El almuerzo del domingo siempre era a base de pollo frito, bizcochos y salsa, y, a pesar de que las mujeres trabajaban a la mayor rapidez posible, tardaban una hora en prepararlo. Cuando nos sentábamos a la mesa, estábamos muertos de hambre. A menudo pensaba, para mis adentros, claro, que, si el hermano Akers no ladrara y divagara tanto, no estaríamos tan hambrientos.
Pappy rezó la oración de acción de gracias. Nos pasamos las bandejas de la comida y, cuando estábamos a punto de empezar a comer, oímos la portezuela de un automóvil cerrarse ruidosamente muy cerca de la casa. Dejamos de comer y nos miramos los unos a los otros. Pappy se levanto en silencio y se acercó a la ventana de la cocina.
—Es Stick Powers —anunció, levantando la vista, y a mí se me pasó de golpe el apetito. Había llegado la policía y no cabía esperar que ocurriera nada bueno.
Pappy lo recibió en el porche trasero. Oímos con toda claridad sus palabras.
—Buenas tardes, Eh.
—¿En qué puedo servirle, Stick?
—Creo que ya se habrá enterado de que el chico de los Sisco ha muerto.
—Pues sí —repuso Pappy sin el menor asomo de tristeza en la voz.
—Tengo que hablar con uno de sus temporeros.
—Fue una simple pelea, Stick. Las habituales tonterías de los sábados que los Sisco llevan años haciendo. Ustedes jamás se lo han impedido, y ahora a uno de ellos le han dado su merecido.
—Pero yo tengo que investigar lo ocurrido.
—Pues tendrá que esperar hasta después del almuerzo. Acabamos de sentarnos a la mesa. Algunas personas acostumbramos ir a la iglesia.
Mi madre se estremeció al oírlo. Gran meneó lentamente la cabeza.
—Estoy de servicio.
Según los rumores, a Stick le daba un ataque de fervor religioso cada cuatro años, en período electoral. Después, a lo largo de tres años y medio, no experimentaba la menor necesidad de acudir al templo. En Black Oak, si alguien no lo hacía, la gente se enteraba. Necesitábamos tener a alguien por quien rezar durante las reuniones de renovación de la fe.
—Puede sentarse en el porche —le dijo Pappy antes de regresar a la mesa de la cocina.
En cuanto se hubo sentado, los demás se pusieron nuevamente a comer. Yo sentía en la garganta un nudo del tamaño de una pelota de béisbol y no había manera de que me pasara el pollo frito.
—¿Sabes si ha almorzado? —preguntó Gran en voz baja.
Pappy se encogió de hombros, como si le diera igual. Si a aquellas horas Stick aún no había encontrado nada que comer, ¿qué nos importaba a nosotros?
Pero a Gran si le importaba. Se levantó y sacó un plato del armario. Mientras nosotros la mirábamos, le puso patatas con salsa, tomates y pepinos cortados, dos bizcochos que untó cuidadosamente con mantequilla, un muslo y una pechuga. Después llenó un vaso alto con té helado y lo llevó al porche trasero.
—Tenga, Stick —oímos que decía—. Aquí nadie se queda sin comer.
—Gracias, señor Ruth, pero ya he comido.
—Pues vuelva a comer.
—La verdad es que no debería.
Fue entonces cuando comprendimos que las carnosas ventanas de la nariz de Stick ya habían percibido los deliciosos efluvios del pollo y los bizcochos.
—Gracias, señor Ruth. Es usted muy amable.
No nos sorprendimos al verla entrar con las manos vacías. Pappy estaba enfadado, pero mantuvo la boca cerrada. Stick se había presentado allí para entrometerse en los asuntos de nuestros peones, lo cual significaba que estaba haciendo peligrar nuestra cosecha de algodón. ¿Por qué alimentarlo?
Comimos en silencio, lo que me permitió disponer de tiempo para ordenar mis pensamientos. Como no quería que sospecharan nada, me introduje a la fuerza la comida en la boca y procuré masticarla lo más despacio posible.
No tenía mucha idea de qué era la verdad ni sabía distinguir entre el bien y el mal. Los Sisco se estaban metiendo con un pobre palurdo cuando Hank acudió en ayuda de éste. Eran tres Sisco contra Hank. Él les paró rápidamente los pies, y allí debería haber terminado la pelea. ¿Por qué recogió después aquel palo? Era fácil pensar que los Sisco jamás tenían razón, pero Hank ya había ganado la pelea mucho antes de que empezara a golpearlos.
Pensé en Dewayne y en nuestro pacto secreto. Llegué a la conclusión de que el silencio y la ignorancia eran las mejores estrategias.
No queríamos que Stick nos oyera hablar, por eso no dijimos nada durante toda la comida. Pappy comió más despacio que de costumbre porque quería hacer esperar a Stick, conseguir que se inquietara y, quizá, se enojara y se marchara. Pero yo dudaba mucho que la tardanza molestara a Stick. Casi me parecía oírlo lamer el plato.
Mi padre miró en torno a la mesa mientras masticaba, con los pensamientos aparentemente en otro sitio, probablemente en Corea. Tanto mi madre como Gran parecían muy tristes, lo cual no tenía nada de extraño después de la paliza verbal que nos propinaba cada semana el hermano Akers. Éste era otro de los motivos por los cuales yo siempre procuraba echarme a dormir durante sus sermones.
Las mujeres le tenían mucha más simpatía a Jerry Sisco. A medida que pasaban las horas, su muerte resultaba cada vez más lamentable. Su perversidad y sus restantes defectos estaban cayendo lentamente en el olvido. A fin de cuentas, era un chico de la zona, alguien a quien conocíamos, aunque sólo fuera de pasada, y había tenido un final horrible.
Y su asesino dormía en el patio delantero de nuestra casa.
Oímos ruido. Los Spruill acababan de regresar del río.
La investigación tuvo lugar bajo nuestro roble más alto, a medio camino entre el porche delantero y el campamento de los Spruill. Primero se reunieron los hombres, Pappy y mi padre desperezándose y frotándose el estómago, y Stick con cara de haber dado cuenta de una excelente comida. Tenía un vientre abultado sobre el que se tensaban los botones de su camisa marrón, y saltaba a la vista que no se pasaba los días en los algodonales. Pappy decía que se trataba de un holgazán que todo lo que hacía era dormir en el interior de su coche patrulla a la sombra de un árbol, cerca del tenderete de perritos calientes de Gurdy Stone en las afueras de la ciudad.
Desde el otro lado del patio, los Spruill se acercaron con el señor Spruill a la cabeza y Trot en la retaguardia, ladeando el cuerpo y arrastrando los pies con sus habituales andares que ya todos conocíamos. Yo caminaba detrás de Gran y de mi madre, atisbando entre ellas en mi afán de mantenerme al margen. Sólo los mexicanos no estaban presentes.
Se formó un desordenado corrillo alrededor de Stick; los Spruill a un lado y los Chandler al otro, aunque, bien mirado, todos estábamos en el mismo lado. No me gustaba ser aliado de Hank Spruill, pero el algodón estaba por encima de todo.
Pappy presentó a Stick al señor Spruill, quien estrechó torpemente la mano del agente y después retrocedió unos pasos. Los Spruill parecían temerse lo peor, y entonces traté de recordar si alguno de ellos había presenciado la pelea. Había mucha gente y todo había ocurrido muy rápido. Dewayne y yo nos habíamos quedado como hipnotizados al ver la sangre, y ahora no conseguía recordar si me había fijado en los rostros de los demás espectadores.
Stick empezó a mascar una brizna de hierba que asomaba por la comisura de su boca, y con los pulgares de las manos introducidos en los bolsillos de los pantalones, empezó a estudiar a nuestros montañeses. Hank se apoyó contra el roble, mirando con desprecio a cualquiera que tuviera la osadía de posar la vista en él.
—Ayer hubo una pelea violenta en la ciudad, detrás de la Cooperativa —comenzó Stick, mirando a los Spruill. El señor Spruill asintió con la cabeza sin decir nada—. Unos chicos de la ciudad se enzarzaron en una pelea con un tipo de la montaña. Uno de ellos, Jerry Sisco, ha muerto esta mañana en el hospital de Jonesboro. Fractura de cráneo.
Los Spruill empezaron a agitarse con inquietud, a excepción de Hank, que no se movió. Estaba claro que no se habían enterado de las últimas noticias acerca de Jerry Sisco.
Stick soltó un escupitajo al suelo, desplazó el peso del cuerpo de una pierna a la otra, disfrutando de su condición de moderador y representante de la autoridad, provisto de placa y arma de fuego.
—Por eso estoy buscando por ahí —añadió—, haciendo preguntas, sencillamente para tratar de averiguar quién participó.
—No ha sido ninguno de nosotros —afirmó el señor Spruill—. Somos gente de paz.
—¿De veras?
—Sí, señor.
—¿Ayer todos ustedes estuvieron en la ciudad?
—Pues sí.
Ahora que habían empezado las mentiras, atisbé entre las dos mujeres para ver mejor a los Spruill. Tenían pinta de asustados. Bo y Dale permanecían muy juntos, mirando rápidamente en todas direcciones. Tally estudiaba la tierra adherida a sus pies descalzos, sin atreverse a levantar la cabeza. El señor y la señora Spruill parecían buscar algún rostro amistoso. Y, como es natural, Trot estaba en otro mundo.
—¿Tienen ustedes a un chico llamado Hank? —preguntó Stick.
—Es posible —contestó el señor Spruill.
—No jueguen conmigo —gruñó Stick, súbitamente furioso—. Le he hecho una pregunta y usted debe contestar con claridad. Sobra espacio en nuestra cárcel de Jonesboro. Puedo encerrar a toda la familia para interrogarla. ¿Entendido?
—¡Yo soy Hank Spruill! —dijo una voz de trueno.
Hank se abrió paso con arrogancia entre el grupo y se detuvo lo bastante cerca de Stick para arrearle un puñetazo. Este, que era mucho más bajo, consiguió mantener el tipo, lo estudió por un segundo y preguntó:
—¿Estuviste ayer en la ciudad?
—Sí.
—¿Interviniste en una pelea detrás de la Cooperativa?
—No. Yo impedí que siguieran haciéndolo.
—¿Golpeaste a los muchachos Sisco?
—No conozco sus nombres. Dos de ellos estaban pegando a un chico de la montaña. Yo interrumpí la pelea.
Hank parecía muy ufano y no aparentaba temor, lo admiré muy a mi pesar por su manera de enfrentarse con la ley. Stick miró al grupo y sus ojos se posaron en Pappy. Stick estaba siguiendo una buena pista y se sentía enormemente orgulloso de sí. Con la lengua se pasó la brizna de hierba al otro lado de la boca y después volvió a mirar a Hank.
—¿Utilizaste un palo?
—No me hizo falta.
—Responde a la pregunta. ¿Utilizaste un palo?
—No —contestó Hank sin titubear—. Eran ellos los que tenían un palo.
Naturalmente, la respuesta no coincidía con lo que alguien le había revelado a Stick.
—Creo que será mejor que lo detenga —dijo Stick, sin hacer el menor ademán de tomar las esposas que colgaban de su cinturón.
El señor Spruill se adelantó y le dijo a Pappy:
—Si él se va, nosotros también nos vamos. Ahora mismo. Pappy ya estaba preparado. La gente del campo era famosa por su habilidad para tomar sus bártulos y marcharse de inmediato, y ninguno de nosotros dudaba de que el señor Spruill hablaba en serio. Se irían en menos de una hora y regresarían a Eureka Springs, a sus montañas y a su whisky casero. Resultaría prácticamente imposible recolectar cuarenta hectáreas de algodón con la ayuda exclusiva de los mexicanos. Todas las manos eran esenciales.
—Tranquilo, Stick —intervino Pappy—. Hablemos con calma. Usted y yo sabemos que los Sisco son unos indeseables. Se pelean a menudo y juegan sucio. Lo que ocurre es que se enfrentaron con quien no debían.
—Tengo un cadáver, Eh. ¿Acaso no lo entiende?
—Dos contra uno no me parece muy justo. Desde mi punto de vista, se trata de un caso de legítima defensa.
—Pero mire lo fuerte que es.
—Tal como ya le he dicho, los Sisco se equivocaron de contrincante. Usted y yo sabemos que se lo estaban buscando. Deje que el chico le cuente su versión de la historia.
—¡No soy un chico! —exclamó Hank.
—Cuéntale lo que pasó —dijo Pappy, tratando de ganar tiempo. Si la cosa se alargaba un poco quizá Stick encontrara algún motivo para largarse y regresar al cabo de unos días.
—Adelante —convino Stick—. Oigamos tu versión. Bien sabe Dios que nadie más ha dicho nada.
Hank se encogió de hombros y dijo:
—Me acerqué y vi a los muy cabrones golpeando a Doyle y entonces interrumpí la pelea.
—¿Quién es Doyle? —preguntó Stick.
—Un chico de Hardy.
—¿Lo conoces?
—No.
—Entonces, ¿cómo sabes de dónde es?
—Lo sé y eso es todo.
—¡Maldita sea! —masculló Stick, soltando un escupitajo cerca de Hank—. Nadie sabe nada. Nadie vio nada. Media ciudad estaba detrás de la Cooperativa, pero nadie sabe absolutamente nada.
—Parece que fueron dos contra uno —insistió Pappy—, y cuide el lenguaje; está en mi casa y hay señoras delante.
—Perdón —dijo Stick, tocándose el ala del sombrero e inclinando la cabeza en dirección a mi madre y a Gran.
—Lo único que hizo fue interrumpir una pelea —intervino mi padre por primera vez.
—Hay algo más que eso, Jesse. He oído decir que, cuando terminó la pelea, éste echó mano de un palo y golpeó a los chicos con él. Supongo que fue entonces cuando se produjo la fractura de cráneo. Dos contra uno no está bien y ya sé cómo son los Sisco, pero no estoy seguro de que a uno de ellos tuvieran que matarlo.
—Yo no maté a nadie —dijo Hank—. Interrumpí una pelea. Y no eran dos sino tres.
Ya era hora de que Hank aclarara las cosas. Me parecía un poco raro que Stick no supiera que tres de los Sisco habían salido muy malparados del enfrentamiento. Le habría bastado con contar las caras magulladas. Sin embargo, lo más probable era que sus parientes se los hubieran llevado y los tuviesen escondidos en casa.
—¿Tres? —repitió Stick sin poderlo creer. Todos los presentes se quedaron de piedra. Pappy aprovechó la ocasión.
—En tal caso, no pueden detenerlo por asesinato. Ningún jurado de este país emitirá un veredicto de culpabilidad si fueron tres contra uno.
Por un instante, Stick pareció mostrarse de acuerdo, pero no quería reconocerlo.
—Eso siempre y cuando diga la verdad. Necesitará testigos y ahora mismo hay muy pocos. —Sitck se volvió hacia Hank y le preguntó—: ¿Quiénes eran los tres?
—No les pregunté cómo se llamaban, señor —contesto Hank en tono sarcástico—. No tuvimos ocasión de saludarnos. Eso lleva mucho tiempo, sobre todo cuando el que se enfrenta a tres tipos eres tú.
Las risas habrían molestado a Stick, y nadie quería correr semejante riesgo. Por consiguiente, nos limitamos a inclinar la cabeza y esbozar una sonrisa.
—¡No te hagas el gracioso conmigo, chaval! —exclamó Stick, tratando de reafirmar su autoridad—. Supongo que no tienes ningún testigo, ¿verdad?
Se hizo el silencio. Yo esperaba que Bo o Dale dieran un paso al frente y dijeran que habían presenciado la pelea. Puesto que los Spruill acababan de demostrar que, sometidos a una fuerte presión, eran capaces de mentir, me parecía lógico que uno de ellos se apresurara a confirmar la versión de Hank. Pero nadie abrió la boca. Me acerqué unos cuantos centímetros y me situé directamente detrás de mi madre.
Entonces oí las palabras que cambiarían mi vida. En medio del aire absolutamente inmóvil, Hank dijo:
—El pequeño Chandler lo vio.
Cuando abrí los ojos, todo el mundo estaba mirándome. Gran y mi madre parecían especialmente horrorizadas. Me sentí culpable, la expresión de mi rostro me delataba y comprendí al instante que todos los presentes creían en lo que Hank decía. ¡Yo era un testigo!
—Ven aquí, Luke —me ordenó Pappy.
Me acerqué al centro del grupo tan lentamente como fui capaz. Levanté la mirada hacia Hank y vi un fulgor de furia en sus ojos. Esbozaba una sonrisa más despectiva que de costumbre y su rostro me decía que sabía que estaba atrapado. Los presentes se acercaron un poco más, como si quisieran rodearme.
—¿Presenciaste la pelea? —preguntó Pappy.
En la escuela dominical me habían enseñado que la mentira lo enviaba a uno directamente al infierno. Sin rodeos ni segundas oportunidades. Directamente a las llamas del infierno, donde Satanás esperaba con gente como Hitler, Judas Iscariote y el general Grant. «No darás falso testimonio» no significaba exactamente una prohibición absoluta de mentir, pero así lo interpretaban los baptistas. Y a mí me habían pegado un par de veces por decir pequeños embustes sin importancia. «Di la verdad y te quedarás más tranquilo», era uno de los dichos preferidos de Gran.
—Sí, señor —contesté.
—¿Qué estabas haciendo allí?
—Oí que había una pelea y fui a ver.
No estaba dispuesto a incluir a Dewayne, por lo menos hasta que me hubiera obligado a hacerlo.
Stick hincó una rodilla en tierra para que su mofletudo rostro quedara al nivel de mis ojos.
—Dime lo que viste —me dijo—. Y di la verdad.
Miré a mi padre, que estaba inclinado sobre mi hombro, y a Pappy, que, curiosamente, no parecía enojado conmigo.
Aspiré una gran bocanada de aire hasta llenarme los pulmones y miré a Tally, que me observaba con gran detenimiento. Después contemplé la chata nariz y los abultados ojos negros de Stick y dije:
—Jerry Sisco se estaba peleando con un hombre montañés. Después Billy Sisco también se echó encima de éste. Entonces el señor Hank entró en la pelea para ayudar al montañés.
—Y justo en ese momento, ¿eran dos contra uno o dos contra dos? —preguntó Stick.
—Dos contra uno.
—¿Qué ocurrió con el primer montañés?
—No lo sé. Se fue. Creo que estaba muy malherido.
—Muy bien. Sigue. Y di la verdad.
—¡Está diciendo la verdad! —gritó Pappy—. Sigue.
Volví a mirar alrededor para cerciorarme de que Tally todavía me observaba. Ahora no sólo estaba estudiándome con gran detenimiento sino que, además, esbozaba una sonrisa encantadora.
—Entonces Bobby Sisco salió de pronto de entre la gente y atacó al señor Hank. Eran tres contra uno, tal como él ha dicho.
Hank no sólo no se relajó, sino que me miró con mayor crueldad aún. Se estaba adelantando mentalmente a los acontecimientos y todavía no había terminado conmigo.
—Creo que con eso queda todo aclarado —dijo Pappy—. Yo no soy abogado, pero si fueron tres contra uno, no me costaría nada convencer a un jurado.
Stick no le hizo caso y se acercó más a mí.
—¿Quién tenía el palo? —inquirió, entornando los ojos como si ésta fuera la pregunta más importante de las que se habían formulado hasta el momento.
De repente, Hank estalló.
—¡Di la verdad, chico! —gritó—. Uno de los Sisco recogió del suelo el palo, ¿a que sí?
Sentí las miradas de Gran y de mi madre a mi espalda. Y sabía que Pappy estaba deseando alargar la mano y sacudirme por el cuello para que de mi boca brotaran las palabras apropiadas.
Delante de mí, a escasa distancia, Tally me contemplaba con expresión suplicante, al igual que Bo, Dale, e incluso Trot.
—¡A que sí, chico! —volvió a ladrar Hank.
Miré a Stick a los ojos y empecé a asentir con la cabeza, primero muy despacio, una tímida mentirijilla sin palabras, luego con vehemencia, y de ese modo hice más por nuestra cosecha de algodón que seis meses de buen tiempo.
Me encontraba al borde del ardiente abismo del infierno.
Satanás estaba esperándome y yo percibía el calor de las llamas. Correría al bosque en cuanto pudiera y rezaría pidiendo perdón. Le suplicaría a Dios que se apiadara de mí. Él nos había dado el algodón; de nosotros dependía protegerlo y cosecharlo.
Stick se levantó muy despacio sin apartar los ojos de los míos, pues ambos sabíamos que yo estaba mintiendo. No quería detener a Hank Spruill, al menos en aquel momento. En primer lugar, habría tenido que colocarle las esposas, lo que sin duda habría sido una tarea un tanto peliaguda. Y, en segundo lugar, se habría puesto a mal con todos los agricultores.
Mi padre me agarró por el hombro y me empujó de nuevo hacia las mujeres.
—Nos ha pegado usted un susto de muerte, Stick —dijo, soltando una torpe carcajada en un intento de romper la tensión y sacarme de allí antes de que dijera lo que no debía.
—¿Es buen chico? —preguntó Stick.
—Dice la verdad —contestó mi padre.
—Pues claro que dice la verdad —terció Pappy, considerablemente enfadado.
La verdad acababa de rescribirse.
—Seguiré preguntando por ahí —dijo Stick mientras se encaminaba hacia su automóvil—. Es posible que vuelva más tarde.
Cerró la portezuela de su viejo coche patrulla y abandonó nuestro patio. Lo vimos alejarse hasta que se perdió de vista.