Poco después del desayuno, bajé con Gran por los escalones del porche delantero y nos detuvimos en el centro del patio. Era una mujer con una misión que cumplir: la «doctora» Gran estaba efectuando su visita de primera hora de la mañana, emocionada ante el hecho de que un auténtico enfermo se encontrara dentro de los límites de su jurisdicción.
Los Spruill estaban sentados alrededor de su improvisada mesa, comiendo rápidamente. De pronto, los lánguidos ojos de Trot cobraron súbitamente vida cuando Gran se acercó directamente a él, diciendo:
—Buenos días. ¿Cómo se encuentra Trot?
—Mucho mejor —contestó la señora Spruill.
—Está bien —dijo el señor Spruill.
Gran tocó la frente del chico.
—¿Tiene fiebre? —pregunto.
Trot sacudió enérgicamente la cabeza. La víspera no había tenido fiebre, ¿por qué iba a tenerla aquella mañana?
—¿Te sientes mareado?
Trot no sabia muy bien qué quería decir y el resto de los Spruill tampoco. Yo pensé que el chico debía de ir por la vida en un perpetuo estado de mareo.
Decidido a asumir el mando de la situación, el señor Spruill se limpió con el antebrazo unos restos de sorgo de la comisura de la boca y dijo:
—Tenemos intención de llevarlo a los campos y dejarlo sentado bajo el remolque, al abrigo del sol.
—Si el cielo se nubla, podrá trabajar —puntualizó la señora Spruill.
Era evidente que los Spruill ya habían hecho planes para Trot.
«Maldita sea», pensé.
Ricky me había enseñado unas cuantas palabrotas. Solía pronunciarlas en el bosque, a la orilla del río, para de inmediato rezar pidiendo perdón.
Había soñado con otra perezosa jornada jugando al béisbol a la sombra de los árboles del patio, mientras vigilaba a Trot y me tomaba las cosas con calma.
—Supongo que sí —dijo Gran, abriendo un ojo de Trot con el índice y el pulgar mientras el chico la miraba atemorizado con el otro ojo—. No me alejaré mucho —añadió, visiblemente decepcionada.
Durante el desayuno la oí decirle a mi madre que había llegado a la conclusión de que el remedio más apropiado seria una fuerte dosis de aceite de ricino, limón y una hierba negra que cultivaba en una jardinera de la ventana. Era su medicina preferida, más poderosa que la cirugía, y la había utilizado conmigo varias veces. Mis dolencias se curaban al instante mientras el menjurje me quemaba desde la lengua hasta los dedos gordos de los pies.
Una vez mezcló un remedio infalible para Pappy, que estaba estreñido. Se pasó dos días en el retrete exterior sin poder trabajar en la granja, pidiendo agua que yo le llevaba en una jarra de leche. Pensé que el pobre moriría. Cuando salió —pálido, desmejorado y un poco más delgado—, se dirigió a grandes zancadas hacia la casa, echando chispas. Mis padres me subieron al camión y salimos a dar un largo paseo.
Gran volvió a prometerle a Trot que lo vigilaría a lo largo del día. Él no dijo nada. Había dejado de comer y estaba mirando fijamente al otro lado de la mesa, más o menos en dirección a Tally, que simulaba no haber reparado en mi. Los dejamos y regresamos a la casa. Me senté en los escalones del porche, confiando en ver fugazmente a Tally mientras maldecía en silencio a Trot por ser tan estúpido. A lo mejor, volvía a venirse abajo. Seguro que, cuando el sol pegara más fuerte, sucumbiría y me necesitarían de nuevo para que lo vigilara mientras él permanecía tumbado en el colchón.
Cuando nos reunimos junto al remolque, saludé a Miguel mientras él y su grupo salían del establo y ocupaban su sitio a un lado del remolque. Los Spruill hicieron lo propio al otro lado. Mi padre se sentó en el centro, apretujado entre los dos grupos. Pappy guiaba el tractor y yo los observaba desde mi privilegiada atalaya al lado de su asiento. Especial interés revestía aquella mañana cualquier actividad que pudiera producirse entre el odiado Cowboy y mi amada Tally. No vi ninguna. Todo el mundo estaba aturdido y cabizbajo y mantenía los ojos entornados, temiendo una nueva jornada de sol y trabajo agotador.
El remolque brincaba y se tambaleaba mientras nos dirigíamos lentamente a los blancos campos. Contemplé los campos de algodón sin poder pensar en mi reluciente chaqueta de béisbol de los Cardinals. Intentaba con todas mis fuerzas evocar imágenes del gran Musial y sus musculosos compañeros de equipo corriendo por la cuidada y verde hierba del estadio de Sportsman’s Park. Trataba de imaginármelos a todos con sus uniformes rojos y blancos y me imaginaba a algunos de ellos con una chaqueta de béisbol como la que aparecía en el catálogo de Sears Roebuck. Trataba de imaginarme todas aquellas escenas porque siempre me elevaban el ánimo, pero el remolque acababa de detenerse y lo único que yo podía ver era las interminables hileras de algodón que me esperaban.
El año anterior, Juan me había dado a conocer los placeres de la comida mexicana, especialmente de las tortillas. Los trabajadores las comían tres veces al día, por lo cual estaba seguro de que debían de ser muy buenas. Un día almorcé con Juan y su grupo tras haber comido en casa. Juan me preparó dos tortillas, que devoré. Tres horas después me arrastré a gatas bajo el remolque del algodón, mareado a más no poder. Todos los Chandler me regañaron, mi madre más que nadie.
—¡No puedes comer su comida! —exclamó en un tono de desprecio que yo jamás le había oído.
—¿Por qué? —pregunté.
—Porque no está limpia.
Me prohibieron terminantemente comer nada de lo que preparaban los mexicanos, lo cual hacía, naturalmente, que las tortillas me supieran a gloria. Volvieron a pillarme cuando Pappy se presentó inesperadamente en el establo para echar un vistazo a Isabel. Mi padre me llevó a la parte posterior del cobertizo de las herramientas y me propinó una azotaina con su cinturón. Procuré mantenerme lo más lejos que pude de las tortillas.
Pero había un nuevo chef entre nosotros y yo estaba deseando comparar la comida de Miguel con la de Juan. Después del almuerzo, y tras asegurarme de que los demás estaban haciendo la siesta, salí con sigilo por la puerta de la cocina y me acerqué al establo como el que no quiere la cosa. Era una excursión un tanto arriesgada, pues Pappy y Gran hacían una siesta muy ligera, aun cuando estuviesen agotados por el trabajo en los campos.
Los mexicanos se hallaban sentados a la sombra del extremo norte del establo, casi todos ellos durmiendo sobre la hierba. Miguel sabia que yo iría porque por la mañana ambos habíamos ido a que nos pesaran el algodón y habíamos charlado un momento. Él llevaba treinta y cinco kilos mientras que yo sólo ocho.
Se inclinó sobre los carbones de una pequeña hoguera y calentó una tortilla en una sartén. Le dio la vuelta y, cuando estuvo tostada por un lado, le añadió una fina capa de salsa: preparada a base de tomates, cebollas y pimientos finamente troceados, todo ello procedente de nuestro huerto. También contenía jalapeños y unos pimientos rojos troceados que no se habían cultivado en el estado de Arkansas. Los importaban los propios mexicanos en sus mochilas.
A un par de mexicanos les sorprendió que yo quisiera una tortilla. Los demás estaban echando la siesta. A Cowboy no se le veía por ninguna parte. De pie en la esquina del establo de cara a la casa y a cualquier Chandler que pudiera venir a mirar, me comí una tortilla. Era picante y estaba caliente. No conseguí establecer ninguna diferencia entre la de Juan y la de Miguel. Ambas eran deliciosas. Miguel me preguntó si quería otra. Hubiese aceptado gustoso, pero no quería quitarles la comida. Todos eran bajitos, delgados y más pobres que las ratas, y el año anterior, cuando los mayores me sorprendieron y se turnaron en la tarea de echarme una bronca y de avergonzarme por mi mal comportamiento, Gran tuvo la ingeniosa ocurrencia de inventarse el pecado de quitarles la comida a los menos favorecidos. Como baptistas que éramos, nunca nos faltaban pecados de que arrepentimos.
Le di las gracias, regresé con sigilo a la casa y al porche delantero sin despertar ni a un solo Spruill. Me acurruqué en el columpio como si me hubiera pasado el rato durmiendo. Nadie se movía, pero yo no lograba conciliar el sueño. Soplaba una suave brisa procedente no sé desde dónde, y empecé a soñar despierto en una perezosa tarde en el porche sin tener que recolectar algodón y sin nada que hacer como no fuera, quizá, pescar en el St. Francis y entretenerme haciendo botar la pelota en el patio.
El trabajo vespertino por poco me mata. Más tarde, me encaminé renqueando hacia el remolque del algodón, acalorado y muerto de sed, empapado de sudor y con los dedos hinchados a causa de los minúsculos pinchazos superficiales de los erizos. Aquel día ya había recolectado veinte kilos y medio. Mi cupo seguían siendo veinticinco kilos, y estaba seguro de que llevaba por lo menos cinco kilos en el saco. Esperaba que mi madre no anduviera lejos de la báscula, porque sabía que insistiría en que me permitieran dejarlo e irme a casa. Tanto Pappy como mí padre me enviarían por más algodón, tanto si había alcanzado el cupo como si no. Sólo ellos podían pesar el algodón, y cuando por casualidad estaban recolectando en alguna hilera, aprovechaba para descansar un poco hasta que ellos regresaban. Al no ver a ninguno de los dos, se me ocurrió la idea de echar una rápida cabezadita.
Los Spruill se habían reunido a la sombra junto al extremo oriental del remolque. Estaban sentados sobre sus voluminosos sacos de algodón, descansando y contemplando a Trot, quien, que yo supiera, no se había alejado de aquel lugar más de tres metros en todo el día.
Me liberé de la correa del saco y me acerqué a la parte posterior del remolque.
—Hola —dijo uno de los Spruill.
—¿Cómo se encuentra Trot? —pregunté.
—Supongo que se recuperara.
Estaban comiendo galletas y salchichas vienesas, uno de los tentempiés más habituales en el campo. Tally, que se hallaba sentada al lado de Trot, no me prestó la menor atención.
—¿Tienes algo de comer, chico? —me preguntó súbitamente Hank mientras en sus líquidos ojos se encendía un perverso fulgor.
Por un instante, me llevé tal sorpresa que no supe qué responder. La señora Spruill meneó la cabeza y bajó la mirada al suelo.
—¿Tienes o no? —preguntó Hank, mirándome a la cara.
—Humm… pues no —conseguí contestar.
—Querrás decir «no, señor», ¿verdad, chico? —replicó enfurecido.
—Vamos, Hank —intervino Tally.
El resto de la familia pareció echarse hacia atrás. Todo el mundo mantenía la cabeza gacha.
—No, señor —dije.
—No señor, ¿qué?
Su voz había adquirido un tono áspero. Estaba claro que a Hank le encantaba buscar camorra. Lo más probable era que todos ellos hubieran pasado muchas veces por aquella situación.
—No, señor —repetí.
—Vosotros los agricultores sois unos engreídos, ¿sabes? Os consideráis por encima de nosotros, los de la montaña, porque tenéis esta tierra y nos pagáis para que trabajemos en ella, ¿verdad, chico?
—Ya basta, Hank —dijo el señor Spruill, pero con poca convicción.
Yo estaba deseando que aparecieran Pappy o mi padre. Quería que aquella gente se fuera de nuestra granja.
Se me hizo un nudo en la garganta y el labio inferior empezó a temblarme. Me sentía dolido y avergonzado, y no sabia qué decir. Pero Hank aún no había terminado. Apoyó el peso de su cuerpo en un codo y, esbozando una siniestra sonrisa, añadió:
—Estamos solamente un pelín por encima de los espaldas mojadas, ¿verdad, chico? Simples temporeros, eso somos para vosotros. Una pobre caterva de palurdos que beben alcohol de fabricación casera y se casan con sus hermanas, ¿no es así?
Hizo una pausa de una décima de segundo como si de veras esperara que yo contestase. Estuve tentado de echar a correr, pero en lugar de ello me miré las botas. Es probable que el resto de los Spruill se compadeciera de mí, pero ninguno de ellos acudió en mi ayuda.
—Tenemos una casa más bonita que la vuestra, chaval. ¿Lo crees? Mucho más bonita.
—Ya basta, Hank —dijo la señora Spruill.
—Es más grande —prosiguió él—, tiene un porche delantero muy largo y un techado de hojalata sin parches de alquitrán, ¿y sabes qué más tiene? No te lo vas a creer, chico, pero nuestra casa está pintada. De blanco. ¿Has visto pintura alguna vez, chico?
Al oírlo, Bo y Dale, los dos adolescentes que casi nunca emitían el menor sonido, empezaron a reír en voz baja, como si quisieran seguirle la corriente a Hank sin ofender a la señora Spruill.
—Mándale que se calle, mamá —pidió Tally, y por un segundo dejé de sentirme humillado.
Miré a Trot y, para mi asombro, vi que tenía los ojos muy abiertos, como si estuviese asimilando aquel pequeño enfrentamiento unilateral. Al parecer, se lo estaba pasando en grande.
Hank miró a Bo y a Dale con una estúpida sonrisa en los labios y entonces éstos rieron más fuerte. De pronto hasta la señora Spruill parecía divertida. Quizás a Hank lo hubieran llamado palurdo demasiadas veces.
—¿Por qué no pintáis vuestras casas, cabrones? —tronó Hank dirigiéndose a mí.
Al oír la palabra «cabrones», Bo y Dale se echaron a reír abiertamente. Hank soltó una sonora carcajada ante su propio chiste. Todos estaban casi a punto de darse palmadas en las rodillas de puro regocijo, cuando, de repente, Trot gritó con toda la fuerza de sus pulmones:
—¡Basta, Hank!
Las palabras estaban ligeramente mal articuladas, por lo que el nombre de «Hank» sonó como «An», pero aun así todos lo entendieron con claridad. Dieron un respingo y la bromita terminó de golpe. Todos se volvieron hacia Trot, que miraba a Hank con expresión de furia.
Yo estaba al borde de las lágrimas, por lo que di media vuelta y eché a correr, pasando por delante del remolque en dirección al camino que bordeaba el campo hasta ponerme a salvo, lejos de su vista. Entonces me introduje en el algodonal y esperé el sonido de voces amigas. Me senté en el ardiente suelo rodeado de tallos de más de un metro de altura y lloré, a pesar de que aborrecía hacerlo.
Los remolques de las granjas más importantes tenían hules para cubrir el algodón y evitar que éste volara cuando lo llevaban a la desmotadora. Nuestro viejo hule estaba firmemente sujeto, protegiendo el fruto de nuestro esfuerzo, incluidos los cuarenta y cinco kilos que yo había recolectado en el transcurso de los dos días anteriores. Ningún Chandler había llevado jamás una carga a la desmotadora con las cápsulas volando como si fueran copos de nieve, pues no querían ensuciar la carretera. Pero mucha gente lo hacía, y durante una parte de la temporada de la recolección las malas hierbas y las cunetas de la carretera 135 se iban cubriendo lentamente de blanco mientras los agricultores se dirigían a toda prisa con su cosecha a la desmotadora.
El remolque cargado de algodón parecía un gigante al lado de nuestro camión, por lo que Pappy condujo a menos de treinta kilómetros por hora en su marcha a la ciudad. Íbamos en silencio, digiriendo la comida. Yo pensaba en Hank y no sabia qué hacer al respecto. Estoy seguro de que a Pappy le preocupaba el tiempo.
Si le contaba lo de Hank, sabia perfectamente lo que ocurriría. Me obligaría a acompañarlo a ver a los Spruill, y allí, en el patio delantero, se produciría un desagradable enfrentamiento. Como Hank era más joven y fuerte, Pappy llevaría en la mano un palo o algo por el estilo y tendría sumo gusto en utilizarlo. Exigiría que Hank se disculpara y, cuando éste se negara a hacerlo, Pappy empezaría a amenazarlo e insultarlo. Hank interpretaría erróneamente a su contrincante y el palo no tardaría en entrar en acción. Hank no tendría la menor posibilidad. Mi padre se vería obligado a proteger los flancos de los Chandler con su escopeta del calibre 12. Las mujeres estarían a salvo en el porche, pero mi madre volvería a sentirse humillada por la afición de Pappy a la violencia.
Los Spruill se lamerían las heridas y recogerían sus pobres bártulos. Y a mí me exigirían que recolectase todavía más algodón. Por consiguiente, preferí no decir nada. Circulamos muy despacio por la carretera 135, agitando el algodón acumulado en el arcén derecho de la carretera y contemplando los campos en los que aún trabajaban algunos grupos de mexicanos en una veloz carrera contra el crepúsculo.
Decidí hacer caso omiso de Hank y los demás Spruill hasta que terminara la recolección y ellos regresaran a la montaña, a sus maravillosas casas pintadas, su whisky casero y sus bodas entre hermanos. Y en determinado momento del invierno, cuando todos estuviéramos sentados alrededor de la chimenea de la sala de estar contando historias sobre la cosecha, les soltaría finalmente todas las fechorías de Hank. Tendría tiempo suficiente para pulir mis historias y embellecerlas allí donde considerara conveniente. Era una tradición de los Chandler.
Sin embargo, tendría que andarme con cuidado cuando contara la historia de la casa pintada.
En nuestro camino hacia Black Oak, pasamos por delante de la granja Clench, el hogar de Foy y Laveri Clench y sus ocho hijos, todos los cuales, no me cabía la menor duda, aún debían de estar recolectando algodón. Nadie, ni siquiera los mexicanos, trabajaba más duro que los Clench. Los padres eran unos auténticos negreros, pero los hijos parecían disfrutar incluso con las tareas más serviles de la granja. Los setos vivos que rodeaban el patio delantero de la casa estaban perfectamente recortados. Las vallas estaban derechas y no necesitaban ningún arreglo. Su huerto era enorme y su producción, legendaria. Hasta el viejo camión brillaba de tan limpio. Uno de los hijos se bañaba todos los sábados.
Y su casa, la primera que había al borde de la carretera que conducía a la ciudad, estaba pintada. Era de color blanco, con adornos de color gris en los cantos y las esquinas. El porche y los escalones que conducían a él eran de color verde oscuro.
Muy pronto todas las casas estarían pintadas.
La nuestra había sido construida antes de la Primera Guerra Mundial, en una época en que ni siquiera se había oído hablar de la electricidad y los lavabos dentro de la casa. Su exterior era de tablillas de dos centímetros y medio de grosor por quince de anchura, procedentes de la madera de un roble talado probablemente en la misma tierra que ahora cultivábamos. El tiempo y las adversas condiciones meteorológicas habían desteñido las tablillas hasta conferirles un color marrón claro, muy parecido al de otras casas de labranza de los alrededores de Black Oak. La pintura no era necesaria. La gente procuraba conservar las tablas limpias y en buen estado, y además, la pintura costaba dinero.
Poco después de que mis padres contrajeran matrimonio, mi madre pensó que la casa necesitaba una reforma. Trató de convencer a mi padre, que a su vez deseaba complacer a su joven esposa. Sin embargo, los progenitores de éste no estaban por la labor. Pappy y Gran, con toda la obstinación propia de la gente del campo, se negaron de plano a considerar siquiera la posibilidad de pintar la casa. El motivo oficial fue el precio. Mi madre se enteró de la decisión a través de mi padre. No hubo ninguna pelea… ni una sola palabra. Sólo un tenso periodo invernal en el que cuatro personas mayores vivieron en una casita sin pintar y se esforzaron en ser amables las unas con las otras.
Mi madre se juró a sí misma que no criaría a sus hijos en una granja. Un día tendría su propia casa en la ciudad, una casa con el lavabo dentro, arbustos alrededor del porche y tablas pintadas, o puede que incluso ladrillos.
«Pintura» era una palabra muy delicada en la granja de los Chandler.
Cuando llegamos a la desmotadora, conté once remolques delante de nosotros. Otros veinte, aproximadamente, estaban vacíos y aparcados a un lado. Pertenecían a los agricultores lo bastante ricos para tener dos. Uno lo dejaban allí para que desmotaran el algodón durante la noche, y el otro se quedaba en el algodonal. Mi padre ansiaba con desesperación tener un segundo remolque.
Pappy aparcó y se acercó a un grupo de agricultores que se encontraba junto a un remolque. Por su actitud, comprendí que algo les preocupaba.
La desmotadora permanecía ociosa durante nueve meses. Era una estructura en forma de caja muy alta y alargada, el edificio más grande del condado. Cobraba vida a principios de septiembre, cuando se iniciaba la cosecha. En plena temporada funcionaba día y noche y sólo se detenía los sábados por la tarde y los domingos por la mañana. El rugido de sus prensas y molinos podía oírse por todo Black Oak.
Vi a los gemelos Montgomery arrojar piedras contra las malas hierbas junto a la desmotadora, y me reuní con ellos. Nos intercambiamos historias de mexicanos y mentimos acerca de la cantidad de algodón que cada uno de nosotros había recolectado. Ya había anochecido y, lentamente, la hilera de remolques empezaba a moverse.
—Mi padre asegura que el precio del algodón va a bajar —dijo Dan Montgomery, arrojando una piedra en la oscuridad—. Según él, los comerciantes de Memphis están bajando los precios porque hay mucho algodón.
—La cosecha ha sido muy buena —señalé.
Los gemelos Montgomery querían ser agricultores de mayores. Yo me compadecía de ellos. Cuando la lluvia anegaba las tierras y destruía las cosechas, los precios subían porque los comerciantes de Memphis no tenían suficiente algodón. Pero, como es natural, entonces los agricultores no tenían nada que vender. Y cuando la climatología colaboraba y las cosechas eran buenas, los precios bajaban porque los comerciantes de Memphis tenían demasiado algodón. Y los pobres que trabajaban en los campos no ganaban lo suficiente para pagar los préstamos que habían tomado antes de las cosechas.
Tanto si las cosechas eran buenas como si eran malas, daba igual.
Nos pasamos un rato hablando de béisbol. Los gemelos Montgomery no tenían aparato de radio, por lo que sus conocimientos acerca de los Cardinals eran muy limitados. También me compadecía de ellos por eso.
Cuando abandonamos la desmotadora, Pappy tampoco tenía nada que decir. Tenía el entrecejo fruncido y proyectaba la barbilla hacia fuera, lo que significaba que le habían dado una mala noticia. Pensé que ésta tendría algo que ver con el precio del algodón.
No dije nada mientras abandonábamos Black Oak. Cuando dejamos las luces a nuestra espalda, apoyé la cabeza en el borde de la ventanilla para que el viento me azotara el rostro. El aire era cálido y apenas se movía, por lo que yo hubiera querido que Pappy circulara más rápido a fin de refrescarnos un poco.
En los días sucesivos prestaría más atención. Dejaría que los mayores cuchichearan entre ellos y después le preguntaría a mi madre qué ocurría.
Si se trataba de algo relacionado con la granja, acabaría diciéndomelo.