los peldaños, secándose las manos con unos trapos de cocina.
—Se dirige a la ciudad —dijo Pappy con gran autoridad, como si pudiera vaticinar dónde atacaban los tornados.
—Eso parece —convino mi padre, convertido de repente en otro experto hombre del tiempo.
La cola del tornado descendió un poco más y dejó de moverse. Daba la impresión de haber tocado la tierra en un lugar muy lejano, pues ya no lográbamos distinguir su extremo.
La iglesia, la desmotadora, el cine, la tienda de comestibles de Pop y Pearl… estaba calculando los daños cuando, de repente, el tornado volvió a elevarse y pareció desaparecer por completo.
Oímos un nuevo rugido detrás de nosotros. Más allá del camino, en plena granja de los Jeter, acababa de llegar otro tornado. Se había acercado sigilosamente a nosotros mientras contemplábamos el primero. Se encontraba a unos dos o tres kilómetros de distancia y parecía dirigirse directamente hacia nuestra casa. Lo contemplamos horrorizados, incapaces de movernos durante uno o dos segundos.
—¡Vamos al establo! —gritó Pappy.
Algunos de los Spruill ya estaban corriendo hacia su campamento, como si pensaran que en el interior de una tiendas de campaña estarían a salvo.
—¡Por aquí! —gritó el señor Spruill, señalando el establo.
De pronto, todo el mundo se puso a gritar, a señalar y a correr de acá para allá.
Mi padre me tomó de la mano y ambos echamos a correr. La tierra temblaba y el viento aullaba. Los mexicanos estaban dispersándose en todas direcciones; algunos consideraban más seguro esconderse en los campos, mientras que otros corrían hacia nuestra casa hasta que nos vieron que nos dirigíamos hacia el establo. Hank pasó por mi lado como una exhalación, seguido de cerca por Trot. Tally también nos adelantó.
Antes de que llegáramos al establo, el tornado se despegó del suelo y se elevó rápidamente. El embudo se desplazó un poco hacia el este de nuestra granja y, en lugar de un ataque frontal, sólo dejó detrás de sí una rociada de densa lluvia de color marrón y unas partículas de barro. Lo vimos brincar suspendido en el aire, buscando otro lugar sobre el que abatirse, lo mismo que había hecho el primero.
Pasamos varios minutos tan aturdidos y asustados que apenas podíamos hablar.
Estudié las nubes, dispuesto a no dejarme engañar una vez más. No era el único que miraba alrededor con desesperación.
Después se puso nuevamente a llover y nos encaminamos deprisa hacia la casa.
La tormenta arreció por espacio de dos horas y arrojó encima de nosotros casi todo el arsenal de que dispone la naturaleza: vientos huracanados, aguaceros cegadores, tornados, granizo y relámpagos tan rápidos y cercanos que en ocasiones nos escondíamos debajo de la cama. Los Spruill se refugiaron en nuestra sala mientras nosotros buscábamos protección en el resto de la casa. Mi madre no se apartaba de mí. Las tormentas le daban un miedo espantoso, lo cual hacía que la experiencia resultara aún más dura.
Yo no sabía muy bien cómo iba a morir —si arrastrado por el viento o por el agua o abrasado por un rayo—, pero tenía muy claro que aquello era el final. Sin embargo, mi padre se pasó casi todo el rato durmiendo, y su indiferencia fue un gran consuelo para mí. Había vivido en trincheras y había sido blanco de los disparos de los alemanes, por lo que no tenía miedo de nada. Los tres permanecimos tumbados en el suelo de su dormitorio: mi padre roncando, mi madre rezando y yo en medio de ambos, escuchando el fragor de la tormenta. Pensé en Noé y los cuarenta días de lluvia y esperé a que nuestra casita se levantara del suelo y empezara a flotar.
Cuando la lluvia y el viento por fin cesaron, salimos para inspeccionar los destrozos. Aparte el algodón mojado, los daños habían sido sorprendentemente escasos: varias ramas diseminadas por el suelo, torrenteras borradas por el agua, algunas tomateras arrancadas. Para la mañana siguiente el algodón ya se habría secado y podríamos reanudar nuestro trabajo.
Durante el almuerzo, Pappy dijo:
—Será mejor que vaya a ver qué tal está la desmotadora.
Todos deseábamos ir a la ciudad. ¿Y si el huracán la había borrado de la faz de la tierra?
—Yo quisiera ver cómo está la iglesia —dijo Gran.
—Yo también —dije.
—¿Por qué quieres ir a ver cómo está la iglesia? —me preguntó mi padre.
—Para ver si el huracán se la ha cargado.
—Vamos —dijo Pappy, y todos nos levantamos de un salto de nuestros asientos.
Los platos quedaron amontonados en el fregadero, sin lavar, algo que yo jamás había visto. Subimos al camión y avanzamos unos quinientos metros, bamboleándonos y patinando, hasta que llegamos a un bache. Pappy lo embistió en primera y trató de cruzar el bache por el lado izquierdo, junto a los campos de algodón de los Jeter. El camión se detuvo, se hundió en el hoyo y nos quedamos irremediablemente atascados. Mi padre fue a pie en busca del John Deere mientras los demás esperábamos. Como de costumbre, yo viajaba en la parte de atrás del camión y, por consiguiente, disponía de mucho espacio para moverme. Mi madre iba delante con Pappy y Gran. Creo que fue esta última quien dijo que quizá no fuese muy buena idea ir a la ciudad. Pappy estaba furioso.
Cuando mi padre regresó, enganchó una cadena de seis metros de longitud al parachoque delantero del camión y nos sacó poco a poco del bache. Los hombres pensaron que era mejor que el tractor nos arrastrara hasta el puente. Una vez allí, Pappy desenganchó la cadena y mi padre cruzó con el tractor. Después cruzamos nosotros con el camión. Al otro lado, el estado de la carretera era todavía peor según los hombres, por lo que volvieron a enganchar la cadena y el tractor tiró del camión a lo largo de unos tres kilómetros hasta llegar al camino de grava. Allí dejamos el John Deere y nos dirigimos a la ciudad, eso suponiendo que aún estuviera en su sitio. Sólo Dios sabía qué carnicería nos esperaba. Yo apenas podía ocultar mi emoción.
Al final, llegamos a la carretera y, cuando giramos hacia Black Oak, dejamos un largo reguero de barro en el asfalto. Me pregunté por qué no podían estar asfaltados todos los caminos.
Mientras avanzábamos, me pareció que todo estaba en orden. No se veían árboles ni cultivos destrozados, y recorrimos varios kilómetros sin tropezarnos con escombros ni hoyos. Todas las casas parecían encontrarse en perfectas condiciones. Los campos aparecían desiertos porque el algodón estaba mojado, pero por lo demás la vida no había sufrido ninguna alteración.
De pie en la parte posterior del camión con mi padre, miré por encima de la cabina, forzando la vista para distinguir la primera imagen de la ciudad. Muy pronto apareció. La desmotadora rugía como de costumbre. Dios había protegido la iglesia. Las tiendas de Main Street estaban intactas.
—Gracias a Dios —musitó mi padre.
No me dolió ver los edificios intactos, pero las cosas podrían haber sido más interesantes.
No éramos los únicos curiosos. En Main Street el tráfico era muy intenso y la gente abarrotaba las aceras, algo insólito en un lunes. Aparcamos junto a la iglesia y, tras comprobar que no había sufrido daños, me dirigí corriendo a la tienda de Pop y Pearl, ante la cual se había reunido mucha gente. El señor Red Fletcher había congregado a un grupo de personas a su alrededor, y yo llegué justo a tiempo.
El señor Red, que vivía al oeste de la ciudad, aseguraba que se había dado cuenta de que estaba a punto de desencadenarse una tormenta al ver a su viejo beagle escondido debajo de la mesa de la cocina, lo que constituía una señal de lo más siniestra. Dejándose guiar por el instinto de su perro, el señor Red empezó a estudiar el cielo y no se extrañó cuando al cabo de un rato éste se encapotó. Oyó el rugido del tornado antes de verlo. Apareció como por arte de ensalmo, se desplazó directamente hacia su granja y permaneció en la tierra justo lo suficiente para destrozar dos gallineros y arrancar el tejado de su casa. Un trozo de cristal había alcanzado a su mujer y le había provocado una herida, con lo cual ya teníamos a una auténtica víctima. Oí que la gente comentaba en voz baja su intención de trasladarse a la granja Fletcher para inspeccionar los daños.
—¿Y cómo era? —preguntó alguien.
—Negro como el carbón —contestó el señor Red—. Metía un ruido como de tren de carga.
Aquello resultaba todavía más interesante, pues nuestros tornados eran de color gris claro, casi blanco. El suyo, en cambio, era negro. Al parecer, nuestro condado había sido devastado por toda clase de tornados.
La señora Fletcher se situó a su lado con el brazo aparatosamente vendado y en cabestrillo, y los presentes no pudimos por menos de mirarla con interés. Parecía a punto de desmayarse allí mismo, en la acera. Exhibió su herida y fue objeto de grandes muestras de interés hasta que el señor Red advirtió que había perdido a su público y se adelantó para reanudar su relato. Dijo que el tornado había abandonado la tierra y había empezado a brincar. Entonces él había subido a su camión y había intentado seguirlo. Lo había perseguido bajo una impresionante granizada y había estado a punto de darle alcance en el momento en que cambió de trayectoria para volver hacia atrás.
El camión del señor Red era más viejo que el de Pappy. Algunos de los presentes empezaron a mirar alrededor con expresión de incredulidad. Habría estado bien que alguno de los adultos preguntara: «¿Y qué habrías hecho si lo hubieses alcanzado, Red?». Como quiera que sea, el señor Red no tardó en desistir de su intento y regresó a casa para seguir atendiendo a la señora Fletcher. La última vez que había visto el tornado, éste se dirigía directamente hacia la ciudad.
Pappy me dijo más tarde que el señor Red Fletcher tenía por costumbre contar mentiras, cuando la verdad sonaba mucho mejor.
Aquella tarde se contaron muchas mentiras en Black Oak, o puede que sólo fueran exageraciones. De un extremo al otro de Main Street la gente contaba y volvía a contar historias acerca de los tornados. Delante de la Cooperativa Pappy describió lo que habíamos visto, y en general se atuvo a los hechos. La historia del doble tornado causó gran sensación hasta que el señor Dutch Lamb se adelantó y aseguró haber visto nada menos que tres. Su mujer lo confirmó, y Pappy regresó al camión.
Cuando abandonamos la ciudad, parecía un milagro que no hubieran resultado muertas centenares de personas.
Al anochecer, las últimas nubes ya habían desaparecido, pero el calor no regresó. Después de cenar nos sentamos en el porche y esperamos a que comenzase el partido de los Cardinals. La atmósfera era diáfana, la primera señal del otoño.
Quedaban seis partidos, tres contra los Reds y tres contra los Cubs, todos en casa, en el estadio de Sportsman’s Park, pero los Dodgers se encontraban siete partidos por delante, de modo que la temporada ya había terminado para nosotros. Stan el Hombre Musial encabezaba las estadísticas de bateos y promedio de potencia, y también contaba con más hits y dobles que ningún otro jugador. Los Cardinals no ganarían el título, pero teníamos al mejor jugador de la Liga. De regreso tras un viaje por carretera a Chicago, los muchachos se alegraban de estar de nuevo en San Luis, según Harry Caray, que siempre transmitía saludos y chismes como si todos los jugadores vivieran en su casa.
Musial estuvo un hit sencillo y un triple, y el partido estaba empatado a tres después de nueve entradas. Ya era muy tarde, pero nosotros no nos sentíamos cansados. La tormenta nos había expulsado de los campos y el frescor de la atmósfera merecía saborearse. Los Spruill permanecían sentados alrededor de la hoguera, conversando en voz baja y disfrutando de la momentánea ausencia de Hank, que solía desaparecer después de la cena.
En la segunda mitad de la décima entrada, Red Schoendienst pasó a la primera base, y cuando Stan Musial se dirigió a la plataforma de lanzamiento, los hinchas enloquecieron de entusiasmo según Harry Caray, que, como solía decir Pappy, a menudo contemplaba un partido y describía otro. El número de espectadores no superaba los diez mil; ya habíamos adivinado que no había mucha gente, pero el alboroto que armaba Harry equivalía al de los otros veinte mil. Después de ciento cuarenta y ocho partidos, estaba tan emocionado como el primer día de la liga. Musial hizo un doble, lo que suponía su tercer hit del encuentro, apuntándose una carrera sobre Schoendienst y ganando por cuatro a tres.
Un mes atrás lo habríamos celebrado con Harry en el porche delantero. Yo habría recorrido las imaginarias bases del patio y me habría arrojado hacia la segunda tal como había hecho Stan el Hombre Musial. Una victoria tan sensacional como aquélla habría hecho que nos fuéramos a la cama rebosantes de felicidad, por más que Pappy siguiera insistiendo en la necesidad de que despidieran al entrenador.
Pero las cosas habían cambiado. La victoria significaba muy poco; la temporada tocaba a su fin y los Cardinals acabarían en tercer lugar. Los Spruill habían invadido el patio delantero. El verano había terminado.
Pappy apagó la radio mientras Harry seguía con su entusiasta verborrea.
—Baumholtz jamás conseguirá superarlo —dijo Pappy. Frankie Baumholtz, de los Cubs, se encontraba a seis puntos de Musial en la carrera por el título de mejor bateador.
Mi padre emitió un gruñido de conformidad. Tanto él como Pappy se habían mostrado más apagados que de costumbre durante el partido. La tormenta y el descenso de la temperatura habían ejercido en ellos un efecto semejante al de una enfermedad. Las estaciones estaban cambiando, pero aún quedaba por recolectar un tercio del algodón. A lo largo de siete meses habíamos disfrutado de un tiempo casi perfecto; ya era hora de que cambiase la situación.