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Los Chandler le arrendábamos las tierras a un tal señor Vogel, de Jonesboro, un hombre a quien yo jamás había visto. Su nombre raras veces se mencionaba, pero cuando se deslizaba en la conversación siempre se pronunciaba con respeto y reverencia. Yo pensaba que era el hombre más rico del mundo.

Pappy y Gran llevaban alquilando las tierras desde antes de la Gran Depresión, la cual había llegado muy pronto y se había quedado hasta muy tarde en la Arkansas rural. Después de treinta años de duro esfuerzo, habían conseguido comprarle al señor Vogel la casa y la hectárea y media de terreno que la rodeaba. También eran propietarios del tractor John Deere, dos escarificadores de disco, un plantador de semillas, un remolque para algodón, un remolque de plataforma, dos mulos, un carro y el camión. Mi padre tenía concertado un vago acuerdo con él, merced al cual era propietario de algunos de aquellos bienes. La escritura de la tierra estaba a nombre de Eli y Ruth Chandler.

Los únicos granjeros que ganaban dinero eran quienes poseían la tierra en propiedad. Los arrendatarios como nosotros procuraban no perder. Los aparceros eran los que peor lo tenían, y estaban condenados a la eterna pobreza.

El objetivo de mi padre era llegar a adquirir veinte hectáreas libres de cualquier gravamen. Mi madre no hablaba con nadie de sus sueños, y sólo los compartió conmigo cuando me hice un poco más mayor. Pero yo ya sabia que deseaba abandonar la vida rural y estaba firmemente decidida a que yo no fuera agricultor. Cuando cumplí los siete años, ya había conseguido que me convirtiese en un fiel creyente en sus ideas.

Tras comprobar que los mexicanos estaban debidamente alojados, me envió en busca de mi padre. El sol ya se ocultaba detrás de los árboles que bordeaban el río St. Francis y era hora de que pesara su saco de algodón por última vez y diese por finalizada su jornada.

Caminé descalzo por un sendero polvoriento que discurría entre dos algodonales, tratando de localizarlo. La tierra era oscura y fértil, una excelente tierra de cultivo del delta que producía lo suficiente para mantenerte atado a ella. Por delante de mí, vi el remolque del algodón y comprendí que mi padre se acercaba a él. Jesse Chandler era el hijo mayor de Pappy y Gran. Su hermano menor, Ricky, tenía diecinueve años y estaba combatiendo en algún lugar de Corea. Dos hermanas habían huido de la granja nada más terminar el instituto.

Mi padre no huyó. Estaba decidido a ser agricultor como su padre y su abuelo, pero él sería el primer Chandler en convertirse en propietario de sus tierras. Yo ignoraba si soñaba con una vida lejos de los campos de cultivo. Al igual que mi abuelo, había sido un excelente jugador de béisbol, y estoy seguro de que en determinado momento debió de soñar con la gloria de las Ligas Mayores. Pero en 1944, en Anzio, una hala alemana le atravesó el muslo, y así terminó su carrera como beisbolista.

Tenía una leve cojera, pero lo mismo les ocurría a las personas que trabajaban en los algodonales.

Me detuve al llegar a la altura del remolque, que estaba casi vacío y a la espera de que lo llenaran. Me encaramé a él. A mí alrededor y en todas direcciones, las pulcras hileras de tallos verdes y marrones se extendían hasta los árboles que delimitaban nuestras tierras. En lo alto de los tallos las lanudas cápsulas de algodón se estaban abriendo. El algodón cobraba vida por momentos, de modo que, cuando subí a la parte de atrás del remolque y contemplé los algodonales, vi un océano de blancura. De pie en el remolque, tuve una vislumbre de la razón por la cual mi padre deseaba ser agricultor. Apenas lograba distinguir su viejo sombrero de paja moviéndose entre los tallos en la distancia. El crepúsculo se acercaba y las brechas entre las hileras eran todavía más oscuras. Gracias a la colaboración del sol y la lluvia, las hojas eran grandes y gruesas y se enredaban entre sí, por lo que me rozaban el cuerpo mientras yo apuraba el paso para reunirme con mi padre.

—¿Eres tú, Luke? —preguntó, levantando la voz, pese a constarle que nadie más podía ir en su busca.

—¡Sí, señor! —contesté, acercándome a la voz—. ¡Mamá dice que ya es hora de dejarlo!

—¿De veras?

—Sí, señor.

Fallé sólo por una hilera. Me abrí paso entre los tallos y allí estaba él, doblado por la cintura, moviendo las manos entre las hojas, arrancando hábilmente el algodón y arrojándolo al interior del saco casi lleno que llevaba colgado del hombro. Llevaba en los campos desde el amanecer y sólo había hecho una pausa para comer.

—¿Encontrasteis ayuda? —me preguntó sin mirarme.

—Si, señor —contesté con orgullo—. Unos mexicanos y unos montañeses.

—¿Cuántos mexicanos?

—Diez —respondí, como si yo los hubiera reunido personalmente.

—Estupendo. ¿Y quiénes son los montañeses?

—Los Spruill. No recuerdo de dónde son.

—¿Cuántos?

Terminó con un tallo y siguió avanzando, lentamente, con el pesado saco a la espalda.

—Todo un camión. Es difícil decirlo. Gran está enfadada porque han acampado en el patio delantero e incluso han encendido una fogata donde está la base meta. Pappy les dijo que acamparan junto al silo. Yo mismo lo oí. No creo que sean muy buenos.

—No digas eso.

—Sí, señor. En cualquier caso, Gran no está muy contenta.

—Ya se le pasará. Necesitamos a los montañeses.

—Si, señor. Es lo que dijo Pappy. Pero me da rabia que me hayan fastidiado la base meta.

—En estos momentos, la recolección es más importante que el béisbol.

—Supongo que sí.

Al menos, para él lo era.

—¿Cómo están los mexicanos?

—No muy bien. Los han trasladado apretujados otra vez en un remolque y mamá se ha llevado un disgusto.

Sus manos se detuvieron un segundo mientras pensaba en un nuevo invierno de disputas.

—Se alegran de estar aquí —dijo, reemprendiendo la tarea.

Yo eché a andar en dirección al lejano remolque y después me volví de nuevo hacia mi padre.

—Eso díselo a mamá.

Me miró antes de preguntar:

—¿Ha venido Juan?

—No, señor.

—Lo siento.

Yo me había pasado un año hablando de Juan. El otoño anterior me había prometido que regresaría.

—No importa —dije—. El nuevo se llama Miguel, y es muy simpático.

Le conté nuestro viaje a la ciudad, le expliqué cómo habíamos encontrado a los Spruill, le hablé de Tally y de Trot, del corpulento joven que estaba sentado con las piernas fuera de la plataforma, de nuestro regreso a la ciudad donde Papi había discutido con el encargado de los temporeros, del viaje a la desmotadora y de los mexicanos. Yo fui de los dos el que más habló, pues era evidente que mi jornada había sido más accidentada y memorable que la suya.

Al llegar al lugar donde se encontraba el remolque, mi padre levantó las correas de su saco de algodón y las colgó del gancho que había en la parte inferior de la báscula. La aguja se detuvo en los veintinueve kilos. Anotó la cifra en un viejo registro sujeto con un alambre al remolcador.

—¿Cuánto? —le pregunté cuando volvió a cerrar el registro.

—Dos cuarenta y cinco.

—Un triple —dije.

Él se encogió de hombros:

—No está mal.

Doscientos cincuenta kilos equivalían a una carrera, algo que él conseguía cada dos por tres. Se agachó y añadió:

—Sube.

—Yo me subí a su espalda y nos pusimos en marcha rumbo a casa. Tanto su camisa como su mono llevaban todo el día chorreando sudor, pero sus brazos eran como de acero. Pop Watson me había dicho que una vez Jesse Chandler dio un batazo tan fuerte que la pelota fue a parar al centro de Main Street. Pop y el señor Snake Wilcox, el barbero, lo midieron al día siguiente y empezaron a contarle a la gente que la pelota había recorrido en su trayectoria por el aire una distancia de ciento treinta y cinco metros. Pero de inmediato surgió una opinión hostil en el Tea Shoppe, donde el señor Junior Barnhard afirmó con cierta insolencia que la pelota había rebotado por lo menos una vez antes de llegar a Main Street.

Pop y Junior se pasaron varias semanas sin dirigirse la palabra. Mi madre verificó la discusión, pero no el home run.

Estaba esperándonos junto a la bomba hidráulica. Mi padre se sentó en un banco y se quitó las botas y los calcetines. Después se abrió el mono y se quitó la camisa.

Una de mis tareas al amanecer era llenar una bañera de agua y dejarla todo el día al sol para que por la tarde hubiera agua caliente para mi padre. Mi madre mojó una toalla de manos en la bañera y empezó a frotarle suavemente el cuello con ella.

Mi madre había crecido en una casa llena de chicas y la habían criado en parte dos ancianas tías muy remilgadas. Creo que se bañaban más de lo que suele hacerlo la gente del campo, y le había transmitido su manía por la limpieza a mi padre. A mi me daban un buen restregón todos los sábados por la tarde tanto si lo necesitaba como si no.

Tras haberlo lavado y secado, mi madre le entregó una camisa limpia. Ya era hora de ir a dar la bienvenida a nuestros huéspedes. Mi madre había llenado una gran canasta con todo un surtido de sus mejores hortalizas, todas ellas recolectadas a mano, naturalmente, y lavadas en el transcurso de las dos últimas horas. Había tomates, cebollas, patatas, pimientos rojos y verdes, mazorcas de maíz… Lo llevamos todo a la parte de atrás del establo, donde los mexicanos estaban descansando, conversando y esperando a que bajaran las llamas de una pequeña hoguera para empezar a preparar sus tortillas. Le presenté mi padre a Miguel y éste nos presentó a su vez a algunos de sus compañeros.

Cowboy permanecía sentado, solitario, de espaldas al establo, como sí no se hubiera percatado de nuestra presencia. Advertí que observaba a mi madre por debajo del ala del sombrero. Por un instante, tuve miedo; después comprendí que si Cowboy llegaba a hacer un movimiento en falso, Jesse Chandler le partiría el cuello.

El año anterior habíamos aprendido muchas cosas de los mexicanos. No comían judías verdes, habas, calabacines, berenjenas ni nabos, y preferían los tomates, las cebollas, las patatas, los pimientos y el maíz. Nunca nos pedían nada de nuestro huerto. Se lo teníamos que ofrecer nosotros.

Mi madre les explicó a Miguel y a los otros hombres que nuestro huerto estaba lleno a rebosar, por lo que les llevaríamos hortalizas en días alternos. No tendrían que pagar nada a cambio. Formaba parte del trato. Llevamos otro cesto a la parte delantera de la casa, donde el campamento de los Spruill parecía aumentar por momentos. Habían rebasado los confines del patio y el suelo estaba cubierto de cajas de cartón y sacos de arpillera. Habían improvisado una mesa apoyando tres tablas de madera sobre una caja por un lado y un tonel por el otro y, sentados a su alrededor, estaban cenando cuando nos acercamos a ellos. El señor Spruill se levantó y estrechó la mano de mi padre.

—Leon Spruill —dijo con restos de comida en los labios—. Encantado de conocerle.

—Me alegro de tenerlos aquí —contestó jovialmente mi padre.

—Gracias —dijo el señor Spruill, tirando los pantalones hacia arriba—. Ésta es mi mujer, Lucy.

La mujer sonrió sin dejar de masticar.

—Ésta es mi hija Tally —añadió, señalándola con el dedo.

Cuando ella me miró, noté que me ardían las mejillas.

—Y éstos son mis sobrinos Bo y Dale —dijo, indicando con la cabeza a los dos muchachos a los que habíamos visto sobre el colchón cuando se habían detenido en la carretera. Y, sentado al lado de éstos, el gigantón que dormitaba con las piernas fuera de la plataforma.

—Éste es mi hijo Hank —dijo el señor Spruill.

Hank debía de tener por lo menos veinte años y era lo bastante crecido para levantarse y estrechar la mano de mi padre. Pero siguió comiendo como si tal cosa, a dos carrillos, algo que parecía pan de maíz.

—Come mucho —explicó el señor Spruill, y nosotros intentamos reírnos—. Y éste es Trot —añadió.

Trot no levantó la vista. El inerte brazo izquierdo le colgaba a un lado del cuerpo y asía la cuchara con la mano derecha. Nadie explicó cuál era su situación en la familia.

Mi madre les ofreció la cesta de hortalizas y, por un instante, Hank dejó de masticar y contempló las nuevas provisiones. Después volvió a concentrarse en sus alubias.

—Los tomates y el maíz han salido especialmente buenos este año —apuntó mi madre—. Y hay en abundancia. Ya me dirán ustedes qué les gusta más.

Tally me miró, masticando muy despacio. Yo bajé la vista hacia mis pies.

—Es usted muy amable, señora —dijo el señor Spruill.

La señora Spruill se apresuró a dar las gracias.

No había peligro de que los Spruill se quedaran sin provisiones o de que se saltaran alguna comida. Hank era muy corpulento y tenía un tórax voluminoso que se estrechaba ligeramente en el punto en que se juntaba con el cuello. El señor y la señora Spruill también eran muy fornidos y parecían fuertes. Bo y Dale eran delgados, pero para nada esmirriados. Y Tally, naturalmente, estaba muy bien proporcionada. Sólo a Trot se lo veía demacrado y en los huesos.

—No queríamos interrumpir su cena —se disculpó mi padre mientras todos hacíamos ademán de retirarnos.

—Gracias otra vez —dijo el señor Spruill.

Yo sabia por experiencia que en cuestión de muy poco tiempo averiguaríamos mucho más de lo que queríamos saber acerca de los Spruill. Compartirían nuestras tierras, nuestra agua, nuestro retrete exterior. Les llevaríamos hortalizas del huerto, leche de Isabel, huevos del gallinero. Los invitaríamos a la ciudad el sábado y a la iglesia el domingo. Trabajaríamos codo con codo con ellos en los campos desde el amanecer hasta el anochecer, y cuando terminara la recolección, ellos regresarían a la montaña. Los árboles cambiarían de color, llegaría el invierno y nosotros pasaríamos muchas frías noches acurrucados alrededor del fuego, contando historias acerca de los Spruill.

La cena fue a base de patatas fritas cortadas muy finas, quingombó hervido, mazorcas de maíz y pan caliente de maíz… no había carne porque estábamos casi en otoño y además la víspera ya habíamos comido. Gran freía pollo dos veces a la semana, pero nunca los miércoles. El huerto de mi madre producía suficientes tomates y cebollas para abastecer todo Black Oak, por lo que en cada comida servía una bandeja llena de ambas hortalizas troceadas.

La cocina era pequeña y caldeada. Un ventilador redondo giraba ruidosamente sobre el frigorífico para que circulara el aire mientras mí madre y mi abuela preparaban la cena. Los movimientos de las dos eran lentos pero regulares. Estaban cansadas y hacia demasiado calor para darse prisa.

No simpatizaban demasiado la una con la otra, pero ambas estaban firmemente decididas a vivir en paz. Jamás las oí discutir, jamás oí a mi madre decir nada malo acerca de su suegra. Vivían en la misma casa, preparaban la misma comida, hacían la misma colada, recolectaban el mismo algodón. Habiendo tanto trabajo que hacer, ¿quién tenía tiempo para riñas?

Pero Gran había nacido y se había criado en una zona algodonera y sabia que seria enterrada en la tierra que trabajaba. Mi madre ansiaba huir de allí.

Mediante un ritual cotidiano, las dos habían elaborado en silencio un método para trabajar en la cocina. Gran permanecía en las inmediaciones del horno y los fogones, comprobando el grado de cocción del pan, removiendo las patatas, el quingombó y el maíz. Mi madre permanecía junto al fregadero, pelando tomates y amontonando los platos sucios. Yo contemplaba la escena desde la mesa de la cocina, junto a la cual me sentaba todas las noches a pelar pepinos con un cuchillo de mondar. A ambas les encantaba la música, y de vez en cuando una de ellas tarareaba mientras la otra cantaba en voz baja. La música era un buen remedio para la tensión.

Aquella noche, sin embargo, no era así. Las dos se sentían demasiado preocupadas para tararear o cantar. Mi madre estaba furiosa por el hecho de que los mexicanos hubieran sido transportados como si de ganado se tratara. Mi abuela se quejaba de que los Spruill hubiesen invadido nuestro patio anterior.

A las seis en punto, Gran se quitó el delantal y se sentó delante de mi al otro lado de la mesa. El extremo de ésta estaba adosado a la pared y se utilizaba a modo de estante para acumular cosas. En el centro había una radio RCA con caja de madera de nogal. La encendió y me miró con una sonrisa.

El noticiario de la CBS cuyo locutor era Edward R. Murrow se retransmitía en directo desde Nueva York. Hacia ya una semana que se registraban fuertes combates en Pyongyang, cerca del mar del Japón, y por un viejo mapa que Gran tenía en su mesita de noche sabíamos que la división de Infantería de Ricky se encontraba en aquella zona. Habíamos recibido su última carta dos semanas atrás. Se trataba de una nota escrita con prisas, pero nos pareció leer entre líneas que estaba metido de lleno en la refriega.

Tras haber comentado la noticia más destacada acerca de un enfrentamiento con los rusos, el señor Murrow pasó a informar sobre Corea, y entonces Gran cerró los ojos. Entrelazó las manos, se acercó ambos índices a los labios y esperó. Yo no sabia muy bien qué esperaba. El señor Murrow no iba a anunciar a todo el país que Ricky Chandler estaba vivo o muerto.

Mi madre también escuchaba, sentada de espaldas al fregadero, secándose las manos con una toalla y mirando con rostro inexpresivo hacia la mesa. Esa escena se repitió casi todas las noches del verano y el otoño de 1952.

Se habían llevado a cabo algunos intentos en favor de la paz que posteriormente se habían abandonado. Los chinos se retiraron, pero volvieron a atacar de inmediato. A través de los reportajes del señor Murrow y de las cartas de Ricky, vivíamos la guerra.

Pappy y mi padre no escuchaban los noticiarios. Estaban ocupados fuera, en el cobertizo de las herramientas o con la bomba hidráulica, entregados a pequeñas tareas que habrían podido esperar, hablando de las cosechas, buscando algo con qué distraerse para no estar constantemente preocupados por Ricky. Ambos habían combatido en guerras. No necesitaban para nada que el señor Murrow leyera en Nueva York el cablegrama de algún corresponsal en Corea y le explicara al país lo que estaba ocurriendo en tal o cual batalla. Lo sabían de sobras.

En cualquier caso, el informe de aquella noche acerca de Corea fue muy breve, algo que en nuestra pequeña granja se consideraba positivo. El señor Murrow pasó a otros asuntos y entonces Gran volvió a mirarme con una sonrisa en los labios.

—Ricky está bien —me dijo, acariciándome la mano—. Lo tendremos en casa el día menos pensado.

Se había ganado el derecho a creerlo así. Había esperado a Pappy durante la Primera Guerra Mundial y había rezado desde lejos por mi padre y sus heridas durante la Segunda. Sus chicos siempre regresaban a casa y Ricky no nos decepcionaría.

Mi abuela apagó la radio. Las patatas y el quingombó exigían su atención. Ella y mi madre reanudaron la preparación de la cena y todos esperamos a que Pappy cruzara la mosquitera de la puerta trasera.

Creo que Pappy se esperaba lo peor de la guerra. Hasta aquel momento del siglo, los Chandler habían tenido suerte. No quería escuchar las noticias, pero deseaba saber si las cosas tenían buen o mal cariz. Solía entrar en la cocina cuando oía que apagaban la radio. Aquella noche se detuvo junto a la mesa y me alborotó el cabello. Gran lo miró sonriendo y le dijo:

—No hay malas noticias.

Mi madre me había dicho que muchas veces Gran y Pappy sólo dormían una o dos horas y, al despertar, empezaban a preocuparse por su hijo menor. Gran estaba convencida de que Ricky regresaría a casa. Pappy no.

A las seis y media nos sentamos alrededor de la mesa, juntamos las manos y dimos gracias por la comida y todas las demás dádivas. Pappy dirigía las plegarias, por lo menos las de la cena. Dio gracias a Dios por los mexicanos y por los Spruill y por las buenas cosechas. Yo recé en silencio, y sólo por Ricky. Agradecía la comida, pero no me parecía tan importante, ni de lejos, como Ricky.

Los mayores comían muy despacio y sólo hablaban del algodón. No se esperaba de mí que participara en la conversación. Gran, en particular, opinaba que en la mesa los niños se tenían que oír y callar.

Yo hubiera deseado irme al establo para ver cómo estaban los mexicanos, y darme con disimulo una vuelta por el patio delantero y, con un poco de suerte, echar furtivamente un vistazo a Tally. Mi madre sospechaba algo, por lo que al terminar la cena me dijo que la ayudara a fregar los platos. Hubiera preferido que me dieran una zurra, pero no tuve más remedio que obedecer.

Nos dirigimos todos juntos al porche delantero para nuestra sesión nocturna. Parecía un ritual muy sencillo, pero no lo era. Primero dejábamos que la comida se asentara y después centrábamos nuestra atención en el béisbol. Encendíamos la radio y Harry Caray de la emisora KMOX de San Luis nos facilitaba información acerca de todos los partidos de nuestros queridos Cardinals. Mi madre y mi abuela se dedicaban a desvainar guisantes o judías verdes. Allí se ataban todos los cabos sueltos de los chismes que se habían comentado durante la cena, y, como es natural, se seguía hablando con inquietud de las cosechas. Aquella noche, sin embargo, estaba lloviendo en San Luis, a más de trescientos kilómetros de distancia, y el partido se había suspendido. Me senté en los escalones apretando con fuerza mi pelota de béisbol con el guante Rawlings mientras contemplaba las sombras de los Spruill en la distancia y me preguntaba cómo era posible que alguien tuviera la desconsideración de encender una fogata en una base meta.

La radio que escuchábamos en el porche era una pequeña General Electric que mi padre había comprado en Boston al salir del hospital durante la guerra. Su único propósito era incorporar a los Cardinals a nuestra vida. Raras veces nos perdíamos un partido. El aparato estaba colocado sobre un cajón de embalaje de madera cerca del chirriante columpio en el que descansaban los hombres. Mi madre y mi abuela se sentaban en sendas sillas de madera con el asiento tapizado, en el otro extremo del porche, y se dedicaban a desvainar guisantes. Yo me situaba en el centro, sentado en los escalones.

Antes de que llegaran los mexicanos, teníamos un ventilador portátil que colocábamos cerca de la mosquitera. Cada noche el ventilador zumbaba suavemente y conseguía agitar el pesado aire que nos rodeaba, con lo que la situación resultaba más llevadera. Pero, gracias a mi madre, ahora el ventilador se encontraba en el henil del establo. Ello había dado lugar a ciertas discusiones, de las cuales habían procurado mantenerme al margen.

Así pues, la noche era muy tranquila, sin partido de béisbol y sin ventilador…, sólo se oía la apacible conversación de unos agricultores muy fatigados, a la espera de que la temperatura bajara unos cuantos grados más.

La lluvia de San Luis hizo que los hombres empezaran a preocuparse por el tiempo. Los ríos y los arroyos del delta del Arkansas se desbordaban con exasperante regularidad. Cada cuatro o cinco años se salían de sus cauces y anegaban las cosechas. Yo no recordaba ninguna inundación, pero había oído hablar tanto de ellas que me consideraba un veterano. Nos pasábamos varias semanas rezando para que lloviera. Cuando llegaba la lluvia y la tierra se empapaba de agua, Pappy y mi padre empezaban a estudiar las nubes y a contar historias de inundaciones.

Los Spruill se disponían a acostarse. Sus voces se oían cada vez más apagadas. Vi sus sombras moverse alrededor de las tiendas. Las llamas de la hoguera empezaron a parpadear y finalmente y se apagaron.

Todo estaba tranquilo en la granja de los Chandler. Teníamos a la gente de la montaña. Teníamos a los mexicanos. El algodón esperaba.