8

El domingo despertamos al amanecer entre estallidos de relámpagos y el retumbo de truenos distantes. Se avecinaba una tormenta por el suroeste que estaba retrasando la salida del sol mientras yo, tumbado en la oscuridad de la habitación de Ricky, me preguntaba una vez más por qué llovía los domingos en lugar de hacerlo durante la semana, para que no me viera obligado a recolectar algodón. El domingo ya era de por si un día de descanso.

Mi abuela vino en mi busca y me dijo que me sentara con ella en el porche y contempláramos la lluvia juntos. Me preparó el café, mezclándolo con grandes cantidades de leche y azúcar, y empezamos a balancearnos suavemente en el columpio mientras el viento aullaba a nuestro alrededor. Los Spruill correteaban de un lado para otro, recogiendo cosas en varias cajas y buscando cobijo lejos de las goteras de sus tiendas.

Gran sabía elegir con cuidado los momentos más indicados para hablar. En ocasiones, normalmente una vez a la semana, me llevaba a dar un paseo o se reunía conmigo en el porche, nosotros dos solos. Llevaba treinta y cinco años casada con Pappy y había aprendido el arte del silencio. Podía pasarse largo rato paseando o columpiándose sin apenas pronunciar palabra.

—¿Qué tal estaba el café? —me preguntó con una voz casi apagada por el rugido de la tormenta.

—Muy bien, Gran —contesté.

—¿Qué te apetece para el desayuno?

—Unos bizcochos.

—Pues entonces, haré unos cuantos.

Los hábitos del domingo eran un poco más pausados. Por regla general, nos levantábamos más tarde, aunque aquel día la lluvia nos había despertado más temprano. Además, no desayunábamos huevos con jamón, sino que conseguíamos sobrevivir con bizcochos y melaza. El trabajo en la cocina era un poco más ligero. A fin de cuentas, se trataba de un día de descanso.

El columpio oscilaba lentamente hacia delante y hacia atrás mientras sus oxidadas cadenas chirriaban por encima de nosotros. Un relámpago estalló al otro lado de la carretera, en algún lugar de las tierras de los Jeter.

—Anoche soñé con Ricky —me dijo Gran.

—¿Fue un buen sueño?

—Sí, muy bueno. Soñé que la guerra terminaba de golpe, pero se olvidaban de decírnoslo. Y una noche, mientras estábamos sentados aquí en el porche, escuchando la radio, veíamos aparecer a un hombre en la carretera, corriendo hacia nosotros. Era Ricky. Vestía su uniforme del Ejército y, de pronto, empezaba a gritarnos que la guerra había terminado.

—Me gustaría tener un sueño así —musite.

—Yo creo que el Señor nos quiere decir algo.

—¿Que Ricky va a volver a casa?

—Sí. Quizá no ahora mismo, pero la guerra va a terminar muy pronto. Un día levantaremos los ojos y lo veremos cruzar este patio.

Contemplé el patio. Empezaban a formarse unos charcos y unas corrientes que bajaban hacia el lugar donde se encontraban los Spruill. La hierba había desaparecido casi por completo y el viento estaba llevándose las primeras hojas muertas de nuestros robles.

—Rezo todas las noches por Ricky, Gran —dije, rebosante de orgullo.

—Yo rezo por él a todas horas —dijo ella con los ojos levemente empañados.

Seguimos columpiándonos mientras contemplábamos la lluvia. Cuando pensaba en Ricky, raras veces me lo imaginaba vestido de uniforme y empuñando un fusil bajo el fuego enemigo, saltando de un lugar seguro a otro. Prefería recordarlo como a mi mejor amigo, un tío que era más bien un hermano, un compañero con una caña de pescar y un guante de béisbol.

Mi madre no tardó en aparecer en el vano de la puerta. El baño del sábado iba seguido del fregamiento del domingo, un rápido pero brutal rito en el transcurso del cual una mujer poseída me restregaba enérgicamente el cuello y las orejas.

—Tenemos que prepararnos —dijo.

Y empecé a experimentar el dolor.

Seguí a Gran a la cocina para tomarme otro café. Pappy estaba sentado junto a la mesa, leyendo la Biblia y preparando su clase de la escuela dominical. Mi padre se encontraba en el porche trasero, contemplando la tormenta y mirando en la distancia hacia el río, preocupado sin duda por la posibilidad de que se produjeran inundaciones.

La lluvia cesó mucho antes de que saliéramos de casa para ir a la iglesia. Los caminos estaban embarrados y Pappy conducía más despacio que de costumbre. Avanzábamos traqueteando, a veces resbalando en las rodadas y los charcos del viejo camino sin asfaltar. Mi padre y yo estábamos sentados en la parte de atrás, fuertemente agarrados a los costados de la plataforma, y mi madre y Gran iban delante, todos vestidos con nuestra mejor ropa del domingo. El cielo se había despejado y el sol ya calentaba la tierra mojada, de la que la humedad se elevaba perezosamente por encima de los tallos de algodón.

—Va a ser un día muy caluroso —anunció mi padre, ofreciendo la misma previsión meteorológica que solía hacer cada día entre mayo y septiembre.

Cuando llegamos a la carretera, nos levantamos y nos apoyamos en la cabina para que el viento nos diera en la cara y nos refrescase. En los campos no había nadie; ni siquiera a los mexicanos se les permitía trabajar en domingo. Todos los períodos de cosecha se oían los mismos rumores acerca de agricultores impíos que se dirigían a escondidas a los campos y recolectaban algodón en domingo, pero yo jamás había sido testigo de un comportamiento tan pecaminoso.

Casi todo se consideraba pecaminoso en el rural estado de Arkansas, en especial si uno era baptista, y una parte considerable de nuestros ritos dominicales consistía en escuchar los sermones del reverendo Akers, un colérico personaje de voz estentórea que se pasaba la vida inventándose nuevos pecados. Como es natural, a mí los sermones me importaban un bledo —al igual que a casi todos los chicos—, pero el domingo tenía algo más que los oficios religiosos. Era un tiempo dedicado a hacer visitas e intercambiar noticias y chismes. Era una reunión festiva en la que todo el mundo estaba de buen humor o, por lo menos, fingía estarlo. Cualesquiera que fuesen las preocupaciones del mundo —las inminentes inundaciones, la guerra de Corea, las fluctuaciones en el precio del algodón durante las reuniones en la iglesia todo se dejaba a un lado.

El Señor no quería que Su pueblo estuviera preocupado, decía siempre Gran, y mucho menos en Su casa, lo cual a mí siempre se me antojaba un poco raro, pues solía mostrarse casi tan preocupada como Pappy.

Aparte de la familia y la granja, nada era tan importante para nosotros como el templo baptista de Black Oak. Yo conocía a casi todas las personas de nuestra congregación y, como es natural, ellas me conocían a mí. Constituíamos una gran familia, para bien o para mal. Todos se amaban los unos a los otros, o por lo menos eso decían, y si alguno se ponía aunque sólo fuera un poquito enfermo, los demás rezaban toda suerte de oraciones y practicaban profusamente la virtud cristiana de la caridad. Un funeral duraba una semana y era un acontecimiento prácticamente sagrado. Las reuniones de renovación de la fe de primavera y otoño se planificaban con varios meses de antelación y en ellas participaba casi todo el mundo. Por lo menos una vez al mes celebrábamos una comida de hermandad —una especie de sencillo almuerzo campestre a la sombra de los árboles de la parte de atrás de la iglesia— que solía prolongarse hasta bien entrada la tarde. Las bodas eran importantes, especialmente para las mujeres, pero carecían del dramatismo de los funerales y los entierros.

El aparcamiento de grava de la iglesia estaba casi lleno cuando llegamos. La práctica totalidad de los vehículos eran viejos camiones de agricultores como el nuestro, todos ellos cubiertos por una capa de barro reciente. Había algunas berunas pertenecientes a habitantes de la ciudad o a agricultores propietarios de sus tierras. Calle abajo, en el templo metodista, había menos camiones y más automóviles. Los metodistas se consideraban ligeramente superiores a nosotros, pero, como baptistas que éramos, nosotros sabíamos que teníamos línea directa con Dios.

Salté del camión y fui corriendo en busca de mis amigos. Tres chicos mayores que yo estaban lanzando pelotas de béisbol detrás de la iglesia, cerca del cementerio, por lo que me encaminé hacia allí.

—Luke —dijo alguien en voz baja. Era Dewayne, estaba a la sombra de un olmo y parecía muy asustado—. Ven aquí —me llamó.

Me acerqué al olmo.

—¿No te has enterado? —me preguntó—. Jerry Sisco ha muerto a primera hora de esta mañana.

Tuve la sensación de haber hecho algo malo, y no supe qué decir. Dewayne me miró en silencio. Al final, conseguí articular.

—¿Y qué?

——Pues que están buscando a la gente que lo vio.

——Mucha gente lo vio.

——Sí, pero nadie quiere decir nada. Todo el mundo teme a los Siseo, y a vuestro palurdo tanto o más que a ellos.

—No es nuestro palurdo —repliqué.

—Bueno, pues yo le tengo miedo. ¿Tú no?

—Sí.

—¿Qué vamos a hacer?

—Nada. No vamos a decir ni una palabra, por lo menos de momento.

Acordamos no hacer nada. Si nos preguntaban algo, mentiríamos, y rezaríamos una oración de más para compensarlo. Las plegarias fueron muy largas y solemnes aquel domingo por la mañana. También lo fueron los rumores acerca de lo que le había ocurrido a Jerry Sisco. La noticia se propagó rápidamente antes de que diese comienzo la escuela dominical. Dewayne y yo oímos unos detalles sobre la pelea que nos parecieron increíbles. La figura de Hank crecía por momentos.

—Tiene unas manos tan grandes como jamones —dijo alguien.

—Unos hombros de toro —apuntó otro—. Debía de pesar ciento cincuenta kilos.

Los hombres y los chicos mayores se agruparon cerca de la entrada de la iglesia y Dewayne y yo nos acercamos para escuchar. Oí calificar los hechos de asesinato y después de matanza, sin comprender muy bien la diferencia entre ambas cosas hasta que le oí decir al señor Snake Wilcox:

—Eso no es un asesinato. A las personas buenas se las asesina. A la basura como los Sisco simplemente se la mata.

La matanza era la primera que tenía lugar en Black Oak desde 1947: unos aparceros del este de la ciudad se emborracharon y se enzarzaron en una guerra familiar. Un adolescente se cruzó por delante de una escopeta de caza, pero no se presentó ninguna denuncia. Huyeron durante la noche y jamás se volvió a saber de ellos. Nadie recordaba el último asesinato «auténtico».

Los chismes me fascinaban. Nos sentamos en las gradas de la iglesia, mirando hacia Main Street, escuchando las discusiones y comentarios de los hombres acerca de lo que se tenía o no tenía que hacer.

Calle abajo divisé la fachada de la Cooperativa y, por un instante, me pareció ver de nuevo a Jerry Sisco con el rostro hecho papilla mientras Hank Spruill le propinaba una paliza mortal.

Había visto matar a un hombre. De repente, experimenté el impulso de refugiarme de nuevo en el templo y ponerme a rezar. Sabia que era culpable de algo.

Entramos en la iglesia, donde las mujeres y las muchachas también se habían reunido para comentar en voz baja las distintas versiones de la tragedia. Quien crecía a ojos de ellas era la figura de Jerry. Brenda, la pecosa enamorada de Dewayne, vivía a sólo medio kilómetro de los Sisco y, dado que éstos eran prácticamente vecinos suyos, estaba siendo objeto de especial interés. Las mujeres se mostraban más comprensivas que los hombres.

Dewayne y yo fuimos a buscar unas galletas a la sala comunitaria, nos dirigimos a nuestras pequeñas aulas y, por el camino, prestamos atención a los comentarios.

Nuestra profesora de la escuela dominical, la señorita Beverly Dili Cooley, que enseñaba en el instituto de Monette, empezó con un prolongado y generoso comentario necrológico sobre Jerry Sisco, un pobre chico perteneciente a una familia muy pobre, que jamás había tenido una oportunidad. Después nos hizo juntar las manos y cerrar los ojos mientras ella elevaba su voz y, durante un buen rato, le pedía a Dios que acogiera al pobre Jerry entre sus amorosos y eternos brazos. Hablaba como si Jerry fuera un cristiano y una víctima inocente.

Dewayne y yo nos miramos.

Todo aquello resultaba un poco extraño. Como baptistas, nos habían enseñado desde la cuna que la única manera de ir al Cielo consistía en creer en Jesús y tratar de seguir su ejemplo, llevando una vida cristiana, limpia y ética. Era un mensaje muy sencillo que nos predicaban desde el púlpito los domingos por la mañana e incluso los domingos por la noche; y todos los predicadores que pasaban por Black Oak lo repetían con vehemencia y claridad. Lo oíamos en la escuela dominical, los miércoles durante el servicio de plegaria nocturna y en la Escuela Bíblica durante las vacaciones. Estaba en nuestra música, en nuestros devocionarios, en nuestra literatura. Era un mensaje firme y directo, sin trampa, compromisos o escapatorias. Y el que no aceptaba a Jesús ni vivía como un cristiano, sencillamente se iba al infierno. Allí había ido a parar Jerry Sisco y todos lo sabíamos.

La señorita Cooley, sin embargo, seguía rezando. Rezó por todos los Sisco en aquella hora de amargura y pérdida, y también por nuestra pequeña ciudad, para que tendiera la mano a los Sisco y los ayudara.

A mi no se me ocurría pensar en ninguna persona de Black Oak que quisiera tenderles la mano a los Sisco.

Fue una plegaria muy rara, y cuando la señorita Cooley dijo finalmente «amén», me quedé perplejo. Jerry Sisco jamás en su vida se había acercado a una iglesia, pero la señorita Cooley rezaba como si en aquel preciso instante estuviera con Dios. Si los forajidos como los Sisco podían ir al Cielo, los demás no teníamos por qué esforzarnos en ser buenos.

Después se puso a hablarnos de nuevo de Jonás y de la ballena, y por un buen rato nos olvidamos de la matanza.

Una hora después, durante el servicio religioso, me senté en mí sitio de costumbre, en el mismo banco en el que siempre se sentaban los Chandler, a la izquierda y hacia la parte central de la iglesia, entre Gran y mi madre. Los bancos no estaban marcados ni reservados, pero todo el mundo sabía dónde solían sentarse los demás. Mis padres aseguraban que en cuestión de tres años, cuando yo tuviera diez, me permitirían sentarme con mis amigos, siempre y cuando me portara bien, claro. Había conseguido arrancarles esa promesa, pero existía igualmente la posibilidad de que no me permitieran hacerlo hasta que cumpliera los veinte.

Aunque las ventanas estaban abiertas, la atmósfera era sofocante. Las mujeres se abanicaban, mientras que los hombres permanecían sentados sudando la gota gorda. Para cuando el hermano Akers se levantó para predicar, yo ya tenía la camisa pegada a la espalda. El hombre estaba furioso, como de costumbre, y se puso a gritar casi de inmediato nada más empezar, dijo que el pecado había llevado la tragedia a Black Oak. El pecado había sido causa de muerte y destrucción, tal como siempre lo había sido y seguiría siéndolo. Nosotros, los pecadores, bebíamos, jugábamos, maldecíamos, mentíamos, luchábamos, matábamos y cometíamos adulterio porque nos habíamos apartado de Dios, y era por eso por lo que un joven de nuestra ciudad había perdido la vida. Dios no quería que nos matáramos los unos a los otros.

Volví a sentirme perplejo. Yo creía que Jerry Sisco había muerto porque finalmente había encontrado la horma de su zapato. No tenía nada que ver con el juego, el adulterio o cualquiera de los otros pecados contra los que estaba clamando el hermano Akers. Y, además, ¿por qué nos pegaba tantos gritos? Nosotros éramos los buenos. ¡Estábamos en la iglesia!

Raras veces comprendía de qué hablaba el hermano Akers en sus sermones y, de vez en cuando, le había oído comentar a Gran durante la comida del domingo que ella también había quedado confusa por alguno de sus sermones. En una ocasión Ricky me había dicho que, a su juicio, el hermano Akers estaba medio chiflado.

Los pecados aumentaron y fueron acumulándose los unos encima de los otros hasta que los hombros se me empezaron a encorvar. Aún no había dicho ninguna mentira a propósito de la pelea, pero ya empezaba a sentir los efectos.

Después el hermano Akers recorrió toda la historia del asesinato, empezando con Caín, que había matado a Abel, y siguiendo todo el ensangrentado camino de las carnicerías bíblicas. Gran cerró los ojos y yo comprendí que estaba rezando… Siempre rezaba. Pappy mantenía la mirada fija en la pared, pensando probablemente en la clase de efecto que podría ejercer la muerte de un Sisco en su cosecha de algodón. Me pareció que mi madre prestaba sinceramente atención al predicador, en tanto que yo empezaba a dar cabezaditas.

Cuando desperté, tenía la cabeza apoyada en el regazo de Gran, pero a ella no le importaba. Cuando estaba preocupada por Ricky, quería tenerme cerca. El piano sonaba y los miembros del coro se habían puesto de pie. Nos levantamos y cantamos cinco estrofas de Tal como soy. Acto seguido, el reverendo nos despidió.

Fuera los hombres se reunieron a la sombra de un árbol y empezaron a discutir acerca de no sé qué. Pappy, que acaparaba toda la atención, hablaba en voz baja y agitaba las manos en actitud apremiante. Me guardé mucho de acercarme.

Las mujeres formaron pequeños grupos y empezaron a intercambiarse chismes en el césped delantero, donde los niños jugaban y los ancianos se despedían. Nadie tenía prisa en alejarse de la iglesia los domingos, pues en casa no había apenas nada que hacer, aparte de almorzar, echar la siesta y prepararse para una nueva semana de recolección de algodón.

Regresamos lentamente al aparcamiento. Volvimos a despedirnos de nuestros amigos y después saludamos con la mano mientras nos alejábamos. Solo en la parte de atrás del camión con mi padre, traté de armarme de valor para confesarle que yo había presenciado la pelea. En la iglesia, los hombres no habían hablado de otra cosa. No estaba muy seguro del papel que yo interpretaba en aquel asunto, pero la conciencia me decía que se lo confesara todo a mi padre y después me escondiera detrás de él, buscando protección. Sin embargo, Dewayne y yo habíamos prometido no decir nada hasta que nos preguntaran algo, momento en el cual trataríamos de escabullirnos como pudiéramos. No dije nada mientras regresábamos a casa.

Aproximadamente a un kilómetro y medio de nuestra granja, donde la grava empezaba a ceder el paso a la tierra, el camino se juntaba con el río St. Francis a la altura de un puente de madera de un solo carril. El puente se había construido en los años treinta como parte de un proyecto de obras públicas llevado a cabo por el gobierno con el fin de reducir el paro, y era lo bastante resistente para soportar el peso de los tractores y los remolques cargados de algodón. Sin embargo, las gruesas tablas crujían y chirriaban cada vez que pasabas por él, y cuando mirabas la pardusca agua de abajo, tenias la sensación de que el puente se balanceaba.

Lo cruzamos muy despacio y, al llegar al otro lado, vimos a los Spruill. Bo y Dale estaban en el río, sin camisa y con las perneras de los pantalones subidas hasta las rodillas, brincando entre las rocas. Trot permanecía sentado en una gruesa rama, con los pies colgando sobre el agua. El señor y la señora Spruill se encontraban a la sombra de un árbol, junto al mantel sobre el cual habían dispuesto la comida.

Tally también estaba en el agua, tenía las piernas desnudas hasta las rodillas y la larga cabellera le caía sobre los hombros. Se me aceleró el pulso al verla dar pataditas al agua, abstraída en sus pensamientos.

Río abajo, en un lugar donde casi nunca había peces, vimos a Hank con una pequeña caña de pescar. Se había quitado la camisa y ya tenía la piel enrojecida por el sol. Me pregunté si sabría que Jerry Sisco había muerto. Probablemente, no. Pero no tardaría en enterarse.

Los saludamos con la mano. Se quedaron de piedra, como si los hubiéramos sorprendido entrando ilegalmente en algún sitio, pero después sonrieron y correspondieron con una inclinación de la cabeza. Sin embargo, Tally no nos miro. Hank, tampoco.