7

Sábado por la mañana. Al amanecer, con los mexicanos a un lado y los Spruill al otro, ya estábamos en el remolque, dirigiéndonos a los campos. Decidí permanecer lo más cerca posible de mi padre por temor a que Hank volviera a perseguirme. Aquella mañana odiaba a todos los Spruill, tal vez con la sola excepción de Trot, mi único defensor. Ellos no me prestaron la menor atención. Yo esperaba que se avergonzaran de su comportamiento.

Procuré no pensar en los Spruill mientras atravesábamos los algodonales. Era sábado, un día mágico para todos los pobres desgraciados que cultivaban la tierra. En la granja Chandler, trabajábamos media jornada y después nos dirigíamos a la ciudad para reunirnos con los demás agricultores y sus familias, que iban a comprar comida y provisiones, a alternar en Main Street, a enterarse de los chismes y huir durante unas cuantas horas del duro esfuerzo de los campos. Los mexicanos y la gente de la montaña también iban. Los hombres se reunían en grupos delante del Tea Shoppe y la Cooperativa para comparar las cosechas y contar historias de inundaciones. Las mujeres abarrotaban la tienda de Pop y Pearl y tardaban una eternidad en comprar unos pocos comestibles. Los niños recibían permiso para corretear por las aceras de Main Street y las callejuelas de las inmediaciones hasta las cuatro de la tarde, aquella maravillosa hora en que el Dixie abría para las sesiones vespertinas.

Cuando el remolque se detuvo, saltamos al suelo y tomamos nuestros sacos de algodón. Yo estaba medio dormido y no prestaba atención a nada en particular, cuando una voz dulcísima me dijo:

—Buenos días, Luke.

Se trataba de Tally, que me miraba con una sonrisa en los labios. Era su manera de decirme que lamentaba lo de la víspera.

Yo era un Chandler, y por lo tanto la terquedad se me daba muy bien. Le volví la espalda y me alejé, pensando que odiaba a todos los Spruill. Me enfrenté con la primera hilera de algodón con tanta furia que habría podido recolectar veinte hectáreas antes del almuerzo. Pero, a los pocos minutos me cansé. Mientras me perdía entre los tallos, todavía me parecía oír la voz de Tally y ver su sonrisa.

Sólo tenía diez años más que yo.

Ningún ritual me resultaba más aborrecible que el baño de los sábados. Tenía lugar después del almuerzo, bajo la severa supervisión de mi madre. La bañera, en la que yo apenas cabía, era utilizada por cada miembro de la familia a lo largo de todo el día. Estaba ubicada en un rincón del porche trasero, protegida de la vista mediante una vieja sábana.

Primero yo tenía que acarrear el agua desde la bomba hasta la bañera, que llenaba hasta aproximadamente una tercera parte de su capacidad. Ello me exigía ocho viajes con el cubo, por lo que cuando empezaba el baño ya estaba cansado. Después extendía la sábana para cubrir el porche y me quitaba la ropa con extraordinaria rapidez. El agua estaba muy fría.

Con una pastilla de jabón adquirida en la tienda y una manopla, me restregaba enérgicamente el cuerpo para eliminar la suciedad, hacer burbujas y enturbiar el agua a fin de que mi madre no me viera las partes cuando entrara para inspeccionar. Primero se presentaba para recoger la ropa sucia y después regresaba con una muda limpia. A continuación, me atacaba directamente las orejas y el cuello. En sus manos, la manopla se convertía en un arma. Me rascaba la delicada piel como si la tierra que yo recogía trabajando en los campos la ofendiera. A lo largo de todo el proceso, no paraba de asombrarse de la suciedad que era capaz de acumular.

Cuando ya me había dejado el cuello poco menos que en carne viva, pasaba al cabello, como si lo tuviera lleno de piojos. Para enjuagarme, sobre la cabeza me echaba agua fría directamente del cubo. Mi humillación era completa cuando terminaba de azotarme los brazos y los pies… por suerte, la región abdominal me la dejaba a mí.

Para cuando salía de la bañera, el agua estaba cenagosa; era como si toda la tierra del delta del Arkansas se hubiera acumulado a lo largo de una semana de trabajo. Retiraba el tapón y la veía filtrarse a través de las grietas del porche mientras me secaba con la toalla y me ponía un mono limpio. Me sentía fresco y aseado y tres kilos más ligero, y ya estaba listo para ir a la ciudad.

Pappy anunció que su camión sólo efectuaría un viaje a Black Oak, lo que significaba que Gran y mi madre viajarían delante con él y mi padre y yo detrás, con los diez mexicanos. A éstos no les importaba en absoluto viajar como sardinas, pero a mí me disgustaba sobremanera.

Mientras nos alejábamos, vi que los Spruill derribaban postes y desataban cuerdas para soltar las ataduras de su viejo camión y desplazarse a la ciudad. Todo el mundo estaba ocupado menos Hank, que permanecía tranquilamente a la sombra comiendo no sé qué.

Para evitar que el polvo saltara por encima de los guardabarros y asfixiara a los que viajábamos detrás, Pappy circulaba a menos de ocho kilómetros por hora. Era un detalle por su parte, pero no servía demasiado para aliviar la situación. Teníamos calor y apenas podíamos respirar. El baño del sábado constituía un ritual en la Arkansas rural. Pero, por lo visto, en México, no.

El sábado algunas familias de agricultores llegaban a la ciudad al mediodía. Pappy pensaba que era un pecado perder demasiado tiempo disfrutando del sábado, por lo que nos lo tomábamos con calma y tardábamos un buen rato en llegar. En invierno incluso nos amenazaba con no ir a la ciudad, como no fuera el domingo para asistir al servicio religioso. Mi madre decía que en cierta ocasión Pappy se había pasado un mes sin salir de la granja, principalmente para no ir a la iglesia porque el predicador lo había ofendido. Era muy fácil ofender a Pappy. Pero teníamos suerte. Muchos aparceros jamás abandonaban las granjas. No tenían dinero para comprar comestibles ni automóvil para ir a la ciudad, y había algunos arrendatarios como nosotros y hasta propietarios que raras veces ponían los pies en ésta. El señor Clovis Beckly, de Caraway, llevaba catorce años sin ir a la ciudad, según Gran, y no iba a la iglesia desde la Primera Guerra Mundial. Yo había oído a algunas personas rezar en voz alta por él durante la ceremonia.

Me encantaba el tráfico, las aceras abarrotadas y el no saber a quién ibas a ver a continuación. Me encantaban los grupos de mexicanos reunidos a la sombra de los árboles, saboreando helados y saludando a sus paisanos de otras granjas en emocionados estallidos de español. Me encantaban las muchedumbres de forasteros, de gente de la montaña que no tardaría en marcharse. Pappy me contó una vez que, antes de la Primera Guerra Mundial, en San Luis vivía medio millón de personas, y que se perdía caminando por las calles.

Eso jamás me hubiera ocurrido a mí. Cuando yo caminara por las calles de San Luis, todo el mundo me conocería. Entré detrás de mi madre y de Gran en la tienda de Pop y Pearl Watson. Los hombres iban a la Cooperativa, donde todos los agricultores se reunían los sábados por la tarde. Yo jamás había conseguido averiguar qué era exactamente lo que hacían allí, aparte de comentar los precios del algodón y hablar del tiempo.

Pearl estaba ocupada en la caja.

—Hola, señora Watson —le dije en cuanto conseguí acercarme a ella.

La tienda estaba llena de mujeres y de mexicanos.

—Hola, Luke —repuso ella, guiñándome un ojo—. ¿Cómo va el algodón?

Todo el mundo te hacía la misma pregunta.

—La recolección marcha bien —contesté como si hubiera recogido una tonelada.

Gran y mi madre tardaron una hora en comprar dos kilos y medio de harina, un kilo de café, una botella de vinagre, medio kilo de sal común y dos pastillas de jabón. Los pasillos estaban llenos de mujeres más interesadas en saludarse que en adquirir comida. Hablaban de sus huertos, del tiempo, de la reunión en la iglesia del día siguiente y de quién estaba embarazada y quién probablemente lo estuviera. Parloteaban sin cesar de un funeral de aquí, una reunión religiosa de allá o una boda inminente.

Ni una sola palabra acerca de los Cardinals.

Mi única misión en la ciudad era llevar los comestibles al camión. Una vez cumplida, era libre de recorrer Main Street y las callejuelas adyacentes sin que nadie me vigilara. Me dirigí en medio del lento tráfico peatonal hacia el extremo norte de Black Oak, pasando por delante de la Cooperativa, la droguería, la ferretería y el Tea Shoppe. En la acera numerosos grupos de personas se detenían para chismorrear sin la menor intención de moverse de allí. Los teléfonos escaseaban y sólo había unos pocos televisores en todo el condado, por lo que la gente dedicaba el sábado a ponerse al día sobre los más recientes acontecimientos y noticias.

Encontré a mi amigo Dewayne Pinter tratando de convencer a su madre de que lo dejara pasear por su cuenta. Dewayne tenía un año más que yo, pero todavía estaba en segundo grado. Su padre le permitía conducir el tractor en su granja, lo cual le otorgaba una categoría especial entre todos los alumnos de segundo grado de la escuela de Black Oak.

Los Pinter eran baptistas e hinchas de los Cardinals, pero, por una razón desconocida, a Pappy no le caían bien.

—Buenas tardes, Luke —me dijo la señora Pinter.

—Hola, señora Pinter.

—¿Dónde está tu madre? —me preguntó ella, mirando por detrás de mí.

—Creo que está todavía en la droguería. No estoy seguro.

Mis palabras bastaron para que Dewayne pudiera soltarse. Si a mí me permitían pasear solo por la calle, a él también debían permitírselo. Cuando ambos nos alejamos, la señora Pinter aún nos estaba dando instrucciones. Fuimos al Dixie, donde los chicos mayores estaban esperando a que dieran las cuatro. Llevaba unas cuantas monedas en el bolsillo: cinco centavos para la sesión de tarde, otros cinco para una Coca-Cola y tres centavos para palomitas de maíz. Mi madre me había entregado el dinero como anticipo de lo que iba a ganar recolectando algodón. Tenía que devolverlo algún día, pero ambos sabíamos que eso jamás ocurriría. Si Pappy intentaba cobrarlo, tendría que pasar por encima del cadáver de mamá.

Estaba claro que a Dewayne le había ido mejor con el algodón que a mí. Tenía los bolsillos llenos de monedas de diez centavos y se moría de ganas de exhibirías. Su familia también arrendaba las tierras, pero era propietaria de diez hectáreas, por lo que su situación era mucho mejor que la de los Chandler.

Una niña pecosa llamada Brenda se acercó a nosotros, tratando de trabar conversación con Dewayne. Les había dicho a todas sus amigas que quería casarse con él, y ahora le estaba haciendo la vida imposible, pues lo seguía a todas partes, tanto en la iglesia como por Main Street, y no paraba de preguntarle si se sentaría a su lado en el cine.

Dewayne la despreciaba. Cuando un grupo de mexicanos pasó por nuestro lado, nos perdimos entre ellos.

Había estallado una pelea detrás de la Cooperativa, el lugar donde solían reunirse los chicos mayores para intercambiarse unos cuantos puñetazos. Ocurría todos los sábados, y nada entusiasmaba más a la gente de Black Oak que una buena pelea. La muchedumbre se abrió paso a través de una ancha calleja que había al lado de la Cooperativa y, en medio de la aglomeración, oí que alguien decía:

—Apuesto a que es un Sisco.

Mi madre me había prohibido que fuese a ver las peleas que se producían detrás de la Cooperativa, pero no se trataba de una prohibición estricta, pues yo sabia que no la encontraría allí. Ninguna mujer que se preciara habría tenido el valor de arriesgarse a que la sorprendieran contemplando una pelea.

Los Sisco eran unos aparceros muy pobres que vivían a un kilómetro de la ciudad. Siempre rondaban por allí los sábados. Nadie sabia cuántos hijos tenía la familia, pero a todos ellos les gustaba pelear. Su padre era un borracho que les pegaba, y en cierta ocasión su madre había propinado una paliza a un ayudante del sheriff que, armado hasta los dientes, pretendía detener a su marido. Le rompió un brazo y la nariz, y el hombre tuvo que abandonar ignominiosamente la ciudad. El mayor de los Sisco estaba en la cárcel por haber matado a un hombre en Jonesboro.

Los hijos de los Sisco no iban a la escuela ni a la iglesia, por lo cual yo los evitaba. Como era de esperar, cuando nos acercamos y miramos por entre los espectadores, vimos a Jerry Sisco propinándole un puñetazo en la cara a un desconocido.

—¿Quién es ése? —le pregunté a Dewayne.

La gente se desgañitaba, pidiéndole a gritos a cada uno de los contendientes que se diera prisa y dejara baldado al otro.

—No lo sé —contestó Dawayne—. Debe de ser un palurdo.

Tenía sentido. El condado estaba lleno de montañeses que había bajado para recolectar algodón y era lógico que sólo quien no conocía a los Sisco se enzarzara en una pelea con uno de ellos. Los habitantes de la zona se hubieran guardado muy bien de hacerlo. El desconocido tenía la cara hinchada y le salía sangre de la nariz. Jerry Sisco le soltó un derechazo a la boca y lo derribó al suelo. Varios Sisco y otros de su misma calaña reían en un rincón, probablemente mientras bebían. Iban desgreñados y sucios, vestían andrajos y sólo algunos de ellos calzaban zapatos. Su fuerza era legendaria. Estaban flacos y hambrientos, y cuando luchaban utilizaban todas las triquiñuelas habidas y por haber. El año anterior Billy Sisco había estado a punto de matar a un mexicano en una pelea detrás de la desmotadora.

Al otro lado del improvisado cuadrilátero, un grupo de montañeses animaba a su hombre —resultó que se llamaba Doyle—, gritándole que se levantara y siguiera combatiendo. Doyle se estaba frotando la barbilla cuando se levantó de un salto y se abalanzó contra su adversario. Consiguió propinar un fuerte cabezazo en el estómago a Jerry Sisco, y ambos cayeron al suelo. Los montañeses empezaron a lanzar vítores. Los demás sentimos deseos de imitarlos, pero no queríamos ponernos a mal con los Sisco. Aquello era asunto suyo, y se lo habrían hecho pagar muy caro a cualquiera.

Los dos combatientes se agarraron el uno al otro y rodaron por el suelo como animales salvajes entre un tremendo griterío. De repente, Doyle echó atrás el brazo izquierdo y descargó un impresionante puñetazo en pleno rostro de Jerry Sisco mientras la sangre salpicaba en todas direcciones. Jerry permaneció inmóvil por espacio de una décima de segundo y todos pensamos que, a lo mejor, al fin había encontrado la horma de su zapato. Doyle estaba a punto de soltar otro puñetazo cuando Billy Sisco abandonó repentinamente el grupo y le propinó una patada en la espalda. Doyle chilló como un perro herido y cayó rodando al suelo. Los dos Sisco se arrojaron de inmediato sobre él en medio de una lluvia de puñetazos y puntapiés.

Doyle estaba a punto de morir destrozado. No era justo que así fuera, pero se trataba, sencillamente, del riesgo que uno corría cuando se enfrentaba con un Sisco. Los montañeses permanecieron en silencio mientras los lugareños contemplaban la escena sin mover un dedo.

Los Sisco levantaron a Doyle y, con toda la paciencia de un verdugo, Jerry le propinó una patada en la entrepierna. Doyle soltó un grito y se desplomó. Los Sisco estaban tronchándose de risa.

Los Sisco se disponían a seguir castigando a su víctima cuando Hank Spruill, el del cuello como el tronco de un árbol, se apartó de la muchedumbre y le pegó a Jerry Sisco un fuerte puñetazo que lo derribó al suelo. Con la rapidez de un gato, Billy Sisco le soltó a Hank un gancho en la mandíbula, pero entonces ocurrió algo muy curioso. El golpe no hizo que mermara la fuerza de Hank Spruill, que se volvió, agarró a Billy por el cabello y, sin aparente esfuerzo, lo hizo girar y lo arrojó hacia el grupo de los Sisco que animaban a Jerry. Del mismo emergió un nuevo Sisco, Bobby, que no tenía más de dieciséis años pero era tan bruto como sus hermanos.

Tres Sisco contra Hank Spruill.

Mientras Jerry se levantaba, Hank, con increíble velocidad, le propinó una patada tan fuerte en las costillas que todos pudimos oír que éstas crujían. Después Hank se volvió y le soltó a Bobby un revés que dio con éste en tierra y, acto seguido, le pegó una patada en los dientes. Para entonces, Billy ya estaba a punto de abalanzarse de nuevo contra él, pero Hank, como si fuera uno de esos forzudos de circo, levantó al delgado muchacho en volandas y lo lanzó hacia la pared lateral de la Cooperativa, contra la cual éste se estrelló ruidosamente, haciendo vibrar las tablas y las ventanas, antes de caer de cabeza en la acera. Yo no habría podido lanzar una pelota de béisbol con mayor facilidad.

Cuando Billy alcanzó el suelo, Hank lo agarró por el cuello y lo llevó a rastras hasta el centro del cuadrilátero, donde Bobby, a cuatro patas, trataba de levantarse. Jerry estaba encogido en un rincón, sujetándose las costillas entre gemidos.

Hank le dio a Bobby una patada en la entrepierna. Cuando el chico emitió un grito, Hank soltó una carcajada. Después agarró a Billy por el cuello y empezó a golpearle el rostro con el dorso de la mano derecha. La sangre salpicaba por todas partes; cubría el rostro de Billy y le bajaba por el pecho.

Al final, Hank soltó a Billy y se volvió hacia el resto de los Sisco.

—¿Alguien quiere un poco más? —gritó—. ¡Adelante! ¿Quién quiere más?

Los demás Sisco se acobardaron e intentaron esconderse los unos detrás de los otros mientras los tres héroes mordían el polvo.

La pelea debería haber terminado en este punto, pero Hank tenía otros planes. Con deliberada complacencia, propinó a los tres toda una serie de puntapiés en el rostro y la cabeza hasta que dejaron de moverse. La multitud empezó a dispersarse.

—Vamos —dijo un hombre a mi espalda—. Vosotros no tenéis que ver estas cosas, niños.

Pero yo no podía moverme.

Hank vio en el suelo un grueso palo y lo levantó. Por un instante, la muchedumbre que ya se iba se detuvo para observar con morbosa curiosidad.

Cuando Hank golpeó con el palo la nariz de Jerry, alguien exclamó:

—¡Dios mío!

Otra voz anónima comentó que lo mejor seria avisar al sheriff.

—Vámonos de aquí —dijo un viejo granjero mientras la gente se retiraba por segunda vez, en esta ocasión un poco más rápido.

Hank aún no había terminado. Tenía el rostro congestionado por la furia y le brillaban los ojos como los de un demonio. Siguió golpeando a los Sisco hasta que el grueso palo se rompió en varios trozos.

No vi a ningún otro Spruill entre la gente. Cuando la paliza se convirtió en una carnicería, todo el mundo se largó. Nadie de Black Oak quería mezclarse con los Sisco. Y ahora nadie quería ver a aquel montañés loco.

Cuando regresamos a la acera, los que habíamos presenciado la escena guardamos silencio. La pelea aún no había terminado. Me pregunté si Hank seguiría pegándoles hasta matarlos.

Ni Dewayne ni yo dijimos una sola palabra mientras corríamos entre la gente en dirección al cine.

La película del sábado por la tarde era un acontecimiento especial para todos los chicos de las granjas. No teníamos televisión y las diversiones se consideraban pecado. Durante dos horas nos sentíamos transportados desde la dureza de la vida en los algodonales a una tierra de fantasía en la que los buenos siempre ganaban. A través de las películas aprendíamos cómo actuaban los criminales, cómo los atrapaba la policía, cómo se combatían y ganaban las guerras y cómo se hacía la historia en el Salvaje Oeste. A través de una película me enteré incluso de la triste verdad de que el Sur no había ganado la guerra civil, a diferencia de lo que me habían contado tanto en casa como en la escuela.

Pero aquel sábado Dewayne y yo nos aburrimos con el western de Gene Autry. Cada vez que en la pantalla aparecía una pelea, yo pensaba en Hank Spruill y me lo imaginaba detrás de la Cooperativa machacando a los Sisco. Las peleas de Autry eran muy poca cosa comparadas con la carnicería que acabábamos de presenciar. Cuando la película ya estaba a punto de terminar, tuve el valor de decírselo a Dewayne.

—¿Sabes, el palurdo que ha machacado a los Sisco? —susurré—. Trabaja en nuestra granja.

—¿Lo conoces? —me preguntó Dewayne en tono de incredulidad.

—Pues sí. Lo conozco muy bien.

Dewayne, muy impresionado, deseaba hacerme más preguntas, pero el cine estaba lleno a rebosar y el señor Starnes, el encargado, disfrutaba recorriendo los pasillos con la linterna en ristre. Si sorprendía a algún niño hablando, lo agarraba por una oreja y lo echaba a la calle. Además, Brenda, la de las pecas, había conseguido sentarse detrás de Dewayne y nos estaba haciendo sentir incómodos a los dos.

Había algunas personas mayores entre el público, casi todas de la ciudad. El señor Starnes obligaba a los mexicanos a sentarse en la galería, pero a ellos les daba igual. Además no eran muchos los que gastaban dinero en ir al cine.

Al terminar la película, salimos corriendo y, en pocos minutos, nos plantamos detrás de la Cooperativa, a la espera de encontrar los ensangrentados cadáveres de los hermanos Sisco. Pero no vimos a nadie. No quedaba ni rastro de la pelea… ni sangre, ni extremidades ni gruesos palos reducidos a trozos.

Pappy pensaba que el sábado la gente de bien debía abandonar la ciudad antes de que oscureciera. Todas las cosas malas ocurrían el sábado por la noche. Sin embargo, aparte de las peleas, yo jamás presencié nada que fuera verdaderamente malo. Había oído decir que algunas personas bebían y jugaban a los dados detrás de la desmotadora e incluso que se organizaban peleas, pero todo se hacia en secreto y los participantes eran muy pocos. No obstante, Pappy temía que nos contamináramos.

Ricky era el que más escándalos armaba en la familia Chandler, y mi madre me decía que tenía fama de quedarse demasiado tiempo en la ciudad los sábados por la noche. Un miembro de la familia había sido detenido recientemente, pero jamás conseguí averiguar detalle alguno al respecto. Mi madre decía que Pappy y Ricky se habían pasado varios años discutiendo acerca de la hora en que éste debía abandonar la ciudad, y recordaba varias veces en que nosotros nos habíamos ido sin él. Yo lloraba porque estaba seguro de que nunca volveríamos a verlo, pero el domingo por la mañana me lo encontraba sentado en la cocina, tomando café como si nada hubiera ocurrido. Ricky siempre regresaba a casa.

Nos reunimos junto al camión, que en ese momento estaba rodeado por docenas de vehículos aparcados sin orden ni concierto en torno a la iglesia baptista, pues los agricultores aún seguían llegando a la ciudad. Cada vez había más gente en Main Street y, al parecer, todo el mundo estaba congregándose en las inmediaciones de la escuela, donde a veces se reunían unos cuantos violinistas e intérpretes de banjo a tocar bluegrass. Yo no quería irme, y era de la opinión de que no había ninguna prisa para regresar a casa.

Gran y mi madre resolvieron unos asuntos de última hora en la iglesia, donde casi todas las mujeres encontraban algo que hacer la víspera del domingo. Desde el otro lado del camión, oí a mi padre y a Pappy hablar de una pelea. Cuando uno de ellos mencionó el nombre de Sisco, agucé el oído. Pero entonces apareció Miguel con algunos mexicanos, hablando sin parar en español, y ya no conseguí oír nada más.

Minutos después, Stick Powers, uno de los dos ayudantes del sheriff de Black Oak, cruzó la calle y saludó a mi padre y a Pappy. Se suponía que Stick había sido prisionero de guerra, y caminaba con una leve cojera que, según él, era el resultado de los malos tratos sufridos en un campo de prisioneros alemán. Pappy aseguraba que Stick no había abandonado el condado de Craighead ni oído un disparo enemigo en su vida.

—Uno de los chicos Sisco está a las puertas de la muerte —le oí decir mientras me acercaba un poco más.

Ya estaba casi oscuro y nadie me miraba.

—No se perderá nada —contestó Pappy.

—Dicen que ese palurdo trabaja en su casa.

—Yo no he visto la pelea, Stick —replicó Pappy, a punto de perder los estribos—. ¿Sabe cómo se llama?

—Hank no sé qué.

—Tenemos muchos no sé qués.

—¿Le importa que me acerque mañana y eche un vistazo? —preguntó Stick.

——No se lo puedo impedir.

—No, en efecto.

Stick dio media vuelta y miró a los mexicanos como sí fueran culpables de todos los pecados del mundo.

Rodeé el camión hasta donde estaban mi padre y Pappy y pregunte:

—¿Qué es todo eso que están diciendo?

Tal como ocurría cuando se trataba de algo que yo no debería haber sabido u oído, no me hicieron ni caso.

Regresamos a la granja en medio de la oscuridad mientras las luces de Black Oak iban desvaneciéndose a nuestra espalda y el frío aire del camino nos alborotaba el cabello. Al principio, quería contarle a mi padre lo de la pelea, pero no podía hacerlo delante de los mexicanos. Después decidí que era mejor no haber sido testigo. No se lo diría a nadie porque ganar habría resultado imposible. Cualquier lío con los Sisco habría puesto en peligro mi vida, y yo no quería que los Spruill se enfadaran y nos dejaran plantados. La recolección acababa de empezar y yo ya estaba cansado. Y, por encima de todo, no quería que Hank Spruill se enfadara conmigo, con mi padre o con Pappy.

El viejo camión de los Spruill no estaba en el patio cuando regresamos a casa. Debían de seguir en la ciudad, probablemente en compañía de otros montañeses.

Después de cenar, salimos al porche como de costumbre y Pappy empezó a manipular la radio. Los Cardinals estaban en Filadelfia, jugando un partido nocturno. Musial bateó en la segunda entrada y yo me puse a soñar.