En primavera e invierno, las tardes de los domingos solían dedicarse a las visitas. Después de la comida, nos tumbábamos a hacer la siesta y, a continuación, subíamos al camión, nos trasladábamos a Lake City o Paragould y nos presentábamos sin previo aviso en las casas de algunos parientes o viejos amigos que siempre se mostraban encantados de vernos. En ocasiones eran ellos los que nos visitaban a nosotros. «Venid a vernos», solían decir, y la gente se lo tomaba al pie de la letra. No era necesario y ni siquiera posible ponerse de acuerdo o avisar con la suficiente antelación. Ni nosotros ni nuestros parientes y amigos teníamos teléfono.
Sin embargo a finales del verano y en otoño las visitas no eran lo más importante, porque había mucho trabajo y las tardes eran muy calurosas. Durante un tiempo nos olvidábamos de los tíos y las tías, pero sabíamos que más adelante lo compensaríamos.
Me encontraba en el porche delantero, escuchando la retransmisión de un partido de los Cardinals mientras mí madre y Gran desvainaban guisantes y judías, cuando vi acercarse una nube de polvo procedente del puente.
—Viene un automóvil —anuncié, y ambas miraron en aquella dirección.
El tráfico por nuestro camino era muy escaso. Casi siempre se trataba de uno de los Jeter, que vivían al otro lado del río, o bien de uno de los Tolliver, cuya granja se hallaba al este de la nuestra. De vez en cuando pasaba un camión o un automóvil desconocido, y lo contemplábamos en silencio hasta que la polvareda se posaba en el suelo. Después comentábamos el hecho a la hora de la cena y hacíamos conjeturas acerca de la identidad de sus ocupantes y de lo que éstos estaban haciendo en aquella parte del condado de Craighead. Pappy y mi padre hablaban de ello en la Cooperativa y mi madre y Gran se lo decían a las otras mujeres antes de la escuela dominical, y más tarde o más temprano encontraban a alguien que también había visto el vehículo desconocido. Por regla general, el misterio se resolvía, pero de vez en cuando pasaba alguno y jamás averiguábamos su procedencia.
Aquel automóvil en concreto avanzaba muy despacio. Vi un atisbo de rojo cada vez más grande y brillante hasta que, al final, una larga y reluciente berlina de dos puertas giró para adentrarse por nuestro camino particular. El conductor aparcó detrás del camión. Desde el patio delantero los Spruill también se lo quedaron mirando, boquiabiertos de asombro.
El conductor abrió la portezuela y bajó.
—Pero bueno, si es Jimmy Dale —dijo Gran.
—Vaya si lo es —dijo mi madre, algo menos sorprendida.
—Luke, corre a avisar a Pappy y a tu padre —me indicó Gran.
Entré en la casa y los llamé a gritos, pero ellos ya habían oído cerrarse la portezuela y se acercaban desde el patio trasero.
Todos nos congregamos alrededor del nuevo y reluciente automóvil, sin duda el vehículo más espléndido que yo hubiera visto jamás. Todos se abrazaron, se estrecharon la mano y se intercambiaron saludos, tras lo cual Jimmy Dale presentó esposa, con quien acababa de casarse, una mujer que parecía más joven que Tally. Se llamaba Stacy, era de Michigan y hablaba con un acusado tono nasal cortando las silabas con rapidez. A los pocos segundos, noté que me hormigueaba la piel.
—¿Por qué habla de esa manera? —le pregunté en un susurro a mí madre mientras nos dirigíamos en grupo al porche delantero.
—Porque es yanqui —fue la sencilla explicación de mi madre.
El padre de Jimmy Dale era Ernest Chandler, el hermano mayor de Pappy. Ernest había sido agricultor en Leachville hasta que un ataque cardíaco lo había matado hacía unos cuantos años. Yo no recordaba a Ernest ni a Jimmy, aunque había oído contar muchas historias acerca de ellos. Sabía que el segundo había huido de la granja y se había ido a vivir a Michigan, donde había encontrado trabajo en una fábrica de la Buick, en la que ganaba tres dólares por hora, un sueldo increíble comparado con lo que era habitual en Black Oak. Jimmy había ayudado a otros chicos del pueblo a encontrar trabajo allá arriba. Dos años atrás, después de otra mala cosecha, mi padre había pasado un triste invierno en Flint, colocando parabrisas en los nuevos modelos de Buick. Llevó a casa mil dólares y los gastó en el pago de las deudas pendientes de la granja.
—Menudo automóvil —comentó mi padre mientras él y Jimmy se sentaban en los escalones del porche.
Gran estaba en la cocina, preparando té helado, y a mi madre le correspondió la ingrata tarea de conversar con Stacy, una inadaptada a partir del momento en que bajó del automóvil.
—Nuevo a estrenar —dijo orgullosamente Jimmy Dale—. Me lo entregaron la semana pasada, justo a tiempo para trasladarme con él a casa. Yo y Stacy nos casamos hace un mes, y éste es nuestro regalo de boda.
—Se dice «Stacy y yo nos casamos», no yo y Stacy —lo corrigió su flamante esposa, que se hallaba en el extremo opuesto del porche.
Se produjo una breve pausa en la conversación mientras los demás asimilábamos el hecho de que Stacy acababa de atreverse a corregir a su marido en presencia de terceros. Jamás en mi vida había oído cosa semejante.
—¿Es del cincuenta y dos? —preguntó Pappy.
—No, del cincuenta y tres, lo más nuevo que circula por las carreteras. Yo mismo lo construí.
—No me digas.
—Pues sí. La Buick nos permite hacernos los vehículos a la medida. Después tenemos que estar atentos cuando bajan por la cadena de montaje. A éste le he puesto un salpicadero.
—¿Cuánto le ha costado? —pregunté, y pensé que mí madre me estrangulaba.
—¡Luke! —me reprendió mientras Pappy y mi padre me dirigían una mirada severa.
Estaba a punto de añadir algo más cuando Jimmy Dale contestó:
—Dos mil setecientos dólares. No es ningún secreto. Cualquier concesionario del país sabe lo que valen.
Para entonces, los Spruill ya se habían acercado y estaban inspeccionando el automóvil, todos menos Tally, a quien no se veía por ninguna parte. Era domingo por la tarde, y a mi juicio hora de tomarse un buen baño en las frescas aguas del arroyo Siler. Yo me había pasado un rato en las inmediaciones del porche, a la espera de que regresara.
Trot rodeó el vehículo anadeando, como era habitual en él, seguido de Bo y Dale. Hank examinó su interior, probablemente en busca de las llaves. El señor y la señora Spruill lo admiraban desde cierta distancia.
Jimmy Dale los estudió detenidamente.
—¿Montañeses?
—Sí, son de Eureka Springs.
—¿Buena gente?
—Más o menos —contestó Pappy.
—¿Qué está haciendo ese gigantón?
—Nunca se sabe.
Aquella mañana nos habíamos enterado en la iglesia de que Sansón finalmente había conseguido levantarse y abandonar el cuadrilátero, por lo que Hank no había añadido otra baja a su lista. El hermano Akers se había pasado media hora predicando acerca del carácter pecaminoso de la feria ambulante: apuestas, combates, lascivia, atuendos vulgares, asociación con gitanos y toda clase de inmundicias. Dewayne y yo prestamos atención, pero nuestros nombres no se mencionaron en ningún momento.
—¿Por qué viven de esta manera? —preguntó Stacy con los ojos fijos en el campamento de los Spruill.
Sus cortantes palabras traspasaron el aire como un cuchillo.
—¿Y de qué otra manera podrían vivir? —replicó Pappy.
Él también había llegado a la conclusión de que no le gustaba la flamante esposa de Jimmy Dale Chandler. Permanecía posada como un pajarillo en el borde de la mecedora, observando cuanto la rodeaba.
—¿No podría facilitarles alojamiento? —preguntó ella.
Advertí que Pappy estaba a punto de estallar.
—En cualquier caso —dijo Jimmy Dale—, la Buick nos permite pagar los automóviles en veinticuatro meses.
—¿De veras? —dijo mi padre, sin apartar los ojos del vehículo—. Creo que es el automóvil más bonito que he visto en mi vida.
Gran apareció con una bandeja y empezó a servir altos vasos de té helado con azúcar.
Stacy declinó el ofrecimiento.
—Té con hielo —dijo—. Eso no es para mí. ¿No tiene un poco de té caliente?
¿Té caliente? ¿Dónde se había oído semejante tontería?
—No, aquí no bebemos té caliente —contestó Pappy, mirando con furia a Stacy.
—Pues en Michigan no lo bebemos con hielo —dijo Stacy.
—Aquí no estamos en Michigan —replicó Pappy.
—¿Te gustaría ver mi huerto? —preguntó repentinamente mi madre.
—Sí, buena idea —contestó Jimmy Dale—. Anda, cariño, Kathleen tiene el huerto más precioso de Arkansas.
—Voy con vosotras —dijo Gran en un intento de alejar a la chica del porche y de cualquier discusión.
Las tres mujeres se alejaron y Pappy esperó justo lo suficiente para preguntar:
—¿Dónde demonios la encontraste, Jimmy Dale?
—Es una chica encantadora, tío Eli —contestó Jimmy Dale sin demasiada convicción.
—Es una maldita yanqui.
—Los yanquis no están tan mal como se dice. Fueron lo bastante listos para no dedicarse al cultivo del algodón. Viven en casas estupendas, con lavabo, teléfono y televisión. Se ganan bien la vida y tienen buenas escuelas. Stacy ha estudiado dos cursos en un colegio universitario. Su familia tiene televisor desde hace tres años. Justo la semana pasada vi el partido de los Indians contra los Tigers. ¿Te imaginas, Luke, ver partidos de béisbol por televisión?
—No, señor.
—Pues yo, sí. Bob Lemon lanzó por los Indians. Los Tigers no son gran cosa. Ya vuelven a ocupar el último puesto.
—A mi no me interesa demasiado la Liga Americana —dije, repitiendo las palabras que tantas veces les había oído pronunciar a Pappy y a mi padre.
—¡Qué sorpresa! —dijo Jimmy Dale, y soltó una carcajada—. Hablas como un auténtico seguidor de los Cardinals. Yo también era así hasta que me trasladé a vivir al Norte. Este año he asistido a once partidos en el Tiger Stadium, y la Liga Americana acaba gustándote cada vez más. Los Yankees estuvieron en la ciudad hace un par de semanas; se agotaron las localidades. Tienen a un nuevo jugador, Mickey Mantle, que es de lo mejor que he visto en mi vida. Mucha fuerza, gran rapidez, deja pasar mucho la pelota, pero cuando golpea, es una maravilla. Será un gran jugador. Y también tienen a Berra y Rizzuto.
—Yo sigo odiándolos —dije, y Jimmy Dale soltó una nueva carcajada.
—¿Aún sigues queriendo jugar en los Cardinals? —me preguntó.
—Sí, señor.
—¿No quieres ser agricultor?
—No, señor.
—Chico listo.
Yo había oído hablar a los mayores acerca de Jimmy Dale. Estaba muy satisfecho de haber conseguido abandonar los algodonales y ganarse mejor la vida en el Norte. Le encantaba hablar del dinero que tenía. Había logrado prosperar y solía aconsejar a los demás chicos del campo que siguieran su ejemplo.
Pappy pensaba que las labores agrícolas eran el único medio honrado de ganarse la vida, con la sola excepción tal vez del béisbol profesional.
Nos pasamos un rato bebiendo té y, al final, Jimmy Dale preguntó:
—Bueno, ¿qué tal va el algodón?
—Hasta ahora, muy bien —contestó Pappy—. La primera recolección ha ido sin problemas.
—Ahora tenemos que hacer otra —intervino mi padre—. Probablemente terminemos dentro de un mes.
Tally emergió de las profundidades del campamento de los Spruill, sosteniendo en la mano una toalla o algo por el estilo. Trazó un amplio circulo alrededor del automóvil rojo que su familia estaba contemplando embobada; nadie reparó en su presencia. Me miró desde lejos, pero no me hizo ninguna señal. De repente, me harté del béisbol, del algodón, de los automóviles y de cosas por el estilo, pero no podía escaparme corriendo sin más. Habría sido una grosería irme de aquella manera, y mi padre habría sospechado algo. Por consiguiente, permanecí sentado en mi sitio mientras Tally se alejaba, pasando por delante de la casa.
—¿Cómo está Luther? —preguntó mi padre.
—Le va muy bien —contestó Jimmy Dale—. Lo tengo en la planta. Gana tres dólares por hora, y trabaja cuarenta horas por semana. Luther jamás había visto tanto dinero junto.
Luther era otro primo, otro Chandler de una rama lejana de la familia. Lo había visto una vez en un entierro.
—¿O sea que no va a volver a casa? —preguntó Pappy.
—Lo dudo.
—¿Va a casarse con una yanqui?
—No se lo he preguntado. Supongo que hará lo que le dé la gana.
Se produjo una pausa en cuyo transcurso la tensión pareció disiparse momentáneamente. Poco después Jimmy Dale añadió:
—No le puedes echar en cara que quiera quedarse allá arriba. Qué demonios, no olvidemos que perdieron su granja. Estaba recolectando algodón por cuenta de otros y ganaba mil dólares anuales, el pobre no tenía ni un centavo. Ahora gana más de seis mil dólares por año, más incentivos y jubilación.
—¿Se ha afiliado al sindicato? —preguntó mi padre.
—Por supuesto que sí. He hecho afiliarse al sindicato a todos los chicos de aquí.
—¿Qué es un sindicato? —pregunte.
—Luke, ve a ver qué está haciendo tu madre —dijo Pappy—. Anda.
Una vez más había formulado una pregunta inocente y, como consecuencia de ello, me habían excluido de la conversación. Abandoné el porche y corrí a la parte de atrás de la casa en la esperanza de ver a Tally. Pero se había ido, seguramente a bañarse en el arroyo sin su fiel vigilante.
Gran estaba apoyada en la valía junto a la verja del huerto, contemplando cómo mi madre y Stacy iban de planta en planta. Me situé a su lado y ella me alborotó el cabello.
—Pappy ha dicho que es una maldita yanqui —dije en voz baja.
—No digas palabrotas.
—No digo palabrotas. Sólo las estoy repitiendo.
—Son buena gente, pero distintos.
Los pensamientos de Gran estaban en otra parte. Aquel verano, en ocasiones hablaba conmigo sin verme. Sus cansados ojos se perdían en la distancia mientras sus pensamientos abandonaban nuestra granja.
—¿Por qué habla de esa manera? —quise saber.
—Ella piensa que nosotros hablamos de un modo muy raro.
—¿De veras?
—Pues claro.
No acertaba a comprenderlo.
Una culebra verde de menos de un palmo de longitud asomó la cabeza desde la parcela de los pepinos y bajó reptando rápidamente por un sendero en dirección a mi madre y Stacy. Ambas la vieron casi al mismo tiempo. Mi madre la señaló con toda naturalidad, y dijo:
—Mira esa culebrita verde.
Stacy reaccionó de otra manera. Abrió la boca, pero estaba tan horrorizada que tardó uno o dos segundos en emitir un sonido. Entonces lanzó un grito que los Latcher habrían podido oír desde su casa, un grito que helaba la sangre en las venas, mucho peor que la más peligrosa de las serpientes.
—¡Una serpiente! —exclamó, pegando un salto para esconderse detrás de mi madre—. ¡Jimmy Dale! ¡Jimmy Dale!
La culebra se había detenido en el sendero y parecía mirarla. No se trataba más que de una inofensiva culebrita verde. ¿Cómo era posible que alguien le tuviese miedo? Crucé corriendo el huerto y la levanté del suelo, en la creencia de que de aquella manera resolvería la situación. Pero la contemplación de un niño con una criatura tan mortífera en la mano fue más de lo que Stacy podía resistir. Se desmayó y se desplomó sobre las judías mientras los hombres se acercaban corriendo desde el porche.
Jimmy Dale la recogió en sus brazos mientras nosotros tratábamos de explicarle lo ocurrido. La pobre culebra estaba flácida; pensé que ella también se había desmayado. Pappy no pudo reprimir una sonrisa mientras seguíamos a Jimmy Dale y a su mujer hasta el porche trasero, donde la hicieron sentar en un banco mientras Gran iba por sus remedios.
Al final, Stacy recuperó el sentido, pero estaba muy pálida y tenía la piel pegajosa. Gran se acercó a ella con unos paños húmedos y un frasco de sales.
—¿Es que no tienen culebras en Michigan? —le preguntó en un susurro a mi padre.
—Supongo que no.
—Era sólo una culebrita verde.
—Menos mal que no ha visto una culebra ratonera. Se hubiera muerto del susto —dijo mi padre.
Mi madre puso agua a hervir y la vertió en una taza con una bolsita de té. Stacy se incorporó y bebió, y por primera vez en la historia se consumió té caliente en nuestra granja. Pidió que la dejáramos sola, por lo que regresamos al porche delantero mientras ella descansaba.
Los hombres no tardaron en acercarse al Buick. Habían levantado el capó y permanecían inclinados sobre el motor. Cuando vi que nadie me miraba, abandoné, el porche y me dirigí a la parte de atrás de la casa en busca de Tally. Me escondí junto al silo, uno de mis lugares preferidos, donde nadie podía yerme. Oí que un motor se ponía en marcha con un sonido suave y a la vez potente, y comprendí que no era el de nuestro viejo camión. Iban a dar un paseo. Oí que mi padre me llamaba, pero al ver que yo no contestaba, se fueron.
Desistí de seguir buscando a Tally y regresé a la casa. Stacy estaba sentada en un taburete a la sombra de un árbol, contemplando con expresión abatida nuestros campos, con los brazos cruzados como si no se encontrara a gusto. El Buick ya se había alejado.
—¿Tú no has ido a dar un paseo? —me pregunto.
—No, señora.
—¿Por qué?
—Pues no sé.
—¿Has viajado alguna vez en automóvil?
Al advertir que me hablaba en tono burlón, decidí mentir.
—No, señora.
—¿Cuántos años tienes?
—Siete.
—¿Tienes siete años y nunca has viajado en automóvil?
—No, señora.
—¿Has visto alguna vez la televisión?
—No, señora.
—¿Has utilizado alguna vez un teléfono?
—No, señora.
—Increíble. —Sacudió la cabeza con expresión de hastío, y entonces pensé que ojalá me hubiera quedado junto al silo—. ¿Vas a la escuela?
—Sí, señora.
—Gracias a Dios. ¿Sabes leer?
—Sí, señora. Y también escribir.
—¿Vas a ir al instituto?
—Seguro que sí.
—¿Fue tu padre al instituto?
—Sí.
—¿Y tu abuelo?
—No, señora.
—Lo suponía. ¿Hay alguien por aquí que haya ido a la universidad?
—Todavía no.
—¿Qué quieres decir?
—Mi madre dice que yo iré a la universidad.
—Lo dudo. ¿Cómo haríais para pagar la matrícula?
—Mi madre asegura que iré.
—Tú, cuando seas mayor, no serás más que un pobre agricultor dedicado al cultivo del algodón, como tu padre y tu abuelo.
—Usted no puede saberlo —repliqué.
Sacudió la cabeza, a todas luces exasperada.
—Yo he estudiado dos cursos en un colegio universitario —dijo con orgullo.
«Pues no se nota», estuve a punto de decirle. Se produjo una larga pausa. Estaba deseando irme, pero no sabia muy bien cómo poner punto final a aquella conversación. Permanecía sentada en el borde del taburete con la mirada perdida en la distancia mientras trataba de reunir más veneno.
—Me parece increíble que seáis tan atrasados —dijo.
Me miré los pies. Exceptuando a Hank Spruill, jamás había conocido a nadie que me cayera tan antipático como Stacy. ¿Qué hubiera hecho Ricky?
Seguramente la habría insultado, pero, como yo no sabía hacerlo, me limité a alejarme.
El Buick ya estaba de vuelta. Mi padre, que iba al volante, aparcó y todos los adultos bajaron. Jimy Dale llamó a gritos a los Spruill y les dijo que se acercaran. Hizo sentar a Trot, Bo y Dale en el asiento de atrás y a Hank delante, y salieron disparados, bajando por el camino sin asfaltar en dirección al río.
Ya muy entrada la tarde, Jimmy Dale dijo que se iban. Estábamos deseando que lo hicieran, y yo, en particular, temía que se entretuvieran demasiado y se quedaran a cenar. No me imaginaba sentado a la mesa intentando comer mientras Stacy hacía comentarios sobre nuestra forma de alimentarnos y nuestras costumbres. Hasta aquel momento, había despreciado todo lo nuestro; ¿por qué iba a comportarse de manera distinta durante la cena?
Nos acercamos lentamente al Buick y, una vez allí, nuestros lánguidos adioses se prolongaron una eternidad, como dé costumbre.
Nadie tenía prisa cuando llegaba la hora de marchar. Alguien comentó que ya era muy tarde, después el comentario se repitió y, a continuación, alguien dio el primer paso hacia el automóvil entre la primera tanda de despedidas. Hubo apretones de manos, abrazos e intercambio de promesas. El avance prosiguió hasta que el grupo llegó a la altura del coche, y allí la procesión se detuvo mientras alguien recordaba una nueva anécdota. Más abrazos, más promesas de regresar muy pronto. Después de un considerable esfuerzo, los que se iban subieron al coche y los que se despedían de ellos inclinaron la cabeza hacia éste y volvieron a decir adiós. Puede que se contara rápidamente otra anécdota. Unas cuantas protestas permitían finalmente que el vehículo se pusiera en marcha, momento en que el vehículo hacía lentamente marcha atrás mientras los que se quedaban seguían saludando con la mano.
Cuando la casa se perdía de vista, alguien que no era el conductor preguntaba:
—¿Por qué tantas prisas?
Y alguien que todavía estaba saludando en el patio anterior decía:
—No sé por qué han tenido que marcharse tan pronto.
Cuando llegamos al automóvil, Stacy le dijo algo en voz baja a Jimmy Dale. Éste se volvió hacia mi madre y susurró:
—Necesita ir al cuarto de baño.
Mi madre lo miró con semblante preocupado. No teníamos cuarto de baño. Quien precisaba hacer sus necesidades iba al retrete exterior, una pequeña estructura de madera con un profundo agujero en el centro, oculto detrás del cobertizo de las herramientas, a medio camino entre el porche trasero y el establo.
—Ven conmigo —le dijo mi madre a Stacy, y ambas se alejaron.
Jimmy Dale recordó de repente otra anécdota acerca de un chico de la zona que había sido detenido a la puerta de un bar por estar borracho. Me retiré y entré en la casa. A continuación, salí por el porche de atrás y eché a correr entre dos gallineros hasta un lugar desde el que podía ver a mi madre acompañando a Stacy al retrete. Stacy se detuvo, lo miró y me pareció que se mostraba reacia a entrar. Pero no tenía más remedio.
Mi madre la dejó y regresó al patio delantero.
Actué rápidamente. En cuanto mi madre se hubo perdido de vista, llamé con los nudillos a la puerta del retrete. Oí un leve grito y después un desesperado:
—¿Quién es?
—Señorita Stacy, soy yo, Luke.
—¡Estoy aquí dentro! —contestó ella, hablando precipitadamente en el sofocante y húmedo retrete.
Allí dentro estaba oscuro y sólo penetraba un poco de luz a través de las minúsculas rendijas que separaban las tablas de madera.
—¡No se le ocurra salir! —le dije con todo el terror que fui capaz de fingir.
—¿Cómo?
—¡Aquí fuera hay una enorme serpiente negra!
—¡Oh, Dios mío! —exclamó con un entrecortado jadeó.
Se habría vuelto a desplomar, pero ya estaba sentada.
—¡No se mueva! —dije—. De lo contrario, se dará cuenta de que usted está ahí dentro.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó, aterrorizada ¡Haz algo!
—No puedo. Es muy grande, y muerde.
—¿Qué quiere? —preguntó Stacy en tono suplicante, como si estuviera al borde de las lágrimas.
—No lo sé. Es una serpiente de la mierda, siempre está rondando el retrete.
—¡Llama a Jimmy Dale!
—De acuerdo, pero no salga. La serpiente está aquí mismo, junto a la puerta. Creo que ya sabe que usted está dentro.
—Oh, Dios mío —repitió ella, rompiendo a llorar.
Pasé agachado entre los dos gallineros y rodeé el huerto por el lado este de la casa. Me desplacé silenciosa y lentamente pegado a los setos que marcaban el límite de nuestra granja hasta llegar a un matorral, en el que podía ocultarme y ver a Jimmy Dale apoyado en su automóvil, contando una anécdota mientras esperaba a que su flamante esposa terminara el asunto que tenía pendiente.
El tiempo iba pasando. Mis padres, Pappy y Gran escuchaban y reían, y las anécdotas iban sucediéndose. De vez en cuando, uno de ellos miraba hacia el patio trasero.
Al final, mi madre, preocupada, abandonó el grupo para ir a comprobar cómo estaba Stacy. A los pocos minutos, oí unas voces y vi que Jimmy Dale pegaba un respingo y se dirigía corriendo al retrete. Yo me agaché todo lo que pude en medio del matorral.
Ya había oscurecido cuando entré en la casa. Había vigilado el panorama desde más allá del silo, y sabía que mi madre y Gran estaban preparando la cena. Ya me había metido en un buen lío para que, encima, me retrasara para la cena.
Estaban sentados y Pappy se disponía a bendecir la comida cuando entré por la puerta del porche trasero y me senté en silencio. Todos me miraron, pero opté por fijar la vista en mi plato. Pappy pronunció una rápida plegaria y comenzaron a pasarse las bandejas. Al cabo de un silencio lo bastante largo para crear una situación de tensión, mi padre me preguntó:
—¿De dónde vienes, Luke?
—Del arroyo —conteste.
—¿Y qué hacías allí?
—Nada. Mirando.
La respuesta les pareció sospechosa, pero lo dejaron correr. Cuando todo estaba tranquilo, Pappy, eligiendo el momento más oportuno y en tono fingidamente inocente, pregunto:
—¿Has visto alguna serpiente de la mierda en el arroyo? —nada más pronunciar estas palabras se le escapó una sonora carcajada.
Miré alrededor. Gran apretaba fuertemente las mandíbulas como si estuviera firmemente decidida a no sonreír. Mi madre se cubrió la boca con la servilleta, pero los ojos la traicionaron; se moría de ganas de reír. Mi padre tenía un gran bocado en la boca y consiguió masticarlo con la cara muy seria.
Pero a Pappy le apetecía troncharse de risa. Soltó una estentórea risotada mientras los demás pugnaban por no perder la compostura.
—¡Muy bueno, Luke! —consiguió decir, tratando de recuperar el resuello—. Le estaba bien empleado.
Al final yo también reí, pero no de mis propias acciones. El espectáculo de Pappy muerto de risa mientras mis padres y Gran intentaban no imitarlo me pareció tremendamente gracioso.
—Ya basta, Eli —dijo finalmente Gran.
Me llevé a la boca un buen bocado de guisantes y bajé la mirada a mi plato. Se restableció la calma y nos pasamos un buen rato comiendo en silencio.
Después de la cena, mi padre me llevó a dar un paseo hasta el cobertizo de las herramientas. De la puerta de éste colgaba un palo de madera de nogal americano que él mismo había cortado y pulido hasta dejarlo brillante. Estaba reservado para mí.
Me habían enseñado a recibir los castigos como un hombre. Las lágrimas estaban prohibidas, por lo menos en presencia de los demás. Ricky siempre era una fuente de inspiración. Había oído contar terroríficas historias acerca de las palizas que Pappy le había propinado y, según sus padres y los míos, jamás se le había escapado una lágrima. Cuando Ricky era pequeño, una paliza constituía para él un desafío.
—Lo que le has hecho a Stacy ha sido una maldad imperdonable —empezó mi padre—. Era una huésped de nuestra granja y está casada con tu primo.
—Sí, señor.
—¿Por qué lo hiciste?
—Porque dijo que éramos estúpidos y estábamos muy atrasados.
Supuse que adornar un poco la historia no importaría demasiado.
—¿De veras?
—Sí, señor. No me cayó simpática, y a vosotros, tampoco.
—Puede que sea cierto, pero tienes que respetar a tus mayores. ¿Cuántos azotes crees que te mereces?
El crimen y el castigo siempre se discutían de antemano. Cuando me inclinaba, yo siempre sabía exactamente cuántos azotes iba a recibir.
—Uno —contesté.
Era mi habitual valoración.
—Yo creo que dos —dijo mi padre—. Y ahora pasemos al lenguaje incorrecto.
—No creo que fuera tan grave —dije.
—Utilizaste una palabra inaceptable.
—Sí, señor.
—¿Cuántos azotes por eso?
—Uno.
—¿Te parece que establezcamos un total de tres?
Mi padre nunca me azotaba cuando estaba enojado, de modo que por regla general quedaba un pequeño espacio para la negociación. Tres me parecía razonable, pero siempre regateaba un poco. A fin de cuentas, el que recibía era yo. ¿Por qué no regatear?
—Dos me parece más justo —dije.
—Serán tres. Y ahora, inclínate.
Tragué saliva, apreté los dientes, me volví, me incliné y me agarré los tobillos. Mi padre me azotó tres veces el trasero con el palo de nogal americano. Me dolió muchísimo, pero comprendí que lo hacía un poco a regañadientes. Había recibido palizas mucho peores.
—Vete ahora mismo a la cama —dijo, eché a correr hacia la casa.