11

La semana empezó en medio de la semipenumbra de un lunes por la mañana. Nos reunimos junto al remolque para dirigirnos a los campos, un trayecto que cada día era más corto, pues la recolección estaba desplazándose lentamente del río hacia la casa.

Nadie dijo ni una sola palabra. Teníamos por delante cinco interminables días de esfuerzo y calor agotadores seguidos de un sábado que el lunes siempre se nos antojaba tan lejano como la Navidad.

Miré hacia abajo desde mi elevada posición en el tractor y recé para que pronto llegara el día en que los Spruill abandonaran nuestra granja. Formaban un grupo compacto, y se los veía tan soñolientos y aturdidos como yo. Trot no iba con ellos y tampoco se reuniría con nosotros en el algodonal. A última hora del domingo, el señor Spruill le había preguntado a Pappy si le importaría que el muchacho pasara el día en el patio delantero.

—El chico no resiste el calor —explicó el señor Spruill.

A Pappy le importaba un bledo lo que le ocurriese a Trot. Era un inútil completo.

Cuando el tractor se detuvo, tomamos nuestros sacos y nos perdimos entre las hileras de algodón. Nadie abrió la boca. Una hora más tarde, el sol comenzaba a achicharramos. Pensé en Trot, que estaría echando una siesta a la sombra de un árbol, sin duda encantado de perderse el trabajo. Quizá no anduviese muy bien de la cabeza, pero justo en aquel momento era el más listo de todos los Spruill.

Cuando recolectábamos el algodón, el tiempo parecía detenerse. Los días transcurrían despacio y cada uno cedía lentamente el paso al siguiente.

Durante la cena del jueves, Pappy anunció:

—El sábado no iremos a la ciudad.

Sentí deseos de echarme a llorar. Si duro era trabajar toda la semana en los campos, el no poder disfrutar de la recompensa de unas palomitas de maíz y una película rayaba en la crueldad. ¿Qué ocurriría con mi Coca-Cola semanal?

Se produjo un prolongado silencio. Mi madre me observó. No parecía sorprendida, por lo que tuve la impresión de que los mayores ya habían discutido aquella decisión y se limitaban a hacer el numerito para mí.

«No tengo nada que perder», pensé. Apreté los dientes y pregunte:

—Y eso, ¿por qué?

—Porque yo lo digo —respondió Pappy, y comprendí que estaba pisando un terreno peligroso.

Miré a mi madre y vi en su rostro una curiosa sonrisa.

—No será que les tenéis miedo a los Sisco, ¿verdad? —inquirí al aguardo de que uno de los hombres alargara la mano para darme un coscorrón.

Se produjo otro silencio, éste tenso.

Mi padre carraspeó y dijo:

—Es mejor que los Spruill se mantengan alejados de la ciudad por un tiempo. Lo hemos hablado con el señor Spruill y hemos acordado quedarnos aquí el sábado, incluidos los mexicanos.

—Yo no le tengo miedo a nadie, hijo —rezongó Pappy—. Y no me repliques —añadió.

Mi madre seguía sonriendo y los ojos le brillaban. Estaba orgullosa de mí.

—Necesito un par de cosas de la tienda —anunció Gran—. Un poco de harina y azúcar.

—Yo iré por ellas —dijo Pappy—. Estoy seguro de que los mexicanos también necesitarán algunas cosas.

Más tarde nos fuimos todos al porche delantero para nuestro rito cotidiano, pero yo estaba demasiado apesadumbrado para participar en él. Me tumbé en el entarimado de la habitación de Ricky, a oscuras, prestando atención a las jugadas de los Cardinals a través de la ventana abierta mientras procuraba abstraerme del lento y suave murmullo de la conversación de los mayores. Traté de inventarme nuevas maneras de odiar a los Spruill, pero muy pronto me sentí abrumado por la magnitud de sus fechorías. En determinado momento me quedé dormido en el suelo.

El almuerzo del sábado solía ser un acontecimiento festivo. El trabajo de la semana había tocado a su fin. Iríamos a la ciudad. Si lograra sobrevivir al brutal restregamiento a que me sometía mi madre en el porche trasero, la vida sería auténticamente maravillosa, aunque sólo fuese durante unas pocas horas.

Pero aquel sábado no tenía la menor emoción.

—Trabajaremos hasta las cuatro —dijo Pappy, como si nos estuviera haciendo un gran favor.

Menuda gracia. Terminaríamos una hora antes. Estaba a punto de preguntarle si también íbamos a trabajar el domingo, pero ya había dicho suficiente el jueves por la noche. Él hacía caso omiso de mí y yo de él. La situación podía prolongarse varios días.

Así pues, regresamos a los campos en lugar de irnos a Black Oak. Hasta los mexicanos parecían irritados. En cuanto el remolque se detuvo, tomamos los sacos y nos perdimos lentamente entre el algodón. Recolecté un poco, me entretuve todo lo que pude y, cuando consideré que la ocasión era propicia, busqué un lugar y me tumbé a echar una siesta. Podían prohibirme que pisara la ciudad, podían obligarme a ir a los algodonales, pero no podían hacerme trabajar duro. Creo que aquel sábado por la tarde fueron muchos los que durmieron la siesta.

Mi madre me localizó y regresamos juntos a la casa, sólo nosotros dos. No se encontraba bien y comprendía la injusticia que se había cometido conmigo. Recogimos unas pocas hortalizas en el huerto, fui sometido al temido baño y sobreviví. Y, cuando estuve limpio, salí al patio delantero, donde Trot pasaba los días montando guardia en el campamento de los Spruill. No teníamos idea de lo que hacía a lo largo del día, y en realidad a nadie le importaba. Estibamos demasiado ocupados y agotados para preocuparnos por Trot. Le encontré sentado al volante del viejo camión de la familia, simulando conducir mientras emitía un extraño sonido con los labios. Me miró y regresó a su conducción y a sus pedorretas.

Cuando oí acercarse el tractor, entré en la casa, donde encontré a mi madre tumbada en la cama, algo que jamás hacía durante el día. Se oían voces alrededor, voces en el patio delantero, donde los Spruill empezaban a relajarse, y detrás de la casa, donde los mexicanos se dirigían con paso cansino al establo. Permanecí escondido un buen rato en la habitación de Ricky con una pelota de béisbol en una mano y el guante en la otra, y pensé en Dewayne, en los gemelos Montgomery y en el resto de mis amigos, todos sentados en el Dixie viendo la película del sábado y comiendo palomitas de maíz.

Se abrió la puerta y apareció Pappy.

—Voy a la tienda de Pop y Pearl por unas cosas. ¿Quieres acompañarme?

Negué con la cabeza, sin mirarlo.

—Te invitaré a una Coca-Cola —dijo.

—No, gracias —contesté, con la vista fija en el suelo.

Eli Chandler no hubiera suplicado clemencia ni siquiera delante de un pelotón de fusilamiento, y, desde luego, no pensaba implorarle nada a un niño de siete años. La puerta se cerró y, unos segundos después, el motor del camión se puso en marcha.

Temeroso de salir al patio delantero, me dirigí al de la parte de atrás. Cerca del silo donde deberían haber acampado los Spruill, había una zona cubierta de hierba donde se podía jugar al béisbol. No era tan larga ni ancha como mi diamante del patio delantero, pero estaba bastante despejada y discurría bordeando el algodonal. Lancé unas cuantas pelotas todo lo alto que pude para atraparlas haciendo una plancha y sólo me detuve tras haber conseguido atrapar diez pelotas consecutivas.

Miguel apareció como llovido del cielo. Estuvo observándome por espacio de un minuto y, nervioso al reparar en que estaba actuando ante un público, perdí tres pelotas seguidas. Le lancé la pelota con cuidado, porque no llevaba guante. Él la pilló sin el menor esfuerzo y me la devolvió. Atrapé la pelota, la solté, la impulsé con el pie, volví a recogerla y volví a lanzársela a Miguel, esta vez un poco más fuerte. El año anterior había averiguado que muchos mexicanos jugaban al béisbol, y estaba claro que Miguel conocía el juego. Sus manos eran rápidas y seguras, y sus lanzamientos más precisos que los míos. Pasamos un rato lanzándonos la pelota, al cabo del cual Rico, Pepe y Luis se unieron a nosotros.

—¿Tienes un bate? —preguntó Miguel.

—Pues claro —contesté, y corrí a la casa a buscarlo.

Cuando regresé, Roberto y Pablo se habían unido a los demás y el grupo estaba lanzando mi pelota en todas direcciones.

—Bateas tú —dijo Miguel, asumiendo el mando de la situación. Colocó un trozo de tabla de madera en el suelo a casi tres metros de la parte anterior del silo, y añadió—: Base meta.

Los demás se distribuyeron por el improvisado diamante. Pablo en el centro, relativamente cerca de la base meta, casi al borde del algodonal. Rico se agachó detrás de mí y yo ocupé mi posición a la derecha de aquélla. Miguel tomó impulso con un impresionante movimiento circular del brazo antes de lanzar la pelota, me pegó un susto momentáneo y después efectuó un suave lanzamiento. Yo intenté darle a la pelota con el bate, pero le erré.

Le erré también a los tres siguientes lanzamientos, pero después acerté un par. Los mexicanos me vitoreaban y se reían cuando lograba batear, pero no decían nada cuando fallaba. Tras varios minutos de práctica, le pasé el bate a Miguel e intercambiamos nuestros puestos. Empecé con unas cuantas bolas rápidas, pero no conseguí intimidarlo. Devolvió varias pelotas cortas en línea recta y otras al suelo, algunas de las cuales fueron atrapadas limpiamente por los mexicanos. Casi todos ellos habían jugado antes al béisbol, pero había dos que jamás habían lanzado una pelota. Los otros cuatro que se encontraban en el establo oyeron el alboroto y salieron. Cowboy iba sin camisa y llevaba las perneras de los pantalones enrolladas hasta las rodillas. Parecía un palmo más alto que los demás.

Luis fue el siguiente bateador. No tenía tanta experiencia como Miguel y no me resultó difícil engañarlo con una finta. De pronto, descubrí con alegría que Tally y Trot estaban sentados a la sombra de un olmo, observándonos.

Después vi acercarse muy despacio a mi padre.

Cuanto más jugábamos, tanto más se animaban los mexicanos. Gritaban y se reían de sus respectivas pifias. Sólo Dios sabía lo que debían de estar comentando acerca de mis lanzamientos.

—Vamos a jugar un partido —propuso mi padre.

Bo y Dale acababan de llegar, también descalzos y sin camisa. Lo consultaron con Miguel y, tras una breve discusión, decidieron que los mexicanos serían los Arkansans. Rico sería el receptor de ambos equipos, y a mí me enviaron una vez más a la casa, en esta ocasión en busca del viejo guante de mi padre y de mi segunda pelota.

Cuando regresé, Hank también se había acercado y estaba preparado para jugar. No me gustaba que fuésemos miembros del mismo equipo pero no podía hacer nada al respecto. Tampoco estaba muy seguro de qué puesto iba a ocupar Trot. Por si eso fuera poco, Tally era una chica, y todo el mundo sabía que tener a una chica en el equipo constituía una ignominia. Pero no había elección, pues los mexicanos nos superaban en número.

En una nueva ronda de negociaciones, se estableció que nosotros batearíamos primero.

—Tenéis niños en el equipo —dijo Miguel con una sonrisa.

Se colocaron más tablones de madera alrededor de las bases. Mi padre y Miguel establecieron las normas especiales para aquel partido, muy ingeniosas, por cierto, tratándose de un campo tan irregular. Los mexicanos se distribuyeron alrededor de las bases y estuvimos listos para jugar.

Para mi sorpresa, Cowboy se acercó a la base de lanzamiento y empezó a hacer ejercicios de precalentamiento. Era delgado pero fuerte, y cuando lanzó la pelota los músculos de su cuello y su tórax se tensaron. La piel morena le brillaba a causa del sudor.

—Es bueno —susurró mi padre.

Su posición de impulso era muy suave, su drive impecable, lanzaba la pelota casi con indiferencia, pero cada vez más fuerte.

—Es muy bueno —corroboró mi padre, sacudiendo la cabeza—. Este chico ha jugado mucho al béisbol.

—Las chicas primero —dijo alguien.

Tally tomó el bate y se acercó a la base meta. Iba descalza, llevaba unos pantalones ajustados subidos hasta las rodillas y una camisa holgada con los faldones recogidos en un nudo. Se le veía el vientre. Al principio no miró a Cowboy, pero éste sí la miró a ella. Se desplazó un poco hacia la base e hizo un primer lanzamiento con la mano por debajo del hombro. Ella efectuó un balanceo y falló; sin embargo, fue un balanceo impresionante, por lo menos para tratarse de una chica.

Las miradas de ambos se encontraron brevemente. Cowboy estaba acariciando la pelota, Tally balanceaba el bate, nueve mexicanos charlaban como cotorras.

El segundo lanzamiento fue todavía más lento, y Tally deslizó la pelota, que pasó rodando por delante de Pepe en la tercera, y conseguimos poner un jugador en la primera base.

—Bate, Luke —dijo mi padre.

Me acerqué a la base con toda la confianza de un Stan Musial, en la esperanza de que Cowboy no me enviara bolas fuertes. Había permitido que Tally tocara la pelota y seguramente haría lo mismo conmigo. Estaba en el banquillo del entrenador, oyendo a miles de entusiastas hinchas de los Cardinals corear mi nombre. El estadio estaba lleno a rebosar, Harry Caray gritaba contra el micrófono… miré a Cowboy a unos tres metros de distancia y se me paró el corazón. No esbozaba el menor atisbo de sonrisa. Sostenía la pelota con ambas manos y me miraba como si estuviera deseando arrancarme la cabeza con una bola rápida.

¿Qué habría hecho Musial? ¡Balancear el maldito bate!

El primer lanzamiento también se efectuó por debajo del hombro, por lo que empecé a respirar de nuevo con normalidad. Fue alto, yo no intenté batear y el coro de los mexicanos lo comentó animadamente.

El segundo lanzamiento se efectuó por debajo de la línea media, y balanceé el bate hacia la valía del exterior izquierdo, situada a diez metros de distancia. Cerré los ojos y bateé en honor de los treinta mil afortunados espectadores del Sportsman’s Park. Y también en el de Tally.

¡Strike! —gritó mi padre, levantando demasiado la voz para mí gusto.

Pues claro. También traté de dejar pasar el tercer lanzamiento y, cuando Rico devolvió el lanzamiento, me enfrenté con el horror de haber dejado pasar dos strikes. Un strike out era impensable. Tally acababa de darle muy bien a la pelota. Estaba en primera base, deseando que yo pusiera la bola en juego para que ella pudiera avanzar. Estábamos jugando en mi campo, con mi pelota y mi bate. Toda aquella gente estaba mirando. Me aparté de mi base, pensando con angustia en el strike out. De repente, el bate me resultó mucho más pesado. El corazón me golpeaba en el pecho, y notaba la boca seca. Miré a mi padre como pidiéndole ayuda y él me dijo:

—Vamos, Luke. Dale a la pelota.

Miré a Cowboy y vi que su sonrisa era todavía más antipática que antes. No sabia si estaba preparado para lo que me iba a lanzar. Retrocedí a trompicones hacia la base, me rechinaron los dientes y traté de pensar en Musial, pero no las tenía todas conmigo cuando me dispuse a batear una bola muy lenta. Mi tercer fallo fue recibido con un silencio sepulcral. Arrojé el bate, lo recogí y no oí nada mientras regresaba a mi equipo. Noté que me temblaban los labios y me esforcé por no llorar. No podía mirar a Tally, y mucho menos a mi padre.

Hubiera deseado regresar corriendo a casa y cerrar todas las puertas.

Trot fue el siguiente. Sostenía el bate con la mano derecha, justo por debajo de la etiqueta. El brazo izquierdo le colgaba inerte como siempre y todos nos sentíamos un poco turbados en presencia de aquel pobre muchacho que intentaba batear. Sin embargo, él sonreía y parecía alegrarse de poder jugar, y eso en aquel momento era más importante que cualquier otra cosa. Falló las dos primeras bolas, y empecé a pensar que los mexicanos iban a ganarnos por veinte carreras. Pero consiguió darle a la tercera, una que fue a parar suavemente detrás de la segunda base, donde cuatro mexicanos no consiguieron alcanzarla. Tally rodeó la segunda base y alcanzó la tercera mientras Trot se dirigía arrastrando los pies a la primera.

Mi humillación, que ya era muy grande, se intensificó todavía más. Trot en primera, Tally en tercera, sólo un jugador eliminado.

A continuación, intervino Bo y, como era un adolescente muy alto y sin ningún defecto visible, Cowboy lanzó la bola tras tomar impulso. No fue un lanzamiento muy rápido, pero el pobre Bo ya estaba temblando cuando la pelota cruzó la base meta. Intentó batear cuando Rico ya la había alcanzado y Hank soltó una sonora carcajada. Bo le gritó que se callara; Hank le contestó algo y entonces temí que se produjera una reyerta entre los miembros de la familia Spruill en la primera mitad de la primera entrada.

El segundo lanzamiento fue un poco más rápido. Y el bateo de Bo fue un poco más lento.

—¡Que lance por debajo del hombro! —nos gritó Bo soltando una risita para quitarle importancia.

—Será marica —masculló Hank.

El señor y la señora Spruill se habían unido a los espectadores y Bo los miró.

Yo esperaba que el tercer lanzamiento fuera todavía más rápido; y Bo también. Sin embargo, Cowboy efectuó una finta y Bo bateó mucho antes de que llegara la pelota.

—Es muy bueno —dijo mi padre, refiriéndose a Cowboy.

—Ahora voy yo —anunció Hank, aunque era el turno de Dale, que no protestó—. Yo os enseñaré cómo se juega al béisbol.

El bate parecía un palillo entre las manos de Hank, que parecía capaz de enviarla al otro lado del río. El primer lanzamiento de Cowboy fue una bola rápida muy desviada, que Hank no intentó tocar. Fue a parar al guante de Rico y los mexicanos empezaron a burlarse en español.

—¡Lanza la pelota por encima de la base! —le gritó Hank, mirándonos en busca de aprobación.

Yo esperaba que Cowboy le metiera una bola rápida por la oreja.

El segundo lanzamiento fue mucho más fuerte. Hank bateó y falló. Cowboy recibió la pelota de Rico y miró hacia la tercera base, donde Tally esperaba y observaba.

Después Cowboy efectuó un lanzamiento curvo directamente hacia la cabeza de Hank; éste se agachó y soltó el bate, y la pelota siguió adelante y cayó milagrosamente en la zona de strike. Los mexicanos se echaron a reír.

¡Strike, strike! —gritó Miguel desde la segunda base.

—¡No ha sido strike! —replicó Hank con furia.

—Aquí no hay árbitros —dijo mi padre—. No hay strike a menos que se lance directamente hacia allí.

A Cowboy le daba igual. Aún guardaba otra bola con efecto en su arsenal. Al principio, el lanzamiento dio la impresión de ser bastante inofensivo, muy lento y dirigido hacia el centro de la base. Hank echó el brazo hacia atrás para efectuar un impresionante bateo, pero la pelota se desvió de su trayectoria y rebotó antes de que Rico la atrapara. Hank falló, perdió el equilibrio, cayó más allá de la base y, cuando los mexicanos volvieron a estallar en carcajadas, temí que los atacase. En lugar de ello, se levantó, miró de soslayo a Cowboy, murmuró algo y volvió a ocupar su posición en la base.

Dos outs, dos strikes, dos lanzamientos pendientes. Cowboy acabó con él con una bola rápida. Hank clavó el bate en el suelo al ver que se le escapaba la pelota.

—¡No arrojes el bate! —le gritó mi padre—. Si no sabes perder, no juegues.

Entramos en el campo mientras los mexicanos se retiraban precipitadamente.

Hank miro a mi padre con rabia, pero no dijo nada. Por alguna razón, se había decretado que yo efectuara un lanzamiento.

—Lanza el primero, Luke —me indicó mi padre.

Yo no quería hacerlo. No me sentía a la altura de Cowboy. Estábamos a punto de sufrir una derrota vergonzosa en nuestro deporte más característico.

Hank se encontraba en la primera base, Bo en la segunda y Dale en la tercera. Tally estaba en el centro izquierdo, con los brazos en jarras, y Trot en el exterior derecho, buscando tréboles de cuatro hojas. ¡Menuda defensa! Con los lanzamientos que yo hacia, necesitábamos colocar a los cuatro jugadores lo más lejos posible de la base meta.

Miguel envió en primer lugar a Roberto a la base meta, y creo que lo hizo a propósito, pues el pobre chico jamás había jugado al béisbol. Éste envió muy alta la pelota, que mi padre interceptó sin dificultad. Pepe golpeó la suya con pocas energías, y mi padre la atrapó detrás de la segunda base. Dos ups, dos outs, mi situación era favorable, pero la suerte estaba a punto de darme la espalda. Los mejores bateadores del equipo contrario ocuparon sus posiciones y, por turnos, devolvieron todas las pelotas, lanzándolas muy lejos. Yo probé con bolas rápidas y con efectos, pero fue inútil. Ellos se apuntaron una carrera tras otra y se lo pasaron en grande. Yo me sentía apesadumbrado, porque estaban machacándome, pero al mismo tiempo me alegraba ver a los mexicanos brincar y celebrar su arrolladora victoria.

Mi madre y Gran contemplaban el espectáculo sentadas a la sombra de un árbol, en compañía del señor y de la señora Spruill. Estábamos todos menos Pappy, que aún no había vuelto de la ciudad.

Cuando se habían apuntado unas diez carreras, mi padre pidió tiempo muerto y se acercó a la base de lanzamiento.

—¿Tienes suficiente? —me pregunto.

Qué pregunta tan ridícula. —Creo que si —contesté.

—Haz una pausa —dijo.

—Yo puedo lanzar —gritó Hank desde la primera base.

Mi padre dudó un instante, pero después le arrojó la pelota. Yo hubiera deseado situarme en el exterior derecho junto con Trot, donde apenas ocurría nada, pero mi entrenador me indicó:

—Ve a la primera.

Sabía por experiencia que Hank Spruill era extraordinariamente rápido. Se había llevado por delante a los tres Sisco en cuestión de segundos, de modo que no me sorprendió que lanzara la pelota como si llevara años haciéndolo. Se lo veía muy confiado. Lanzó tres bolas rápidas muy bonitas hacia Luis y así terminó la escabechina de la primera entrada. Miguel le comunicó a mi padre que se habían apuntado once carreras. A mí me pareció que habían sido cincuenta.

Cowboy regresó a la plataforma de lanzamiento y reanudó lo que había dejado interrumpido. Dale cometió varias faltas y mi padre se situó en la plataforma. Esperaba una bola rápida, bateó y, tras trazar un largo globo, la pelota se desvió de su trayectoria y fue a parar al algodonal. Pablo fue a recogerla mientras nosotros utilizábamos la segunda de mis pelotas. Por nada del mundo abandonaríamos el juego hasta que recuperáramos las dos.

El segundo lanzamiento fue una bola curva muy fuerte y a mi padre se le doblaron las rodillas antes de interpretar su trayectoria.

—Menudo strike —dijo, meneando la cabeza con asombro—; pero ha sido un lanzamiento digno de un profesional —añadió, levantando la voz para que lo oyeran, pero sin dirigirse a nadie en particular.

El equipo de Arkansas estaba a punto de perder otra vez. Tally se acercó muy despacio a la plataforma de lanzamiento. Cowboy suavizó un poco la ceñuda expresión de su rostro y se dirigió hacia ella, deteniéndose a mitad de camino. Efectuó un par de lanzamientos con la mano por debajo del hombro en un intento de que la pelota fuera a parar al bate de Tally, hasta que finalmente ésta devolvió una bola lenta que fue a parar a la segunda, donde dos mexicanos compitieron por ella lo suficiente para que la corredora se salvara.

Había llegado mi turno.

—Agarra el bate un poco más arriba —me dijo mi padre, y yo así lo hice. Habría sido capaz de hacer lo que fuera.

Cowboy efectuó un lanzamiento muy lento, y yo bateé con fuerza hacia el centro del campo. Los mexicanos se volvieron locos de entusiasmo. Todo el mundo lanzaba vítores. Me avergoncé un poco ante aquel alboroto, pero estaba claro que me había librado de un strike. Me sentía más tranquilo; mi futuro como jugador de los Cardinals iba otra vez por buen camino.

Trot intentó batear los tres primeros lanzamientos pero los falló todos por un palmo por lo menos.

—Cuatro strikes —dijo Miguel, cambiando nuevamente las reglas del juego. Cuando llevas una ventaja de diez carreras en la segunda entrada, puedes permitirte el lujo de ser generoso. Trot falló con el bate y la pelota regresó de nuevo a Cowboy, quien, sólo para divertirse, la lanzó a la tercera base en un vano intento de alcanzar a Tally. Ésta, sin embargo, se encontraba a salvo; las bases estaban ocupadas. Los mexicanos intentaban darnos carreras. Bo se dirigió a la plataforma, pero Cowboy no se retiró a la base de lanzamiento. Lanzó la pelota con la mano por debajo del hombro y Bo la devolvió con un golpe demasiado corto a la altura de Pablo, que tuvo que apartarse para evitarla. Tally hizo contacto y yo me desplacé a la tercera base.

Hank tomó el bate y empezó a practicar. Todas las bases estaban ocupadas, y sólo pensaba en una cosa: un grand slam. Pero Cowboy tenía otros planes. Retrocedió y dejó de sonreír. Hank permanecía a la espera cerca de la base, mirando fijamente al lanzador, como si lo desafiara a lanzar algo que pudiera alcanzar. El alboroto del diamante cesó momentáneamente. Los mexicanos se acercaron de puntillas como si desearan participar en la jugada. El primer lanzamiento fue una impresionante bola rápida que cruzó la base una fracción de segundo después de que Cowboy la hubiera soltado. Hank no tuvo tiempo ni de pensar en batearla. Se retiró de la base y pareció aceptar la derrota. Miré a mi padre y lo vi menear la cabeza. ¿Hasta dónde llegaría la fuerza de Cowboy?

Después Cowboy lanzó una bola de trayectoria curva muy débil que parecía prometedora pero no alcanzó la zona strike. Hank trató de batearía, pero le resultó imposible. A continuación le llegó otra bola muy fuerte lanzada directamente contra su cabeza que, en el último segundo, cambió de trayectoria y atravesó la base. Hank enrojeció de rabia.

Otra bola rápida que Hank intentó alcanzar. Dos strikes, bases ocupadas, dos outs. Sin sonreír ni por un momento, Cowboy decidió divertirse un poco. Lanzó una bola lenta con efecto que cayó fuera y otra más rápida que obligó a Hank a agacharse. Acto seguido, otra lenta que éste estuvo a punto de batear. Pensé que, de haberlo querido, Cowboy no habría tenido la menor dificultad en enrollar una pelota de béisbol alrededor de la cabeza de Hank. La defensa estaba parloteando de nuevo a todo volumen.

El tercer lanzamiento fue un tiro muy suave. La pelota pareció flotar hacia la base con la suficiente lentitud para que yo la bateara; pero en el último segundo se desvió. Hank efectuó un poderoso swing, falló por un palmo y volvió a caer al suelo. Soltó una maldición y arrojó el bate cerca de mi padre, que, recogiendo éste, le dijo:

—Cuida el lenguaje.

Hank masculló algo y se sacudió el polvo de encima. Nuestra mitad de la entrada había terminado.

Miguel se acercó a la base meta en la segunda mitad de la segunda entrada. El primer lanzamiento de Hank fue directamente hacia su cabeza y estuvo a punto de alcanzarla. La pelota rebotó en el silo y rodó hasta detenerse cerca de la tercera base. Los mexicanos guardaron silencio. El segundo lanzamiento fue todavía más fuerte y entró por dos palmos. La pelota de Miguel golpeó una vez más la tierra y sus compañeros de equipo empezaron a murmurar.

—¡Ya basta de tonterías! —gritó mi padre, ubicado entre la segunda y la tercera bases—. Limítate a efectuar lanzamientos.

Hank lo miró con su habitual sonrisa de desprecio. Lanzó la pelota por encima de la base y Miguel la golpeó hacia el exterior derecho, donde Trot jugaba de defensa de espaldas a la base meta, contemplando la lejana hilera de árboles que bordeaba el río St. Francis. Tally corrió tras la pelota y se detuvo al llegar al borde del algodonal. Según las reglas acordadas, era un triple.

El siguiente lanzamiento era el último del partido. Cowboy se dispuso a batear. Hank se echó hacia atrás para tomar todo el impulso posible y lanzó una bola rápida directamente hacia aquél. Cowboy se agachó pero no con la suficiente velocidad, por lo que la pelota le dio directamente en las costillas, produciendo un sonido desagradable semejante al de un melón que se estrellara contra unos ladrillos. Cowboy emitió un grito y arrojó mi bate, como si de un hacha de guerra se tratara, contra Hank. No dio entre los ojos de éste, adonde estaba dirigido, sino que rebotó a sus pies y le golpeó las espinillas. Hank soltó un juramento y de inmediato embistió como un toro enfurecido.

Otros embistieron también. Mi padre desde su lugar entre la segunda y la tercera bases. El señor Spruill desde detrás del silo. Algunos mexicanos desde donde fuese que se encontraran. Yo no me moví. Me mantuve en mí sitio en la primera base, demasiado asustado para dar un paso, mientras todo el mundo gritaba y corría hacia la base meta.

Cowboy no retrocedió. Permaneció inmóvil por un instante, bañado en sudor, con los largos brazos preparados y en tensión y la boca entreabierta.

Cuando el toro estuvo a dos pasos, Cowboy metió rápidamente las manos en los bolsillos y de uno de ellos extrajo una navaja. Accionó el resorte y salió una hoja de brillante acero muy larga y afilada. Cuando se abrió, produjo un chasquido seco que yo oiría durante muchos años.

La sostuvo en alto para que todos la viéramos y Hank se detuvo casi resbalando.

—¡Guárdala! —gritó desde una distancia de un metro y medio.

Con la mano izquierda, Cowboy hizo un ligero movimiento como si lo llamara por señas y le dijera: «Anda, ven por ella si te atreves».

La navaja atemorizó a todo el mundo, y por espacio de unos segundos reinó un silencio absoluto. Nadie se movió. El único sonido era el de las afanosas respiraciones de los presentes. Hank contemplaba fijamente la navaja, que parecía cada vez más grande. Nadie dudaba de que Cowboy la había utilizado otras veces, que sabía cómo hacerlo y que si Hank se acercaba un poco más no dudaría en decapitarlo.

Entonces mi padre, con el bate en la mano, se interpuso entre ellos, y Miguel se acercó a Cowboy.

—Guárdala —repitió Hank—. Pelea como un hombre.

—¡A callar! —exigió mi padre, agitando el bate en dirección a cada uno de ellos—. Aquí no peleará nadie.

El señor Spruill asió a Hank por el brazo diciendo:

—Vamos, Hank.

Mi padre miró a Miguel y le ordenó:

—Llévatelo al establo.

Poco a poco, los demás mexicanos rodearon a Cowboy y lo apartaron de allí. Al final, Cowboy dio media vuelta y empezó a caminar con la navaja todavía bien a la vista. Como era de esperar, Hank no quería irse. Permaneció de pie mirando a los mexicanos como si con ello proclamara su victoria.

—Voy a matar a este chico —masculló.

—Ya has matado bastante —le dijo mi padre—. Ahora, vete. Y no te acerques al establo.

—Vamos —repitió el señor Spruill mientras los otros (Trot, Tally, Bo y Dale) empezaban a retirarse a paso lento hacia el patio delantero.

Cuando los mexicanos se hubieron marchado, Hank se alejó hecho una furia.

—Voy a matarlo —murmuró, lo bastante alto para que mí padre lo oyera.

Yo recogí las pelotas, los guantes y el bate y apuré el paso detrás de mis padres y de Gran.