Según Gran y mi madre, que en ese punto estaban enteramente de acuerdo, la siesta de primera hora de la tarde era esencial para el correcto desarrollo de un niño. Yo sólo lo creía cuando hacíamos la recolección del algodón. Durante el resto del año, luchaba contra la siesta con el mismo entusiasmo que ponía en la planificación de mi carrera de jugador de béisbol.
Durante la cosecha, todo el mundo descansaba después del almuerzo. Los mexicanos comían rápidamente y se tumbaban a la sombra de un arce cerca del establo. Los Spruill comieron jamón y bizcocho de las sobras y buscaron también la sombra.
A mí no me permitían utilizar mi cama porque iba sucio tras tantas horas en los campos, por lo que dormía en el suelo de mi habitación. Estaba cansado y entumecido a causa del esfuerzo.
Temía la sesión de la tarde porque siempre me parecía más larga y el calor arreciaba. Me quedé dormido de inmediato, y cuando media hora después desperté, me noté todavía más entumecido.
Trot era motivo de preocupación en el patio delantero de la casa. Gran, que se consideraba algo así como una curandera, fue a echarle un vistazo, sin duda con la intención de preparar uno de sus horribles brebajes y hacérselo tragar a la fuerza. Lo habían colocado sobre un viejo colchón a la sombra de un árbol, y le habían puesto un paño húmedo sobre la frente. Estaba claro que no podría regresar a los campos y el señor y la señora Spruill no querían dejarlo solo. Ellos tenían que recolectar algodón para ganar el dinero que necesitaban para vivir, naturalmente, pero yo, no. Así es que en mi ausencia habían elaborado un plan que me exigiría permanecer sentado con Trot mientras todos los demás trabajaban en medio de un sofocante calor durante el resto de la tarde. En caso de que el estado de Trot empeorara, yo debería correr a las veinte hectáreas bajas y avisar al primer miembro de la familia Spruill que encontrara. Cuando mi madre me explicó el plan, fingí mostrarme disgustado.
—¿Y mi chaqueta de los Cardinals? —pregunté, procurando parecer muy preocupado.
—Te queda mucho algodón por delante —me contestó ella—. Tú quédate con él esta tarde. Mañana seguramente se encontrará mejor.
Había nada menos que cuarenta hectáreas de algodón, las cuales deberían recolectarse dos veces en el transcurso de los siguientes dos meses. Si perdía mi chaqueta de los Cardinals, no sería por culpa de Trot.
Vi alejarse por segunda vez el remolque; en esta ocasión mi madre y Gran iban sentadas entre los temporeros. Se alejó de la casa chirriando y traqueteando, pasó por delante del establo, bajó por el camino y se perdió finalmente entre las hileras de algodón. No pude por menos de preguntarme sí Tally y Cowboy se habían echado el ojo el uno al otro. Si reunía el valor suficiente, se lo preguntaría a mi madre.
Cuando me acerqué al colchón, Trot yacía inmóvil y con los ojos cerrados. Me dio la impresión de que no respiraba.
—Trot —dije, levantando la voz, súbitamente temeroso deque hubiera muerto durante mi vigilancia.
Abrió los ojos y, poco a poco, se incorporó y me miró. Después miró alrededor, como para cerciorarse de que estábamos solos. Su marchito brazo izquierdo no era mucho más grueso que el mango de una escoba. Su negro cabello se proyectaba en todas direcciones.
—¿Te encuentras bien? —le pregunte.
Aún no lo había oído hablar y sentía curiosidad por saber si podía hacerlo.
—Creo que sí —contestó con un gruñido.
Tenía la voz ronca y me costaba entenderle. No comprendí si tenía alguna dificultad de lenguaje o si sencillamente estaba cansado y aturdido. Él seguía mirando alrededor para asegurarse de que los demás se habían ido. Entonces se me ocurrió pensar que, a lo mejor, Trot había fingido un poco. Y empecé a admirarlo.
—¿Le gusta el béisbol a Tally? —le pregunté; era una de las cien preguntas que pensaba formularle.
Creía que sería fácil de responder, pero a él le pareció demasiado y volvió a cerrar los ojos, se tumbó de lado, dobló las rodillas a la altura del pecho y se quedó nuevamente dormido.
Una suave brisa agitaba la copa del roble. Encontré un herboso lugar a la sombra del árbol y al lado del colchón, y me tumbé. Mientras contemplaba las hojas y las ramas de arriba, pensé en mi buena suerte. Los demás estaban sudando bajo el sol mientras el tiempo pasaba lentamente. Por un instante, traté de sentirme culpable, pero no lo conseguí. Mi suerte era provisional, sencillamente, y por lo tanto, decidí disfrutar de ella.
Tal como estaba haciendo Trot. Mientras él dormía como un bebé, yo me puse a contemplar el cielo, pero muy pronto el aburrimiento se apoderó de mi. Me dirigí a la casa en busca de mi guante de béisbol y una pelota. Me puse a hacerla botar cerca del porche de la entrada principal, pasatiempo al que podía dedicar horas. En determinado momento, recibí diecisiete pelotas seguidas.
Trot no abandonó el colchón en toda la tarde. Dormía, se incorporaba y miraba alrededor y después me miraba por un momento. Si yo intentaba trabar conversación con él, se tumbaba de lado y seguía durmiendo. Por lo menos, no se estaba muriendo.
La segunda baja fue Hank. A última hora del día se acercó con paso cansino, quejándose del calor. Explicó que tenía que echar un vistazo a Trot.
—He recolectado ciento cincuenta kilos —dijo, como si eso fuera a impresionarme—. Después, el calor ha podido conmigo.
Tenía el rostro enrojecido por el sol. No llevaba sombrero, lo cual constituía una buena muestra de su inteligencia. En los campos, nunca se debía ir con la cabeza descubierta.
Dirigió una rápida mirada a Trot, después se encamino hacia la parte posterior del camión y empezó a rebuscar entre las cajas y los sacos igual que un oso hambriento. Se llevó un bizcocho a la bocaza y se tumbó bajo el árbol.
—Tráeme un poco de agua, chico —rezongó ásperamente dirigiéndose a mí.
La sorpresa me impidió moverme. Jamás nadie de la montaña nos había dado órdenes. No sabía qué hacer, pero él era mayor y yo sólo un niño.
—¿Cómo dice, señor?
—¡Que me traigas un poco de agua! —repitió, levantando la voz.
Estaba seguro de que debían de tener agua entre sus cosas. Me encaminé torpemente hacia su camión. Mi gesto provocó su enojo.
—¡Agua fría, chico! De la casa. ¡Y date prisa! Llevo todo ‘el día trabajando. Tú, en cambio, no.
Me dirigí corriendo a la casa y entré en la cocina donde Gran guardaba en el frigorífico una jarra de cuatro litros de agua. Me temblaban las manos cuando eché agua en un vaso. Sabia que, cuando lo contara, se armaría jaleo. Mi padre intercambiaría unas cuantas palabras con Leon Spruill.
Le ofrecí el vaso a Hank, quien lo apuró rápidamente, hizo un chasquido con los labios y dijo:
—Tráeme otro vaso.
Trot se había incorporado y estaba contemplando la escena. Corrí a la casa y volví a llenar el vaso. Cuando lo hubo apurado, Hank soltó un escupitajo a mis pies.
—Eres un buen chico —dijo, lanzándome el vaso.
Yo lo atrapé.
—Y ahora, déjanos en paz —añadió, tumbándose sobre la hierba.
Me marché a la casa para esperar a mi madre.
Uno podía terminar a las cinco, si quería (era la hora en que Pappy regresaba con el remolque) o podía quedarse en los campos hasta el anochecer, como hacían los mexicanos, cuya resistencia era extraordinaria. Seguían recolectando hasta que ya la oscuridad impedía distinguir las cápsulas, y después recorrían casi un kilómetro con los pesados sacos a la espalda hasta llegar al establo, donde encendían una fogata y se comían unas cuantas tortillas antes de caer dormidos.
Los restantes Spruill se congregaron alrededor de Trot, que se las arregló para parecer todavía más indispuesto que antes durante el breve minuto en que los miembros de su familia lo examinaron. Tras comprobar que estaba vivo y más o menos consciente, dedicaron rápidamente su atención a la cena. La señora Spruill encendió una fogata.
Poco después Gran se acercó a Trot. Parecía muy preocupada y creo que los Spruill se lo agradecieron. Pero yo sabia que ella sólo quería hacer experimentos en el pobre chico con uno de sus repugnantes remedios. Puesto que yo era la víctima más débil que tenía a mano, solía hacer de conejillo de Indias para cada nuevo brebaje que descubría. Sabia por experiencia que era capaz de preparar una pócima tan curativa que Trot se levantaría de un salto del colchón y echaría a correr como un perro escaldado. A los pocos minutos, Trot empezó a sospechar y se puso a observarla con detenimiento. Parecía más consciente, lo que ella interpretó como una señal de que no necesitaba ninguna medicina, al menos, por el momento. Pero lo puso bajo vigilancia con la intención de echarle un vistazo al día siguiente.
Mi peor tarea de última hora de la tarde la tenía que cumplir en el huerto. Me parecía una crueldad obligarme, u obligar a cualquier otro niño de siete años, a despertarme cuando aún no había amanecido, trabajar todo el día en los algodonales y después cumplir mi tarea en el huerto antes de la cena. Pero sabia que podíamos considerarnos afortunados de tener un huerto tan fabuloso.
En determinado momento, antes de que yo naciera, las mujeres habían acotado unas pequeñas zonas de tierra tanto dentro como fuera de la casa, y habían tomado posesión de ellas. No sé cómo se las arregló mi madre para hacerse con todo el huerto, pero no cabía duda de que aquél era suyo.
Se encontraba en el lado oriental de la casa, el lado más tranquilo, lejos de la puerta de la cocina, del patio del establo y del gallinero. Lejos del camión de Pappy y del pequeño camino de tierra en el que solían aparcar los pocos visitantes que acudían a nuestra casa. Estaba cercado por una valía metálica de un metro de altura que había levantado mi padre siguiendo sus instrucciones, para impedir la entrada de los ciervos y animales por el estilo.
Se había plantado maíz alrededor de la valía al fin de que, una vez cerrada la desvencijada verja con la correa de cuero, uno se encontrara en un mundo secreto, oculto por los tallos.
Mi misión consistía en tomar una cesta de mimbre y seguir a mi madre mientras ella iba arrancando lo que consideraba maduro. Mi madre también llevaba un cesto que iba ‘llenando poco a poco de tomates, pepinos, calabacines, pimientos, cebollas y berenjenas. Hablaba en voz baja sin dirigirse necesariamente a mí sino al huerto en general.
—Echa un vistazo al maíz, anda. Eso nos lo comeremos la semana que viene.
—Sí, señora.
—Los nabos estarán maduros para el día de Todos los Santos.
—Sí, señora.
Buscaba constantemente malas hierbas, unas pequeñas intrusas que sólo sobrevivían momentáneamente en nuestro jardín.
—Arranca estos hierbajos de aquí, Luke, junto a las sandías.
Yo dejaba el cesto en el sendero y los arrancaba con saña.
El trabajo en el huerto no era tan duro a finales de verano como en primavera, cuando había que cultivar la tierra y las malas hierbas crecían más rápidamente que las hortalizas.
Una larga culebra verde nos dejó momentáneamente petrificados y después desapareció entre las judías. El huerto estaba lleno de culebras, todas ellas inofensivas, pero serpientes al fin. Mi madre no les tenía mucho miedo, pero procurábamos no acercarnos demasiado a ellas. Yo vivía en el constante temor de alargar la mano hacia un pepino y sentir hundirse unos dientes en ella.
Mi madre quería con toda el alma aquella parcela de tierra porque era suya… y, en realidad, a nadie más le interesaba. Ella h trataba cual si fuese una especie de refugio. Cuando en la casa había demasiada gente, yo siempre la encontraba en el huerto, hablando con las hortalizas. Las palabras ásperas eran insólitas en nuestra familia. Cuando se pronunciaban, yo sabia que mi madre huiría a su refugio. Cuando terminaba de elegir las hortalizas, yo apenas conseguía acarrear mi cesto.
La lluvia se había detenido en San Luis. Exactamente a las ocho en punto, Pappy encendió la radio y, luego de que manipulase los botones y la antena, salió el pintoresco Harry Caray, la ronca voz de los Cardinals. Aún quedaban unos veinte partidos de liga por disputar. Los Dodgers ocupaban el primer lugar y los Giants el segundo. Los Cardinals iban los terceros y era más de lo que nosotros podíamos resistir. Como es natural, los hinchas de los Cardinals odiaban a los Yankees, y estar por detrás de otros dos equipos de Nueva York era más de lo que se podía soportar.
Pappy opinaba que hacía ya varios meses que tendrían que haber despedido al gerente Eddie Stanky. Cuando los Cardinals ganaban, era gracias a Stan Musial. Cuando perdían, con los mismos jugadores, la culpa era siempre del gerente.
Pappy y mi padre se sentaban el uno al lado del otro en el columpio, cuyas oxidadas cadenas chirriaban ruidosamente. Gran y mi madre desvainaban judías y guisantes en el otro extremo del pequeño porche. Yo me sentaba en el peldaño superior con la radio al alcance del oído, contemplando cómo el espectáculo de los Spruill tocaba lentamente a su fin, a la espera, junto con los mayores, de que el calor remitiese un poco. Echaba de menos el constante zumbido del ventilador, pero me guardaba mucho de plantear el tema.
Se escuchaba el suave murmullo de la conversación de las mujeres que hablaban de asuntos de la iglesia… la reunión de renovación de la fe que tendría lugar en otoño y la inminente comida de hermandad. Una chica de Black Oak iba a casarse en una iglesia muy grande de Jonesboro al parecer con un chico de familia adinerada, y todas las noches hablaban acerca del tema. Yo no acertaba a imaginar qué motivo podía inducir a las mujeres a volver sobre el mismo asunto noche tras noche.
Los hombres no tenían prácticamente nada que decir, o al menos nada que no guardara relación con el béisbol. Pappy era capaz de permanecer callado largo rato y mi padre no le iba a la zaga. Debían de preocuparles el tiempo o los precios del algodón, pero estaban tan cansados que no tenían ánimos para comentarlo en voz alta.
Yo me conformaba con escuchar, cerrar los ojos e intentar imaginarme el Sportsman’s Park de San Luis, un impresionante estadio con capacidad para treinta mil espectadores que se congregaban allí para ver a Stan Musial y los Cardinals. Pappy había estado allí y, durante la temporada, por lo menos una vez a la semana yo le pedía que me describiera el estadio. Decía que, cuando contemplabas el campo, éste parecía aumentar de tamaño.
La hierba era tan verde y suave que habrías podido hacer rodar unas canicas a través de ella. La tierra del diamante se rastrillaba hasta dejarla impecable. El marcador que había en el centro izquierda era más grande que nuestra casa. Y toda aquella gente increíblemente afortunada de San Luis, que podía ver a los Cardinals y no tenía que recolectar algodón.
Dizzy Dean y Enos Country Slaughter y Red Schoendienst, todos los grandes Cardinals, toda aquella legendaria Pandilla de la Fábrica de Gas, habían jugado allí. Y, puesto que mi padre, mi abuelo y mi tío sabían jugar al béisbol, no me cabía la menor duda de que algún día yo seria el rey del Sportman’s Park. Me deslizaría por la impecable hierba en presencia de treinta mil espectadores y yo solito les haría morder el polvo a los Yankees.
El miembro de los Cardinals más grande de todos los tiempos era Stan Musial y, cuando llegaba a la plataforma de lanzamiento en la segunda entrada con un corredor en la primera base, veía cómo Hank Spruill avanzaba en la oscuridad y se sentaba en medio de las sombras justo lo bastante cerca para oír la radio.
—¿Ha hecho Stan una buena jugada? —preguntaba mi madre.
—Si, señora —contestaba yo.
Mi madre simulaba interés por el béisbol porque no tenía la menor idea acerca de él. Y, si lograba fingir interés por Stan Musial, podría sobrevivir a cualquier conversación acerca del tema en Black Oak.
El chasquido y el crujido de las vainas de las judías y los guisantes cesaron en seco. El columpio se detuvo. Yo apreté con fuerza mi guante de béisbol. Mi padre opinaba que la voz de Harry Caray adquiría un tono cortante cuando intervenía Musial, pero Pappy no estaba convencido. El primer lanzamiento del lanzador de los Pirates fue una bola rápida de trayectoria baja. Pocos lanzadores desafiaban a Musial con bolas rápidas en el primer lanzamiento. El año anterior éste había encabezado la Liga Nacional con un promedio bateador de 0,359, y en 1952, le había disputado el puesto en un reñido combate a Frankie Baumholtz, de los Cubs. Tenía fuerza, velocidad y un guante sensacional, y jugaba duro todos los días.
Yo guardaba un cromo de Stan Musial en el cajón de mi mesa de noche, dentro de una caja de puros, y si se hubiera incendiado la casa, habría sido lo primero que hubiese intentado salvar, por encima de cualquier otra cosa.
El segundo lanzamiento fue una bola de trayectoria curva muy alta, y a sólo dos lanzamientos casi nos parecía oír a los aficionados levantándose de sus asientos. Una pelota de béisbol estaba a punto de ser enviada a toda velocidad a algún remoto lugar del estadio de Sportman’s Park. Ningún lanzador podía quedar rezagado por detrás de Stan Musial y sobrevivir al momento. El tercer lanzamiento fue una bola rápida, y Harry Caray titubeó justo lo suficiente para que oyéramos el golpe del bate. La muchedumbre estalló en exclamaciones de entusiasmo. Yo contuve la respiración a la espera de que el viejo Harry nos dijera hacia dónde se estaba dirigiendo la pelota. Ésta rebotó en la pared del exterior derecho y los rugidos de la multitud se intensificaron. En el porche delantero de la casa también reinaba la emoción. Yo me puse en píe de un salto, como si con ello pudiera ver el campo de San Luis. Pappy y mi padre se inclinaron hacia delante mientras Harry gritaba a través de la radio. Mi madre consiguió soltar una especie de exclamación.
Musial estaba luchando contra su compañero de equipo Shoendienst por el primer puesto de la liga en dobles. El año anterior había alcanzado doce triples, el mejor promedio de las Ligas Mayores. Cuando alcanzó la segunda, el griterío de los aficionados casi no permitió oír la voz de Caray. El jugador de la primera base se apuntó fácilmente una carrera y Stan se deslizó hacia la tercera base rozándola con los pies mientras el desventurado hombre de base recibía el último lanzamiento y lo devolvía al lanzador. Fue como si lo viera levantarse mientras los espectadores enloquecían de entusiasmo. Después, se sacudió con ambas manos la tierra de su uniforme blanco ribeteado de rojo.
El partido tenía que continuar, pero para nosotros los Chandler, o al menos para los miembros masculinos de la familia, el día ya había terminado. Musial había triunfado y, como no teníamos muchas esperanzas de que los Cardinals ganaran la liga, nos alegrábamos de nuestras victorias por pequeñas que éstas fueran. Los espectadores se calmaron, Harry bajó la voz y yo volví a sentarme en el escalón superior del porche, como si todavía estuviera contemplando a Stan en la tercera.
Si aquellos condenados Spruill no hubieran estado allí, me habría alejado para ocupar mi puesto en la imaginaria base meta. Allí esperaría la bola rápida, golpearía la pelota exactamente igual que mi héroe y después correría rápida y majestuosamente hacia la tercera base, justo en medio de las sombras en las que acechaba el monstruo Hank.
—¿Quién está ganando? —preguntó el señor Spruill desde algún lugar de la oscuridad.
—Los Cardinals. Una carrera a cero. Segunda mitad de la segunda entrada. Musial acaba de hacer un triple —contesto Hank.
Si tan aficionados eran al béisbol, ¿por qué habían encendido la fogata precisamente en la base meta y habían levantado sus maltrechas tiendas alrededor de mi diamante? Cualquier imbécil habría comprendido, al ver nuestro patio, que a pesar de los árboles, estaba hecho para jugar al béisbol.
De no ser por Tally, los habría despreciado a todos. Y también por Trot. Le tenía simpatía al pobre muchacho.
Había decidido no comentar la cuestión de Hank y del agua fría. Sabía que, si se lo hubiera dicho a mi padre o a Pappy, se habría producido una grave discusión con los Spruill. Los mexicanos conocían el lugar que les correspondía, y los montañeses deberían haber conocido el suyo. No tenían que pedir nada de la casa ni darnos órdenes, ni a mí ni a nadie.
Yo jamás había visto un cuello tan grueso como el de Hank. Sus manos y sus brazos también eran enormes, pero lo que más miedo me daba eran sus ojos. Aunque me parecían inexpresivos y estúpidos, cuando me había ladrado que le llevara un vaso de agua fría, los había entornado y yo había detectado en ellos un brillo de maldad.
No quería que Hank se enfadara conmigo, y tampoco quería que mi padre se enfrentara con él. Mi padre podía ganar a cualquiera, excepto, quizá, a Pappy, que era más viejo pero, de ser necesario, tenía mucha más mala leche que él. Opté por apartar a un lado el incidente, al menos de momento, pero si volvía a ocurrir no tendría más remedio que contárselo a mi madre.
Los Pirates consiguieron dos carreras en la cuarta entrada, sobre todo porque, según Pappy, Eddie Stanky no había cambiado a los lanzadores cuando hubiera debido. En la quinta entrada consiguieron otras tres y entonces Pappy se puso tan furioso que decidió irse a la cama.
Al llegar la séptima entrada, la temperatura subió lo justo para convencernos de que era mejor que nos fuéramos a dormir. Los guisantes y las judías ya estaban desvainados. Los Spruill se habían acostado. Estábamos agotados y los Cardinals no levantarían cabeza. No nos costó demasiado desentendernos del partido.
En cuanto mi madre me acostó, y tras haber rezado nuestras oraciones, empujé las sábanas hacia abajo para poder respirar. Escuché el chirriante coro de los grillos, que se llamaban los unos a los otros a través de los campos. Todas las noches de verano, salvo cuando llovía, nos dedicaban una serenata. Oí una voz en la distancia… un Spruill, probablemente Hank, vagaba por el patio, hurgando entre la comida por si quedaba algún bizcocho.
En la sala de estar teníamos un extractor de aire, un aparato de gran tamaño instalado en la ventana cuya función, en teoría, era aspirar el aire de la casa y expulsarlo al patio del establo. Funcionaba durante medio día. Cuando una ráfaga de viento o alguien involuntariamente cerraba una puerta, la corriente de aire se interrumpía y uno se dormía bañado en sudor. En ocasiones el viento del exterior confundía al extractor y entonces el aire caliente se concentraba en la sala de estar y se extendía lentamente a toda la casa, asfixiándonos a todos. El extractor se estropeaba muy a menudo… pero era la más preciada posesión de Pappy, y, que nosotros supiéramos, sólo otras dos familias de agricultores de las que frecuentaban la iglesia disfrutaban de semejante lujo.
Por casualidad, aquella noche funcionaba.
Tumbado en la cama de Ricky, escuchando los grillos y disfrutando de la suave corriente que me acariciaba el cuerpo mientras el pegajoso aire estival era empujado hacia la sala de estar, dejé que mis pensamientos volaran a Corea, un lugar que no quería conocer.
Mi padre no me hablaba de la guerra. Ni una palabra. Había oído contar algunas aventuras memorables vividas por el padre de Pappy y de sus victorias en la guerra civil, pero de las guerras de este siglo, casi nada. A mí me hubiera gustado saber contra cuántas personas había disparado. Cuántas batallas había ganado. Me hubiera gustado ver sus cicatrices, hacerle mil preguntas.
—No hables de la guerra —me había advertido muchas veces mi madre—. Es demasiado horrible.
Y ahora Ricky estaba en Corea. Se había ido en febrero, una mañana que nevaba, tres días después de haber cumplido los diecinueve años. En Corea también hacía frío. Lo sabía por haberlo escuchado en un reportaje de la radio. Yo estaba abrigado y a salvo en su cama mientras él permanecía en el interior de una trinchera disparando y recibiendo disparos.
¿Y si no regresaba a casa?
Esa pregunta me atormentaba todas las noches. Me lo imaginaba moribundo hasta que me echaba a llorar. No quería dormir en su cama. No quería ocupar su habitación. Quería que Ricky regresara a casa para jugar al béisbol en el patio y pescar en el St. Francis. En realidad, más que un tío era para mi un hermano mayor.
Estaban matando a muchos chicos en Corea. Rezábamos por ellos en la iglesia. En la escuela hablábamos de la guerra. En aquellos momentos, Ricky era el único chico de Black Oak que combatía en ella, lo cual confería a los Chandler una extraña distinción que a mí me tenía sin cuidado.
«¿Sabéis algo de Ricky?». Era la gran pregunta con que teníamos que enfrentarnos cada vez que íbamos a la ciudad.
Sí o no, daba igual. Nuestros vecinos sólo pretendían ser amables. Pappy no les contestaba. Mi padre les daba una respuesta educada. Gran y mi madre comentaban brevemente su carta más reciente.
Yo siempre contestaba: «Sí. Pronto volverá a casa».