Estaba firmemente decidido a permanecer sentado en los escalones del porche delantero hasta que mis padres y Gran regresaran de casa de los Latcher. Ya me imaginaba la escena; las mujeres en la habitación trasera con Libby, los hombres sentados fuera, con todos aquellos niños, lo más lejos posible del lugar donde tenía lugar el parto. Su casa se alzaba justo al otro lado del río, muy cerca de la nuestra, y yo me lo estaba perdiendo.
El cansancio me vencía por momentos y poco faltó para que me quedara dormido. El campamento de los Spruill estaba a oscuras y en silencio, pero yo aún no había visto regresar a Tally.
Crucé la casa de puntillas, oí la respiración de Pappy, sumido en un profundo sueño, y salí al porche trasero. Me senté en el borde con las piernas colgando. Los campos que se extendían más allá del establo y el silo adquirían un suave color gris cuando la luna asomaba entre las nubes dispersas. Cuando éstas volvían a ocultarla, las negras sombras lo cubrían todo de negro. La vi acercarse sola por el camino principal, justo en el momento en que la luz de la luna bañaba fugazmente la tierra. No tenía prisa. Después, todo se sumió de nuevo en la oscuridad. Pasó un buen rato sin que se oyera el menor sonido hasta que ella pisó unas ramas cerca de la casa.
—Tally —murmuré todo lo alto que pude.
Tras una prolongada pausa, contesto:
—¿Eres tú, Luke?
—Aquí —dije—. En el porche.
Iba descalza y no hacía ruido al caminar.
—¿Qué estás haciendo aquí fuera, Luke? —preguntó, de pie delante de mí.
—¿De dónde vienes? —inquirí.
—Fui a dar un paseo.
—¿Y por qué se te ocurrió dar un paseo?
—No lo sé. A veces necesito alejarme de mi familia.
Me parecía muy comprensible. Se sentó a mi lado en el porche, se subió la falda por encima de las rodillas y empezó a balancear las piernas.
—A veces necesito huir de ellos —añadió en voz baja—. ¿Tú nunca sientes deseos de huir, Luke?
—Pues no. Sólo tengo siete años. Pero no pienso pasarme la vida aquí.
—¿Dónde vas a vivir?
—En San Luis.
—¿Por qué San Luis?
—Es donde juegan los Cardinals.
—¿Y tú vas a ser uno de ellos?
—Pues claro.
—Eres un chico muy listo, Luke. Sólo un tonto querría pasarse la vida recolectando algodón. Yo también quiero ir al norte, donde hace frío y hay montones de nieve.
—¿Adónde?
—No lo sé muy bien… A Montreal, quizá.
—Y eso, ¿dónde está?
—En Canadá.
—¿Juegan al béisbol allí?
—No lo creo.
—Pues entonces, olvídalo.
—No, es un sitio muy bonito. Lo estudiamos en la escuela, en la clase de Historia. Lo colonizaron los franceses y por eso todo el mundo habla francés.
—¿Tú hablas francés?
—No, pero puedo aprender.
—Debe de ser fácil. Yo ya puedo hablar español. Juan me enseñó el año pasado.
—¿De veras?
—Sí[1] —contesté.
—Di otra cosa.
—Buenos días. Por favor. Adiós. Gracias. Señor. ¿Cómo está?[2]
—Caray.
—¿Lo ves?, Ya te he dicho que era fácil. ¿Está muy lejos Montreal?
—No lo sé muy bien. Creo que mucho. Por eso me quiero ir allí.
De repente, se encendió una luz en el dormitorio de… Pappy, iluminó el otro extremo del porche y nos sobresaltó.
—No te muevas —susurre.
—¿Quién es? —preguntó, agachándose como si estuvieran a punto de acribillarnos a balazos.
—Es Pappy, que quiere beber un poco de agua. Se pasa toda la noche levantándose.
Pappy entró en la cocina y abrió el frigorífico. Lo observé a través de la mosquitera. Se bebió dos vasos de agua, regresó a grandes zancadas a su dormitorio y apagó la luz. Cuando todo volvió a quedar a oscuras y en silencio, Tally preguntó:
—¿Se pasa toda la noche levantándose?
—Está muy preocupado. Ricky está combatiendo en Corea.
—¿Quién es Ricky?
—Mi tío. Tiene diecinueve años.
Reflexionó un instante y después inquirió:
—¿Es guapo?
—No lo sé. No se me ha ocurrido pensarlo. Es mi mejor amigo y quiero que vuelva a casa.
Pensamos por un momento en Ricky mientras balanceábamos las piernas y la noche iba pasando poco a poco.
—Oye, Luke, el camión se fue antes de la cena. ¿Sabes adónde?
—A casa de los Latcher.
—¿Quiénes son?
—Unos aparceros que viven al otro lado del río.
—¿Y por qué han ido allí?
—No puedo decírtelo.
—¿Por qué?
—Porque es un secreto.
—¿Qué clase de secreto?
—Uno muy gordo.
—Vamos, Luke. Nosotros ya compartimos un par de secretos, ¿verdad?
—Supongo.
—Yo no le he dicho a nadie que me viste en el arroyo, ¿verdad?
—Supongo que no.
—Y, si se lo dijera a alguien, te verías metido en un buen lío, ¿no?
—Supongo que sí.
—¿Lo ves? Yo puedo guardar secretos y tú también. Entonces, cuéntame qué está ocurriendo en casa de los Latcher.
—Prométeme que no se lo dirás a nadie.
—Te lo prometo.
Toda la ciudad sabia que Libby estaba embarazada. ¿De qué servía simular que era un secreto?
—Bueno pues, una chica que se llama Libby Latcher va a tener un bebé. Ahora mismo.
—¿Cuántos años tiene?
—Quince.
—Dios mío.
—Y no quieren que nadie se entere. No han avisado a un médico de verdad porque entonces todo el mundo lo sabría. Le han pedido a Gran que vaya a ayudar al niño a nacer.
—¿Y por qué no quieren que nadie se entere?
—Porque no está casada.
—No fastidies. ¿Y quién es el padre?
—No quiere decirlo.
—¿Nadie lo sabe?
—Nadie más que Libby.
—¿Tú la conoces?
—La he visto varias veces, pero hay muchos Latcher. Conozco a su hermano Percy. Dice que tiene doce años, pero yo no estoy muy seguro. Como no van a la escuela es difícil de saber.
—¿Tú sabes cómo se quedan embarazadas las chicas?
—Me parece que no.
—Pues entonces, será mejor que no te lo diga.
Me parecía muy bien. Una vez Ricky había intentado hablarme de las chicas, pero me pareció muy desagradable.
Se puso a balancear las piernas más rápido mientras asimilaba aquel chisme tan sensacional.
—El río no queda muy lejos —dijo.
—Aproximadamente a un kilómetro y medio.
—¿A qué distancia queda su casa de la otra orilla del río?
—A pocos pasos, bajando por un sendero sin asfaltar.
—¿Has visto nacer a un niño alguna vez, Luke?
—No. He visto nacer vacas y perros, pero nunca a un niño.
—Yo tampoco.
Saltó al suelo, me tomó de la mano y tiró de ella para que bajara del porche.
—Vamos, Luke. Vamos a ver lo que se pueda.
Me arrastró antes de que yo tuviera tiempo de negarme.
—Estás loca, Tally —protesté al fin, tratando de impedírselo.
—No, Luke —murmuró—. Es una aventura, como lo del otro día en el arroyo. ¿Verdad que te gustó?
—Sí.
—Pues entonces, confía en mí.
—¿Y si nos pillan?
—¿Cómo van a pillarnos? Aquí todo el mundo está durmiendo. Tu abuelo acaba de despertar y ni siquiera se le ha ocurrido ir a echarte un vistazo.
De pronto me di cuenta de que habría sido capaz de seguir a Tally adonde fuera.
Avanzamos sigilosamente por detrás de los árboles a través de las rodadas en las que debería haber estado aparcado el camión y seguimos el corto camino, procurando mantenernos lo más alejados posible de los Spruill. Oíamos los ronquidos y la sonora respiración de unas personas cansadas que finalmente se habían quedado dormidas. Nos dirigimos en silencio a la carretera. Tally era muy rápida y ágil y atravesaba la noche como una exhalación. Cuando giramos hacia el río, la luna iluminó el camino. La carretera de un solo carril era justo lo bastante ancha para permitir el paso de dos camiones, y el algodón crecía prácticamente hasta los bordes de la misma. Cuando no brillaba la luna, teníamos que vigilar dónde poníamos los pies, pero cuando lo hacía podíamos levantar los ojos y ver lo que había delante. Ambos íbamos descalzos. En la carretera había la grava suficiente para que nuestros pasos fueran cortos y rápidos; las plantas de nuestros pies eran como el cuero de mi guante de béisbol.
Me moría de miedo, pero no quería que se me notara. Ella parecía que no… no temía que la pillaran, ni la oscuridad, ni acercarse a escondidas a una casa en la que estaba naciendo un niño. Tally era fría, taciturna y casi misteriosa, y parecía casi tan mayor como mí madre. Sin embargo, a veces se reía como una niña, por ejemplo cuando jugaba al béisbol, le gustaba que la miraran cuando se bañaba, daba largos paseos en la oscuridad y, por encima de todo, le encantaba la compañía de un niño de siete años.
Nos detuvimos en el centro del puente y contemplamos con cuidado el agua desde el borde. Le hablé de los peces gato de allí abajo, de lo grandes que eran y de las porquerías que comían, y mencioné que en una ocasión Ricky había pescado uno que pesaba aproximadamente veintidós kilos. Me tomó de la mano mientras cruzábamos el puente y me la apretó ligeramente, no por afán de protegerme sino por afecto.
El camino que conducía a la casa de los Latcher estaba mucho más oscuro. Avanzábamos despacio porque intentábamos ver la casa sin desviarnos. Como no tenían electricidad, no se veía ninguna luz; en el recodo del río donde se levantaba la casa reinaba la oscuridad más absoluta.
Tally oyó algo que nos indujo a detenernos en seco. Unas voces en la distancia. Nos acercamos al borde del algodonal y esperamos pacientemente a que brillara la luna. Señalé con el dedo en distintas direcciones, explicándole dónde creía yo que estaba la casa. Las voces eran infantiles, sin duda se trataba de los hijos de los Latcher.
Al final, la luna decidió colaborar y logramos echar un vistazo al paisaje. La oscura sombra de la casa se encontraba a la misma distancia que mediaba entre nuestro establo y el porche trasero de nuestra casa, a unos ciento cincuenta metros, la misma distancia que separaba la base meta de la pared que señalaba el perímetro del campo del Sportman’s Park, en San Luis. Casi todas las grandes distancias de mi vida se medían tomando como referencia aquella pared. El camión de Pappy estaba aparcado delante.
—Será mejor que demos un rodeo por aquí —dijo tranquilamente, como si hubiera encabezado muchas incursiones como aquélla. Nos agachamos entre el algodón y seguimos una hilera de tallos y después otra, recorriendo en silencio un gran semicírculo a través del algodonal. En casi todas partes, los tallos eran casi tan altos como yo. Cuando llegamos a una brecha en que empezaban a ralear, nos detuvimos para estudiar el terreno. Brillaba una débil luz en la habitación de atrás de la casa, la misma donde se encontraba Libby. Cuando estuvimos directamente al este de la casa, atravesamos las hileras de algodón para acercarnos en silencio a ella.
La posibilidad de que alguien nos viese era muy remota. Nadie nos esperaba, y además estaban pensando en otras cosas. De noche, el algodonal era tupido y oscuro; un niño podía caminar a gatas entre los tallos sin que detectaran su presencia.
Mi cómplice en aquel delito se movía con la misma agilidad que los soldados que yo había visto en el cine. Mantenía los ojos fijos en la casa y apartaba cuidadosamente los tallos para abrirme camino. No pronunciamos una sola palabra. Nos lo tomamos con calma, avanzando lentamente por la parte lateral de la casa. El algodón llegaba casi hasta el angosto patio de tierra y, cuando ya nos encontrábamos a unas diez hileras de distancia, nos detuvimos para examinar la situación.
Oíamos a los hijos de los Latcher alrededor de nuestro camión, que estaba aparcado lo más lejos posible del porche. Mi padre y el señor Latcher permanecían sentados en la plataforma, hablando en voz baja. Los niños guardaban silencio, pero de pronto, se pusieron a hablar todos a la vez. Permanecían a la espera y yo tuve la impresión de que llevaban mucho rato así.
La ventana se encontraba situada justo delante de nosotros, que estábamos más cerca del lugar de los hechos que el resto de los Latcher y mi padre. Además, nuestro escondrijo era tan perfecto que no habrían podido descubrirnos ni con un reflector instalado en el tejado de la casa.
Junto a la ventana, sobre una especie de mesa, había una vela encendida. Las mujeres iban de un lado a otro y, a juzgar por las sombras que subían y bajaban, pensé que debía de haber varias velas en la estancia. La iluminación era muy débil y las sombras muy grandes.
—Acerquémonos un poco —propuso Tally en voz baja.
Ya llevábamos cinco minutos allí, y a pesar de que estaba muy asustado no creía que nos sorprendieran. Mientras esperábamos, sentí que el ritmo de los latidos de mi corazón se iba calmando poco a poco y que se me normalizaba la respiración. Miré alrededor y empecé a oír los sonidos de la noche, el coro de los grillos, el croar, río abajo, de las ranas toro, el murmullo de las roncas voces de los hombres en la distancia.
Mi madre, Gran y la señora Latcher también hablaban en voz muy baja. Las oíamos, pero no conseguíamos entender qué decían.
Todo estaba inmóvil y en silencio, de pronto Libby emitió un grito de dolor que me hizo dar un respingo. Su voz lastimera resonó por los campos, y tuve la certeza de que había muerto. Se hizo de nuevo el silencio, y hasta los grillos parecieron enmudecer por un instante.
—¿Qué ha ocurrido? —pregunté.
—Una contracción del parto —contestó Tally sin apartar los ojos de la ventana.
—¿Y eso qué es?
—Forma parte del proceso —repuso encogiéndose de hombros—. Aún lo va a pasar peor.
—Pobre chica.
—Ella se lo ha buscado.
—¿Qué quieres decir?
—No tiene importancia.
Transcurrieron unos minutos de tranquilidad, tras los cuales oímos llorar a Libby. Su madre y Gran trataban de consolarla.
—Lo siento —repetía Libby, una y otra vez.
—Todo irá bien —dijo su madre.
—Nadie se enterará —dijo Gran.
Era una mentira descarada, pero quizá constituyese un pequeño alivio para Libby.
Uno de los hijos medianos de los Latcher se acercó disimuladamente a la ventana, tal como había hecho yo unas cuantas horas atrás, momentos antes de que Percy estuviera a punto de desgraciarme con aquel terrón. El niño o la niña —no logré distinguir lo que era— empezó a fisgar, cuando uno de sus hermanos mayores le gritó desde el extremo de la casa:
—Lloyd, apártate de la ventana.
Lloyd hizo precipitadamente lo que le decían y se perdió en la oscuridad. Su infracción fue comunicada de inmediato al señor Latcher, que procedió sin tardanza a propinarle a Lloyd una buena zurra no lejos del lugar donde nosotros nos encontrábamos. El señor Latcher estaba utilizando algún tipo de palo y repetía sin cesar:
—¡La próxima vez, buscaré un palo más grande!
Lloyd pensaría sin duda que con aquél era más que suficiente. Sus gritos debían de oírse desde el puente.
Cuando terminó la azotaina, el señor Latcher tronó:
—¡Os he dicho que no os alejéis, pero que os mantengáis apartados de la casa, niños!
No pudimos contemplar la escena, pero ni falta que hacía para imaginar sus efectos.
Me horrorizaba mucho más pensar en la severidad y la duración de la paliza que me propinaría mi padre si llegaba a enterarse de dónde estaba yo en aquellos momentos. De repente, sentí deseos de largarme.
—¿Cuánto se tarda en tener un bebé? —le pregunté en un susurro a Tally, que no tenía aspecto de estar cansada. Permanecía inmóvil, sentada en cuclillas, sin apartar ni por un instante los ojos de la ventana.
—Depende —repuso—. Los primeros siempre tardan más.
—¿Cuánto tarda el séptimo?
—No lo sé. Para entonces, deben de soltarse solos. Pero ¿quién tiene siete hijos?
—La madre de Libby. Siete u ocho. Creo que suelta uno por año.
Estaba a punto de quedarme dormido cuando se produjo la séptima contracción. Una vez más, sacudió toda la casa y dio lugar primero a un llanto desgarrador y después a unas palabras de consuelo. A continuación, volvió a reinar la calma, y comprendí que aquello podía durar mucho rato.
Cuando ya no pude mantener los ojos abiertos por más tiempo, me acurruqué en la cálida tierra entre dos hileras de algodón.
—¿No crees que tendríamos que irnos? —pregunté en voz baja.
—No —contestó Tally con firmeza, sin moverse.
Al cabo de un instante cambió de posición. Se sentó en el suelo con las piernas cruzadas y apoyó suavemente mi cabeza en su regazo. Me acarició los hombros y la cabeza. Yo no quería quedarme dormido, pero no pude evitarlo.
Al despertar, me vi perdido en un mundo extraño, tumbado sobre la tierra, en medio de una oscuridad absoluta. No me moví. Me notaba los pies fríos. Abrí los ojos y miré hacia arriba aterrorizado hasta que distinguí los tallos de algodón por encima de mi cabeza. Oí unas voces apremiantes cerca de allí. «Libby», dijo alguien, y entonces regresé bruscamente a la realidad. Alargué la mano, pero Tally se había ido.
Me incorporé y miré a través de los tallos de algodón. La escena no había cambiado. La ventana seguía abierta, las velas permanecían encendidas, pero mi madre, Gran y la señora Latcher estaban muy ocupadas.
—¡Tally! —susurré, levantando demasiado la voz, pero es que estaba más asustado que nunca.
—¡Chist! —fue la respuesta—. Por aquí.
Apenas lograba distinguir la parte posterior de su cabeza dos hileras por delante de mi y un poco a la izquierda. Había cambiado de sitio para ver mejor. Me arrastré entre los tallos y no tardé en situarme a su lado. La base meta se encuentra a dieciocho metros de la base de lanzamiento. La distancia que nos separaba de la ventana era muy inferior. Sólo dos hileras de algodón se interponían entre nosotros y el patio lateral de la casa. Agachándome y mirando a través de los tallos, vi finalmente los sudorosos rostros de mi madre, mi abuela y la señora Latcher. Miraban hacia abajo donde se encontraba Libby, a quien nosotros no podíamos ver, naturalmente. No se muy bien si me apetecía verla en aquellos momentos, pero a mi compañera de aventura seguro que sí.
A continuación, las mujeres se inclinaron hacia delante y empezaron a ejercer presión, instando a Libby a que empujara hacia fuera y respirase, empujara y respirase, al tiempo que le aseguraban que todo iría bien. Sin embargo, no lo parecía. La pobre chica lloraba desesperadamente, gemía y, de vez en cuando, soltaba unos gritos penetrantes y desgarradores que las paredes de la estancia no lograban amortiguar. Su angustiada voz traspasaba el silencio de la noche, y yo me preguntaba qué debían de pensar sus hermanitos y hermanitas.
En los momentos en que no gemía y lloraba, Libby no cesaba de repetir, «Lo siento, cuánto lo siento», una y otra vez. Era la letanía inútil de una chica que sufría. «Tranquila, cariño», repetía su madre.
—Pero ¿es que no pueden hacer nada? —pregunté en voz baja.
—No, nada en absoluto —respondió Tally—. El bebé sale cuando quiere.
Deseé preguntarle cómo era posible que supiese tantas cosas acerca de los partos, pero me mordí la lengua. No era asunto mío, y seguramente eso mismo me diría.
De repente, se hizo el silencio en la estancia. Mi madre y Gran se apartaron y la señora Latcher se inclinó hacia delante con un vaso de agua.
—¿Qué pasa?
—Nada.
Aquella pausa me dio tiempo para pensar en otras cosas, concretamente en la posibilidad de que me sorprendieran allí. Ya había visto suficiente. Por lo que a mí respectaba la aventura había tocado a su fin. Tally la había comparado con la excursión al arroyo Siler, pero la verdad era que no podía equipararse ni de lejos. Llevábamos varias horas fuera de casa. ¿Y si a Pappy se le ocurría entrar en la habitación de Ricky para comprobar si yo dormía? ¿Y si los Spruill despertaban y empezaban a buscar a Tally? ¿Y si mi padre se hartaba y se iba a casa?
La paliza que me propinarían me dolería varios días seguidos, eso siempre y cuando consiguiera sobrevivir. Estaba empezando a asustarme en serio cuando Libby soltó otro aullido y las mujeres le suplicaron que empujara y respirara.
—¡Ya está! —exclamó mi madre, y entonces las mujeres empezaron a afanarse alrededor de la muchacha.
—¡Sigue empujando! —dijo Gran, levantando la voz.
Los gemidos de Libby se intensificaron. Estaba agotada, pero por lo menos ya empezaba a vislumbrarse el final.
—No te rindas, cariño —le imploró su madre—. No te rindas.
Tally y yo permanecimos inmóviles, hipnotizados por los dramáticos acontecimientos que se estaban produciendo tan cerca del Lugar donde nos encontrábamos. Me tomó de la mano y me la estrechó con fuerza. Mantenía las mandíbulas apretadas y los ojos muy abiertos a causa del asombro.
—Es un varón —dijo Gran, levantando en alto al bebé, todavía cubierto de sangre y restos de placenta.
—Es un varón —repitió la señora Latcher.
Libby no hizo comentario alguno al respecto.
Era más de lo que yo esperaba ver.
—Vámonos —dije, tirando de Tally para alejarme, pero ella no se movió.
Gran y mi madre seguían atendiendo a Libby mientras la señora Latcher limpiaba al bebé, que por algún motivo, estaba muy enfadado y no paraba de llorar. No pude por menos de pensar en lo triste que sería convertirse en un Latcher haber nacido en una casa tan sucia y pequeña y entrar a formar parte de aquella manada de chiquillos.
Al cabo de unos minutos, Percy se acercó a la ventana.
—¿Podemos ver al bebé? —preguntó casi sin atreverse a mirar.
—Dentro de un minuto —contestó la señora Latcher.
Todos los Latcher, incluido el padre, que ahora también era abuelo, se congregaron junto a la ventana, esperando para ver al niño. Estaban justo delante de nosotros, a medio camino, más o menos entre la base meta y la base de lanzamiento, por lo que yo dejé casi de respirar por temor a que nos oyeran. Pero en aquel momento ninguno de ellos pensaba en los intrusos. Todos miraban por la ventana abierta, petrificados por el asombro.
La señora Latcher se acercó a ellos con el bebé en brazos y se inclinó para presentarlo a la familia. Me recordó mi guante de béisbol; el bebé era casi tan oscuro como éste e iba envuelto en una toalla. Permaneció en silencio un instante, sin que al parecer le impresionase la muchedumbre que lo contemplaba.
—¿Cómo está Libby? —preguntó uno de ellos.
—Está bien —contestó la señora Latcher.
—¿Podemos verla?
—Ahora mismo, no. Está muy cansada.
Se apartó con el bebé y los restantes Latcher se retiraron poco a poco a la parte delantera de la casa. No vi a mi padre, pero imaginé que estaría escondido cerca de su camión. Ni por todo el dinero del mundo habría contemplado a un recién nacido ilegítimo.
Las mujeres se pasaron unos cuantos minutos tan ocupadas como poco antes del alumbramiento, pero poco a poco fueron finalizando su trabajo.
Mi trance hipnótico se desvaneció lentamente, y comprendí que nos encontrábamos muy lejos de casa.
—¡Tenemos que irnos, Tally! —dije en un susurro apremiante.
Ella se mostró de acuerdo, y la seguí mientras volvíamos atrás, abriéndonos paso a través del algodonal, girar posteriormente hacia el sur y echar a correr hacia mi casa. Nos detuvimos para orientarnos. No se veía la luz de la ventana. La luna se había ocultado. No se distinguían sombras ni siluetas en la granja de los Latcher. La oscuridad era absoluta.
Giramos hacia el oeste entre las hileras de algodón, avanzando en sentido transversal y apartando los tallos con las manos para que no nos arañaran el rostro. Al final, las hileras se acabaron y encontramos el sendero que conducía al camino principal. Me dolían los pies y tenía las piernas lastimadas, pero no podíamos perder tiempo. Echamos a correr hacia el puente. Tally quería detenerse para contemplar las agitadas aguas de abajo, pero yo la insté a seguir adelante.
—Vamos a caminar —dijo al llegar al otro lado, y por un instante dejamos de correr.
Avanzamos en silencio, tratando de recuperar el aliento. El cansancio nos vencía por momentos; la aventura había merecido la pena, pero estábamos pagando un precio muy alto. Ya nos encontrábamos muy cerca de la granja cuando oímos un retumbo a nuestras espaldas. ¡Unos faros delanteros! ¡En el puente! Presas del pánico, echamos a correr como alma que lleva el diablo. Tally era más veloz que yo, lo que habría resultado humillante en otras circunstancias, pero en aquellos momentos no tenía tiempo para avergonzarme, ni siquiera cuando ella aminoró el ritmo para no dejarme rezagado.
Sabía que mi padre no iría muy rápido, pues era de noche y en el camión iban mi madre y Gran, pero los faros seguían ganando terreno. Cuando llegamos a las inmediaciones de la casa, saltamos por encima de la cuneta y echamos a correr por el borde de un campo. El motor se oía cada vez más cerca.
—Yo esperaré aquí, Luke —me dijo Tally, deteniéndose cerca del límite de nuestro patio. El camión ya se nos echaba encima—. Tú corre al porche trasero y entra sin hacer ruido. Yo esperaré aquí hasta que hayan entrado en la casa. Date prisa.
Eché a correr y doblé rápidamente la esquina de la parte de atrás de la casa justo en el momento en que el camión entraba en el patio. Me deslicé sigilosamente en la cocina y me dirigí a la habitación de Ricky, donde tomé una almohada y me acurruqué en el suelo junto a la ventana. Estaba demasiado sucio y mojado para acostarme en la cama y recé para que ellos se sintieran demasiado cansados para comprobar si yo dormía.
Penetraron en la cocina sin apenas hacer ruido. Hablaron en susurros mientras se quitaban los zapatos y las botas. Un oblicuo rayo de luz se coló en mi habitación. Las sombras de mis padres y de Gran lo atravesaron, pero a nadie se le ocurrió ir a ver cómo estaba el pequeño Luke. Se acostaron en cuestión de minutos, y la casa quedó sumida en el silencio. Tenía previsto esperar un poco y después ir a la cocina y lavarme la cara y las manos con un trapo. Luego me acostaría en la cama y dormiría profundamente. Si me oían trajinar por la cocina, diría que ellos me habían despertado al entrar en la casa.
La elaboración de ese plan fue lo último que recuerdo antes de quedarme dormido como un tronco.