14

A primera hora de la mañana del lunes nos reunimos en silencio junto al tractor. Hubiera deseado regresar a la casa, acostarme en la cama de Ricky y pasarme varios días durmiendo, sin acordarme del algodón, ni de Hank Spruill, ni de nada que hiciera la vida desagradable. «Podemos descansar en invierno», solía decir Gran, y era verdad. Una vez recolectado el algodón y arados los campos, nuestra pequeña granja se pasaba los meses fríos en estado de hibernación.

Pero a mediados de septiembre el invierno era un sueño lejano. Pappy, el señor Spruill y Miguel estaban hablando cerca del tractor con expresión muy seria. Los demás intentábamos escuchar. Los mexicanos aguardaban agrupados a cierta distancia. Se había elaborado un plan, según el cual éstos empezarían con el algodón que había cerca del establo a fin de que pudieran desplazarse a pie a los campos. Los de Arkansas trabajaríamos un poco más allá, y el remolque constituiría la línea divisoria entre los dos grupos. Era imprescindible que Hank y Cowboy estuvieran separados, o de lo contrario se produciría otra muerte.

—Ya no quiero más problemas —le oí decir a Pappy.

Todos sabían que la navaja automática jamás abandonaría el bolsillo de Cowboy, y dudábamos mucho que Hank, a pesar de lo tonto que era, cometiese la estupidez de volver a atacarlo. Durante el desayuno de aquella mañana, Pappy había aventurado la hipótesis de que Cowboy quizá no fuera el único mexicano armado. Bastaría un gesto imprudente por parte de Hank para que aparecieran navajas automáticas por doquier. El señor Spruill se mostró de acuerdo y le aseguró a mi padre que ya no habría más problemas. Para entonces, sin embargo, nadie creía que el señor Spruill, o cualquier otra persona, fuera capaz de controlar a Hank.

La víspera había llovido, pero no quedaba ni rastro de ello en los campos; el algodón estaba seco y la tierra casi polvorienta. No obstante, tanto Pappy como mi padre habían visto en la lluvia un siniestro presagio de las inevitables inundaciones y su nerviosismo se nos estaba contagiando a los demás.

Nuestras cosechas eran casi perfectas y sólo nos quedaban unas cuantas semanas para recolectarlas antes de que se abrieran los cielos. Cuando el tractor se detuvo cerca del remolque, tomamos rápidamente nuestros sacos y desaparecimos entre los tallos de algodón. No se oían risas ni cantos en la zona en que se encontraban los Spruill ni el menor sonido en el lugar donde estaban los mexicanos. Y yo no hice la siesta. Recolecté a la mayor velocidad que pude.

El sol se elevó rápidamente en el cielo y achicharró el rocío que cubría las cápsulas de algodón. El denso aire se me pegaba a la piel y me empapaba el mono, y el sudor me goteaba por la barbilla. Una pequeña ventaja del hecho de ser tan bajito era que casi todos los tallos eran más altos que yo, gracias a lo cual podía disfrutar de un poco de sombra.

Con dos días de recolección a marchas forzadas, conseguimos llenar el remolque. Pappy lo llevó a la ciudad. Tal como ocurría con mi madre y el huerto, era una de las tareas que se habían asignado mucho antes de que yo naciese. Estaba previsto que yo lo acompañara, y me encantaba hacerlo, pues significaba un viaje a la ciudad, aunque sólo fuera hasta la desmotadora.

Después de una comida rápida, llevamos el camión al algodonal y le enganchamos el remolque. Luego subimos a éste y lo cubrimos todo con la lona para que ninguna cápsula se escapara volando. Nos parecía un crimen que se perdiera un solo grano de algo que tanto trabajo nos había costado recolectar.

Mientras regresábamos a la casa, vi a los mexicanos reunidos detrás del establo, comiendo con parsimonia sus tortillas. Mi padre se encontraba en el cobertizo de las herramientas, arreglando la cámara de un neumático delantero del John Deere. Las mujeres estaban lavando los platos. Pappy detuvo bruscamente el camión.

—Quédate aquí —me dijo—. Vuelvo enseguida.

Había olvidado algo.

Cuando regresó de la casa, llevaba su escopeta de caza del calibre 12, que colocó debajo del asiento sin decir nada.

—¿Vamos a cazar? —pregunté, aunque sabía muy bien que no iba a contestar.

La cuestión de los Sisco no se había comentado durante la comida ni tampoco en el porche. Creo que los mayores habían decidido no hablar del tema, al menos en mi presencia. Sin embargo, la escopeta sugería una variada serie de posibilidades.

De inmediato pensé en un tiroteo estilo Gene Autry alrededor de la desmotadora. Los buenos, es decir, los agricultores, a un lado, disparando a lo bestia desde detrás y por entre sus remolques de algodón; y los malos, los Sisco y sus amigos, al otro lado, devolviendo los disparos. El algodón recolectado volaba por los aires y los remolques recibían un impacto tras otro. Los cristales de las ventanas estallaban. Los camiones explotaban. Cuando cruzábamos el río, el recinto de la desmotadora estaba cubierto de cadáveres.

—¿Vas a disparar contra alguien? —inquirí en un intento de obligar a Pappy a hablar.

—Tú ocúpate de tus asuntos —contestó en tono áspero mientras cambiaba de marcha.

A lo mejor, tenía una cuenta pendiente con alguien que lo había ofendido. Me vino a la mente una de las historias preferidas de los Chandler. Cuando era mucho más joven, Pappy, como todos los agricultores, trabajaba la tierra con un tiro de mulos. Eso era mucho antes de que se utilizaran los tractores, y para llevar a cabo las labores del campo el hombre se valía de los animales. Un día, un bien intencionado vecino llamado Woolbright vio a Pappy en los campos. Al parecer, Pappy tenía problemas con los mulos. Según Woolbright, estaba golpeando a las pobres bestias en la cabeza con un bastón de gran tamaño. Más tarde, Woolbright comentó en el Tea Shoppe:

—Si hubiera tenido a mano un saco de arpillera mojado, le habría enseñado a Eli Chandler un par de cosas.

Se corrió la voz y Pappy se enteró de lo que Woolbright había dicho. Unos días más tarde, tras haberse pasado una larga y calurosa jornada en los campos, Pappy tomó un saco de arpillera, lo introdujo en un cubo de agua y, saltándose la cena, recorrió a pie los cinco kilómetros (o los ocho o los quince, depende de quién contara la historia) que lo separaban de la casa de Woolbright.

Una vez allí, llamó a gritos a Woolbright y le pidió que saliera para resolver un asunto. Woolbright estaba terminando de cenar, y puede que tuviese o que no un montón de hijos. Sea como fuere, Woolbright se acercó a la puerta mosquitera, miró hacia el patio y llegó a la conclusión que estaría más seguro dentro.

Pappy repitió varias veces a voz en cuello que saliera.

—¡Woolbright! —gritó—. Sal a terminar el trabajo.

Woolbright se retiró al interior de la casa y Pappy, al comprender que no iba a salir, arrojó el saco de arpillera al otro lado de la puerta mosquitera. Después recorrió los cinco, los ocho, o los quince kilómetros en sentido contrario para regresar a casa y se fue a la cama sin cenar.

Ya había oído contar la historia tantas veces que me la creía. Hasta mi madre se la creía. Eli Chandler había si lo un pendenciero en sus años mozos, y a los sesenta seguía teniendo mucho genio. Pero jamás hubiera matado a nadie, a no ser en legítima defensa, y prefería utilizar los puños o armas menos amenazadoras, como un saco de arpillera. Había decidido llevar la escopeta por si acaso. Los Sisco eran unos locos.

La desmotadora estaba rugiendo cuando llegamos. Nos precedía una larga fila de remolques, y yo sabía que pasaríamos varias horas allí. Estaba oscuro cuando Pappy apagó el motor y tamborileó con los dedos sobre el volante. Jugaban los Cardinals y yo deseaba regresar a casa.

Antes de bajar del camión, Pappy examinó los remolques, los camiones y los tractores y observó a los peones y los trabajadores de la desmotadora, que iban de un lado para otro ocupados en sus tareas. Estaba buscando camorra y, al no ver ninguna posibilidad, dijo finalmente:

—Voy a echar un vistazo. Espera aquí.

Lo vi caminar arrastrando los pies por la grava y detenerse junto a un grupo de hombres que se encontraban delante de la puerta del despacho. Permaneció un rato con ellos, hablando y escuchando. Cerca de un camión situado por delante de nosotros, había otro grupo, formado por unos jóvenes que fumaban y charlaban mientras esperaban. A pesar de que la desmotadora era el centro de toda la actividad, las cosas se movían muy despacio. Me pareció ver una figura detrás de nuestro camión.

—Hola, Luke —dijo una voz, pegándome un susto.

Me volví bruscamente y vi el simpático rostro de Jackie Moon, un chico mayor que yo que vivía al norte de la ciudad.

—Hola, Jackie —contesté, soltando un suspiro de alivio. Por una décima de segundo, había temido que uno de los Sisco nos hubiera tendido una emboscada. Jackie se apoyó en el guardabarros delantero, de espaldas a la desmotadora, y se sacó del bolsillo un cigarrillo ya liado.

—¿Sabéis algo de Ricky? —me preguntó.

Contemplé el cigarrillo.

—Últimamente, no —contesté—. Recibimos una carta hace un par de semanas.

—¿Qué tal está?

—Supongo que bien.

Rascó una cerilla contra el costado de nuestro camión y encendió el cigarrillo. Era alto y delgado y llevaba un montón de tiempo siendo una estrella del baloncesto en el Instituto de Monette. Él y Ricky jugaban juntos hasta que sorprendieron a éste fumando detrás de la escuela. El entrenador, que había perdido una pierna en la guerra, expulsó a Ricky del equipo. Pappy se pasó una semana recorriendo enfurecido la granja Chandler y amenazando con matar a su hijo menor. Ricky me dijo en privado que, de todos modos, ya estaba harto de jugar al baloncesto. Él quería jugar al fútbol americano, pero Monette no podía tener un equipo a causa de la recolección del algodón.

—Puede que me vaya para allá.

—¿A Corea?

—Sí.

Me hubiera gustado preguntarle por qué creía que lo necesitaban en Corea. Por mucho que yo aborreciera recolectar algodón, lo prefería a morir de un disparo.

—¿Y el baloncesto? —le pregunté.

Corrían rumores de que la Universidad de Arkansas quería fichar a Jackie.

—Dejo la escuela —dijo, exhalando una nube de humo.

—¿Por qué?

—Ya estoy harto. Llevo doce años en ella, contando los intervalos en que he dejado los estudios. Es más de lo que ha estado cualquier otro miembro de mi familia. Creo que ya he aprendido lo suficiente.

En nuestro país, los chicos abandonaban constantemente los estudios. Ricky lo había intentado varias veces hasta que a Pappy le dio igual. Pero Gran impuso su ley, y al final Ricky se graduó.

—A muchos chicos les pegan un tiro allí abajo —dijo Jackie con la mirada perdida en la distancia.

Era algo que no deseaba oír, por eso no hice ningún comentario. Terminó de fumar el cigarrillo y se metió las manos en los bolsillos.

—Andan diciendo por ahí que tú presenciaste la pelea de los Sisco —añadió, nuevamente sin mirarme.

Yo había pensado en hablar con mi abuelo del asunto en el transcurso de aquel viaje a la ciudad. Recordé la severa advertencia de mi padre en el sentido de que no hablara de ello con nadie.

Pero podía fiarme de Jackie. Él y Ricky habían crecido juntos.

—Mucha gente la presenció —dije.

—Si, pero nadie lo reconoce. Los palurdos mantienen el pico cerrado porque es uno de los suyos. La gente de la ciudad no habla porque Eli le advirtió a todo el mundo que se callara. O eso, por lo menos, es lo que se cuenta.

Le creía. No dudaba ni por un instante de que Eli Chandler había utilizado a sus hermanos baptistas para imponer su voluntad, al menos hasta que se hubiera recolectado todo el algodón.

—¿Y los Sisco? —pregunte.

—Nadie les ha visto el pelo. Se esconden. El viernes se celebró el entierro. Los propios Sisco cavaron la tumba; lo enterraron detrás de la iglesia de Bethel. Stick está vigilándolos muy de cerca.

Se produjo otra larga pausa en la conversación mientras la desmotadora aullaba a nuestras espaldas.

Jackie lió otro cigarrillo y me dijo finalmente:

—Te vi allí, en la pelea.

Me sentí como si me hubieran sorprendido cometiendo un crimen. Sólo fui capaz de replicar: —¿Y qué?

—Te vi con el pequeño de los Pinter. Y cuando aquel palurdo levantó el palo del suelo, os miré y pensé: «Estos chicos no tendrían que estar viendo eso». Y tenía razón.

—Ojalá no lo hubiera visto.

—Ojalá yo tampoco lo hubiera visto —dijo, exhalando un perfecto circulo de humo.

Miré hacia la desmotadora para cerciorarme de que Pappy no se encontrase cerca. Estaba dentro, quizás en el pequeño despacho donde el propietario de la desmotadora tenía todos los papeles. Habían llegado otros remolques y habían aparcado detrás de nosotros.

—¿Has hablado con Stick? —le pregunté.

—No —respondió Jackie—. Ni tengo intención de hacerlo. ¿Y tú?

—Sí. Vino a nuestra casa.

—¿Y habló con el palurdo?

—Sí.

—¿O sea que Stick conoce su nombre? —Supongo.

—¿Y por qué no lo detuvo?

—No lo sé muy bien. Le dije que habían sido tres contra uno.

Jackie emitió un gruñido y soltó un escupitajo hacia las malas hierbas.

—Es verdad que fueron tres contra uno, pero no debería haber muerto nadie. No me caen bien los Sisco, como a todo el mundo, pero no tendría que haberles pegado de aquella manera.

No dije nada. Dio una calada al cigarrillo y añadió mientras el humo le salía por la boca y la nariz:

—Tenía la cara congestionada y le brillaban los ojos de rabia, y de repente dejó de pegarles y se los quedó mirando como si un fantasma lo hubiera obligado a detenerse. A continuación, retrocedió, enderezó la espalda y volvió a mirarlos como sí aquello lo hubiera hecho otra persona. Después se fue rumbo a Main Street y los demás Sisco y su gente se acercaron corriendo y recogieron a los chicos. Le pidieron prestada la furgoneta a Roe Duncan y se los llevaron a casa. Jerry ya no despertó. El propio Roe lo llevó al hospital en mitad de la noche, pero Roe asegura que para entonces ya estaba muerto. Fractura de cráneo. Por suerte, los otros dos no murieron. Les pegó tan fuerte como a Jerry. En mi vida había visto nada igual.

—Yo tampoco.

—Yo en tu lugar me mantendría alejado de las peleas durante una buena temporada. Eres demasiado joven.

—No te preocupes. —Miré hacia la desmotadora y vi a Pappy—. Ya viene Pappy —dije.

Jackie arrojó el cigarrillo al suelo y lo pisó.

—No le digas a nadie lo que te he dicho, ¿de acuerdo?

—Pues claro —repuse.

—No quiero verme metido en líos con este palurdo.

—No diré una palabra.

—Saluda a Ricky de mi parte. Dile que resista hasta que yo llegue.

—Se lo diré, Jackie.

Desapareció tan sigilosamente como había aparecido.

Más secretos que guardar.

Pappy desenganchó el remolque y se sentó al volante del camion.

—No podemos esperar tres horas —murmuró, poniendo el motor en marcha.

Se alejó de la desmotadora y abandonó la ciudad. Entrada la noche, un trabajador de la desmotadora engancharía un pequeño tractor a nuestro remolque y tiraría de él. El algodón sería aspirado al interior de la desmotadora y, una hora después, saldrían de ésta dos balas perfectas. Las pesarían, tomarían sendas muestras de ellas y ambas se guardarían para que el comprador del algodón pudiera evaluarías. Después del desayuno, Pappy regresaría a la desmotadora para recoger el remolque, examinaría las balas y las muestras y buscaría otra cosa por la que preocuparse.

Al día siguiente, llegó una carta de Ricky. Gran la había dejado sobre la mesa de la cocina, y la vimos cuando entramos por la puerta trasera, arrastrando los pies y con la espalda dolorida. Aquel día yo había recolectado cuarenta kilos de algodón, un récord sin precedentes para un niño de siete años, aunque los récords no se podían controlar porque siempre había muchas mentiras de por medio. Sobre todo, entre los niños. En aquellos momentos tanto Pappy como mi padre estaban recolectando doscientos cincuenta kilos diarios.

Gran tarareaba y sonreía, lo cual significaba que la carta contenía buenas noticias. La tomó y nos la leyó en voz alta. Para entonces, ya se la había aprendido de memoria.

Queridos papá, mamá, Jesse, Kathleen y Luke:

Espero que todo vaya bien en casa. Jamás pensé que pudiera echar tanto de menos la recolección del algodón, pero os aseguro que ahora mismo desearía estar allí. Lo echo todo de menos: la granja, el pollo frito, a los Cardinals.

¿Será posible que los Dodgers ganen la Liga? Me pongo enfermo sólo de pensarlo.

Sea como fuere, aquí no van mal las cosas. Todo está tranquilo. Ya no estamos en el frente. Mi unidad se encuentra a unos ocho kilómetros de él y poco a poco recuperamos el sueño atrasado. Estamos abrigados y descansados y comemos muy bien, y ahora mismo nadie dispara contra nosotros ni nosotros disparamos contra nadie.

Creo que no tardaré en volver a casa. Parece que las cosas se están calmando un poco. Oímos rumores sobre conversaciones de paz y cosas por el estilo, de modo que cruzamos los dedos.

Recibí vuestra última remesa de cartas, que significan mucho para mí. Así que seguid escribiéndome.

Luke, tu carta era un poco corta, a ver sí me escribes otra más larga.

Tengo que irme corriendo. Con todo mi cariño,

RICKY

La carta corrió de mano en mano, y la leímos una y otra vez. Después Gran la guardó en una caja de puros al lado del aparato de radio. Allí estaban todas las cartas de Ricky y no era insólito entrar en la cocina por la noche y sorprender a Pappy o a Gran leyéndolas.

Recibir noticias de Ricky nos hizo olvidar los músculos entumecidos y la piel quemada por el sol, y todos comimos muy deprisa para sentarnos alrededor de la mesa y responder aquella carta.

Tomé mi cuaderno y un lápiz y me puse a contarle a Ricky todo lo de Jerry Sisco y Hank Spruill sin ahorrar ningún detalle. La sangre, el palo, Stick Powers, todo. Muchas palabras no sabia cómo se escribían pero me las apañé. Si había alguien capaz de perdonarme las faltas de ortografía, era Ricky. Como no quería que nadie supiera que estaba expandiendo chismes hasta en Corea, tapé el cuaderno lo mejor que pude.

Se escribieron cinco cartas al mismo tiempo, describiendo otras tantas versiones de los mismos acontecimientos. Mientras escribíamos, los mayores empezaron a contar historias divertidas. Fue un momento de felicidad en medio de la cosecha. Pappy encendió la radio y salieron los Cardinals, y entonces nuestras cartas se fueron alargando.

Sentados alrededor de la mesa de la cocina mientras nos reíamos, escribíamos y escuchábamos la retransmisión del partido, a nadie le cupo la menor duda de que Ricky no tardaría en regresar a casa.

Él así lo había dicho.