13

Por segundo domingo consecutivo, la muerte dominó nuestra ceremonia religiosa. La señora Letha Haley Dockery era una mujer corpulenta de voz estentórea cuyo marido la había abandonado muchos años atrás y había huido a California. Era lógico que hubieran corrido unos cuantos rumores acerca de lo que hizo una vez allí, el preferido de las cuales, que yo había oído muchas veces, era que había elegido a una mujer más joven perteneciente a otra raza… probablemente china, aunque, como muchos rumores que circulaban por Black Oak, este extremo no había podido confirmarse. ¿Quién había estado en California?

La señora Dockery había criado dos hijos, ninguno de los cuales se había distinguido por nada en especial, salvo por tener el sentido común de abandonar los algodonales. Uno vivía en Memphis y el otro en el Oeste, dondequiera que eso estuviera exactamente.

Tenía otros parientes repartidos por el noreste de Arkansas, incluido un primo lejano que vivía en Paragould, a treinta kilómetros de distancia. Según Pappy, era muy lejano y, encima, no le caía nada bien la señora Dockery. Aquel primo de Paragould tenía un hijo que también estaba combatiendo en Corea.

Cada vez que en las plegarias de la iglesia se mencionaba a Ricky, un molesto acontecimiento que ocurría cada dos por tres, la señora Dockery saltaba de inmediato y les recordaba a los feligreses que ella también tenía parientes combatiendo. Acorralaba a Gran y le comentaba en voz baja la angustia que le causaba la espera de las noticias del frente. Pappy no hablaba de la guerra con nadie y le había echado una bronca a la señora Dockery tras uno de sus iniciales intentos de compadecerse de él. En la familia tratábamos de olvidar lo que ocurría en Corea, por lo menos en público.

Meses atrás, en el transcurso de una de las frecuentes campañas de la señora Dockery para ganarse la comprensión de los demás, alguien le había preguntado si tenía una fotografía de su sobrino. Como miembros de la congregación, nosotros habíamos rezado mucho por él y alguien deseaba ver su rostro. Al no poder mostrar ninguna, la mujer se sintió profundamente humillada.

Cuando lo mencionó por vez primera, el chico se llamaba Jimmy Nance y era sobrino de su primo en cuarto grado, un primo con quien ella mantenía una «estrecha relación». Conforme avanzaba la guerra, se convirtió en Timmy Nance y no era un simple sobrino sino un primo en segundo o tercer grado. No acabábamos de entenderlo. Aunque ella prefería el nombre de Timmy, Jimmy asomaba de vez en cuando en la conversación.

Cualquiera que fuera su verdadero nombre, un buen día resultó que lo habían matado. Nos enteramos de la noticia en la iglesia, antes de bajar del camión.

Estaba en la sala comunitaria, rodeada de mujeres de la escuela dominical, todas las cuales lloraban y hacían grandes aspavientos. Observé desde lejos que Gran y mi madre hacían cola para darle el pésame y me compadecí sinceramente de la señora Dockery. Tanto si el parentesco era estrecho como si era lejano, la pobre mujer estaba profundamente afligida.

Los detalles se comentaban en voz baja: conducía el jeep de su comandante cuando el vehículo pisó una mina. El cuerpo tardaría dos meses en ser repatriado, o probablemente no lo fuera jamás. Tenía veinte años, estaba casado y vivía en Kenneth, Misuri.

Mientras la gente hacia esta clase de comentarios, el reverendo Akers entró en la sala y se sentó al lado de la señora Dockery. Tomó su mano y ambos rezaron largo rato en silencio. Todos los feligreses estaban allí, mirándola y esperando para presentarle sus condolencias.

Al cabo de unos minutos, vi que Pappy abandonaba la sala.

De modo que eso seria lo que iba a ocurrir, pensé, en caso de que nuestros peores temores se hicieran realidad: desde la otra punta del mundo nos comunicarían la noticia de su muerte. Y entonces los amigos se congregarían alrededor de nosotros y todo el mundo lloraría.

De repente, me dolió la garganta y se me llenaron los ojos de lágrimas. «Eso no puede pasarnos a nosotros —pensé—. Ricky no conduce jeeps, y, aunque lo hiciera, no sería tan tonto como para pisar una mina. Seguro que vuelve a casa».

No quería que me vieran llorar, así que abandoné con disimulo el edificio justo en el momento en que Pappy subía al camión, donde me reuní con él. Permanecimos sentados un buen rato mirando a través del parabrisas; después, sin pronunciar palabra, él puso en marcha el motor y nos fuimos.

Pasamos por delante de la desmotadora. Aunque los domingos por la mañana estaba cerrada, todos los agricultores habrían deseado en su fuero interno que funcionara a toda marcha. Sólo funcionaba tres meses al año.

Salimos de la ciudad sin rumbo fijo o, por lo menos, yo no supe establecerlo. Circulamos por polvorientas carreteras secundarias cubiertas de grava cuyos arcenes distaban de las hileras de algodón apenas uno o dos metros.

Sus primeras palabras fueron:

—Aquí viven los Sisco.

Señaló con la cabeza hacia la izquierda sin apartar la mano del volante. En la distancia, apenas visible más allá de varias hectáreas de algodón, se distinguía una típica casa de aparceros. La oxidada techumbre de hojalata estaba combada, el porche aparecía inclinado, el patio estaba sucio y el algodón llegaba prácticamente hasta las cuerdas de tender la ropa. No vi a nadie por los alrededores, y fue un alivio. Pappy era muy capaz de experimentar el repentino impulso de detenerse delante de la casa y empezar a armar camorra.

Seguimos adelante a través de los algodonales interminables. Me había saltado la clase de la escuela dominical, y me parecía un regalo casi increíble. A mi madre no le gustaría, pero no se atrevería a discutir con Pappy. Ella misma me había dicho que, siempre que se sentían muy preocupados por Ricky, él y Gran buscaban mi compañía.

De pronto aminoró la marcha hasta casi detenerse.

—Es la granja de los Embry —dijo, señalando de nuevo con la cabeza—. ¿Ves a aquellos mexicanos?

Estiré el cuello y conseguí verlos, cuatro o cinco sombreros de paja rodeados de un inmenso mar blanco, agachados como si nos hubieran oído acercarnos y quisieran esconderse.

—¿Recolectan en domingo? —pregunté.

—Sí.

Aceleramos y los perdimos de vista.

—¿Qué vas a hacer? —pregunté, como sí se hubiera quebrantado una ley.

—Nada. Eso es asunto de los Embry.

El señor Embry era un feligrés de la iglesia. No me lo imaginaba permitiendo que se trabajara en sus algodonales en domingo.

—Supongo que él lo sabe, ¿verdad? —pregunte.

—Puede que no. Supongo que a los mexicanos les resulta fácil trasladarse a los campos cuando él se va a la iglesia —repuso sin demasiada convicción.

—Pero ellos mismos no pueden pesarse el algodón —le apunté.

—No, creo que no —reconoció Pappy con una sonrisa.

Eso significaba que el señor Embry permitía que sus mexicanos recolectaran en domingo. Cada otoño corrían rumores en este sentido, pero no acertaba a imaginarme a un excelente diácono como el señor Embry, cometiendo un pecado tan despreciable. Yo estaba escandalizado, pero no así Pappy.

Aquellos pobres mexicanos… Los transportaban como sí fueran ganado, los hacían trabajar igual que a bestias y les robaban su único día de descanso mientras el propietario se escondía en la iglesia.

—Será mejor que no se lo digamos a nadie —añadió Pappy, satisfecho de haber confirmado un rumor.

Más secretos.

Mientras nos acercábamos a la iglesia, oímos los cantos de la congregación. Jamás había estado fuera en los momentos en que tenía que estar dentro.

—Diez minutos de retraso —murmuró Pappy, abriendo la puerta.

Los fieles permanecían de pie entonando sus cánticos y nosotros pudimos ocupar nuestros puestos en el banco sin provocar demasiado alboroto. Miré a mis padres, pero ellos no me prestaron la menor atención.

Cuanto terminó el canto, nos sentamos y me vi cómodamente ubicado entre mis abuelos. Era probable que Ricky corriese peligro, pero no cabía duda de que yo estaría muy bien protegido.

El reverendo Akers evitó abordar los temas de la guerra y la muerte. Empezó comunicándonos en tono solemne la noticia sobre Timmy Nance, de la que todos estábamos al corriente. La señora Dockery había sido acompañada a casa para que descansara. Los miembros de su clase de la escuela dominical estaban organizando unas comidas. Ya era hora, dijo, de que la congregación cerrara filas para consolar a uno de sus miembros.

Seria la mejor hora de gloria de la señora Dockery, y todos lo sabíamos.

Si hablaba de la guerra, el reverendo tendría que habérselas con Pappy cuando terminara la ceremonia, por lo que decidió atenerse al mensaje que ya tenía preparado. Nosotros los baptistas nos enorgullecíamos de enviar misioneros por el mundo, y todos los miembros de este credo estaban llevando a cabo una gran campaña de recogida de fondos para tal fin. De eso habló el hermano Akers: de la necesidad de aportar más dinero para enviar a más personas a lugares como la India, Corea, África y China. Jesús nos enseñó que los baptistas debíamos amar a todo el mundo. De nosotros dependía que la gente se convirtiera.

Yo decidí no dar ni un centavo de más.

Me habían enseñado a entregar un diezmo de mis ganancias, y así lo hacia, bien que a regañadientes; pero era algo que se decía en las Sagradas Escrituras y no había vuelta de hoja. Sin embargo, el hermano Akers nos estaba pidiendo algo más, algo de carácter opcional, y, por lo que a mí respectaba, no tendría suerte. Ni una pizca de mi dinero iría a parar a Corea. Estaba seguro de que el resto de los Chandler opinaba lo mismo. Y probablemente, todos los feligreses de nuestra iglesia también.

Aquella mañana el reverendo estaba un poco apagado. Predicó acerca del amor y la caridad, no del pecado y la muerte, pero a mí me dio la impresión de que no ponía toda el alma en ello. Quizá por eso empezó a entrarme sueño.

Al terminar el oficio, no estábamos de humor para charlas intrascendentes. Los mayores se encaminaron directamente hacia el camión, y nos marchamos a toda prisa. Cuando ya estábamos en las afueras de la ciudad, mi padre preguntó:

—¿Adónde fuisteis tú y Pappy?

—A dar una vuelta por ahí.

—Pero ¿adónde?

Señalé hacia el este y dije:

—Por allí. A ningún sitio en especial. Creo que le apetecía salir de la iglesia.

Asintió con la cabeza como si pensara que ojalá no hubiera acompañado.

Cuando ya estábamos a punto de terminar la comida dominical, oímos que llamaban a la puerta con suavidad. Como era el que estaba más cerca, mi padre se levantó y salió al porche trasero, donde se encontró a Miguel y a Cowboy.

—Madre, te necesitan —dijo, y entonces Gran salió corriendo de la cocina. Los demás la seguimos.

Cowboy se había quitado la camisa; el lado izquierdo de su pecho estaba hinchado y ofrecía un aspecto terrible. Apenas podía levantar el brazo izquierdo y, cuando Gran le indicó que lo hiciera, una mueca de dolor deformó su rostro. Me compadecí de él. Presentaba una pequeña herida superficial en la zona en la que había impactado la pelota.

—Puedo contar las marcas de las costuras de la pelota —dijo Gran.

Mi madre fue por una palangana de agua y un lienzo. A los pocos minutos, Pappy y mi padre se hartaron y se fueron. Estoy seguro de que estaban preocupados por el efecto que pudiera tener la lesión de un mexicano en la producción.

Gran se mostraba encantada cuando tenía ocasión de ejercer de médico, por lo que Cowboy recibió un tratamiento completo. Tras haber vendado la herida, lo hizo tender en el porche trasero, con la cabeza apoyada en un almohadón de nuestro sofá.

—Hay que procurar que no se mueva —le dijo a Miguel—. ¿Duele mucho? —preguntó.

—No mucho —contestó Cowboy, meneando la cabeza.

Sus conocimientos de inglés nos dejaron sorprendidos.

—No sé si darle un analgésico —murmuró Gran, dirigiéndose a mi madre.

Los analgésicos de Gran eran peores que cualquier hueso fracturado, por lo que miré horrorizado a Cowboy, quien captó el mensaje y dijo:

—No, no quiero medicinas.

Gran llenó una pequeña bolsa de arpillera con hielo y la aplicó con mucho cuidado sobre sus inflamadas costillas.

—Mantenla aquí —dijo, colocando el brazo izquierdo de Cowboy sobre la bolsa.

Al percibir la frialdad del hielo, el cuerpo de Cowboy se contrajo, pero volvió a relajarse al cabo de un instante. En cuestión de segundos, el agua resbaló por su piel y empezó a gotear sobre el suelo del porche. Cowboy cerró los ojos y respiró profundamente.

—Gracias —dijo Miguel en inglés.

Gracias —dije en español, y entonces Miguel me miró con una sonrisa.

Los dejamos allí y nos reunimos en el porche delantero para tomar nuestro habitual té helado.

—Tiene las costillas rotas —le informó Gran a Pappy, que estaba sentado en el columpio, digiriendo la cena.

Pappy no quería decir nada, pero tras un instante de silencio, soltó un gruñido y dijo:

—Lástima.

—Conviene que lo vea un médico.

—¿Y qué va a hacer un médico?

—Puede que sufra una hemorragia interna.

—Y puede que no.

—Podría ser peligroso.

—Si estuviera sangrando por dentro —dijo Pappy—, a esta hora ya se habría muerto, ¿no te parece?

—Pues claro —convino mi padre.

Allí estaban ocurriendo dos cosas. La primera y más importante, a los hombres les aterrorizaba la idea de tener que pagar a un médico. La segunda, y casi tan significativa como la primera, ambos habían combatido en las trincheras. Habían visto cadáveres mutilados, miembros diseminados, hombres sin extremidades, y no tenían paciencia para las cosas de poca monta. Las pequeñas heridas y fracturas eran riesgos que uno corría en la vida. Había que aguantarse.

Gran sabia que no iba a salirse con la suya.

—Si se muere, la culpa será nuestra.

—No se morirá, Ruth —dijo Pappy—. Y, aunque se muera, nosotros no tendremos la culpa. Las costillas se las ha roto Hank.

Mi madre se levantó y entró en la casa. Volvía a encontrarse indispuesta, y yo empezaba a preocuparme por ella. La conversación se centró de nuevo en el tema del algodón, y abandoné el porche.

Rodeé sigilosamente la casa para dirigirme a la parte de atrás, donde Miguel estaba sentado a escasa distancia de Cowboy. Me pareció que ambos dormían. Entré silenciosamente en la casa y fui a ver cómo estaba mi madre. La vi tumbada en la cama con los ojos abiertos.

—¿Te encuentras bien, mamá? —le pregunté.

—Pues claro que me encuentro bien, Luke. No te preocupes por mí.

Habría dicho lo mismo por mal que se hubiera encontrado. Me apoyé un momento en el borde de su cama y, cuando ya estaba a punto de retirarme, pregunte:

—¿Seguro que te encuentras bien, mamá?

—Estoy bien, Luke —contestó, dándome unas palmadas en el brazo.

Fui a la habitación de Ricky en busca de mi guante y mí pelota de béisbol. Miguel ya no estaba cuando salí sigilosamente de la cocina. Cowboy se había incorporado y estaba sentado en el borde del porche con las piernas colgando y el brazo izquierdo sujetando la bolsa de hielo contra las heridas. Seguía inspirándome miedo, pero en las condiciones en que se encontraba dudaba mucho que pudiera causar algún daño.

Tragué saliva y le mostré la pelota de béisbol, la misma que le había roto las costillas.

—¿Cómo haces para conseguir esa trayectoria curva? —le pregunté.

La hostil expresión de su rostro se suavizó, y hasta me pareció que intentaba sonreír.

—Allí —dijo, señalando la hierba que crecía junto al porche. Yo salté del porche y me situé junto a sus rodillas.

Cowboy tomó la pelota con el pulgar y el índice en contacto directo con las costuras.

—Así —dijo. Era lo mismo que Pappy me había enseñado.

—Y después, la sueltas —añadió, girando la muñeca para que los dedos quedaran situados en la parte inferior de la pelota en el momento de lanzarla. No era ninguna novedad. Tomé la pelota e hice exactamente lo que él me había indicado.

Me miró en silencio. El amago de sonrisa había desaparecido, y tuve la impresión de que le dolía mucho.

—Gracias —dije.

Asintió casi imperceptiblemente con la cabeza.

Después observé la punta de la navaja automática, que asomaba por un agujero del bolsillo anterior derecho de sus pantalones de trabajo. No pude por menos de mirarla. Después lo miré a él y ambos bajamos los ojos hacia el arma. Lentamente, Cowboy la extrajo del bolsillo. El mango era de color verde oscuro y muy liso, con unos dibujos labrados. La sostuvo en alto para que la contemplara, accionó el resorte y apareció la hoja. Oí un clic y di un respingo.

—¿De dónde la sacaste? —quise saber.

La pregunta era tonta, y él no contesto.

—Vuelve a hacerlo —le pedí.

En un santiamén, apoyó la hoja contra su pierna, cerró la navaja, la agitó cerca de mi rostro y volvió a abrirla.

—¿Me dejas probar?

Negó enérgicamente con la cabeza.

—¿Has pinchado alguna vez a alguien con ella? —inquirí. Apartó la navaja de mi rostro y me dirigió una mirada siniestra.

—A muchos hombres —contestó.

Ya había visto suficiente. Me retiré y pasé trotando por delante del silo buscando un lugar donde estar solo. Dediqué una hora a lanzar pelotas al aire y a atraparlas, esperando desesperadamente que Tally pasara por allí en su camino hacia el arroyo.