12

Aquella misma tarde, Tally fue a buscarme al patio trasero. Era la primera vez que la veía rodear la casa, pero a medida que pasaban los días los Spruill mostraban un interés creciente en explorar la zona.

Llevaba una bolsita. Iba descalza, pero se había cambiado de ropa y se había puesto el vestido ajustado con que yo la había visto por primera vez.

—¿Quieres hacerme un favor, Luke? —me preguntó dulcemente.

Me puse muy colorado. No tenía ni idea de la clase de favor que quería, pero no cabía duda de que se lo haría.

—¿De qué se trata? —pregunté, en tono de indiferencia.

—Tu abuela le dijo a mi madre que aquí cerca hay un arroyo donde podemos bañarnos. ¿Sabes dónde está?

—Sí. Es el arroyo Siler. A menos de un kilómetro de aquí —contesté, señalando hacia el norte.

—¿Hay serpientes?

Me reí como si tener miedo a las serpientes fuese de tontos.

—Puede que alguna que otra culebra de agua, pero ninguna venenosa, sí a eso te refieres.

—¿El agua es transparente? ¿No hay barro?

—No llueve desde el domingo, así que debería estar muy limpia.

Miró alrededor para cerciorarse de que nadie escuchaba y después me pregunto:

—¿Quieres acompañarme?

Sentí que se me detenía el corazón y noté la boca repentinamente seca.

—¿Por qué? —conseguí preguntar. Volvió a sonreír y apartó la mirada.

—No lo sé —contestó en un suave susurro—. Para que vigiles que nadie me vea.

Hubiera podido decir: «Porque no sé dónde está el arroyo», «Para que vigiles que no haya serpientes», o cualquier otra cosa, algo que no tuviera nada que ver con el hecho de verla bañarse.

Pero no lo hizo.

—¿Tienes miedo? —le pregunté.

—Un poco, quizá.

Echamos a andar por el camino del campo hasta perder de vista la casa y el establo y después tomamos un angosto sendero que utilizábamos para las plantaciones de primavera. En cuanto estuvimos solos, ella empezó a hablar. Yo no sabía qué decir, y me alegré de que supiera manejar la situación.

—Siento mucho lo de Hank —dijo—. Siempre está armando jaleo.

—¿Viste la pelea?

—¿Cuál?

—La de la ciudad.

—No. Fue horrible, ¿verdad?

—Sí, bastante. Atizó de mala manera a aquellos chicos, y cuando la pelea ya había terminado.

Ella se detuvo, y yo me detuve también. Se acercó a mí. Ambos respirábamos afanosamente.

—Dime la verdad, Luke: ¿fue él quien tomó primero el palo?

Mientras contemplaba sus bellos ojos pardos, estuve a punto de contestar que sí. Pero, de pronto, algo me lo impidió. Preferí actuar con cautela. A fin de cuentas, Hank era su hermano y, en el transcurso de una de las muchas discusiones de los Spruill, tal vez ella le contara todo lo que yo había dicho. No quería que Hank fuera a por mí.

—Ocurrió muy rápido —dije, reanudando la marcha.

Ella me dio rápidamente alcance y se pasó unos minutos sin decir nada.

—¿Crees que van a detenerlo? —preguntó al cabo.

—No lo sé.

—¿Qué piensa tu abuelo?

—No tengo ni puta idea.

Quería impresionarla con algunas de las palabrotas que utilizaba Ricky.

—Luke, ¿qué manera de hablar es ésa? —dijo sin impresionarse en absoluto.

—Perdón.

Seguimos caminando.

—¿Había matado a alguien antes? —pregunté.

—No, que yo sepa —contestó—. Una vez se fue al norte —añadió cuando estábamos a punto de llegar al arroyo—, y allí hubo algún problema; pero nosotros nunca supimos qué ocurrió.

Yo estaba seguro de que allí donde fuese Hank habría problemas.

El arroyo Siler discurría a lo largo del límite norte de nuestra granja, donde bajaba serpeando hasta verter sus aguas en el St. Francis, en un lugar que casi podía verse desde el puente. Unos árboles añosos bordeaban ambas orillas, por lo que en verano solía ser un sitio muy fresco para nadar y bañarse. Pero se secaba con gran rapidez y, por regla general, su caudal era escaso.

La acompañé bajando por la orilla hasta un banco de grava, donde el agua era más profunda.

—Este es el mejor sitio —señalé.

—¿Es muy hondo? —preguntó, mirando alrededor. El agua era transparente.

—Aproximadamente hasta aquí —respondí, tocándome un punto no muy por debajo de la barbilla.

—No hay riesgo de que venga nadie, ¿verdad?

Parecía un poco nerviosa.

—No. Todo el mundo está en la granja.

—¿Quieres retroceder un poco por el sendero y vigilar?

—Bueno —contesté sin moverme de donde estaba.

—Anda, Luke —dijo, dejando la bolsa en la orilla.

—De acuerdo —repuse, echando a andar.

—Y no mires, ¿eh?

Fue como si me hubiera sorprendido espiándola. Hice un gesto con la mano como si la idea ni siquiera se me hubiera pasado por la cabeza.

—Pues claro que no —dije.

Subí por la orilla y me senté en la rama de un olmo, a pocos palmos del suelo, y desde allí casi pude ver la techumbre de nuestro establo.

—¡Luke! —me llamó Tally.

—¿Qué?

—¿Todo bien?

—¡Sí!

Oí el chapoteo del agua, pero seguí mirando hacia el sur. Al cabo de uno o dos minutos, me volví muy despacio hacia el arroyo. No podía verla, y estuve en un tris de soltar un suspiro de alivio. El banco de grava se encontraba tras un pequeño recodo, y tanto los árboles como las ramas eran muy frondosos.

Transcurrió otro minuto y empecé a sentirme inútil. Nadie sabía que estábamos allí, nadie intentaría verla a hurtadillas. ¿Cuántas ocasiones tendría yo de ver bañarse a una chica guapa? No recordaba ninguna prohibición expresa de la iglesia o de las Sagradas Escrituras, pero sabía que no estaba bien. Aunque, a lo mejor, no era un pecado muy grave.

Tratándose de una fechoría, pensé en Ricky. ¿Qué habría hecho él en semejante situación?

Bajé de la rama del olmo, me abrí paso entre la maleza hasta situarme por encima del banco de grava y, una vez allí, avancé a gatas entre los arbustos.

Su vestido y su ropa interior estaban colgados de una rama. Tally se encontraba en el agua con la cabeza cubierta de blanca espuma, pues estaba lavándose el cabello. Yo sudaba, pero apenas respiraba. Tumbado boca abajo sobre la hierba, atisbando a través de dos gruesas ramas, era imposible que ella me viera. Los árboles se movían más que yo.

Tally, una bonita muchacha bañándose en un arroyo y disfrutando del agua fría, tarareaba una canción. No miraba atemorizada alrededor; confiaba en mí.

Se agachó y sumergió la cabeza en el agua para eliminar el Champú, y la espuma se alejó corriente abajo. Después volvió a levantarse y alargó la mano hacia una pastilla de jabón. Se encontraba de espaldas a mí y pude verle el trasero con toda claridad. No llevaba nada encima, lo mismo que yo durante mis baños semanales, y era justo lo que yo imaginaba. Pero el hecho de confirmarlo me hizo experimentar un estremecimiento. Levanté instintivamente la cabeza, creo que para ver mejor, pero después recuperé el juicio y volví a agacharla.

Si me sorprendía, se lo diría a su padre, quien a su vez se lo diría al mío, que me daría una paliza que me dejaría baldado. Mi madre se pasaría una semana regañándome. Y Gran estaría tan dolida que no me dirigiría la palabra. Pappy me echaría un sermón, aunque sólo para satisfacer a los demás. Estaría perdido.

Con el agua hasta la cintura, se lavó los brazos y el pecho, que yo podía verle de lado. Jamás había visto los pechos de una mujer y dudaba que algún niño de siete años del condado de Craighead lo hubiera hecho. A lo mejor, alguno había visto involuntariamente a su madre, pero seguro que ningún niño de mi edad había contemplado un espectáculo como aquél.

De pronto, por algún motivo, volví a pensar en Ricky, y se me ocurrió inesperadamente una idea perversa. Tras haber visto casi todas las partes íntimas de Tally, ahora me apetecía verlo todo. En caso de que gritara «¡Una serpiente!» con toda la fuerza de mis pulmones, ella chillaría horrorizada, se olvidaría del jabón y de la manopla, de su desnudez y de todo lo demás, correría hacia la orilla y recogería su ropa. Durante unos gozosos instantes la contemplaría completamente desnuda.

Tragué saliva, intenté carraspear, pero no pude, pues tenía la boca muy seca. Mientras el corazón me latía violentamente, dudé sin saber qué hacer, y entonces aprendí una valiosa lección acerca de la paciencia.

Para lavarse las piernas, Tally se acercó un poco más a la orilla hasta que el agua sólo le cubrió los pies. Lentamente, con el jabón y la manopla, se inclinó y se estiró para acariciarse las piernas, las nalgas y el vientre. Creí que el corazón me estallaría en el pecho.

Se enjuagó echándose agua sobre el cuerpo, y, cuando terminó, todavía con el agua a la altura de los tobillos, espléndidamente desnuda, se volvió y miró directamente hacia el lugar donde yo estaba escondido.

Agaché la cabeza y me oculté todavía más entre la maleza. Esperaba que ella gritara algo, pero no lo hizo. De repente tuve la certeza de que mi pecado era imperdonable.

Retrocedí poco a poco y sin hacer ruido hasta llegar al borde del algodonal. Entonces me arrastré rápidamente siguiendo la hilera de los árboles y volví a ocupar mi posición cercana al sendero, como si nada hubiera ocurrido. Cuando la oí acercarse procuré adoptar una expresión de aburrimiento.

Tenía el cabello mojado y se había cambiado de vestido.

—Gracias, Luke —me dijo.

——De nada —conseguí articular.

—Ahora me siento mucho mejor.

«Yo también», pensé.

Regresamos lentamente a la casa. Al principio, no hablamos, pero cuando ya estábamos a medio camino de casa, ella me preguntó:

—Me has visto, ¿verdad, Luke?

El tono de su voz era ligero y burlón y yo no quería mentirle.

—Sí —contesté.

—No importa. No estoy enfadada.

—Ah, ¿no?

—No. Supongo que es natural que los chicos miren a las chicas.

Parecía natural, desde luego. No supe qué decir.

—La próxima vez que me acompañes al arroyo para vigilar, podrás volver a hacerlo —añadió.

—¿Hacer, qué?

—Mirarme.

—De acuerdo —dije con excesiva rapidez.

—Pero no puedes decírselo a nadie.

—No lo haré.

A la hora de cenar, procuré comportarme como si nada hubiera ocurrido. Pero me costaba comer, pues tenía el estómago revuelto. Veía a Tally con tanta claridad como si todavía estuviéramos en el arroyo.

Había hecho una cosa terrible. Y estaba deseando volver a hacerla.

—¿En qué estás pensando, Luke? —me preguntó Gran.

—Pues en nada en particular —contesté, regresando con un sobresalto a la realidad.

—Algo te ronda por la cabeza —dijo Pappy.

—Pues pensaba en aquella navaja —contesté, en un rapto de inspiración.

Los cuatro adultos menearon la cabeza en gesto de reproche.

—Piensa en cosas agradables —dijo Gran.

«Si es por eso, no te preocupes —pensé yo—. No te preocupes.»