Estábamos otra vez a sábado, pero un sábado sin la emoción que suponía ir a la ciudad. Yo sabía que iríamos, porque jamás nos habíamos saltado dos sábados seguidos. Gran necesitaba algo de comida, sobre todo harina y café, y mi madre tenía que ir a la droguería. Mi padre llevaba dos semanas sin ir a la Cooperativa. Yo no tenía voz ni voto en el asunto, pero mi madre sabia lo importantes que eran las sesiones vespertinas del sábado para el correcto desarrollo de un niño, sobre todo de un niño del campo sin apenas contacto con el resto del mundo. Si, iríamos a la ciudad, pero sin el habitual entusiasmo.
Un nuevo horror había caído sobre nosotros, muchísimo peor que todo el asunto de Hank Spruill. ¿Y si alguien se enteraba de lo que andaban diciendo los Latcher? Bastaba una sola persona, un solo susurro en una esquina de Main Street, para que el chisme se propagara por toda la ciudad. Las señoras que estuvieran comprando en la tienda de Pop y Pearl soltarían los cestos y se cubrirían la boca con la mano con expresión de incredulidad. Los viejos campesinos que estaban en la Cooperativa esbozarían una sonrisa relamida y dirían: «No me extraña». Los chicos mayores de la iglesia me señalarían con el dedo como si yo fuera en cierto modo el culpable. La ciudad aceptaría el rumor como si fuera una verdad indiscutible y la sangre de los Chandler quedaría manchada para siempre.
Por consiguiente, no me apetecía ir a la ciudad. Quería quedarme en casa jugando al béisbol y, quizá, salir a dar un paseo con Tally.
Apenas se habló de nada durante el desayuno. Aún estábamos muy abatidos y creo que ello se debía a que todos sabíamos la verdad. Ricky había dejado tras de sí un pequeño recuerdo. Me pregunté si sabría lo de Libby y el niño, pero no pensaba comentar el tema. Se lo preguntaría más tarde a mi madre.
—Ya ha llegado la feria ambulante —anuncio Pappy.
Y, de repente, el día mejoró.
—¿A qué hora iremos? —pregunté.
—A la misma de siempre. Por la tarde, justo después de la comida —contestó Pappy.
—¿Hasta qué hora podremos quedarnos?
—Eso ya lo veremos.
La feria ambulante era un grupo de gitanos que hablaban con un acento muy raro, pasaban el invierno en Florida, y en otoño recorrían las pequeñas localidades agrícolas, cuando la cosecha estaba en pleno apogeo y la gente tenía dinero en el bolsillo. Solían presentarse de repente, un jueves, por ejemplo, sin permiso se instalaban en el campo de béisbol y permanecían en la ciudad todo el fin de semana. Nada despertaba mayor entusiasmo en Black Oak que la feria ambulante.
Cada año eran distintas. Una tenía un elefante y una tortuga mordedora gigante. Otra no llevaba animales, pero estaba especializada en seres humanos extraños: un enano que daba volteretas, una chica con seis dedos, un hombre con una pierna de más. Todas, sin embargo, tenían una noria, un tiovivo y dos o tres atracciones más que chirriaban, matraqueaban y solían aterrorizar a las madres. Las sillas voladoras eran una de ellas; se trataba de un círculo de columpios que colgaban de unas cadenas y giraban cada vez más rápido hasta que los ocupantes volaban paralelos al suelo y gritaban suplicando que se detuviera. Un par de años atrás, en Monette, una cadena se había roto y una niña había sido lanzada hacia la avenida central de la feria y se había estrellado contra el costado de un remolque. A la semana siguiente, las sillas voladoras estaban en Black Oak con unas cadenas nuevas y la gente hacia cola para subir a ellas.
Instalaban barracones en los que arrojabas objetos y dardos, disparabas con pistolas de perdigones y ganabas premios. En algunas ferias ambulantes había adivinas, otras tenían cabinas para fotografías instantáneas y en otras había magos. Todas eran ruidosas y pintorescas y todas estaban llenas de emociones. La voz se corría rápidamente por el condado, la gente acudía en tropel y, en pocas horas, en Black Oak no cabía ni una aguja. Yo estaba deseando ir.
Pensé que, quizá, la alegría que despertaba seria capaz de borrar la curiosidad en torno a Libby Latcher. Me comí a toda prisa los bollos y salí corriendo al patio.
—Ha llegado la feria ambulante —le dije en voz baja a Tally cuando nos reunimos junto al tractor para dirigirnos a los campos.
—¿Iréis todos? —pregunto.
—Pues claro. Nadie quiere perdérsela.
—Tengo un secreto —me susurró mientras miraba rápidamente en todas direcciones.
—¿De qué se trata?
—Algo que oí anoche.
—¿Dónde lo oíste?
—Cerca del porche delantero.
No me gustó su tono de misterio.
—¿Qué es?
Se inclinó todavía más hacia mí.
—Algo sobre Ricky y la chica de los Latcher. Me parece que tienes un nuevo primo.
Sus palabras eran crueles, y me miraba con malicia. Aquélla no era la Tally que yo conocía.
—¿Y qué estabas haciendo allí fuera? —inquirí.
—Eso no es asunto tuyo.
Pappy salió de la casa y se acercó al tractor.
—Será mejor que no digas nada —musité entre dientes.
—Tenemos nuestros pequeños secretos, ¿o es que no lo recuerdas? —repuso, y se marchó.
—Sí.
Almorcé rápidamente y después pasé a toda prisa por la experiencia del restregamiento y el baño. Mi madre sabía que estaba deseando ir a la ciudad y no perdió mucho tiempo en asearme.
Los diez mexicanos se apretujaron en la parte de atrás del camión conmigo y mi padre, y nos alejamos de nuestra granja. Cowboy se había pasado toda la semana recolectando algodón a pesar de las costillas rotas, circunstancia que no había pasado inadvertida ni a Pappy ni a mi padre y que había despertado la admiración de éstos.
—Es gente muy fuerte —había dicho Pappy.
Los Spruill se apresuraban para darnos alcance. Tally había corrido la voz acerca de la feria ambulante y hasta Trot parecía moverse con un propósito definido.
Cuando cruzamos el río, forcé la vista mirando en dirección al sendero que conducía a la casa de los Latcher, pero no logré distinguir la pequeña cabaña. Miré a mi padre. Él también estaba mirando con expresión casi de rabia. ¿Cómo era posible que aquella gente se hubiera introducido en nuestra vida?
Avanzamos muy despacio por el camino de grava y no tardamos en dejar detrás de nosotros las tierras de los Latcher. Cuando nos detuvimos en la carretera, yo ya estaba soñando de nuevo con la feria ambulante.
Como es natural, nuestro conductor jamás tenía prisa. Llevando a tanta gente en el camión, yo dudaba mucho que rebasara los cuarenta por hora, y, desde luego, Pappy no aceleró. Me pareció que habíamos tardado una hora.
El coche patrulla de Stick estaba aparcado junto a la iglesia baptista. El tráfico en Main Street ya empezaba a ser muy lento y las aceras rebosaban de actividad. Aparcamos y los mexicanos se desperdigaron.
Stick, que estaba a la sombra de un árbol, se encaminó directamente hacia nosotros. Gran y mi madre se fueron a hacer sus compras. Yo me quedé con los hombres, en la certeza de que hablarían de asuntos muy serios.
—¿Qué tal, Eh? Hola, Jesse —dijo Stick con el sombrero ladeado y una brizna de hierba asomando por una de las comisuras de la boca.
—Buenas tardes, Stick —contestó Pappy.
Mi padre se limitó a inclinar la cabeza. No se habían trasladado a la ciudad para perder el tiempo con Stick, y saltaba a la vista que su presencia les irritaba.
—Estoy pensando en detener al chico de los Spruill —anunció Stick.
—Me importa un bledo lo que haga —replicó Pappy, cada vez más furioso—, pero aguarde a que acabemos de recolectar el algodón.
—Seguro que no le importará esperar un mes —intervino mi padre.
Stick siguió mascando la brizna de hierba, soltó un escupitajo y dijo:
—Supongo que no.
—Es un buen trabajador —añadió mi padre—, y hay mucho algodón. Si lo detiene ahora, perderemos seis peones. Usted ya sabe cómo es esta gente.
—Supongo que puedo esperar —repitió Stick. Me pareció que estaba deseando llegar a un acuerdo—. He hablado con muchas personas y no estoy muy seguro de que su chico haya dicho la verdad.
Me dirigió una prolongada mirada mientras lo decía, y yo empecé a propinar patadas a la grava.
—No le meta en eso, Stick —le advirtió mi padre—. Es sólo un niño.
—¡Tiene siete años! —gritó Pappy—. ¿Por qué no se busca usted un testigo de verdad?
Stick echó los hombros hacia atrás como si hubiera recibido un golpe.
—Hagamos un trato —propuso Pappy—. Usted deja en paz a Hank hasta que hayamos recolectado el algodón y yo mismo vendré a la ciudad para comunicarle que ya hemos terminado nuestra relación con los Spruill. A partir de ese momento, no me importa lo que haga con él.
—Me parece bien —dijo Stick.
—Pero creo que no hay base para una denuncia. Fueron tres contra uno, Stick, y ningún jurado lo declarará culpable.
—Eso ya lo veremos —repuso Stick, muy pagado de sí mismo.
Se alejó con los pulgares en los bolsillos y el suficiente contoneo para que nos sintiéramos molestos.
—¿Puedo ir a la feria? —pregunté.
—Pues claro que puedes —contestó Pappy.
—¿Cuánto dinero tienes? —me preguntó mi padre.
—Cuatro dólares.
—¿Cuánto vas a gastar?
—Cuatro dólares.
—Creo que dos son suficiente.
—¿Qué tal tres?
—Dejémoslo en dos y medio, ¿de acuerdo?
—Sí, señor.
Me alejé corriendo de la iglesia, abriéndome rápidamente camino entre los viandantes que caminaban por la acera, y me planté en menos que canta un gallo en el campo de béisbol que se encontraba al otro lado de la calle, delante de la Cooperativa, el cine Dixie y la sala de billar. La feria se extendía desde la base meta hasta la valía que marcaba el perímetro del campo. La noria se levantaba en el centro, rodeada por las atracciones de menor tamaño, los barracones y la avenida central. Una música estridente brotaba a todo volumen de los altavoces del tiovivo. Largas colas de personas estaban esperando. Se aspiraba en el aire el aroma de las palomitas de maíz, del pan de harina de maíz y de otras fritangas.
Localicé el remolque donde vendían el algodón de azúcar. Costaba diez centavos, pero yo habría pagado mucho más por él. Dewayne me vio en la avenida central, donde yo observaba a unos chicos mayores disparar con pistolas de aire comprimido contra unos patitos que nadaban en un estanque. Nunca daban en el blanco y ello se debía según Pappy a que las miras estaban torcidas.
Las manzanas escarchadas también costaban diez centavos. Nos compramos una cada uno y empezamos a recorrer lentamente la feria. Había una bruja con el cabello negro vestida con una túnica del mismo color, que, por veinticinco centavos, te leía el futuro. Una vieja de ojos oscuros hacía lo mismo, y por el mismo precio, con unas cartas de tarot. Un hombre vestido de forma estrafalaria y con un micrófono en la mano te adivinaba la edad y el peso por diez centavos. Si erraba por tres años o cinco kilos, ganabas un premio. En la avenida central se concentraban los juegos habituales, como lanzar pelotas de softball, contra jarras de leche, tratar de meter balones de baloncesto en canastas siempre demasiado pequeñas, arrojar dardos contra globos, o acertarle a una botella con un aro.
Recorrimos lentamente todo el recinto, disfrutando del ruido y la emoción. Vimos que una multitud se congregaba cerca del área del receptor, y fuimos a averiguar de qué se trataba. Un gran letrero anunciaba la presencia de «Sansón, el Luchador Más Fuerte del Mundo, venido directamente desde Egipto», y debajo del mismo había una estera con unas estacas acolchadas en las esquinas y unas cuerdas alrededor. Sansón no estaba en el cuadrilátero, pero sólo faltaban unos momentos para su aparición según Dalila, la alta y voluptuosa mujer que estaba hablando a través del micrófono. Su vestido dejaba al descubierto las piernas y casi todo el pecho, y yo estuve seguro de que jamás en Black Oak se había visto tanta carne expuesta. La mujer explicó al silencioso público, integrado en buena medida por hombres, que las reglas eran muy sencillas. Sansón pagaba a razón de diez a uno a cualquier persona que aguantara un minuto con él en el ring.
—¡Sólo sesenta segundos —gritó Dalila—, y el dinero será suyo!
Su acento sonaba tan raro que bastó para convencerme de que procedían efectivamente de otro país. Yo jamás había visto a nadie de Egipto, aunque sabia por haberlo estudiado en la escuela dominical que Moisés había vivido no sé qué aventuras por allí.
La mujer empezó a pasear por delante del cuadrilátero mientras los ojos de todos los presentes seguían sus movimientos.
—En su gira actual —prosiguió en tono desafiador—, Sansón ha ganado trescientos combates seguidos. En realidad, la última vez que perdió fue en Rusia, donde se necesitaron tres hombres para derrotarlo y, encima, tuvieron que jugar sucio.
La música empezó a sonar a todo volumen a través del altavoz que había por encima del letrero.
—¡Y ahora, señoras y señores —gritó la mujer—, les presento al único y más grande luchador de todo el mundo, el increíble Sansón!
Contuve el aliento.
Sansón salió de detrás de una cortina y subió al cuadrilátero entre unos tibios y desganados aplausos. ¿Por qué teníamos que aplaudirle? Estaba allí para zurrarnos. Su cabello fue lo primero que me llamó la atención. Era negro y ondulado, y le caía sobre los hombros como el de una mujer. Yo había visto ilustraciones de relatos del Antiguo Testamento en las que los hombres llevaban el cabello de esa manera, pero todo aquello había ocurrido hacia cinco mil años. Era un gigante de cuerpo poderoso y músculos imponentes que le envolvían los hombros y se extendían por todo su pecho. Sus brazos estaban cubiertos de vello oscuro y parecían capaces de levantar un edificio. Para que contempláramos toda la magnificencia de su físico, Sansón iba con el torso desnudo. A pesar de que nosotros llevábamos meses trabajando en los algodonales, su piel estaba mucho más morena que la nuestra, y al reparar en ello comprendí que procedía de algún lugar remoto. ¡Había combatido incluso contra los rusos!
Se exhibió por el cuadrilátero al ritmo de la música, doblando los brazos y tensando su colosal musculatura. Y siguió haciéndolo hasta que nos hubo mostrado todo lo que tenía, que en mi opinión era más que suficiente.
—¿Quién va primero? —gritó Dalila a través del micrófono, mientras la música se iba apagando—. ¡Apuesta mínima, dos dólares!
La multitud enmudeció de repente. Sólo un necio hubiera subido a aquel ring.
—Yo no tengo miedo —gritó alguien.
Contemplamos con incredulidad que un joven a quien yo jamás había visto se adelantaba y le entregaba dos dólares a Dalila. Ella tomó el dinero y dijo:
—Diez a uno. Si aguanta sesenta segundos en el cuadrilátero, ganará veinte dólares. —Acercó el micrófono al joven y le preguntó—: ¿Cómo te llamas?
—Farley.
—Buena suerte, Farley.
El joven subió al ring como si no le tuviera miedo a Sansón, que había estado observando lo que ocurría sin dar muestras de la menor preocupación. Dalila tomó un martillo y golpeó un timbre situado a un lado del cuadrilátero.
—¡Sesenta segundos! —exclamó.
Farley se movió un poco por el ring y después se retiró a un rincón mientras Sansón daba un paso para acercarse a él. Ambos hombres se estudiaron, Sansón mirando hacia abajo con expresión de desprecio, Farley mirando hacia arriba con expresión expectante.
—¡Cuarenta y cinco segundos! —gritó la mujer.
Sansón se acercó un poco más a su contrincante mientras éste se desplazaba velozmente al otro lado del cuadrilátero. La estatura considerablemente inferior de Farley le permitía moverse con mayor rapidez y utilizar la estrategia de la huida. Sansón se acercó a grandes zancadas mientras Farley se movía rápidamente de un lado a otro.
—¡Treinta segundos!
El tamaño del cuadrilátero no permitía correr demasiado, por lo que Sansón también se había llevado algún que otro susto. Finalmente logró ponerle una zancadilla a Farley, tras lo cual lo levantó del suelo, rodeándole fuertemente la cabeza con un brazo, y empezó a hacerle una llave.
—¡Oh, me parece que está sometiéndolo a la Guillotina! —exclamó Dalila en tono exageradamente dramático—. ¡Veinte segundos!
Sansón retorció a su presa e hizo una mueca de sádico placer mientras el pobre Farley agitaba los brazos.
—¡Diez segundos!
Sansón giró sobre sí mismo y arrojó a su rival al otro lado del cuadrilátero. Antes de que Farley pudiera levantarse, el Luchador Más Fuerte del Mundo lo agarró por un pie, lo levantó en el aire, lo sostuvo en alto por encima de las cuerdas y, cuando faltaban dos segundos, lo dejó caer al suelo para apuntarse la victoria.
—¡Uy, por un pelo, Sansón! —dijo Dalila a través del micrófono.
Farley estaba aturdido, pero se retiró indemne y aparentemente orgulloso de sí mismo. Había demostrado su virilidad, no se había asustado y sólo se había quedado a dos segundos de ganar veinte dólares. El siguiente voluntario era también un forastero, un muchacho corpulento llamado Claude que pagó tres dólares a cambio de la oportunidad de ganar treinta. Pesaba dos veces más que Farley, pero era mucho más lento, por lo que en cuestión de diez segundos Sansón lo inmovilizó con un rápido Puntapié de Rebote y le retorció el cuerpo en una Trenza. Cuando faltaban diez segundos, Sansón levantó a Claude por encima de su cabeza y, en un soberbio alarde de fuerza, se acercó al borde del cuadrilátero y lo arrojó al otro lado de las cuerdas. Claude también se retiro muy orgulloso. Estaba claro que Sansón, a pesar de todo el teatro y de los gestos amenazadores, era un buen chico y no tenía intención de hacer daño a nadie. Y, puesto que todos los chicos deseaban acercarse a Dalila, muy pronto se formó una cola a su lado.
Fue todo un espectáculo. Dewayne y yo nos pasamos un buen rato contemplando cómo Sansón se sacaba de encima a un contrincante tras otro, echando mano de todo su variado repertorio, que incluía el Cangrejo de Boston, las Tijeras, el Mazo, el Martillo Neumático, el Portazo… Bastaba con que Dalila mencionara una de sus muchas fresas y llaves a través del micrófono para que Sansón se apresurara a ponerla en práctica.
Al cabo de una hora, Sansón chorreaba sudor y necesitaba una pausa, por lo que Dewayne y yo nos fuimos a dar un par de vueltas en la noria. Estábamos discutiendo si tomarnos otra ración de algodón de azúcar o no cuando oímos comentar a unos chicos el espectáculo de las chicas desnudas.
—¡Se lo quitan todo! —exclamó uno de ellos al pasar por nuestro lado.
Y entonces nos olvidamos del algodón de azúcar.
Los seguimos hasta el final de la avenida central, donde estaban aparcadas las caravanas de los gitanos. Detrás de las caravanas había una pequeña tienda de campaña levantada de tal manera que resultase muy difícil verla. Unos hombres aguardaban fumando con expresión de culpabilidad. Se oía música procedente del interior de la tienda.
Algunas ferias ambulantes ofrecían espectáculos de streptease. Tal como era de esperar, alguien había visto a Ricky salir de uno de ellos, lo cual había provocado un gran escándalo en casa. No lo habrían descubierto si no hubieran descubierto también al señor Ross Lee Hart. El señor Hart era clérigo de la iglesia metodista, un agricultor propietario de sus tierras, y también un probo ciudadano cuya mujer tenía una lengua muy larga. Ésta había ido a buscarlo un sábado por la noche, ya tarde, a la feria, y casualmente lo había visto salir de la tienda prohibida. Soltó un grito quejumbroso al ver a su descarriado marido, que se ocultó detrás de las caravanas. Ella lo persiguió soltando amenazas a voz en cuello, y Black Oak tuvo una nueva historia que comentar.
Por una razón inexplicable, la señora Hart contó a todo el mundo lo que había hecho su marido y el pobre hombre se convirtió en un proscrito durante muchos meses. La señora Hart hizo saber también que, detrás de él, había visto salir a Ricky. Los Chandler sufrimos en silencio. Nunca asistas a un espectáculo de mujeres desnudas en tu propia ciudad, era la norma tácita. Vete a Monette, a Lake City o a Caraway, pero no se te ocurra hacerlo en Black Oak.
Dewayne y yo no reconocimos a ninguno de los hombres que esperaban en las inmediaciones de la tienda. Rodeamos las caravanas y nos acercamos por el otro lado, pero allí había un perrazo encadenado al suelo para impedir el paso a los mirones como nosotros. Nos retiramos y decidimos esperar a que oscureciera.
Cerca ya de las cuatro, tuvimos que adoptar una dolorosa decisión: ir a la sesión de tarde o quedarnos en la feria. Estábamos a punto de elegir la película cuando Dalila apareció en el cuadrilátero. Se había cambiado de vestido y ahora lucía un modelo rojo de dos piezas que dejaba al descubierto una superficie de piel mucho mayor que la de antes. La muchedumbre se acercó a ella y Sansón empezó una vez más a sacar del ring a chicos del campo, palurdos e incluso algún que otro mexicano.
Su único desafío tuvo lugar al anochecer. El señor Horsefly Walker tenía un hijo sordomudo que pesaba ciento cincuenta kilos. Lo llamábamos Gruñidos, no por falta de respeto o crueldad sino porque siempre lo habían llamado así. Horsefly apostó cinco dólares y Gruñidos subió lentamente al cuadrilátero.
—Ahora viene un gigante, Sansón —ronroneó Dalila a través del micrófono.
Sansón comprendió que quizá tardara un poco más en arrojar ciento cincuenta kilos fuera del ring, por lo que decidió atacar de inmediato. Empezó con una Humillación China, un movimiento con el que se golpeaban los dos tobillos a la vez y se provocaba la caída del contrincante. Gruñidos cayó, en efecto, pero encima del propio Sansón, quien no pudo evitar lanzar un grito de dolor. Algunos espectadores también gritaron y empezaron a animar a Gruñidos, quien, como es lógico, no tenía modo de oírlos. Ambos contendientes rodaron y soltaron puntapiés en el suelo hasta que Gruñidos consiguió inmovilizar a Sansón por un instante.
—¡Cuarenta segundos! —anunció Dalila.
El reloj parecía funcionar mucho más despacio cuando Sansón estaba tumbado boca arriba en el suelo. Éste dio inútilmente unos cuantos puntapiés y después echó mano de la Vuelta de Campana de Jersey, un rápido movimiento mediante el cual levantó los pies e inmovilizó a Gruñidos por las orejas para empujarlo posteriormente hacia atrás. A continuación, Sansón se levantó de un salto mientras Dalila describía sus llaves. Un Puntapié de Rebote dejó aturdido a Gruñidos.
—¡Quince segundos! —exclamó Dalila, y entonces las manecillas del reloj volvieron a girar con rapidez.
Gruñidos embistió como un toro enfurecido y ambos hombres cayeron nuevamente al suelo. La multitud lanzó vítores. Horsefly brincaba alrededor del cuadrilátero presa de un entusiasmo delirante. Los contendientes forcejearon un rato y Dalila anuncio:
—¡Diez segundos!
Se oyeron algunos silbidos dirigidos contra la mujer-cronómetro. Sansón aplicó una llave a Gruñidos que le inmovilizó el brazo, lo agarró por un pie y arrojó al pobre chico al otro lado del ring y a través de las cuerdas. Gruñidos aterrizó a los pies de su padre.
—¡Tramposo hijo de puta! —gritó Horsefly.
Sansón se tomó a mal el insulto y le hizo señas a Horsefly de que subiera. Luego se adelantó y separó las cuerdas. Dalila, que evidentemente había sido testigo muchas veces de semejantes amenazas, dijo:
—Yo que usted no lo haría. Puede hacer mucho daño cuando se enfada.
En ese momento, Horsefly estaba buscando una razón para mantener el tipo. Sansón, que de pie en el borde del cuadrilátero semejaba un gigante de tres metros de estatura, miró despectivamente hacia abajo. Horsefly se inclinó para echar un vistazo a Gruñidos, que estaba frotándose el hombro y parecía a punto de echarse a llorar. Sansón se burló de ellos mientras se retiraban y después, para provocar al público, empezó a pasearse por el ring, marcando músculo. Algunos espectadores empezaron a silbarlo, que era justo lo que él quería.
Despachó a unos cuantos aspirantes más y, acto seguido, Dalila anunció que su hombre tenía que irse a cenar. Regresarían al cabo de una hora para hacer la exhibición final.
Ya había oscurecido. Los sonidos de la feria llenaban el aire: los emocionados gritos de los chiquillos en los tiovivos, los alaridos de los ganadores de los juegos de los barracones de la avenida central, la música que sonaba a través de los altavoces, cada uno de los cuales emitía una melodía distinta, el constante parloteo de los pregoneros, invitando a la gente a gastarse el dinero en la contemplación de la tortuga más grande del mundo o a ganar otro premio y, por encima de todo, el murmullo de la entusiasmada multitud. Había tanta gente apretujada que no cabía ni un alfiler, como solía decir Gran. La muchedumbre se congregaba alrededor de los barracones, mirando y aplaudiendo. Alrededor de las atracciones se formaban largas filas. Varios grupos de mexicanos paseaban lentamente y miraban asombrados alrededor, pero casi ninguno de ellos gastaba dinero. Jamás en mi vida había visto a tantas personas juntas.
Encontré a mis padres cerca de la calle, bebiendo limonada y contemplando el espectáculo desde una distancia prudencial. Pappy y Gran ya estaban en el camión, preparados para marcharse, pero dispuestos a esperar. De la feria sólo se disfrutaba una vez al año.
—¿Cuánto dinero tienes? —me preguntó mi padre.
—Un dólar más o menos —contesté.
—Esta noria no parece muy segura, Luke —dijo mi madre.
—Yo he subido dos veces y está muy bien.
—Te daré otro dólar si no vuelves a subir.
—Trato hecho.
Me entregó un billete de un dólar. Acordamos reunirnos en una hora aproximadamente. Localicé de nuevo a Dewayne y juntos decidimos probar a echar un vistazo a las chicas desnudas. Avanzamos rápidamente entre la gente que llenaba la avenida central y aminoramos la marcha al llegar a las inmediaciones de las caravanas de los gitanos. Allí detrás estaba más oscuro. Delante de la tienda había varios hombres fumando cigarrillos, y en la entrada vimos a una chica con un vestidito muy corto, moviendo las caderas y bailando de manera muy provocadora.
Como baptistas, sabíamos que todos los bailes eran no sólo perversos por definición, sino decididamente pecaminosos. Junto con la bebida y las maldiciones, ocupaban los primeros lugares de la lista de los pecados más graves.
La bailarina no era tan atractiva como Dalila, ni dejaba al descubierto tanta carne ni se movía con tanta gracia, pero es que Dalila tenía muchos años de experiencia y había viajado por todo el mundo.
Nos deslizamos lentamente entre las sombras hasta que una voz extraña surgida de ninguna parte dijo:
—Eh, vosotros, chicos, largo de aquí.
Nos detuvimos en seco, nos volvimos y, justo en aquel instante oímos una voz conocida gritar a nuestras espaldas:
—¡Arrepentios, obradores de iniquidad! ¡Arrepentios!
Era el reverendo Akers, de pie con su Biblia en una mano mientras la otra la mantenía levantada con el índice apuntando al cielo.
—¡Raza de víboras! —gritó con toda la fuerza de sus pulmones.
No sé si la señorita dejó de bailar o si los hombres se dispersaron. Dewayne y yo nos agachamos y nos arrastramos como si alguien nos persiguiera a través del laberinto de caravanas y camiones hasta que vimos filtrarse la luz entre dos barracones de la avenida central.
—¿Crees que nos ha visto? —preguntó Dewayne en cuanto estuvimos a salvo.
—No lo sé —respondí—, pero lo dudo.
Dimos unas cuantas vueltas y regresamos a la seguridad de las caravanas de los gitanos. El hermano Akers se encontraba en excelente forma. Se había acercado hasta una distancia de unos diez metros de la tienda y estaba expulsando demonios a voz en grito. Y tenía éxito. La bailarina había desaparecido al igual que los hombres que esperaban fumando. Les había desbaratado el espectáculo, aunque yo sospechaba que todos se encontraban dentro, escondidos a la espera de que se largara.
En cambio, Dalila había regresado, ataviada con otro vestido. Estaba hecho de piel de leopardo y sólo le cubría lo imprescindible. Yo sabía que a la mañana siguiente el hermano Akers tendría algo que decir al respecto. Le encantaba la feria porque le ofrecía mucho material para sus sermones.
Una pequeña multitud se había congregado alrededor del cuadrilátero y miraba embobada a Dalila a la espera de que Sansón regresara. Dalila lo presentó una vez más con las frases que ya conocíamos. Él subió de un salto al ring, vestido también de piel de leopardo. Pantalones cortos muy ajustados, torso al aire y relucientes botas de cuero negro. Se pavoneó e hizo poses, provocándonos para que le silbáramos.
Mi amigo Jackie Moon fue el que primero subió al ring, y como casi todos los que lo habían hecho antes que él, intentó esquivar a su contrincante, corriendo de un lado a otro durante veinte segundos hasta que Sansón se hartó. Una Guillotina, seguida de un Descenso Turco, tal como explicó Dalila, fueron suficientes para que Jackie aterrizara sobre la hierba cerca del lugar donde me encontraba. Jackie se río.
—No ha estado mal.
Sansón no tenía intención de hacer daño a nadie; habría sido perjudicial para su negocio; pero hacia el final de su exhibición se volvió más arrogante y gritaba a cada momento:
—¿Hay algún hombre por aquí? —Su acento era muy exótico y su voz profunda y aterradora—. ¿No hay guerreros en Black Oak, Arkansas?
Deseé medir dos metros y medio de estatura. Habría subido al cuadrilátero de un salto, lo habría arrojado por los aires y me habría convertido en el mayor héroe en la historia de Black Oak. Pero por el momento sólo podía silbarle.
Hank Spruill entró en escena. Se acercó al borde del cuadrilátero entre un combate y otro y se detuvo justo el tiempo suficiente para llamar la atención de Sansón. Los espectadores guardaron silencio mientras ambos se miraban con furia. Sansón se acercó a él y dijo:
—Sube, chiquitín.
Hank se limitó a mirarlo con desprecio. Después se aproximó a Dalila y sacó dinero del bolsillo.
—¡Oh la la, Sansón! —exclamó ella, tomando el dinero—. ¡Veinticinco dólares!
Se oyeron unos murmullos de incredulidad.
—¡Veinticinco pavos! —exclamó un hombre a mi espalda—. Eso equivale a una semana de trabajo.
—Si, pero puede ganar doscientos cincuenta —apuntó otro.
Mientras la gente se apretujaba, Dewayne y yo fuimos desplazándonos hacia delante a fin de ver mejor, buscando un hueco entre los adultos.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Dalila, empujando el micrófono hacia Hank.
—Hank Spruill —contestó éste, soltando un gruñido—. ¿Siguen pagando diez a uno?
—Ese es el trato, muchachote. ¿Estás seguro de que quieres apostar veinticinco dólares?
—Si. Lo único que tengo que hacer es quedarme un minuto en el ring, ¿verdad?
—Si, sesenta segundos. Ya sabes que Sansón lleva cinco años sin perder una pelea. La última vez fue en Rusia, y porque hicieron trampa.
—A mi Rusia me importa un carajo —dijo Hank, quitándose la camisa—. ¿Alguna otra regla?
—No. —Dalila se volvió hacia los espectadores y, con el mayor dramatismo posible, gritó—: Señoras y señores, el gran Sansón ha sido desafiado en el mayor combate de todos los siglos. El señor Hank Spruill apuesta veinticinco dólares a diez contra uno. Jamás nadie en la historia ha planteado un desafío semejante.
Sansón estaba exhibiéndose en el ring al tiempo que sacudía los llamativos bucles de su cabello como si deseara con impaciencia que el combate se iniciara cuanto antes.
—Quiero ver el dinero —masculló Hank, mirando a Dalila.
—Aquí está —dijo ella a través del micrófono.
—No, quiero ver los doscientos cincuenta.
—No será necesario —replicó ella, soltando una carcajada sin poder disimular su nerviosismo.
A continuación se apartó el micrófono de la cara y ambos discutieron acerca de los detalles. Bo y Dale surgieron de entre el público y Hank les indicó que se situaran al lado de la mesita en la que Dalila guardaba el dinero. Tras asegurarse de que éste se encontraba allí, subió al cuadrilátero donde el gran Sansón aguardaba con los musculosos brazos cruzados sobre el pecho.
—¿No es ése el tipo que mató al muchacho de los Sisco? —preguntó alguien detrás de nosotros.
—Si, es él —fue la respuesta.
—Es casi tan corpulento como Sansón.
En realidad, media unos cuantos centímetros menos, pero no parecía ser consciente del peligro. Sansón empezó a bailar a un lado del ring mientras Hank lo observaba y estiraba los brazos.
—¿Preparados? —preguntó Dalila en tono quejumbroso mientras los espectadores empujaban hacia delante. Golpeó la campana con el martillo. Ambos luchadores se miraron con rabia, pero Hank permaneció en su rincón. El cronómetro se encontraba a su lado. A los pocos segundos, Sansón, que a mi juicio era consciente de que tenía un considerable esfuerzo por delante, empezó a brincar y moverse como suelen hacer los luchadores de verdad. Hank siguió inmóvil.
—¡Vamos, muchacho, sal de ahí! —tronó Sansón desde un metro y medio de distancia, pero Hank no se apartó de su rincón.
—¡Cuarenta y cinco segundos! —anunció Dalila.
El error de Sansón fue suponer que se trataba de un combate de lucha, no de una reyerta. En su intento de aplicar una de sus muchas llaves o presas, actuó con excesiva lentitud y, por una décima de segundo, no se cubrió el rostro. Hank se le echó encima como una serpiente de cascabel. A la velocidad del rayo, descargó un impresionante puñetazo contra la poderosa mandíbula de Sansón. La cabeza de éste experimentó una fuerte sacudida y su hermoso cabello se alborotó. El impacto produjo un sonoro crujido. Stan Musial no habría podido golpear una pelota de béisbol con más fuerza.
Sansón puso los ojos en blanco. Debido a su elevada estatura, el cuerpo tardó unos segundos en darse cuenta de que su cabeza había sufrido una contusión. Se le dobló súbitamente una pierna y después la otra, y el Luchador Más Fuerte del Mundo, venido directamente de Egipto, se desplomó de espaldas con un ruido sordo. El pequeño cuadrilátero se estremeció y las cuerdas vibraron. Sansón daba la sensación de estar muerto.
Hank se relajó en su rincón, apoyando los brazos en las cuerdas superiores. No tenía ninguna prisa. La pobre Dalila se había quedado sin habla. Trató de decir algo para convencernos de que todo aquello formaba parte del espectáculo, pero al mismo tiempo deseaba subir al ring para prestar ayuda a Sansón. El público estaba pasmado.
En el centro del cuadrilátero, Sansón emitió un gemido y trató de incorporarse. Consiguió colocarse a cuatro patas y se balanceó unas cuantas veces hacia delante y hacia atrás hasta que, finalmente, adelantó un pie. Haciendo un gran esfuerzo, trató de levantarse, pero las piernas no le respondían. Arremetió contra las cuerdas y logró agarrarse a ellas y no caer de nuevo al suelo. El pobrecillo nos miraba, pero no podía ver nada. Tenía los ojos enrojecidos y la mirada extraviada y no parecía percatarse de dónde estaba. Permaneció asido a las cuerdas, tambaleándose y tratando de recuperar el sentido todavía sin haber conseguido afianzar los pies en el suelo.
El señor Horsefly Walker subió de un salto al ring y le gritó a Hank:
—¡Mata a este cabrón! ¡Acaba con él de una vez!
Hank no se movió. En lugar de ello, gritó:
—¡Tiempo!
Pero Dalila se había olvidado del cronómetro.
Algunos espectadores vitoreaban y emitían gritos de burla; la mayoría, sin embargo, había quedado muda de asombro al ver al Luchador Más Fuerte del Mundo aturdido y casi sin conocimiento.
Sansón se volvió y trató de concentrar la mirada en Hank. Agarrado a las cuerdas para no perder el equilibrio, Sansón dio un par de pasos vacilantes e hizo un último y desesperado intento de abalanzarse sobre su contrincante. Hank se limito a apartarse y Sansón se estrelló violentamente contra el poste del rincón. Las cuerdas se tensaron y los otros tres postes estuvieron a punto de romperse. Sansón gemía y trastabillaba agitando los brazos como un oso que acabara de recibir un disparo. Logró mantener los pies en el suelo y recuperar el equilibrio suficiente para volverse. Más le hubiera valido quedarse en la lona. Hank arremetió contra él y le soltó un derechazo. Aprovechando la indefensión de su contrincante, le propinó un tercer y definitivo golpe. Sansón se desplomó como un guiñapo. Dalila lanzó un grito y subió precipitadamente al ring. Hank se relajó en su rincón con los brazos apoyados en las cuerdas superiores, esbozando una sonrisa sin mostrar la menor preocupación por el estado de su adversario.
Yo no sabía qué hacer, y la mayoría de los espectadores, tampoco. Por una parte, era agradable ver a un muchachote de Arkansas machacando al gigante egipcio. Pero, por otra, se trataba de Hank Spruill, y éste había utilizado los puños. Su victoria estaba empañada, aunque a él no le importase. Nos habríamos sentido mucho mejor si un chico de nuestro estado hubiera combatido noblemente.
Cuando Hank tuvo la certeza de que el tiempo había expirado, se introdujo entre las cuerdas y saltó al suelo. Bo y Dale ya tenían el dinero, y los tres se alejaron.
—Éste ha matado a Sansón —dijo alguien detrás de mí.
El Luchador Más Fuerte del Mundo yacía boca arriba con las piernas y los brazos estirados mientras su pareja, arrodillada a su lado, trataba de hacerlo volver en sí. Me compadecí de él. Resultaban tremendamente pintorescos, y tardaríamos mucho tiempo en volver a contemplar semejante espectáculo, eso si lo contemplábamos. De hecho, dudaba mucho que Sansón y Dalila regresaran alguna vez a Black Oak, Arkansas.
Cuando Sansón se incorporó, todos soltamos un suspiro de alivio. Algunos espectadores se compadecieron de él y aplaudieron débilmente mientras el público empezaba a dispersarse.
Se me ocurrió que no sería mala idea que Hank Spruill se incorporase a la feria. Podría cobrar por pegar a la gente y nosotros nos libraríamos de su presencia en la granja. Decidí comentárselo a Tally.
El pobre Sansón se había pasado todo el día trabajando duro a pesar del calor y en una décima de segundo había perdido las ganancias de toda la jornada. Menuda manera de ganarse la vida. Al final, comprobé que había trabajos mucho peores que recolectar algodón.