17

No sé cuánto dormí, pero me parecieron sólo unos pocos minutos. Pappy estaba arrodillado a mi lado, preguntándome qué hacía durmiendo en el suelo. Traté de responder, pero no pude. Estaba paralizado por el cansancio.

—Estamos solos tú y yo —dijo—. Todos los demás duermen. —Su voz destilaba desprecio.

Todavía incapaz de hablar o pensar, lo seguí hasta la cocina, donde él ya me había preparado el café. Comimos sorgo y bollos fríos en silencio. Naturalmente, Pappy estaba irritado porque esperaba un desayuno completo, y furioso por el hecho de que Gran y mis padres aún durmieran en lugar de empezar a prepararse para una dura jornada de trabajo.

—Anoche esa chica Latcher tuvo un bebé —dijo, secándose la boca.

La chica Latcher y el recién nacido estaban entorpeciendo nuestro trabajo de recolección y nuestro desayuno, por lo que Pappy apenas podía dominar su furia.

—¿Sí? —dije, fingiéndome sorprendido.

—Pues si, pero aún no han encontrado al padre.

—¿No?

—Quieren mantenerlo en secreto, ¿sabes?, De modo que no digas nada por ahí.

—No, señor.

—Y ahora, date prisa. Tenemos que irnos.

—¿A qué hora volvieron?

—Sobre las tres.

Salió y puso en marcha el tractor. Yo dejé los platos en el fregadero y fui a echar un vistazo a mis padres. Permanecían inmóviles como estatuas; el único sonido era el de su profunda respiración. Hubiera deseado quitarme las botas, deslizarme en la cama con ellos y pasarme una semana durmiendo como un lirón. En lugar de ello, salí al patio arrastrando los pies. Hacia el este, el sol acababa de asomar por encima de los árboles. En la distancia, vi las siluetas de los mexicanos dirigirse a pie a los campos.

Los Spruill estaban acercándose con paso cansino procedentes del patio delantero. A Tally no se la veía por ninguna parte. Le pregunté por ella a Bob me dijo que se encontraba mal. Debía de tener el estómago revuelto. Pappy lo oyó y su irritación aumentó un poco más. Otro trabajador en la cama en lugar de estar recolectando algodón.

Lo único que pensé fue: «¿Por qué no se me ha ocurrido la idea del estómago revuelto?».

Recorrimos algo menos de un kilómetro hasta llegar al lugar en que estaba aparcado el remolque medio vacío, que se levantaba como un monumento en medio de los campos, llamándonos a una nueva jornada de sufrimiento. Tomamos lentamente nuestros sacos y fuimos manos a la obra. Esperé a que Pappy se alejara y me aparté todo lo que pude de él y también de los Spruill.

Trabajé sin desmayo por espacio de aproximadamente una hora. El algodón estaba mojado y resultaba suave al tacto, y el sol aún no se había situado por encima de nuestras cabezas. No me movía ni el dinero ni el temor; sólo deseaba encontrar un lugar blando donde dormir. Cuando ya me hube adentrado en los campos lo suficiente para que nadie me localizara y tuve el suficiente algodón en el saco para que éste pudiera servirme de mullido colchón, me tumbé.

Mi padre apareció a media mañana y quiso la casualidad que, de las cuarenta hectáreas de algodón que había, eligiera precisamente la hilera que discurría paralela a la mía.

—¡Luke! —gritó en tono de enfado al tropezar conmigo. El sobresalto le impidió regañarme. Cuando conseguí despejarme un poco, empecé a quejarme de dolor de estómago y de cabeza y, para redondear un poco más la cosa, añadí que la víspera apenas había pegado ojo.

—¿Por qué? —me preguntó.

—Estaba esperando a que regresarais a casa.

Mis palabras contenían cierto elemento de verdad.

—¿Y por qué estabas esperándonos?

—Quería saber cómo estaba Libby.

—Ha tenido un bebé. ¿Qué más quieres saber?

—Pappy me lo dijo.

Me incorporé muy despacio y procuré poner la mayor cara de enfermo posible.

—Vuelve a casa —me dijo, y se alejó sin añadir palabra.

Las tropas chinas y norcoreanas habían tendido una emboscada a un convoy norteamericano cerca de Pyongyang, matando por lo menos a ochenta hombres y haciendo muchos prisioneros. El señor Edward R. Murrow abrió su noticiario nocturno con este reportaje, y Gran se puso a rezar. Como siempre, estaba sentada delante de mi, al otro lado de la mesa. Mi madre, que también había interrumpido la tarea, permanecía apoyada en el fregadero de la cocina, con los ojos cerrados. Oí carraspear a Pappy, que estaba en el porche de atrás, escuchando.

Las conversaciones de paz habían quedado nuevamente interrumpidas y los chinos estaban trasladando más tropas a Corea. El señor Murrow dijo que la paz, en otro tiempo tan cercana, ahora parecía imposible. Aquella noche el tono de su voz sonaba un poco más severo o puede que nosotros estuviéramos más agotados que de costumbre. Un anuncio interrumpió el noticiario y después éste se reanudó con un reportaje sobre un terremoto.

Gran y mi madre estaban trajinando muy despacio en la cocina cuando entró Pappy. Me alborotó el cabello como si todo marchara bien y pregunto:

—¿Qué hay para cenar?

—Chuletas de cerdo —contestó mi madre.

Poco después entró mi padre y todos ocupamos nuestros respectivos lugares. Cuando Pappy terminó de bendecir la comida, rezamos por Ricky. Prácticamente no hubo conversación; los cinco pensábamos en Corea, pero ninguno quería mencionar el tema.

Mi madre estaba hablando de su clase dominical cuando oí el leve chirrido de la mosquitera del porche trasero. Nadie lo oyó más que yo. No soplaba viento, no había nada que pudiera empujar la puerta en uno u otro sentido. Dejé de comer.

—¿Qué te pasa, Luke? —me preguntó Gran.

—Me ha parecido oír algo —conteste.

Todos miraron hacia la puerta. Nada. Luego siguieron comiendo.

Cuando de pronto apareció Percy Latcher en la cocina, nos quedamos de piedra. Cruzó la puerta, avanzó dos pasos y después se detuvo como si se hubiera extraviado. Iba descalzo, estaba cubierto de tierra de la cabeza a los pies y tenía los ojos enrojecidos como sí se hubiera pasado varias horas llorando. Nos miró; lo miramos. Pappy estaba a punto de levantarse para hacer frente a la situación cuando yo le dije:

—Es Percy Latcher.

Pappy permaneció sentado, sosteniendo el cuchillo en la mano derecha. Los ojos de Percy estaban empañados, y, cuando respiró, un leve gemido escapó de su garganta, como si hiciera un esfuerzo por reprimir su cólera. O quizás estuviese herido, o lo estuviera alguien al otro lado del río y él hubiera acudido corriendo a nuestra casa en busca de auxilio.

—¿Qué hay, chico? —masculló Pappy—. Es de simple educación llamar a la puerta antes de entrar.

Percy lo miró fijamente y dijo:

—Lo hizo Ricky.

—¿Qué es lo que hizo Ricky? —preguntó Pappy, en tono repentinamente más suave, como si ya estuviera batiéndose en retirada.

—Lo hizo Ricky.

—¿Qué es lo que hizo Ricky? —repitió Pappy.

—El bebé es suyo —dijo Percy—. De Ricky.

—¡Cállate, chico! —gritó Pappy en tono tajante, asiendo el borde de la mesa como sí estuviera a punto de levantarse para propinarle unos azotes al pobre niño.

—Ella no quería, pero él la convenció —prosiguió Percy, fijando los ojos en mí—. Después se fue a la guerra.

—¿Es eso lo que ella afirma? —preguntó Pappy en tono de enfado.

—No le grites, Eli —intervino Gran—. No es más que un niño. —Respiró hondo y pareció ser la primera en tomar en consideración la posibilidad de que hubiera ayudado a nacer a su propio nieto.

—Eso es lo que ella dice —contestó Percy—. Y es verdad.

—Luke, vete a tu habitación y cierra la puerta —ordenó mi padre, sacándome bruscamente de mi ensimismamiento.

—No —intervino mi madre antes de que yo tuviera tiempo de moverme—. Eso nos atañe a todos. Puede quedarse.

—No debería oírlo.

—Ya lo ha oído.

—Tiene que quedarse —terció Gran, poniéndose de la parte de mi madre y zanjando la cuestión. Daban por sentado que yo deseaba quedarme. Pero lo que yo de verdad deseaba en aquel momento era salir corriendo al patio, buscar a Tally y dar un largo paseo con ella… lejos de su desquiciada familia, lejos de Ricky y de Corea, lejos de Percy Latcher. Sin embargo permanecí donde estaba.

—¿Te han enviado aquí tus padres? —le preguntó mi madre a Percy.

—No, señora. No saben dónde estoy. El bebé se ha pasado todo el día llorando. Libby se ha vuelto loca, dice que quiere arrojarse desde el puente, que quiere matarse, cosas así, y me ha contado lo que le hizo Ricky.

—¿No se lo ha dicho a vuestros padres?

—Sí, señora. Ahora todo el mundo lo sabe.

—Querrás decir que «todo el mundo» de tu familia lo sabe.

—Sí, señora. No se lo hemos dicho a nadie más.

—Ni se os ocurra —rezongó Pappy.

Se había echado hacia atrás en la silla, con los hombros encorvados, asumiendo rápidamente su derrota. Si Libby Latcher afirmaba que Ricky era el padre, todo el mundo le creería. El no estaba presente para defenderse. Y, en un concurso de juramentos, Libby contaría con más partidarios que Ricky, dada la fama de juerguista de éste.

—¿Has cenado, hijo? —preguntó Gran.

—No, señora.

—¿Tienes hambre?

—Sí, señora.

La mesa estaba cubierta de comida que nadie tocaba. A los Chandler se les habían pasado súbitamente las ganas de comer. Pappy se apartó de la mesa diciendo:

—Puede comerse la mía. —Se levantó de un salto, abandonó la cocina y salió al porche delantero. Mi padre lo siguió en silencio.

—Siéntate aquí, hijo.

Gran le señaló a Percy la silla de Pappy.

Le sirvieron un buen plato de comida y un vaso de té azucarado. Se sentó y comió muy despacio. A continuación, Gran se dirigió al porche delantero y nos dejó a mí y a mi madre con Percy. Éste no hablaba a menos que le dijeran algo.

Después de una prolongada discusión, que Percy y yo nos perdimos porque nos enviaron al porche trasero, Pappy y mi padre hicieron subir al niño al camión y lo acompañaron a su casa. Gran y yo nos sentamos en el columpio mientras ellos se alejaban justo cuando empezaba a oscurecer. Mi madre estaba desvainando judías verdes.

—¿Pappy va a hablar con el señor Latcher? —pregunté.

—Estoy segura de que sí —contestó mi madre.

—¿Y de qué hablarán? —En mi mente se agolpaban las preguntas porque ahora suponía que tenía derecho a saberlo todo.

—Seguro que hablarán del bebé —respondió Gran—. Y de Ricky y Libby.

—¿Discutirán?

—No, llegarán a un acuerdo.

—¿Qué clase de acuerdo?

—Acordarán no hablar del bebé y mantener el nombre de Ricky al margen de todo el asunto.

—Eso también te incluye a ti, Luke —dijo mi madre—. Es un secreto muy grande.

—No se lo diré a nadie —prometí con profunda convicción. La idea de que la gente supiera que los Chandler y los Latcher estaban en cierto modo emparentados me horrorizaba.

—¿De veras lo hizo Ricky? —pregunté.

—Por supuesto que no —contestó Gran—. Los Latcher no son gente de fiar. No son buenos cristianos, por eso se quedó embarazada la chica. Seguramente pedirán dinero para cerrar el trato.

—¿Dinero?

—No sabemos lo que pedirán —apuntó mi madre.

—¿Tú crees que lo hizo, mamá?

Vaciló un segundo antes de contestar en un susurro:

—No.

—Yo tampoco lo creo —dije para conferir más fuerza a la afirmación.

Defendería a Ricky con uñas y dientes y, si alguien mencionaba al bebé Latcher, estaba dispuesto a luchar a brazo partido.

Pero Ricky era el principal sospechoso, y todos lo sabíamos. Los Latcher raras veces abandonaban su granja. Había un chico de los Jeter a más de tres kilómetros de distancia, pero yo jamás lo había visto en las inmediaciones del río. Los únicos que vivíamos cerca de los Latcher éramos nosotros, y Ricky el mujeriego y calavera más próximo.

De repente, los asuntos de la iglesia adquirieron importancia y mi madre y Gran se pusieron a hablar animadamente de ellos. Yo tenía muchas otras preguntas que hacer acerca del bebé de los Latcher, pero no tuve ocasión de formular ninguna. Al final, me harté y me fui a la cocina a escuchar la retransmisión del partido de los Cardinals.

Me moría de ganas de estar en la parte de atrás de nuestro camión en la granja de los Latcher, escuchando a escondidas cómo manejaban los hombres la situación.

Mucho después de que me hubieran enviado a la cama, aún permanecía despierto luchando contra el sueño, pues el aire estaba lleno de voces. Cuando mis abuelos hablaban en la cama, los suaves murmullos de sus voces llegaban a mí por el estrecho pasillo. No entendía una sola palabra y ellos, por su parte, trataban por todos los medios de que nadie los oyera. Sin embargo, en ocasiones, cuando estaban preocupados o pensaban en Ricky, no podían evitar hablar hasta altas horas de la noche.

Mientras permanecía tumbado en la cama escuchando sus amortiguados murmullos, comprendí que la situación era grave.

Mis padres salieron al porche delantero y se sentaron en los escalones, a la espera de que una suave brisa aliviara el implacable calor. Al principio, hablaban en voz baja, pero las preocupaciones eran demasiado grandes para que moderasen sus palabras. En la certeza de que yo dormía, levantaron la voz más que de costumbre.

Me levanté y repté por el suelo como una serpiente. Miré por la ventana y los vi sentados en el lugar de siempre, a escasa distancia y de espaldas a mí.

Yo asimilaba cuanto oía. Las cosas no habían ido bien en la granja de los Latcher. Libby se encontraba en la parte de atrás de la casa con el bebé, que no paraba de llorar. Todos los Latcher tenían los nervios de punta y estaban agotados. El señor Latcher se había enfadado con Percy por haber venido a nuestra casa, pero su enojo era mucho mayor cuando hablaba de Libby. Ésta les había dicho que no quería tontear con Ricky, pero que él la había obligado. Pappy lo negó, e incluso afirmó que dudaba que Ricky conociera a Libby, pero no tenía modo de demostrarlo.

En cambio, ellos sí tenían testigos. El propio señor Latcher dijo que en dos ocasiones, justo después de Navidad, Ricky había aparecido en el patio anterior de su casa con el camión de Pappy y se había llevado a Libby a dar un paseo. Habían ido a Monette, donde Ricky la había invitado a un refresco.

Mi padre comentó que, en caso de que así hubiera ocurrido, Ricky debió de elegir Monette porque allí había menos gente que lo conocía. Jamás se habría dejado ver en Black Oak con la hija de un aparcero.

—Es una chica muy guapa —señaló mi madre.

El siguiente testigo era un niño de no más de diez años. El señor Latcher lo llamó y lo hizo salir del grupo que se encontraba a la espera delante de los escalones del porche delantero. El niño declaró haber visto el camión de Pappy aparcado al final de una hilera de algodón, cerca de un matorral. Se encaramó al camión sin que nadie lo advirtiera y vio a Ricky y Libby besándose. No se lo dijo a nadie porque tuvo miedo, y sólo hacia unas horas que había revelado la historia.

Los Chandler, como es natural, carecían de testigos. En nuestra parte del río, no se había observado la menor señal de un incipiente idilio. Ricky jamás se lo habría dicho a nadie. Pappy le habría pegado.

El señor Latcher explicó que había sospechado desde el principio que el padre era Ricky, pero que Libby lo había negado. Y la verdad era que había otros dos muchachos que habían mostrado interés por ella. Pero la muchacha ya lo había confesado todo, que Ricky la había forzado, que ella no quería el bebé.

—¿Quieren que nosotros nos hagamos cargo de la criatura? —preguntó mi madre.

Estuve a punto de emitir un gemido de desesperación.

—No, no creo —contestó mi padre—. ¿Qué más da otro niño en la casa?

Mi madre dijo que el bebé se merecía crecer en un buen hogar. Mi padre contestó que la cuestión estaba descartada, al menos hasta que Ricky reconociese que el niño era suyo, lo cual, conociendo a Ricky, no era probable.

—¿Has visto al bebé? —preguntó mi madre.

—No.

—Es la viva imagen de Ricky —dijo ella.

Mi único recuerdo del Latcher más reciente era el de un pequeño objeto que, en aquel momento, me había hecho evocar la imagen de mi guante de béisbol. Apenas parecía humano. Pero mi madre y Gran se pasaban horas analizando los rostros de la gente para establecer quién se parecía a quién y a quién había sacado la nariz o el cabello. Miraban a los niños en la iglesia y decían: «Se ve claro que es un Chisenhali». O: «Fíjate qué ojos, los ha heredado de su abuela». A mí todos me parecían unos muñequitos.

—¿O sea que tú crees que es un Chandler? —preguntó mí padre.

—No me cabe la menor duda.