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Cuando el algodón esperaba, mi abuelo tenía muy poca paciencia. A pesar de que seguía conduciendo el camión a la velocidad requerida, estaba nervioso porque en los otros campos que bordeaban la carretera ya había empezado la recolección mientras que en los nuestros todavía no. Los mexicanos que habíamos contratado llevaban dos días de retraso. Volvimos a aparcar en las inmediaciones de la tienda de Pop y Pearl y seguí a Pappy hasta el interior del Tea Shoppe, donde empezó a discutir con el hombre encargado de la contratación de los temporeros.

—Tranquilízate, Eli —dijo el hombre—. Llegarán de un momento a otro.

Sin embargo, él no podía tranquilizarse. Nos dirigimos a pie a la desmotadora de Black Oak, situada en las afueras de la ciudad. Se encontraba a una distancia considerable, pero Pappy no era partidario de malgastar la gasolina. Entre las seis y las once de aquella mañana, había recolectado casi cien kilos de algodón, a pesar de lo cual caminaba tan rápido que yo casi tenía que correr para darle alcance.

La parcela de grava de la desmotadora estaba enteramente ocupada por remolques de algodón, algunos vacíos y otros a la espera de que se desmotara la cosecha de sus propietarios. Volví a saludar con la mano a los gemelos Montgomery que, con el remolque ya vacío, regresaban a casa a por más.

En la desmotadora se oía el rugido del coro de las máquinas en pleno funcionamiento. Eran increíblemente ruidosas y peligrosas. Durante cada temporada de recolección, por lo menos un trabajador era víctima de alguna terrible lesión en el interior de la desmotadora. A mí me daban mucho miedo las máquinas, por lo que, cuando Pappy me dijo que esperara fuera, lo hice encantado. Pasó por delante de unos peones que estaban esperando sus remolques sin saludarlos. Tenía otras cosas en que pensar.

Encontré un lugar seguro cerca de la zona de carga adonde conducían las balas ya terminadas y las cargaban en los remolques con destino a las dos Carolinas. En un extremo de la desmotadora, el algodón recién recolectado era aspirado desde los remolques a través de un largo conducto de veinte centímetros de diámetro y desaparecía en el interior del edificio, donde las máquinas lo sometían al correspondiente proceso. Al cabo de un rato salía por el otro extremo convertido en pulcras balas cuadradas envueltas en arpillera y fuertemente atadas con flejes de tres centímetros de anchura. Una buena desmotadora producía unas balas perfectas que podían amontonarse como si fueran ladrillos.

Una bala de algodón valía ciento setenta y cinco dólares más o menos, según los mercados. Una buena cosecha podía producir dos balas por hectárea. Nosotros teníamos arrendadas cuarenta hectáreas. Casi todos los niños del campo sabían hacer el cálculo.

De hecho, los cálculos eran tan sencillos que te preguntabas qué motivo podía tener alguien para ser agricultor. Mi madre se encargaba de que yo comprendiera bien las cifras. Ambos habíamos concertado un pacto secreto, según el cual yo jamás, y bajo ninguna circunstancia, me quedaría en la granja. Terminaría la escuela y me iría a jugar con los Cardinals.

En marzo, Pappy y mi padre le habían pedido prestados catorce mil dólares al propietario de la desmotadora. La cosecha era la garantía y el dinero se invertía en semillas, fertilizantes, mano de obra y otros gastos. Hasta entonces, habíamos tenido suerte: el tiempo había sido prácticamente ideal y la cosecha parecía buena. Si nuestra suerte se prolongaba a lo largo de la recolección y los campos producían dos balas por hectárea, el negocio agrícola de los Chandler quedaría nivelado. Ése era nuestro objetivo.

Pero, como casi todos los agricultores, Pappy y mi padre arrastraban las deudas del año anterior. Le debían al propietario de la desmotadora dos mil dólares de 1951, año en que habíamos tenido una cosecha regular. También le debían dinero al concesionario de la John Deere de Jonesboro por unas piezas de recambio, a Lance Brothers por carburante, a la Cooperativa por semillas y suministros y a Pop y Pearl Watson por comestibles.

Como es natural, yo no debería haber sabido nada acerca de sus préstamos y sus deudas. Pero en verano mis padres solían sentarse a charlar en los escalones de la entrada de la casa hasta bien entrada la noche, a la espera de que el aire se enfriara un poco y ellos pudieran dormir sin sudar. Mi cama estaba situada cerca de la ventana que daba al porche, de modo que ellos me creían dormido, cuando en realidad yo escuchaba más de la cuenta.

Aunque no estaba totalmente seguro, sospechaba que Pappy necesitaba pedir prestado para pagar a los mexicanos y a la gente de la montaña. No supe si había recibido el dinero o no. Fruncía el entrecejo cuando nos dirigimos a pie a la desmotadora y seguía frunciéndolo cuando salimos.

Los montañeses llevaban muchas décadas bajando de los montes Ozark para trabajar en la recolección del algodón. Muchos de ellos eran propietarios de sus casas y sus tierras, y a menudo sus vehículos eran mucho más bonitos que los de los agricultores que los contrataban para las labores de la cosecha. Trabajaban duro, ahorraban dinero y aparentaban ser tan pobres como nosotros.

En 1950 la migración ya había disminuido de forma considerable. El auge económico de la posguerra había llegado poco a poco a Arkansas, por lo menos a algunas zonas del estado, y la juventud montañesa ya no necesitaba dinero extra tan desesperadamente como sus padres. Preferían quedarse en casa. La recolección del algodón no era precisamente un trabajo agradable, de modo que los agricultores tuvieron que enfrentarse con una escasez de mano de obra que se fue agravando cada vez más hasta que alguien descubrió a los mexicanos.

El primer camión contingente llegó a Black Oak en 1951. Eran seis, incluido Juan, mi amiguete, que me dio a probar mi primera tortilla. Juan y Otros cuarenta llevaban tres días viajando muy apretujados en la parte posterior de un largo remolque, sin apenas comida y sin posibilidad de protegerse del sol o la lluvia. Cuando llegaron a Main Street, estaban cansados y desorientados. Pappy dijo que el remolque olía peor que un camión de ganado. Los que lo vieron, lo contaron a otros, y las señoras de las iglesias metodista y baptista no tardaron en protestar airadamente por los medios primitivos utilizados en el traslado de los mexicanos.

Mi madre lo comentó, por lo menos con mi padre. Los oí discutir muchas veces acerca de ellos cuando la recolección ya había terminado y los mexicanos ya habían sido devueltos a sus lugares de origen. Mi madre quería que mi padre hablara con los restantes agricultores para que el encargado de obtener la mano de obra les garantizase que los que reunían a los mexicanos y nos los enviaban los trataran mejor. Consideraba que nuestro deber como agricultores era proteger a lose temporeros, una idea que mi padre compartía en cierto modo, aunque no fuese partidario de encabezar la protesta. A Pappy todo aquello le importaba un pimiento. Y a los mexicanos también; ellos sólo querían trabajar.

Al final, los mexicanos aparecieron poco después de las cuatro. Habían corrido rumores de que viajaban en autocar, y yo así lo esperaba, pues no quería que mis padres se pasaran otro invierno discutiendo acerca de aquella cuestión.

Pero llegaron nuevamente en un remolque muy viejo cuyos costados estaban formados por unas tablas de madera, sin nada encima que los protegiera. Era cierto que el ganado lo pasaba mejor.

Saltaron con cuidado del remolque a la calle, tres o cuatro a la vez en oleadas sucesivas, delante de la Cooperativa, y se reunieron en la acera en grupos pequeños, con expresión de desconcierto. Se desperezaban, hacían flexiones y miraban alrededor como si acabaran de aterrizar en otro planeta. Conté sesenta y dos. Para mi gran decepción, Juan no se encontraba entre ellos. Eran varios centímetros más bajos que Pappy, muy delgados y todos con el cabello muy negro y la piel muy morena. Cada uno llevaba una pequeña bolsa llena de ropa y provisiones.

Pearl Watson se encontraba de pie en la acera con los brazos en jarras, mirando enfurecida a un lado y a otro. Eran sus clientes y no quería que los maltratasen. Yo sabia que antes de la reunión dominical en la iglesia las señoras volverían a armar alboroto, y sabia también que en cuanto regresáramos a casa con nuestro grupo mi madre me haría preguntas.

El encargado de los temporeros y el conductor del camión se enzarzaron en una acalorada discusión. Alguien de Tejas había prometido enviar a los mexicanos en autocar. Era el segundo contingente que llegaba en un sucio remolque. Pappy jamás rehuía una pelea y yo adiviné que estaba deseando participar en la refriega y dejar fuera de combate al, conductor del camión. Pero también estaba enfadado con el encargado de los temporeros, y supongo que no veía motivo para atizarlos a los dos. Permanecimos sentados en la parte posterior de nuestro camión, con las piernas colgando fuera de la plataforma, esperando a que se posara la polvareda.

Cuando cesaron los gritos, se inició el papeleo. Los mexicanos permanecían todos juntos en la acera, delante de la Cooperativa. De vez en cuando, nos miraban a nosotros y a los demás agricultores que se estaban congregando en Main Street. Se había corrido la voz de que acababa de llegar el nuevo grupo.

Pappy se hizo con los primeros diez. El jefe era Miguel. Aparentaba ser el mayor y, tal como yo había observado en el transcurso de mi inspección inicial, era el único que llevaba una bolsa de tejido. Los demás llevaban sus pertenencias en bolsas de papel.

El inglés de Miguel era aceptable, pero ni mucho menos tan bueno como el de Juan. Charlé con él mientras Pappy terminaba el papeleo. Miguel me presentó a los integrantes del grupo. Eran Rico, Roberto, José, Luis, Pablo y otros cuyos nombres no entendí. Si ocurría como el año anterior tardaría una semana en distinguirlos.

A pesar de su visible agotamiento, todos intentaban sonreír, menos uno que me miró con desprecio cuando posé los ojos en él. Llevaba un sombrero de vaquero, que Miguel me señaló diciendo:

—Se cree un cowboy. Y así lo llamamos.

Cowboy era muy joven y, para ser mexicano, muy alto. Sus ojos rasgados miraban con expresión malévola y su fino bigote contribuía a aumentar la fiereza de su rostro. Me infundía tanto miedo que estuve a punto de decírselo a Pappy. No me hacía ninguna gracia que aquel hombre viviera en nuestra granja las próximas semanas. Pero, al final, preferí dejarlo correr. Nuestro grupo de mexicanos siguió a Pappy por la acera hasta llegar a la tienda de Pop y Pearl. Yo eché a andar junto a mi abuelo, procurando no acercarme a Cowboy. Una vez en el interior de la tienda, ocupé mi puesto en las inmediaciones de la caja, donde Pearl esperaba a que alguien se acercase para hacerle un comentarlo en voz baja.

—Los tratan como a animales —masculló.

—Eli dice que se alegran de estar aquí —señalé en voz baja.

Mi abuelo esperaba en la puerta con los brazos cruzados, observando cómo los mexicanos tomaban las pocas cosas que necesitaban. Miguel estaba dando rápidas instrucciones a los demás.

Pearl no quería criticar a Eli Chandler, pero le dirigió una mirada siniestra que él no advirtió. Pappy no sentía el menor interés ni por mí ni por Pearl. Sencillamente estaba nervioso porque aún no se había recolectado el algodón.

—Es horrible —dijo Pearl.

Adiviné que estaba deseando que nos largáramos para ir en busca de sus amigas de la iglesia y volver a plantear la cuestión del maltrato a los temporeros. Pearl era metodista.

Mientras los mexicanos se acercaban a la caja con los artículos, Miguel le facilitó a Pearl el nombre de cada uno y ella a su vez les fue abriendo cuentas de crédito. Sumó el total, anotó la cantidad en un libro mayor al lado del nombre de cada peón y después les mostró la cifra tanto a Miguel como al cliente. Crédito instantáneo, estilo americano.

Compraron harina y manteca para hacer tortillas, muchos frijoles tanto en lata como en sacos, y arroz. Nada de azúcar, dulces o verdura. Comían lo menos posible porque la comida costaba dinero. Su objetivo era ahorrar hasta el último centavo y llevarse todo el dinero a casa.

Como es natural, los pobres no tenían ni idea de adónde iban. No sabían que mi madre dedicaba más tiempo a cuidar sus hortalizas que al algodón. Tuvieron mucha suerte, pues ella siempre decía que nadie que viviera a una distancia de nuestra granja que se pudiera recorrer a pie se quedaría jamás sin comida.

Cowboy era el último de la fila y, cuando Pearl le sonrió, pensé que iba a corresponderle con un escupitajo. Miguel no se apartaba de su lado. Acababa de pasarse tres días en la parte posterior de un remolque con el chico y probablemente lo sabía todo sobre él.

Me despedí de Pearl por segunda vez aquel día, lo cual era muy extraño, pues por lo general sólo la veía una vez a la semana.

Pappy acompañó a los mexicanos al camión. Subieron a la plataforma y se sentaron hombro con hombro. Permanecieron en silencio mirando fijamente hacia delante, como sí no tuvieran ni idea de dónde terminaría su viaje.

El viejo camión avanzaba con gran esfuerzo a causa de la carga, pero al final consiguió alcanzar la velocidad de sesenta kilómetros por hora y Pappy estuvo a punto de sonreír. Era bien entrada la tarde y el tiempo era seco y caluroso, ideal para la recolección. Entre los Spruill y los mexicanos ya teníamos suficientes peones para levantar nuestra cosecha. Me metí la mano en el bolsillo y saqué la otra mitad de mi Tootsie Roli.

Mucho antes de llegar a casa, vimos humo y una tienda de campaña. Vivíamos al borde de una carretera sin asfaltar que casi todo el año era muy polvorienta, por lo que Pappy circulaba muy despacio para que los mexicanos no se asfixiaran.

—¿Qué es eso? —pregunté.

—Parece una especie de tienda —contestó Pappy.

Estaba situada cerca de la carretera, al fondo de nuestro patio delantero, bajo un centenario roble americano, muy cerca del lugar que ocupaba nuestra base meta. Aminoramos un poco más la marcha al acercarnos a nuestro buzón. Los Spruill ya habían tomado posesión de la mitad del patio delantero. La gigantesca tienda era de un color blanco sucio y se sostenía gracias a una heterogénea colección de palos cortados a mano y postes metálicos. Dos lados de la tienda estaban abiertos, revelando una serie de cajas y mantas extendidas por el suelo.

Vi también a Tally, que echaba una siesta bajo el techo. Su camión estaba aparcado al lado de la tienda, y sobre la plataforma habían colocado una especie de toldo. Éste se encontraba sujeto con una cuerda fijada al suelo por medio de una estaca, por lo que el camión no se había podido mover sin que se soltara la cuerda. El viejo remolque había sido parcialmente descargado y las cajas y los sacos de arpillera estaban diseminados sobre la hierba como si acabara de producirse una tormenta.

La señora Spruill estaba al cuidado de una fogata, que era la fuente del humo que habíamos visto. Por una extraña razón, había elegido el lugar ligeramente pelado que había casi el final del patio. Era justo el lugar donde Pappy o mi padre se agachaban casi todas las tardes para recibir mis bolas rápidas y con efecto. Sentí deseos de echarme a llorar. Jamás le perdonaría a la señora Spruill lo que había hecho.

—Pensé que les habías indicado que se instalaran detrás del silo —dije.

—Y eso fue lo que hice —contestó Pappy. Aminoró la marcha hasta que el camión casi se detuvo y, acto seguido, entró en la granja. El silo se hallaba en la parte de atrás, cerca del establo, a distancia suficiente de nuestra casa. Los montañeses habían acampado allí otras veces…, pero jamás en el patio delantero.

Pappy aparcó bajo otro roble americano de sólo setenta años de edad, según mi abuela. Era el más pequeño de los tres que daban sombra a la casa y el patio. Nos detuvimos lentamente cerca de la puerta principal, en las mismas secas rodadas sobre las que Pappy llevaba décadas aparcando. Tanto mi madre como mi abuela lo esperaban en los peldaños de la cocina.

A Ruth, mi abuela, no le gustaba la idea de que la gente de la montaña se hubiera apropiado de nuestro patio delantero. Pappy y yo lo comprendimos antes de bajar del camión. Nos miraba fijamente con los brazos en jarras.

Mi madre estaba deseando echar un vistazo a los mexicanos y hacerme preguntas acerca de las condiciones en que habían efectuado el viaje. Los vio bajar del camión mientras se acercaba a mí y me apretaba el hombro.

—Son diez —dijo.

—Sí, señora.

Gran, la abuela, se enfrentó con Pappy delante del morro del camión y le dijo en voz baja, pero con expresión muy severa:

—¿Por qué se ha instalado esta gente en nuestro patio?

—Les pedí que acamparan cerca del silo —contestó Pappy, que jamás se arredraba, ni siquiera ante su mujer—. No sé por qué han elegido este lugar.

—¿No les podrías decir que se vayan a otro sitio?

—No. Si hacen las maletas, se marcharán, ya sabes cómo es la gente de la montaña.

Y ahí terminaron las preguntas de Gran. Ninguno de los dos quería discutir delante de mi y los diez nuevos mexicanos. La abuela se retiró a la casa, meneando la cabeza en gesto de reproche. La verdad era que a Pappy le importaba un comino dónde acamparan los montañeses.

Pensé que a Gran tampoco le importaba demasiado. La recolección revestía una importancia tan trascendental que habríamos aceptado una cuerda de presos si éstos hubieran podido recoger un promedio de ciento cincuenta kilos de algodón al día.

Los mexicanos siguieron a Pappy hasta las inmediaciones del establo, que se encontraba a ciento siete metros de los peldaños del porche trasero, más allá del gallinero, de la bomba hidráulica, de las cuerdas de tender la ropa, del cobertizo de las herramientas y de un arce que en octubre se vestiría de un precioso color rojo. Mi padre me había ayudado a medir la distancia exacta un día del mes de enero anterior. A mí me había parecido un kilómetro. De la base meta hasta la pared del campo de la izquierda del Sportsman’s Park donde jugaban los Cardinals había una distancia de ciento cinco metros, y cada vez que Stan Musial hacia un home run, al día siguiente yo me sentaba en los peldaños y me preguntaba azorado cómo habría podido cubrir semejante distancia. A mediados de julio, en un partido contra los Braves, había enviado de un batazo una pelota a ciento veinticinco metros de distancia, Pappy me había dicho: «Alcanzó una distancia superior a la que hay desde aquí al establo». Me pasé dos días soñando con batear una pelota a una distancia superior a la que me separaba del establo.

Cuando los mexicanos ya habían dejado atrás el cobertizo de las herramientas, mi madre me dijo:

—Se los ve muy cansados.

—Han viajado sesenta y dos apretujados en un remolque —le dije en un extraño afán de contribuir a que se armara follón.

—Me lo temía.

—Un remolque muy viejo. Viejo y sucio. Pearl está muy enfadada.

—No volverá a ocurrir —dijo mi madre, y entonces comprendí que mi padre la iba a oír—. Corre a ayudar a tu abuelo.

Me había pasado casi dos semanas en el establo, solo con mi madre, barriendo y limpiando el henil en un intento de prepararles un hogar decente a los mexicanos. Casi todos los agricultores los alojaban en casas de arrendatarios abandonadas o bien en establos en desuso. Habían corrido rumores de que Ned Shackleford, cinco kilómetros al sur había obligado a los suyos a convivir con las gallinas.

Pero eso no ocurría en la granja Chandler. A falta de otro refugio mejor, los mexicanos se verían obligados a vivir en el henil de nuestro establo, pero dondequiera que uno mirara no habría ni rastro de suciedad. Y se aspiraría en el aire un olor agradable. Mi madre llevaba un año recogiendo mantas viejas para que los mexicanos pudieran tumbarse a dormir encima de ellas.

Entré con disimulo en el establo, pero me quedé abajo, junto a la casilla de Isabel, nuestra vaca lechera. Pappy decía que durante la Primera Guerra Mundial le había salvado la vida una chica francesa que se llamaba Isabel, y en memoria de ésta había bautizado a nuestra vaca lechera con su nombre. Mi abuela jamás se había creído aquella historia.

Los oía en el henil, moviéndose de un lado para otro mientras se instalaban. Pappy estaba hablando con Miguel, que parecía sorprendido de lo bonito que era el henil y lo limpio que estaba. Pappy aceptó los cumplidos como si hubiese sido él quien lo había limpiado.

En realidad, él y Gran se habían mostrado más bien escépticos ante los esfuerzos de mi madre por ofrecer a los peones un lugar digno donde dormir. Mi madre había nacido en una pequeña granja situada justo en las afueras de Black Oak, por lo que era casi una chica de la ciudad. De hecho, se había criado con unos chicos que se consideraban demasiado superiores para recolectar algodón. Nunca había ido a pie a la escuela, sino que su padre la llevaba en su automóvil. Había estado tres veces en Memphis antes de casarse con mi padre. Y había crecido en una casa pintada.