En determinado momento de la oscura noche, Pappy, que hacía las veces de despertador, abandonaba su lecho, se calzaba las botas y empezaba a trajinar en la cocina para preparar la primera cafetera del día. La casa no era grande —tres dormitorios, una cocina, una sala de estar— y tenía tantos años que las tablas de madera del suelo estaban combadas en algunos lugares. Si alguien se comprometía a despertar a los demás moradores de la casa, tenía que hacerlo sin falta.
A mí me permitían quedarme en la cama hasta que mi padre iba a buscarme, pero resultaba muy difícil dormir habiendo tanta gente en la granja y tanto algodón que recolectar. Para cuando mi padre me sacudía y me decía que ya era hora de levantarme yo ya estaba despierto. Me vestía rápidamente y me reunía con él en el porche trasero.
Aún no se distinguía ninguna luz en el horizonte cuando cruzábamos el patio de atrás y el rocío nos mojaba las botas. Al llegar al gallinero contiguo a la cocina, él se agachaba y entraba. A mí me indicaba que esperase fuera, pues el mes anterior, mientras recogíamos huevos en la oscuridad, yo había pisado una enorme culebra ratonera y me había pasado dos días llorando. Al principio, mi padre no se había mostrado muy comprensivo; las culebras ratoneras son inofensivas y forman parte de la vida de la granja, pero mi madre había intervenido con vehemencia en mi favor, y por el momento no me permitían recoger huevos solo. Mi padre llenó un cesto con doce huevos y me lo entregó. Después nos dirigimos al establo donde esperaba Isabel. Habíamos despertado a las gallinas, de modo que los gallos se pusieron a cantar.
La única luz procedía de la pálida bombilla del henil. Los mexicanos ya estaban despiertos. Habían encendido una hoguera detrás del establo y permanecían acurrucados en torno a ella como si tuvieran frío. Yo ya estaba casi sudando a causa de la humedad.
Como sabía ordeñar la vaca, casi todas las mañanas dicha tarea me correspondía a mí. Pero aún me duraba el susto de la culebra ratonera y, además, no disponíamos de mucho tiempo, pues teníamos que estar en los campos al amanecer. Así que mi padre la ordeñó rápidamente y obtuvo nueve litros de leche, cosa que a mí me habría llevado media mañana. Llevamos la leche y los huevos a la cocina, donde las mujeres ya habían puesto manos a la obra. El jamón estaba en la sartén y su penetrante aroma impregnaba toda la atmósfera.
El desayuno consistía en huevos frescos, leche, jamón curado, bizcochos calientes, y sorgo a voluntad. Mientras los mayores lo preparaban, yo me acomodé en mi silla, deslicé los dedos por el húmedo mantel de hule a cuadros y esperé a que me dieran mi taza de café. Era el único vicio que mí madre me permitía.
Gran colocó la taza y el platito delante de mí y después el azucarero y la crema de leche. Eché tanto azúcar en el café que parecía leche malteada, tras lo cual me lo bebí muy despacio.
A la hora del desayuno, la conversación en la cocina se reducía a su mínima expresión. Era emocionante tener a tantos forasteros en la granja para la recolección, pero el entusiasmo quedaba un poco mermado por la realidad de que íbamos a pasarnos buena parte de las doce horas siguientes con el espinazo doblado bajo el sol, recolectando algodón hasta que nos sangraran los dedos.
Comimos rápidamente mientras los gallos armaban alboroto en el patio de al lado. Los bizcochos que preparaba mi abuela eran compactos y absolutamente redondos, y estaban tan calientes que, cuando puse un trozo de mantequilla en el centro de uno de ellos, ésta se derritió de inmediato. Contemplé la amarilla crema penetrar en el bizcocho y después le hinqué el diente. Mi madre reconocía que Ruth Chandler hacía los mejores bizcochos que ella jamás hubiera probado. Yo habría deseado con toda el alma zamparme dos o tres como mi padre, pero no me cabían en la tripa, sencillamente. Mi madre se comía uno, lo mismo que Gran, Pappy dos y mi padre tres. Varias horas más tarde, a media mañana, nos deteníamos un momento bajo la sombra de un árbol o bien junto al remolque de algodón, y dábamos cuenta de los bizcochos restantes.
El desayuno era lento en invierno porque no teníamos casi nada que hacer. El ritmo se aceleraba un poco en primavera cuando plantábamos y en verano cuando cortábamos. En cambio, durante la recolección de Otoño en que temíamos que el sol nos atrapara, comíamos a toda velocidad.
Se habló un poco del tiempo. La lluvia de San Luis que la víspera había obligado a posponer el partido de los Cardinals preocupaba a Pappy. San Luis estaba tan lejos que ninguno de los que nos sentábamos alrededor de la mesa, excepto Pappy, había ido nunca allí, pero ahora el tiempo que hiciera en la ciudad era un elemento esencial en la recolección de nuestras cosechas. Mi madre escuchaba pacientemente, y yo permanecía callado.
Mi padre había echado un vistazo al almanaque y a su juicio el tiempo colaboraría durante todo el mes de septiembre; pero a mediados de octubre la situación no presagiaba nada bueno. Se avecinaba mal tiempo. Era absolutamente necesario que, a lo largo de las seis semanas siguientes, trabajáramos hasta caer rendidos de cansancio. Cuanto más duro trabajáramos nosotros, tanto más duro trabajarían los mexicanos y los Spruill. Ésta era la versión de mi padre de lo que se suele llamar una charla de animación.
Salió a relucir el tema de los jornaleros. Se trataba de habitantes de la zona que iban de granja en granja en busca de las mejores condiciones laborales. Casi todos eran habitantes de la ciudad a quienes ya conocíamos. El pasado otoño, la señorita Sophie Turner, que daba clase de quinto y sexto curso, nos había hecho el gran honor de elegir nuestros campos. Necesitábamos la mayor cantidad posible de jornaleros, pero, por regla general, eran ellos los que decidían dónde trabajar.
Cuando Pappy terminó de comer el último bocado, les dio las gracias a su mujer y a mi madre por lo buena que estaba la comida y las dejó para que limpiaran y pusieran orden en la cocina. Yo salí al porche trasero con los hombres.
Nuestra casa estaba orientada al sur, el establo y las cosechas daban al norte y el oeste, y, hacia el este, vi asomar el primer resplandor anaranjado por encima de las llanas tierras de cultivo del delta del Arkansas. El sol estaba saliendo sin acobardarse ante la presencia de las nubes. La camisa ya empezaba a pegárseme a la espalda.
Un remolque de plataforma estaba enganchado al tractor John Deere y los mexicanos ya habían subido al mismo. Mi padre se acercó a Miguel.
—Buenos días. ¿Qué tal han dormido? ¿Listos para trabajar?
Pappy fue a buscar a los Spruill.
Yo tenía un sitio especial en el tractor, un hueco reservado jara mí entre el guardabarros y el asiento, y me había pasado muchas horas en él asiendo con fuerza la vara metálica que sostenía el «paraguas» que protegía al conductor, ya fuera éste Pappy o mi padre, cuando avanzábamos lentamente por los campos, arando, sembrando o esparciendo fertilizante. Ocupé mi lugar y contemplé el abarrotado remolque, con los mexicanos a un lado y los Spruill al otro. En ese momento me sentí muy privilegiado, porque iba sentado en el tractor y el tractor era nuestro. Sin embargo, mi orgullo duraría muy poco, porque entre los tallos de algodón todos éramos iguales.
Sentía curiosidad por saber si el pobre Trot iría a los campos. Para recolectar, se necesitaban dos brazos fuertes, y él sólo tenía uno, que yo supiera. Pero allí estaba, sentado en el borde del remolque, de espaldas a todos los demás y con las piernas colgando fuera, solo en su propio mundo. Y allí estaba Tally también, que no me saludó sino que se limitó a permanecer inmóvil, con la mirada perdida en la distancia.
Sin decir una sola palabra, Pappy accionó el embrague, y el tractor y su remolque se pusieron en marcha con una fuerte sacudida. Comprobé que nadie se hubiera caído. A través de la ventana de la cocina vi el rostro de mi madre, que nos miraba mientras fregaba los platos. Terminaría sus tareas, se pasaría una hora en su huerto y después se reuniría con nosotros para una dura jornada en los campos. Y lo mismo haría Gran.
Nadie descansaba cuando el algodón estaba a punto.
Pasamos muy despacio por delante del establo con el motor diésel vibrando ruidosamente y el remolque chirriando, y giramos en dirección al sur hacia las veinte hectáreas bajas, una zona situada junto al arroyo Siler. Siempre recolectábamos primero esas veinte hectáreas, porque era allí donde empezaban las inundaciones.
Teníamos las veinte bajas y las veinte de atrás. Cuarenta hectáreas en total; no era poco.
En unos minutos llegamos al remolque del algodón y Pappy detuvo el tractor. Antes de saltar al suelo, miré hacia el este y vi las luces de nuestra casa a menos de un kilómetro de distancia. Más allá de ella, el cielo estaba cobrando vida con franjas de color amarillo y anaranjado. No se veía ni una sola nube, lo cual significaba que no habría inundaciones en un futuro próximo. Pero también significaba que no podríamos protegernos de los abrasadores rayos del sol.
Tally me dijo al pasar:
—Buenos días, Luke.
Conseguí devolverle el saludo. Me sonrió como sí conociera un secreto que jamás revelaría.
Pappy no dio ninguna instrucción, ni falta que hacía. Eligió una hilera a cada lado y empezó a recolectar. Sin comentarios intrascendentes, sin estirar los músculos, sin hacer predicciones sobre el tiempo. Sin decir nada, los mexicanos se echaron los largos sacos de algodón al hombro, se pusieron en fila y se dirigieron al sur. Los de Arkansas se dirigieron al norte. Por un instante, permanecí inmóvil en la semipenumbra de una ya calurosa mañana de septiembre, contemplando una larga y recta hilera de algodón, una hilera que en cierto modo me habían asignado a mí. «Jamás conseguiré llegar hasta el final», pensé, y me sentí súbitamente cansado.
Tenía primos en Memphis, hijos e hijas de las dos hermanas de mi padre, y ellos jamás recolectaban algodón. Eran chicos de ciudad, que vivían en preciosas casitas de barrios residenciales de las que no tenían que salir para ir al lavabo. Regresaban a Arkansas cuando había algún entierro… y, a veces, el Día de Acción de Gracias. Mientras empezaba a trabajar en mí interminable hilera de algodón, pensé en esos primos.
Dos cosas me inducían a trabajar. La primera y más importante, porque tenía a mi padre a un lado y a mi abuelo al otro, y ninguno de los dos toleraba la holgazanería. La segunda, porque me pagaban por hacerlo, lo mismo que a los otros braceros. Un dólar con sesenta por cincuenta kilos. Y yo tenía grandes proyectos para el dinero.
—Vamos —dijo con firmeza mi padre, hablando hacia el lugar donde yo me encontraba.
Pappy ya se había adentrado casi tres metros entre los tallos. Podía ver su perfil y su sombrero de paja. Oía a los Spruill unas cuantas hileras más allá, hablando entre sí. La gente de la montaña era muy aficionada a cantar, y a menudo se les oía entonar en voz baja una triste melodía mientras recolectaban. Tally se rió por algo y su cantarina voz resonó por los campos. Sólo tenía diez años más que yo. El padre de Pappy había combatido en la guerra civil. Se llamaba Jeremiah Chandler y, según la tradición de la familia, había ganado prácticamente él solito la batalla de Shiloh. Al morir su segunda mujer, Jeremiah se casó con una tercera, una moza del lugar treinta años más joven que él. Unos años más tarde, ésta dio a luz a Pappy.
Había una diferencia de treinta años entre Jeremiah y su tercera esposa. Tally me llevaba diez. Quizá diera resultado.
Con solemne determinación, me eché a la espalda mi saco de algodón de dos metros y medio con la correa sobre el hombro derecho, y me abalancé sobre la primera cápsula de algodón. Estaba mojada de rocío y ésta era una de las razones de que empezáramos a trabajar tan temprano. Durante la primera hora más o menos, antes de que el sol se elevara demasiado en el cielo y lo abrasara todo, el algodón se notaba suave y delicado en nuestras manos. Más tarde, tras haberlo arrojado al interior del remolque, se secaba y se podía desmotar con facilidad. El algodón empapado de agua de lluvia no podía desmotarse, y eso era algo que todos los granjeros sabían por experiencia.
Yo recolectaba a la mayor rapidez posible utilizando ambas manos, y apretujaba el algodón en el interior del saco. Pero tenía que andarme con cuidado, pues en determinado momento de la mañana Pappy o mi padre, a veces los dos, inspeccionaban mi hilera. Si dejaba demasiado algodón en las cápsulas, me echaban un rapapolvo. La severidad de la reprimenda dependía de la distancia a la que se encontrarse mí madre en aquel momento determinado.
Con toda la habilidad de que era capaz, mis pequeñas manos penetraban en el laberinto de los tallos y asían las cápsulas, evitando, en la medida de lo posible, los erizos, pues eran muy puntiagudos y podían hacer sangre. Yo avanzaba poco a poco, inclinándome hacia uno y otro lado, cada vez más rezagado con respecto a mi padre y a Pappy.
Nuestro algodón era tan tupido que los tallos de las hileras se entremezclaban, y me rozaban la cara. Después del incidente con la culebra ratonera, yo vigilaba mucho dónde ponía los pies, sobre todo en los campos, pues cerca del río había muchas mocasines de agua. Cuando arábamos y plantábamos las veía desde la parte de atrás del John Deere.
No tardé en quedarme solo, un niño a quien los que tenían manos más rápidas y espaldas más fuertes habían dejado atrás. El sol, un globo de intenso color anaranjado, se elevaba rápidamente en el cielo, dispuesto a calcinar la tierra un día más. En cuanto perdí de vista a mi padre y a Pappy, decidí hacer la primera pausa. Tally era la persona que tenía más cerca. Se encontraba cinco hileras más allá y a unos doce metros por delante de mí. Apenas podía ver su desteñido sombrero de tela vaquera por encima del algodón.
A la sombra de los tallos extendí mi saco que, al cabo de una hora, todavía estaba desesperantemente plano. Dentro había unos cuantos bultos muy suaves, pero nada importante. El año anterior habían esperado que recolectara veinticinco kilos al día, pero yo temía que estuvieran decididos a aumentarme el cupo.
Tumbado boca arriba, contemplé el despejado cielo a través de los tallos, confiando en que se encapotara mientras soñaba con el dinero. Cada mes de agosto recibíamos por correo la última edición del catálogo de Sears Roebuck, y pocos acontecimientos eran más trascendentales que aquél, por lo menos, en mi vida. Lo enviaban envuelto en papel marrón directamente desde Chicago, y Gran exigía que se colocara en un extremo de la mesa de la cocina, justo al lado de la radio y la Biblia de la familia. Las mujeres estudiaban la ropa de vestir y los muebles, en tanto que los hombres examinaban la sección de herramientas y la de accesorios automovilísticos, pero yo prestaba atención a las secciones más importantes: juguetes y artículos de deporte, y elaboraba mentalmente mi lista de Navidad. Temía anotar todas las cosas con que soñaba, pues si alguien encontraba la lista podía pensar que o bien era irremediablemente codicioso o bien estaba mentalmente enfermo.
En la página 308 del catálogo había un increíble anuncio de chaquetas de precalentamiento de béisbol. Las había prácticamente de todos los equipos profesionales. Pero lo más asombroso del anuncio era que el modelo que presentaba las chaquetas lucía una de los Cardinals, y a todo color. Se trataba de una chaqueta roja con botones blancos y confeccionada en un tejido brillante. De entre todos los equipos existentes, alguien de Sears Roebuck había hecho gala de una extraordinaria sabiduría eligiendo precisamente a los Cardinals para presentar sus productos.
Costaba siete dólares y medio, más gastos de envío, y la hacían en tallas infantiles, lo cual me planteaba un dilema, pues yo crecería y quería llevar la chaqueta toda la vida.
Diez días de duro trabajo me permitirían ganar el dinero necesario para comprar la chaqueta. Estaba seguro de que jamás se había visto nada igual en Black Oak, Arkansas. Mi madre dijo que era un poco chillona, a saber lo que sería eso. Mi padre apuntó que necesitaría unas botas. Pappy comento que era un despilfarro, pero me di cuenta de que en su fuero interno la admiraba. En cuanto empezara el mal tiempo, me pondría cada día la chaqueta para ir a la escuela y los domingos para ir a la iglesia. La luciría en la ciudad los sábados y seria como una mancha de vivo color rojo entre la muchedumbre vestida con prendas tristonas. La luciría en todas partes y seria la envidia de todos los chicos de Black Oak (y también de muchas personas mayores).
Ellos jamás tendrían la oportunidad de jugar en los Cardinals, mientras que yo iría a San Luis y me haría famoso como jugador, por lo que era importante que empezase a parecerlo.
—¡Lucas! —gritó una severa voz, rasgando el silencio de los campos.
Unos tallos empezaron a quebrarse muy cerca de mí.
—Si, señor —dije, levantándome de un salto y doblando la espalda mientras acercaba las manos a la cápsula de algodón más cercana.
Mi padre apareció súbitamente por encima de mí.
—¿Qué estás haciendo? —me pregunto.
—Tenía que mear —le contesté sin dejar de mover las manos—. Pues has tardado mucho —dijo no muy convencido.
—Sí, señor. La culpa la tiene el café.
Lo miré. Y él adivinó la verdad.
—Pues procura no rezagarte —me advirtió, dando media vuelta para alejarse.
—Sí, señor —repuse mientras se alejaba, consciente de que jamás lograría seguir su ritmo.
En un saco de tres metros y medio como los que usaban los adultos entraban unos treinta kilos de algodón, por lo que entre las ocho y media y las nueve y media de la mañana los hombres se hallaban en condiciones de pesar. Pappy y mi padre estaban a cargo de la báscula que colgaba de la parte posterior del remolque. Uno de ellos recibía los sacos. Las correas se pasaban alrededor de los ganchos de la parte inferior de la báscula, la aguja saltaba como el minutero de un enorme reloj, y todos podían ver qué cantidad de algodón había recolectado cada persona.
Pappy anotaba los datos en una libreta situada al lado de la báscula. Después el saco era izado y vaciado en el interior del remolque. No había tiempo para descansar. Recogías el saco vacío cuando te lo lanzaban. Elegías otra hilera y desaparecías por espacio de otras dos horas.
Yo me encontraba hacia la mitad de una interminable hilera de algodón, sudando, bajo el sol, encorvado, procurando ser lo más rápido posible con las manos y deteniéndome de vez en cuando para controlar los movimientos de Pappy y de mi padre para ver si podía echarme otra siestecita. Pero ya no se me ofreció una nueva oportunidad de soltar el saco. De manera que, seguí adelante sin descanso, confiando en que el saco se llenara cuanto antes mientras me preguntaba por primera vez si de veras necesitaba la chaqueta de los Cardinals.
Cuando hubo transcurrido lo que me pareció una eternidad, oí que el John Deere se ponía en marcha y comprendí que había llegado la hora del almuerzo. A pesar de que no había completado mi primera hilera, lo que indicaba mí escaso rendimiento. Nos reunimos junto al tractor y vi a Trot acurrucado en la plataforma del remolque. La señora Spruill y Tally le estaban dando palmadas. Al principio, pensé que debía de estar muerto, pero después me di cuenta de que se movía un poco.
—El calor ha podido con él —me explicó mi padre en voz baja mientras tomaba mi saco y se lo echaba al hombro como si estuviera vacío.
Lo seguí hasta la báscula, donde Pappy lo pesó rápidamente. Tras aquel esfuerzo terrible que me había dejado la espalda hecha polvo sólo había recolectado quince kilos de algodón.
Cuando se hubieron pesado los sacos de los mexicanos y los Spruill, nos dirigimos todos hacia la casa. El almuerzo era a las doce en punto del mediodía. Mi madre y Gran habían abandonado los campos una hora antes para prepararlo.
Desde mi puesto en el John Deere, agarré el palo del «paraguas» con mi arañada y lastimada mano izquierda y observé a los peones mientras iban subiendo al remolque. El señor y la señora Spruill sostenían a Trot, todavía pálido e inerte. Tally se sentó a su lado, con las largas piernas estiradas sobre la plataforma. Bo, Dale y Hank no daban muestras de que les preocupase el estado del pobre Trot. Como todos los demás, tenían calor, estaban cansados y deseaban hacer una pausa.
Al otro lado, los mexicanos permanecían sentados hombro contra hombro, con los pies colgando fuera de la plataforma y casi rozando el suelo. Dos de ellos no llevaban zapatos ni botas.
Cuando ya casi habíamos llegado a la altura del establo, vi una cosa que, al principio, no pude creer. Cowboy, sentado al fondo del corto remolque, se volvió rápidamente y miró a Tally. Me pareció que ella estaba deseando que lo hiciera, pues le dirigió una graciosa sonrisita como las que solía dirigirme a mí. Aunque no la imitó, saltaba a la vista que se sentía complacido. Ocurrió en un instante y nadie lo advirtió más que yo.