15

El jueves por la tarde, mi madre me fue a buscar a los campos y me dijo que me necesitaba en el huerto. Yo desaté la correa del saco y dejé a los otros trabajadores perdidos en medio del algodonal. Regresamos a la casa, felices de que la jornada laboral hubiera terminado para nosotros.

—Hemos de visitar a los Latcher —dijo mi madre por el camino—. Estoy muy preocupada por ellos. Puede que estén pasando hambre, ¿sabes?

Los Latcher tenían un huerto, aunque no era gran cosa. Yo dudaba mucho que pasaran hambre. Por supuesto que no estaban en situación de ahorrar ni un centavo, pero en el condado de Craighead nadie se moría de hambre. Hasta los más míseros aparceros conseguían cultivar unos cuantos tomates y pepinos. Todas las familias de agricultores tenían unas cuantas gallinas ponedoras.

Sin embargo, mi madre estaba firmemente decidida a ver a Libby para confirmar o negar los rumores que corrían.

Cuando entramos en nuestro huerto, comprendí cuál era su propósito. Si nos dábamos prisa y llegábamos a casa de los Latcher antes de que terminara la jornada, los padres y todos los hijos se encontrarían en los campos. Si Libby estaba embarazada, se hallaría en casa, probablemente sola. No tendría más remedio que salir y aceptar las verduras. La sorprenderíamos y, en ausencia de sus progenitores, no podría evitar ser objeto de nuestra bondad cristiana. Era un plan genial.

Bajo la severa supervisión de mi madre, empecé a arrancar tomates, pepinos, guisantes, judías, maíz…

—Arranca este tomatito rojo de aquí, Luke, a tu derecha —dijo—. No, no, esos guisantes pueden esperar. No, aquel pepino no está del todo a punto.

A pesar de que muy a menudo ella misma recogía las hortalizas, mi madre prefería supervisar la tarea. Resultaba más fácil conservar el equilibrio del huerto si ella se mantenía a cierta distancia, echaba un vistazo al conjunto y, con la mirada propia de un artista, encauzaba mis esfuerzos, o los de mi padre, hacia la eliminación de las malas hierbas que perjudicaban el desarrollo de las hortalizas.

Yo aborrecía el huerto, pero en aquellos momentos aborrecía mucho más estar en el campo recolectando algodón.

Mientras alargaba la mano hacia una mazorca de maíz, vi entre los tallos algo que me indujo a detenerme en seco. Más allá del huerto, había una pequeña y umbría franja de hierba, demasiado estrecha para jugar a arrojar la pelota y, por consiguiente, completamente inservible. Lindaba con el muro este de nuestra casa, el más alejado de cualquier clase de tráfico. En el lado oeste estaba la puerta de la cocina, la zona de aparcamiento de nuestro camión, los senderos que conducían al establo, los cobertizos y los algodonales. Todo ocurría en el lado oeste; en el este no ocurría nada. En la esquina, de cara al huerto e invisible a los ojos del mundo, alguien había pintado parcialmente, de blanco, la tabla de madera de la parte inferior. El resto de la casa conservaba el mismo color marrón claro de siempre, el triste color de las viejas y resistentes tablas de roble.

—¿Qué ocurre, Luke? —me preguntó mi madre.

Por ser el huerto su refugio, jamás tenía prisa en él, pero aquel día quería tender una emboscada y el tiempo revestía una importancia primordial.

—No lo sé —contesté, todavía azorado.

Se acercó a mí, miró a través de los tallos de maíz que bordeaban y protegían su huerto y, cuando sus ojos se posaron en la tabla pintada, ella también se quedó de piedra.

La capa de pintura era gruesa en la esquina, pero más delgada en la zona cercana a la parte posterior de la casa. Se trataba evidentemente de un trabajo en vías de ejecución. Alguien estaba pintándonos la casa.

—Es Trot —susurró mi madre, esbozando una sonrisa.

No se me había ocurrido pensar en él, pero comprendí de inmediato que no podía ser otro. ¿Quién si no hubiera podido ser? ¿Quién se pasaba todo el día holgazaneando en el patio delantero sin nada que hacer mientras los demás trabajábamos como esclavos en los campos?

Había sido Trot quien había gritado a Hank que dejara de atormentarme a propósito de nuestra casa sin pintar, propia de pobretones. Trot había acudido en mi ayuda. Pero ¿de dónde sacaba el dinero para la pintura? Y ¿por qué lo hacía? Las preguntas eran muchas.

Mi madre retrocedió y salió del huerto. La seguí hasta la esquina de la casa, donde ambos examinamos la pintura. Se percibía su olor, y parecía que aún estaba un poco pegajosa. Volvió la mirada hacia el patio delantero. No se veía a Trot por ninguna parte.

—¿Qué vamos a hacer? —pregunté.

—Nada, al menos por el momento.

—¿Se lo dirás a alguien?

—Se lo comentaré a tu padre. Entretanto, será nuestro secreto.

—Tú me dijiste una vez que los niños no debían guardar secretos.

—No deben guardar secretos a sus padres.

Llenamos dos cestos de paja con toda clase de hortalizas y los cargamos en el camión. Mi madre conducía una vez al mes, aproximadamente. Sabía llevar el camión de Pappy, pero no conseguía relajarse detrás del volante. Agarró éste con fuerza, pisó bruscamente el embrague y el freno e hizo girar la llave de encendido. Experimentamos una sacudida y brincamos en el asiento al hacer marcha atrás, y hasta nos reímos cuando el viejo camión se puso en marcha. Mientras nos alejábamos, vi a Trot tumbado bajo el camión de los Spruill, observándonos desde detrás de un neumático trasero.

La diversión cesó pocos minutos después, cuando llegamos al río.

—Agárrate, Luke —dijo mi madre mientras cambiaba a primera y se inclinaba sobre el volante, presa de un inmenso terror.

¿Que me agarrara a qué? El puente era de un solo carril y carecía de pretiles. Si el camión se desviaba de su trayectoria y caíamos, ambos moriríamos ahogados.

—Tú puedes hacerlo, mamá —la animé sin demasiada convicción.

—Pues claro que puedo —repuso.

Yo había cruzado el puente con ella otras veces, y siempre había sido una aventura. Lo atravesamos muy despacio sin atrevemos a mirar hacia abajo. Contuvimos la respiración hasta que llegamos al otro lado.

—Buen trabajo, mamá —dije.

—No tiene importancia —contestó, exhalando finalmente el aire.

Al principio, no vi a ningún Latcher en el algodonal, pero cuando estuvimos más cerca de la casa, detecté varios sombreros de paja en el extremo más alejado del mismo. Ignoro si nos oyeron, pero no interrumpieron su tarea. Aparcamos cerca del porche delantero mientras el polvo que había levantado el camión se posaba alrededor de éste. Antes de que tuviéramos tiempo de apeamos, la señora Latcher bajó por los escalones, secándose nerviosamente las manos con una especie de trapo. Parecía que estuviera hablando sola y se la veía muy preocupada.

—Hola, señora Chandler —dijo, apartando la mirada.

Nunca supe por qué no llamaba a mi madre por su nombre de pila. Era mayor que ella y tenía por lo menos seis hijos más.

—Hola, Darla. Le hemos traído unas cuantas hortalizas.

Ambas mujeres se encontraban frente a frente.

—Me alegro de que haya venido —dijo la señora Latcher con cierta inquietud.

—¿Qué ocurre?

La señora Latcher me miró, pero sólo por espacio de un segundo.

—Necesito su ayuda. Es Libby. Creo que está a punto de dar a luz a su bebé.

—¿Un bebé? —dijo mi madre como si no tuviera ni idea del asunto.

—Sí. Creo que está de parto.

—Pues entonces, avisemos a un médico.

—Oh, no. No podemos. Nadie lo sabe. Nadie en absoluto. Hay que mantenerlo en secreto.

Yo me había desplazado a la parte posterior del camión y me había agachado un poco para que la señora Latcher no pudiera verme. Pensé que, de esa manera, seguiría hablando sin que mi presencia la condicionara. Algo muy gordo estaba a punto de ocurrir y yo no quería perderme ningún detalle.

—Estamos muy avergonzados —añadió con la voz quebrada por la angustia—. No quiere decirnos quién es el padre, y en estos momentos no me importa. Sólo deseo que nazca el niño.

—Pero necesita un médico.

—No, señora. Eso no debe saberlo nadie. Si viene el médico, todo el condado se enterará. Tiene usted que guardar el secreto, señora Chandler. ¿Me promete que lo hará?

La pobre mujer estaba al borde de las lágrimas. Quería con desesperación guardar un secreto que desde hacia varios meses era la comidilla de Black Oak.

—Déjeme verla —dijo mi madre sin responder a la pregunta.

Ambas se encaminaron hacia la casa.

—Luke, tú quédate aquí, en el camión —me ordenó mi madre, volviendo la cabeza.

En cuanto entraron en la casa, me dirigí a la parte de atrás de ésta y atisbé a través de la primera ventana que vi. Era una minúscula sala de estar en el suelo de la cual había un colchón viejo y sucio. De pronto oí las voces de mi madre y la señora Latcher a través de la ventana contigua. Me acerqué y presté atención. Tenía el algodonal detrás de mí.

—Libby, la señora Chandler está aquí —anunció la señora Latcher—. Ha venido para ayudarte.

Libby gimoteó algo que yo no conseguí entender. Tuve la impresión de que estaba sufriendo mucho. Después la oí decir:

—Cuánto me arrepiento.

—Todo irá bien —dijo mi madre—. ¿Cuándo han empezado los dolores?

—Hace aproximadamente una hora —contestó la señora Latcher.

—Tengo mucho miedo, mamá —dijo Libby, levantando un poco más la voz, su tono era de absoluto terror. Ambas mujeres trataron de tranquilizarla.

Yo ya no era inexperto en el tema de la anatomía femenina, y estaba deseando echar un vistazo a una chica embarazada. Pero la oía demasiado cerca de la ventana, y si me sorprendían espiando mi padre se pasaría una semana zurrándome. La contemplación prohibida de una mujer de parto era sin duda un pecado de la máxima gravedad. Era probable incluso que me quedara ciego en el acto.

Pero no pude contenerme. Me agaché y me situé justo bajo el alféizar. Me quité el sombrero de paja y estaba empezando a incorporarme poquito a poco cuando un pesado terrón se estrelló ruidosamente contra la parte lateral de la casa a menos de dos palmos de mi cabeza, haciendo crujir las maltrechas tablas y asustando a las mujeres hasta el punto de hacerlas gritar. Unos fragmentos de tierra me salpicaron el costado de la cara. Caí al suelo y me aparte rodando de la ventana. Después me levanté precipitadamente y miré hacia el algodonal.

Percy Latcher se encontraba a dos pasos de allí, entre dos hileras de algodón, sosteniendo otro terrón en una mano mientras me apuntaba con el que sostenía en la otra.

—Es su chico —dijo una voz.

Miré hacia la ventana y vislumbré fugazmente la cabeza de la señora Latcher. Eché otro vistazo a Percy y corrí como un perro escaldado hacia el camión. Salté al asiento delantero, subí el cristal de la ventanilla y esperé a mi madre.

Percy desapareció en el algodonal. La jornada estaba a punto de terminar y yo quería irme antes de que el resto de los Latcher regresaran.

Un par de chiquillos, niño y niña, ambos desnudos, aparecieron en el porche. Me pregunté qué debían de pensar de su hermana mayor, que estaba a punto de dar a luz. Me miraron fijamente sin decir nada.

Mi madre salió apresuradamente de la casa seguida de la señora Latcher, en dirección al camión.

—Voy por Ruth —dijo mi madre, refiriéndose a Gran.

—Dese prisa, se lo ruego —pidió la señora Latcher.

—Ruth lo ha hecho muchas veces.

—Que venga, por favor. Y no se lo diga a nadie. Podemos confiar en usted, ¿verdad, señora Chandler?

Mi madre estaba abriendo la portezuela para subir.

—Por supuesto que sí.

—Estamos muy avergonzados —dijo la señora Latcher, enjugándose las lágrimas—. Por favor, no se lo diga a nadie.

—Todo irá bien, Darla —la tranquilizó mi madre, haciendo girar la llave de encendido—. Regresaré en cuestión de media hora.

Hicimos bruscamente marcha atrás y, tras unas cuantas sacudidas y paradas, conseguimos dar la vuelta y abandonamos la granja de los Latcher. Ahora mi madre conducía mucho más rápido y mantenía casi toda su atención centrada en el volante.

—¿Has visto a Libby Latcher? —me pregunto.

—No, señora —contesté enérgica y rápidamente.

Sabia que iba a preguntármelo y ya tenía preparada la respuesta.

—¿Seguro?

—Sí, señora.

—¿Qué estabas haciendo al lado de la casa?

—Paseaba por allí cuando Percy me arrojó un terrón. Eso fue lo que golpeó contra la casa. Yo no tuve la culpa, fue Percy.

Mis palabras eran rápidas y seguras, y comprendí que mi madre deseaba creerme. Tenía cosas mucho más importantes en qué pensar.

Nos detuvimos al llegar al puente. Cambió a primera, contuvo la respiración y repitió:

—Agárrate, Luke.

Gran estaba junto a la bomba del patio trasero, secándose el rostro y las manos antes de empezar a preparar la cena. Tuve que correr para seguir el ritmo de los pasos de mi madre, que anuncio:

—Debemos ir a casa de los Latcher. La chica está de parto y su madre quiere que la ayudes a dar a luz.

—Vaya por Dios —dijo Gran mientras un brillo de expectación iluminaba de repente sus ojos cansados—. O sea que era cierto que estaba embarazada.

—Eso parece. Lleva más de una hora de parto. Yo escuchaba con gran interés, disfrutando de mi participación en todo aquel asunto, cuando de pronto y sin motivo aparente, ambas mujeres volvieron la mirada hacia mí.

—Luke, entra en la casa —me indicó mi madre con cierta severidad mientras la señalaba con el dedo como si yo no supiera dónde estaba.

—¿Qué he hecho ahora? —pregunté, compungido.

—Te digo que entres —insistió mientras me alejaba.

Reanudaron su conversación en voz baja y, cuando yo ya había alcanzado el porche trasero, atrás, mi madre me animó.

—¡Luke, corre y busca a tu padre! ¡Lo necesitamos!

—¡Y date prisa! —añadió Gran, emocionada ante la perspectiva de atender a una paciente de verdad.

Yo no quería regresar a los campos, y habría protestado si no hubiese sido porque Libby Latcher estaba a punto de tener un bebé.

—Si, señora —dije, y pasé corriendo por delante de ellas.

Mi padre y Pappy se encontraban junto al remolcador, pesando algodón por última vez aquel día. Ya eran casi las cinco y los Spruill estaban reunidos con sus pesados sacos. A los mexicanos no se les veía por ninguna parte.

Conseguí llevar a mi padre aparte y le expliqué la situación. Él le dijo algo a Pappy y regresamos trotando a la casa. Gran estaba recogiendo todo lo que necesitaba: alcohol, toallas, analgésicos, frascos de horribles remedios que harían que Libby se olvidara del parto. Ordenaba su arsenal sobre la mesa de la cocina con unas energías que yo jamás le había visto.

—¡Límpiate! —le dijo bruscamente a mi padre—. Tienes que acompañarnos, y puede que la cosa dure un buen rato.

Adiviné que a mi padre no le hacia ninguna gracia verse envuelto en aquel asunto, pero no pensaba discutir con su madre.

—Yo también voy a limpiarme —dije.

—Tú no vas a ninguna parte —me espetó mi madre desde el fregadero de la cocina, donde estaba troceando un tomate.

Pappy y yo tendríamos que cenar las sobras, aparte de la habitual bandeja de pepinos y tomates.

Se fueron corriendo a salvar a Libby, mi padre al volante y mi madre apretada entre él y Gran. Me quedé en el porche delantero viéndolos alejarse a toda velocidad en medio de una nube de polvo hasta que el camión se detuvo al llegar al río. Me moría de ganas de ir.

Cenaríamos a base de judías verdes y bizcochos fríos. Pappy aborrecía las sobras. En su opinión, las mujeres habrían tenido que dejar la cena preparada antes de ir a ayudar a los Latcher, y es que él ni siquiera se mostraba de acuerdo en que se les enviara comida.

—No comprendo por qué se han tenido que ir las dos mujeres —murmuró mientras se sentaba—. Son más curiosas que los gatos, ¿verdad, Luke? Estaban deseando ir allí y ver a la chica embarazada.

—Sí, señor —dije.

Pappy bendijo la comida con una rápida plegaria y comimos en silencio.

—¿Con quién juegan los Cardinals? —preguntó al fin.

—Con los Reds.

—¿Quieres escuchar el partido?

—Pues claro.

Escuchábamos el partido todas las noches. ¿Qué otra cosa podíamos hacer?

Quitamos la mesa y dejamos los platos sucios en el fregadero. A Pappy jamás se le habría pasado por la cabeza lavarlos; eso era un trabajo de mujeres.

Cuando oscureció, fuimos al porche, nos sentamos en nuestros lugares habituales y esperamos a Harry Caray y a los Cardinals. La atmósfera era densa y todavía tremendamente calurosa.

—¿Cuánto se tarda en tener un hijo? —pregunte.

—Depende —contestó Pappy desde el columpio.

Fue lo único que dijo. Tras esperar el tiempo suficiente, pregunté:

—¿De qué depende?

—Pues de muchas cosas. Algunos niños salen enseguida y otros tardan varios días.

—¿Cuánto tardé yo?

—Creo que no lo recuerdo —repuso tras reflexionar un instante—. Los primeros siempre tardan más.

—¿Estabas cerca?

—No. Estaba sentado en un tractor.

La llegada al mundo de los niños no era un tema que a Pappy le interesara demasiado, de modo que la conversación empezó a languidecer.

Vi a Tally abandonar el patio delantero y perderse en la oscuridad. Los Spruill se disponían a acostarse, la fogata donde cocinaban estaba a punto de apagarse.

Los Reds se apuntaron cuatro carreras en la primera mitad de la primera entrada. Pappy se llevó tal disgusto que se fue a la cama. Yo apagué la radio y me quedé sentado en el porche, esperando volver a ver a Tally. Al cabo de unos minutos, oí los ronquidos de Pappy.