10

Como en domingo no trabajábamos, la casa se nos quedaba pequeña, pues mis padres y abuelos procuraban ocupar el tiempo haciendo las pocas tareas sencillas que nos estaban permitidas. Tratábamos de echar la siesta, pero desistíamos del intento a causa del calor. De vez en cuando, los ánimos se caldeaban un poco, y entonces mis padres me hacían subir a la parte de atrás del camión y nos íbamos a dar un largo paseo a pesar de que no había nada que mereciera la pena ver. Todas las tierras eran llanas y estaban cubiertas de algodón. Las vistas eran las mismas que podían contemplarse desde el porche delantero. Pero lo importante era alejarse de la casa.

Poco después de que Stick se retirara, me enviaron al huerto y me ordenaron que acarreara hortalizas. Se estaba preparando un viaje por carretera. Se llenaron dos cajas de cartón de verduras. Pesaban tanto que mi padre tuvo que colocarlas en la parte de atrás. Mientras nos alejábamos, vimos a los Spruill diseminados por el patio delantero en distintas fases de descanso. No quería mirarlos. Sentado en la parte de atrás del camión entre las cajas de verduras, contemplé la polvareda que levantaba el vehículo, formando unas nubes grises que se cernían en el sofocante aire por encima de la carretera antes de disiparse lentamente a causa de la ausencia de viento. No quedaba ni rastro de la lluvia y el barro de primera hora de la mañana. Todo estaba ardiendo de nuevo: las tablas de madera de la plataforma del camión, su oxidada estructura sin pintar e incluso el maíz, las patatas y los tomates que mi madre acababa de lavar. En la zona de Arkansas en que vivíamos nevaba dos veces al año, y yo soñaba con la gruesa y fría manta blanca que cubría nuestros estériles campos invernales cuando no había algodón.

La polvareda cesó finalmente en la orilla del St. Francis, y empezamos a cruzar el puente muy despacio. Contemplé el río cuya espesa corriente marrón apenas se movía. En la parte de atrás había dos cañas de pescar, y mi padre me había prometido que después de entregar las verduras iríamos a pescar un rato.

Los Latcher eran unos aparceros que vivían a no más de un kilómetro de nuestra casa, pero lo mismo hubiese dado que vivieran en otro condado. Su destartalada cabaña se levantaba en un recodo del río, las ramas de los olmos y los sauces rozaban el techado y el algodón llegaba casi hasta el porche delantero. Alrededor de la casa no crecía ni una brizna de hierba; no había más que un anillo de tierra en el que jugaba una horda de pequeños Latcher. En mi fuero interno me alegraba de que vivieran al otro lado del río, pues de lo contrario, probablemente me hubieran ordenado que jugase con ellos.

Cultivaban quince hectáreas y se repartían la cosecha con el propietario de la tierra. Eso prácticamente equivalía a la mitad de nada, motivo por el que los Latcher eran más pobres que las ratas. Carecían de electricidad y no tenían automóvil ni camión. De vez en cuando, el señor Latcher se acercaba a pie a nuestra casa y le pedía a Pappy que la siguiente vez que fuera a Black Oak lo llevase con él. La anchura del camino que conducía a la casa a duras penas permitía el paso de nuestro camión, y cuando nos deteníamos el porche ya estaba lleno de rostros pequeños y mugrientos. Una vez conté siete niños Latcher, pero un cálculo exacto habría sido imposible. Costaba distinguir a los niños de las niñas; todos llevaban el cabello desgreñado, tenían el mismo rostro demacrado y los mismos ojos azul pálido, y vestían los mismos andrajos. La señora Latcher emergió del destartalado porche secándose las manos con el delantal.

—Hola, señora Chandler —susurró, esbozando una sonrisa.

Iba descalza y tenía unas piernas tan delgadas como palillos.

—Me alegro de verla, Darla —contestó mi madre.

Mi padre se entretuvo en la parte de atrás del camión, cambiando de sitio las cajas mientras mi madre y la señora Latcher charlaban un rato. No abrigábamos ninguna esperanza de ver al señor Latcher. El orgullo le impedía salir y aceptar la comida. Que de eso se encargaran las mujeres.

Mientras ellas hablaban de la cosecha y del calor que hacía, yo me aparté del camión bajo la mirada vigilante de todos aquellos chiquillos. Me acerqué a la parte lateral de la casa, donde el chico más alto estaba holgazaneando a la sombra sin prestarnos la menor atención. Se llamaba Percy y según él tenía doce años, aunque yo abrigaba dudas al respecto. Su estatura no era la que correspondía a un niño de esa edad, pero como los Latcher no iban a la escuela era imposible compararlo con los chicos de doce años. Iba descalzo y sin camisa, y su piel era de color bronce oscuro debido a las muchas horas que pasaba al sol.

—Hola, Percy —le dije, pero él no me contestó.

Los aparceros solían ser muy raros. Unas veces te hablaban y otras te miraban con rostro inexpresivo como si quisieran que los dejaras en paz.

Contemplé la casa, una cajita cuadrada, y me pregunte una vez más cómo era posible que en un lugar tan pequeño pudiera vivir tanta gente. Nuestro cobertizo de herramientas tenía casi el mismo tamaño. Las ventanas estaban abiertas y los restos de unos visillos colgaban inmóviles. No había tela metálica que impidiera la entrada de las moscas y los mosquitos y, por supuesto, ningún ventilador que removiera un poco el aire.

Me compadecí de ellos. Gran era muy aficionada a las citas de las Sagradas Escrituras, como «Bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos será el Reino de los Cielos», y «A los pobres siempre los tendréis con vosotros», pero a mí me parecía una crueldad que alguien tuviera que vivir en semejantes condiciones. No tenían zapatos. Su ropa estaba tan vieja y gastada que se avergonzaban de ir a la ciudad, y como carecían de electricidad, no podían enterarse de las noticias sobre los Cardinals.

Percy nunca había tenido una pelota, un guante o un bate de béisbol, jamás había jugado a atrapar la pelota con su padre ni, mucho menos, soñado con derrotar a los Yankees. En realidad, puede que ni siquiera hubiera soñado con abandonar el algodonal. La sola idea me resultaba casi insoportable.

Mi padre sacó la primera caja de verduras mientras mí madre explicaba su contenido y los chiquillos Latcher se acercaban a los peldaños de la entrada, mirando ansiosamente desde lejos. Percy no se movió; mantenía la mirada fija en los campos, en algo que ni él ni yo podíamos ver.

Había una chica en la casa. Se llamaba Libby, tenía quince años, era la mayor y, según los más recientes rumores de Black Oak, estaba embarazada. Decían que no había querido revelar a nadie, ni siquiera a sus padres, el nombre del chico que la había preñado.

Semejantes rumores superaban toda la capacidad de comprensión de Black Oak. Las noticias de la guerra, una pelea, Un caso de cáncer, el nuevo hijo que esperaban dos personas legalmente casadas… todos aquellos acontecimientos alimentaban los rumores. Una defunción seguida de un buen funeral mantenía electrizada a la ciudad durante varios días. La detención, aunque sólo fuera del más insignificante de los ciudadanos, constituía un acontecimiento que daba juego para varias semanas. Pero que una niña de quince años, aunque fuera la hija de un aparcero, estuviera embarazada de un hijo ilegítimo era algo tan extraordinario que la ciudad estaba totalmente alborotada. Lo malo era que el embarazo no se había confirmado. Sólo se trataba de un rumor. Puesto que los Latcher jamás abandonaban la granja, resultaba muy difícil confirmarlo. Y, dado que nosotros éramos los que más cerca vivíamos de ellos, la tarea de investigar había recaído en mi madre. Y ella había recabado mi ayuda para que le echara una mano en las comprobaciones. Me había revelado en parte los rumores que corrían y, como yo me había pasado toda la vida viendo criar y reproducirse a los animales de la granja, poseía los conocimientos básicos necesarios. A pesar de ello, sin embargo, me mostraba reacio a participar. Tampoco estaba demasiado seguro de la razón por la cual teníamos que confirmar el embarazo. Se había hablado tanto de ello que ahora toda la ciudad creía que la pobre chica se encontraba en estado. El gran misterio era la identidad del padre. «A mi no van a endilgármelo», le oí decir a Pappy en la Cooperativa mientras todos los viejos se partían de risa.

—¿Qué tal va el algodón? —le pregunté a Percy. Como si ambos fuéramos unos agricultores de verdad.

—Aún está por ahí —contestó, señalando con un movimiento de la cabeza los algodonales que empezaban a muy pocos metros de distancia. Me volví a mirar su algodón cuyo aspecto era exactamente igual que el del nuestro. A mí me pagaban un dólar con sesenta por cada cincuenta kilos que recolectaba. A los hijos de los aparceros no les pagaban nada.

Después contemplé de nuevo la casa, las ventanas, los visillos, las alabeadas tablas de madera y el patio trasero con la colada tendida en unas cuerdas. Miré hacia el sendero de tierra que pasaba por delante del retrete exterior y se dirigía al río, pero no vi ni rastro de Libby Latcher. Probablemente la mantuviesen encerrada en una habitación y el señor Latcher montara guardia ante la puerta con una escopeta de caza. Algún día daría a luz al bebé y nadie se enteraría. Seria un Latcher más que corretearía desnudo por allí.

—Mi hermana no está aquí —dijo Percy, con la mirada perdida en la distancia—. Eso es lo que estás buscando, ¿verdad?

Quedé boquiabierto de asombro y me puse colorado como un tomate.

—¿Cómo? —fue lo único que acerté a decir.

—No está aquí. Y ahora, vuelve a tu camión.

Mi padre acarreó el resto de la comida hasta el porche y yo me aparté de Percy.

—¿La has visto? —me preguntó mi madre en un susurro cuando ya nos íbamos.

Negué con la cabeza.

En cuanto nos alejamos, los Latcher se abalanzaron sobre las cajas como si llevaran una semana sin comer.

Regresaríamos al cabo de unos días con un nuevo cargamento de verduras, en un segundo intento de confirmar los rumores. Mientras mantuvieran escondida a Libby, los Latcher estarían bien alimentados.

El río St. Francis tenía quince metros de profundidad según mi padre, y cerca del embarcadero del puente había peces gato de hasta treinta kilos que devoraban todo cuanto encontraban a su alcance. Eran unos peces carroñeros, sucios y de gran tamaño, que sólo se movían cuando había comida cerca. Algunos vivían veinte anos. Según las leyendas de la familia, Ricky había pescado uno de aquellos monstruos cuando tenía trece años. Pesaba veintidós kilos y al abrirle el vientre con un cuchillo se derramaron toda suerte de desperdicios por la compuerta posterior del camión de Pappy: una bujía de encendido, una canica, montones de pececillos a medio digerir, dos monedas de un centavo y algunas sustancias sospechosas que más tarde identificamos como desechos humanos.

Gran jamás volvió a freír otro pez gato, y Pappy desistió de seguir comiendo pescado de agua dulce.

Utilizando lombrices rojas como cebo, yo pescaba en las someras aguas de los remansos del río que rodeaban los bancos de arena en busca de bremas y pomosios, dos pequeñas especies muy abundantes y fáciles de pescar. Vadeaba descalzo entre los cálidos remolinos y, de vez en cuando, oía gritar a mi madre:

—¡Ya basta, Luke!

La orilla estaba bordeada de robles y sauces, detrás de los cuales brillaba el sol. Mis padres permanecían sentados a la sombra sobre una de las muchas mantas que hacían las señoras en la iglesia durante el invierno, compartiendo un melón de nuestro huerto.

Hablaban en voz baja, casi en susurros, y yo ni siquiera trataba de escuchar lo que decían, pues era uno de los pocos momentos de la temporada de la recolección en que podían estar solos. Por la noche, después de toda una jornada en los algodonales, el sueño no tardaba en llegar, y era tan profundo que raras veces los oía hablar en la cama. A veces se sentaban en el porche a oscuras, a la espera de que pasara un poco el calor, pero no estaban auténticamente solos.

El miedo que me infundía el río me mantenía a salvo de los peligros. Aún no había aprendido a nadar… estaba esperando que Ricky regresara. Me había prometido que el verano siguiente, cuando yo cumpliera los ocho años, me enseñaría. Permanecí muy cerca de la orilla, donde el agua apenas me cubría los pies.

Los ahogamientos no eran insólitos y toda mi vida había oído contar dramáticas historias de personas mayores que quedaban atrapadas en los movedizos bancos de arena y eran arrastradas por la corriente mientras sus familias las contemplaban horrorizadas. Las aguas tranquilas podían volverse violentas, pero yo jamás lo había visto. Al parecer, todos los ahogamientos se producían en el St. Francis, aunque la localización exacta variaba según el narrador. Un niño pequeño estaba sentado tranquilamente en un banco de arena cuando, de pronto, el banco se movía, el agua rodeaba al niño y éste se hundía en un visto y no visto. Su hermano mayor lo advertía, se arrojaba a las agitadas aguas y era arrastrado por una fuerte corriente que también lo devoraba. Entonces una hermana mayor oía los gritos de los dos primeros y se arrojaba al río, y cuando el agua ya le llegaba a la cintura, recordaba que no sabía nadar. Impertérrita, seguía adelante, gritándole al mayor de sus hermanos que resistiera, que allá iba ella para salvarlo. Pero el banco de arena se hundía por completo, como si se produjera una especie de terremoto, y surgían nuevas corrientes en todas direcciones.

Los tres hermanos se alejaban cada vez más de la orilla. La madre, que en algunos relatos estaba embarazada y en otros no, y que sólo a veces sabía nadar, se hallaba preparando el almuerzo a la sombra de un árbol cuando oía los gritos de sus hijos. Entonces también se arrojaba al agua y no tardaba en verse metida en un apuro.

El padre estaba pescando cerca del puente cuando oía el repentino alboroto, y en lugar de perder el tiempo corriendo a la orilla y penetrando en el agua por allí, se arrojaba de cabeza al St. Francis y se desnucaba.

Toda la familia moría ahogada. Algunos cadáveres eran encontrados y otros, no. Algunos eran devorados por los peces gato y otros arrastrados hasta el mar, dondequiera que éste estuviese. Había teorías para todos los gustos acerca de lo que finalmente ocurría a los cuerpos de aquella desventurada familia que, curiosamente, había permanecido en el anonimato durante décadas.

La historia se iba repitiendo para que los niños como yo comprendiéramos los peligros que encerraba el río. A Ricky le encantaba meterme miedo con ella, pero confundía a menudo las versiones. Mi madre decía que todo era un cuento.

Hasta el hermano Akers había conseguido introducirla en sus sermones para demostrar que Satanás siempre andaba por el mundo tratando de extender la desgracia y el sufrimiento. Yo permanecía despierto y lo escuchaba con atención, pero cuando omitía la parte del hombre que se desnucaba, también pensaba que exageraba.

Sin embargo, estaba firmemente decidido a no ahogarme. Los peces picaban, pero eran bremas muy pequeñas que yo desprendía del anzuelo y arrojaba de nuevo al río. Cerca de una laguna encontré un tocón donde sentarme y empecé a pescar un pez tras otro. Era casi tan divertido como jugar al béisbol. La tarde transcurrió lentamente y yo agradecí la soledad. Nuestra granja estaba llena de forasteros. Los algodonales esperaban con la promesa de un trabajo agotador. Había sido testigo de la muerte de un hombre y, en cierto modo, me había visto metido en el fregado.

El suave susurro de las agua someras me serenaba. ¿Por qué no podía pasarme todo el día pescando, sentado a la orilla del río bajo la sombra de un árbol? Cualquier cosa, menos recolectar algodón. No quería ser agricultor. No necesitaba adquirir practica.

—Luke —dijo mi padre, sentado un poco más abajo.

Recogí el anzuelo y los gusanos y me acerqué a él.

—Sí, señor —dije.

—Siéntate. Tenemos que hablar.

Me senté justo en el borde de la manta, lo más lejos posible de ellos. No parecían enfadados; por el contrario, la expresión de mi madre era más bien de complacencia.

La severidad del tono de voz de mi padre, sin embargo, fue suficiente para asustarme.

—¿Por qué no nos dijiste nada de la pelea? —me preguntó.

Al parecer, aquella pelea no iba a terminar jamás.

En realidad, la pregunta no me sorprendió.

—Creo que tuve miedo.

—¿Miedo, de qué?

—Miedo de que me sorprendieran detrás de la Cooperativa, presenciando una pelea.

—Porque yo te había dicho que no lo hicieras, ¿verdad? —intervino mi madre.

—Sí, señora. Y lo siento.

Presenciar una pelea no constituía un acto grave de desobediencia, y los tres lo sabíamos. ¿Qué hubieran tenido que hacer los chicos un sábado por la tarde cuando la ciudad estaba llena de gente y todo el mundo quería pasarlo bien? Sonrió porque había dicho que lo sentía. Yo quería inspirarle compasión.

—No me preocupa que vieras la pelea —señaló mi padre—, pero los secretos pueden traerte problemas. Deberías haber dicho lo que viste.

—Vi una pelea. No sabía que Jerry Sisco iba a morir.

Mi lógica lo dejó momentáneamente perplejo. Después inquirió:

—¿Le dijiste la verdad a Stick Powers?

—Sí, señor.

—¿El que recogió primero el palo fue uno de los Siseo? ¿O acaso fue Hank Spruill?

Si hubiese dicho la verdad, habría equivalido a reconocer que había mentido al dar mi primera versión. Decir la verdad o decir una mentira, ésa era la cuestión que siempre quedaba por resolver. Decidí confundir un poco las cosas.

—Bueno, si quieres que te diga la verdad, papá, todo ocurrió muy rápido. Había cuerpos cayendo y volando por todas partes. Hank lanzaba de un lado a otro a los chicos como si fueran muñecos, y la gente no paraba de moverse y gritar. Entonces, de pronto vi el palo.

Curiosamente, mis palabras lo dejaron satisfecho. A fin de cuentas, yo sólo tenía siete años y me había visto atrapado entre una multitud que estaba presenciando una terrible pelea detrás de la Cooperativa. ¿Quién hubiera podido reprocharme el que no estuviese muy seguro de lo que había ocurrido?

—No le digas nada a nadie, ¿de acuerdo? Ni a una sola persona.

—Sí.

—Los niños pequeños que no les cuentan los secretos a sus padres siempre tropiezan con grandes problemas —apuntó mi madre—. Es mejor que siempre nos lo cuentes todo.

—Sí.

—Y ahora, ve a seguir pescando un poco más —dijo mi padre, y regresé corriendo a mi puesto junto al río.