Una visita a Londres

Había tomado la decisión de ir a Londres. Quería estar allí cuando operaran a Lucas. Quería verle antes, para asegurarle que estaría pensando constantemente en él, y rezando para que la operación fuera un éxito.

Me quedaría en casa de mi padre y de ese modo no estaría muy lejos de la clínica. Yo debía encontrarme muy cerca, y quería que Lucas supiera que estaba allí.

Abordé a la joven lady Perrivale y le dije:

—Lo siento mucho, pero tengo que ir a Londres. Un amigo muy querido será sometido a una operación y quiero estar allí. Además, también deseo ver a mi padre. No le he visto desde que me marché de casa con mis amigos, los Grafton, para venir a Cornualles, y creo que debo explicarle algunas cosas a mi familia.

—Oh, querida, me temo que Kate se enfadará mucho. Ustedes se llevan ahora tan bien…

—Sí, pero tengo que marcharme. Hablaré con Kate y me ocuparé de que lo comprenda.

Y así lo hice.

—¿Por qué no puedo acompañarla? —me preguntó.

—Porque tengo que ir sola.

—No comprendo por qué.

—Ya lo comprenderás.

—¿Y qué será de mí mientras usted esté fuera?

—Te las arreglabas muy bien antes de mi llegada.

—Eso era diferente.

—Te diré lo que haré. Encontraré algunos libros para que leas, y cuando regrese me contarás lo que has leído. Y también te prepararé algunas lecciones.

—¿Y de qué servirá todo eso?

—Te ayudará a pasar el tiempo.

—Yo no quiero pasar el tiempo. No quiero que se marche sin mí.

—Mira, esa es otra lección que tienes que aprender. Las cosas no siempre salen como una desea. Escúchame, Kate. Esto es algo que tengo que hacer.

—Quizá no vuelva.

—Volveré. Te lo juro.

Me trajo una Biblia y me hizo jurarlo sobre ella. Después pareció sentirse más satisfecha.

Me conmovió profundamente ver lo mucho que yo significaba para ella.

*****

Mi padre se alegró de verme. Tía Maud se mostró fría y desaprobadora, tal y como yo había esperado.

—Tomaste una decisión extraña, Rosetta —me dijo mi padre.

—Quería hacer algo.

—Habrías podido hacer cosas mucho más adecuadas —intervino tía Maud.

—Yo te habría encontrado algo en el museo —añadió mi padre.

—Eso habría sido mucho mejor —dijo tía Maud—. Pero una institutriz… y en los parajes desolados de Cornualles.

—Se trata de una familia muy importante. Son vecinos de los Lorimer.

—Me alegra mucho que estés cerca de ellos —dijo mi padre—. ¿Qué enseñas?

—De todo. No es muy difícil.

Me miró, con expresión de extrañeza.

—En cualquier caso —dijo tía Maud—, creo que has cometido una tontería, al margen de lo que enseñes y a quién. ¡Una institutriz!

—Creo recordar que Felicity también lo fue.

—Tú no eres Felicity.

—No, soy yo misma. Quiero decir que ella se las arregló muy bien, y no se siente en modo alguno avergonzada de haber sido institutriz.

—Estaba entre amigos…, y se vio obligada a hacerlo.

—Bueno, yo también lo estoy. Ellos se sienten muy contentos de tenerme.

Tía Maud hizo un gesto de impaciencia.

En la cocina me recibieron muy bien. El señor Dolland parecía algo más viejo. Tenía más canas en las sienes. La señora Harlow me pareció más gruesa de lo que recordaba, y las chicas estaban igual que antes.

—De modo que ahora es usted institutriz, ¿eh? —dijo la señora Harlow lanzando un débil bufido.

—Sí, señora Harlow.

—¡Usted, la hija del señor!

—Disfruto haciéndolo. Tengo una alumna muy inteligente y peculiar. Era bastante ingobernable hasta que llegué.

—No me lo podía creer…, ni tampoco el señor Dolland, ¿verdad, señor Dolland?

El mayordomo se limitó a asentir con un gesto.

—Antes era muy divertido estar aquí —dije—. ¿Sigue usted representando escenas de Las campanas, señor Dolland?

—De vez en cuando, señorita Rosetta.

—A mí me asustaban tanto… A veces soñaba con el judío polaco. Le he hablado de usted a Kate…, ella es mi alumna. Me encantaría traerla algún día para que los conozca a todos.

—Echamos de menos una jovencita en la casa —dijo la señora Harlow, algo de mala gana.

Me dirigí hacia ella y la rodeé con mis brazos. Y ella me abrazó con fuerza durante un breve instante.

—Bueno —dijo, secándose los ojos húmedos—, hablamos a menudo de los viejos tiempos. Usted era una pequeña criatura chapada a la antigua.

—Tengo que escuchar algo de Las campanas antes de regresar.

—He oído decir que el señor Lorimer está en Londres.

—Sí. Iré a verle mientras estoy aquí.

Intercepté una mirada de comprensión entre la señora Harlow y el señor Dolland. Al parecer, ya me estaban emparejando con Lucas.

Al día siguiente acudí a la clínica. Lucas se alegró mucho.

—Me conmueve que hayas venido —dijo.

—Pues claro que he venido. Deseaba estar aquí durante la operación, y quiero que sepas que pienso en ti todo el tiempo. Volveré mañana por la tarde con mi padre o con tía Maud para ver cómo han ido las cosas.

—Es posible que aún sea muy pronto.

—No importa, vendré de todos modos.

Ocupaba una habitación pequeña con una sola cama y una diminuta mesita de noche. Llevaba puesto un batín. Dijo que le habían aconsejado descansar durante los dos últimos días, y que pasaba la mayor parte del tiempo leyendo. Al parecer, lo estaban preparando para la operación.

—Me alegra mucho que hayas venido, Rosetta —repitió—. Hay algo que quiero que sepas. Siéntate ahí, junto a la ventana, para que pueda verte.

—¿Te molesta el ruido del tráfico? —pregunté.

—No. Me gusta. Me permite tener la impresión de que ahí fuera ocurren muchas cosas.

—¿Qué quieres decirme, Lucas?

—He tomado una decisión. Lo hice hace ya algún tiempo, antes de que me confesaras que John Player era Simon Perrivale.

—¿Una decisión, Lucas? ¿A qué te refieres?

—Envié a Dick Duvane a buscarlo.

—¿Tú…? ¿Qué hiciste…?

—No disponía de muchos datos. Dick se marchó a Constantinopla. Pensé que, a lo mejor, Simon seguía trabajando para el pachá y cabía la posibilidad de sobornar a alguien y traerlo de regreso. Sé cómo actúa esa gente. Se trataba de la clase de encargo que Dick era capaz de solventar a la perfección. Si alguien podía traerlo, ese era Dick.

—¿Por qué lo hiciste, Lucas?

—Porque sé que es a él a quien quieres. Me decía que había algún lazo entre los tres. Habíamos pasado muchas cosas juntos. Eso afecta a la gente. Pero, de algún modo, yo estaba de más. Así me sentí en la isla.

—Eso fue porque no podías caminar. Nosotros teníamos que salir de exploración y encontrar comida. Nunca estuviste de más, Lucas.

—Oh, sí que lo estuve. Él te confesó su secreto, y aquí estás ahora, tratando de hacer todo lo posible por demostrar su inocencia. —Permanecí en silencio y él continuó—: Hubo momentos en que pensé que tú y yo… Bueno, era lo que quería. La vida ha sido diferente para mí desde que llegaste a Cornualles. He sentido cierto optimismo…, aunque solo sea una leve esperanza de que, a veces, suceden milagros.

—Nosotros fuimos testigos de un milagro…, aunque en realidad fue más de uno. Fue como si la providencia…, el destino o como quieras llamarlo estuviera cuidando de nosotros. Fíjate cómo logramos sobrevivir en el océano, y después también en la isla, y lo afortunada que fui en el harén. A veces creo que mi ángel de la guarda cuidó muy bien de mí. Y también de ti, Lucas. La forma en que te liberaron fue ciertamente… milagrosa.

—Pero así… —dijo, mirándose la pierna.

—No creo que ninguno de nosotros escapara sin cicatrices. Pero, Lucas, ¿lo has hecho por mí? ¿Tratabas de encontrarlo y hacerlo regresar por mí?

—Admito que en ocasiones pensé que estaba actuando como un estúpido. Déjalo en paz, me decía. Que permanezca lo más lejos posible de ella. En tal caso, tú y yo podríamos hacer algo juntos. Así pensaba a veces. Pero después suponía que tú estarías siempre inquieta, siempre pensando en él. Así que llegué a la conclusión de que sería mejor encontrarlo y traerlo de vuelta a casa…, si eso es posible.

—Jamás olvidaré lo que has hecho por mí. En cierta ocasión me dijiste que era la persona a la que más amabas en el mundo, después de ti mismo, y que todos se aman a sí mismos más que a nadie, y que cuando dicen que aman a alguien solo lo dicen por el consuelo y el placer que esa persona les proporciona. ¿Lo recuerdas? Esto demuestra que tú no lo sientes así.

—No me conviertas en un héroe —dijo, echándose a reír—. Te sentirías terriblemente desilusionada si lo hicieras.

—Oh, Lucas…

—Está bien, está bien. Dejémoslo. No nos pongamos sentimentales. Creí que debías saberlo, eso es todo. Cuando me dijiste quién era y que había mencionado irse a Australia, le escribí a Dick y supongo que en estos momentos ya estará camino de Australia. No es un país muy poblado, y es posible que allí sea más fácil encontrarlo. Pero en cualquier caso… no puede regresar, ¿verdad?

—Hasta que demostremos su inocencia. —Me miró con expresión de tristeza, y añadí—: Crees que jamás lo conseguiré, ¿verdad?

—Creo que te has impuesto una tarea muy difícil.

—Pero tú vas a ayudarme, ¿verdad, Lucas?

—Solo soy un pobre lisiado.

—Vamos, sabes muy bien que mejorarás después de lo que te hagan aquí. Estás seguro de ello.

—De eso se trata, ¿no te parece?

—Me resulta difícil esperar a mañana. Ya tengo ganas de que haya pasado todo.

—Gracias, Rosetta.

—Será todo un éxito. Tiene que serlo.

Él asintió con un gesto. Lo besé en la frente y lo dejé. No me sentía capaz de ocultar mi emoción y no quería que viera lo asustada que estaba.

Después de dejarlo solicité hablar un momento con el cirujano y finalmente fui conducida a su presencia. Le dije que necesitaba saber si existía algún peligro de que Lucas no saliera bien de la operación.

Cuando el médico vaciló por unos instantes, me quedé muda de terror.

—Tengo entendido que es usted su fiancée —me dijo. No lo negué. Pensé que de ese modo se mostraría mucho más franco. El médico continuó—: Se trata de una operación muy larga y delicada. Si tiene éxito, podrá caminar mucho más fácilmente, y sin dolor…, aunque siempre le quedará una ligera cojera. Debido a que es larga y complicada, supondrá un gran esfuerzo para el corazón, y ahí es precisamente donde radica el peligro. El señor Lorimer es un hombre fuerte y sano. Se encuentra en condiciones físicas moderadamente buenas. Cuenta con muchas probabilidades de salir con éxito de la operación, aunque no debemos olvidar el esfuerzo que significará para el corazón.

—Gracias —le dije.

—Estoy convencido de que todo saldrá bien —me aseguró, poniéndome una mano sobre el hombro.

Salí de la clínica sintiéndome muy inquieta. Habría querido regresar junto a Lucas y decirle lo mucho que me importaba y que, en aquellos momentos, lo más importante del mundo para mí era que la operación fuera un éxito completo.

Tuve la impresión de que el día siguiente no pasaría nunca. Mi padre, tía Maud y yo acudimos a la clínica a últimas horas de la tarde. Vimos al cirujano con quien me había entrevistado el día anterior.

—Ha salido del quirófano y está relativamente bien —nos dijo—. Aún es demasiado pronto para saber si la operación ha sido un éxito. Pero el señor Lorimer está bien. Puede entrar y verle, pero no se quede más que unos pocos minutos. Y solo la señorita Cranleigh, desde luego.

Lucas estaba tumbado en la cama, con la pierna escayolada. Tenía un aspecto muy diferente a como yo lo había visto hasta entonces. Parecía indefenso, vulnerable.

—Hola, Lucas.

—Rosetta…

—Dicen que te pondrás bien.

Asintió con un gesto y miró hacia la silla que había junto a su cama. Me senté.

—Qué alegría verte.

—No hables. Me han dicho que solo puedo quedarme unos pocos minutos. —Me sonrió débilmente—. Solo quería que supieras que no dejo de pensar en ti. Volveré a verte en cuanto me lo permitan. —Sonrió—. Y no tardarás en salir de aquí.

En ese momento entró una enfermera, y yo me levanté.

—No lo olvides, pienso en ti —dije, y le besé. Después regresamos a Bloomsbury.

*****

Lucas progresaba «todo lo que se podía esperar». Yacía en cama y aún no se conocía el resultado de la operación, ni se conocería hasta que fuera capaz de levantarse. Las visitas tenían que ser breves. Los días eran largos y decidí echar un vistazo al lugar donde había estado Mirabel en Londres durante su misteriosa enfermedad.

No olvidaba las palabras de María: «Si hubiera estado casada, habría pensado que estaba esperando…». Tuvo que haberse equivocado. No había niño alguno. Me pregunté si habría alguna clave oculta en el hecho de que ella hubiera llegado a Londres de ese modo.

Malton House estaba en Bayswater. Eso era todo lo que sabía, pero no me pareció imposible encontrar el lugar.

Lucas había ocupado mis pensamientos de un modo exclusivo durante la última semana, y como solo me dejaban verle brevemente, necesitaba ocuparme en algo y alejar mis pensamientos de la terrible incertidumbre que me producía suponer que las cosas pudieran salirle mal.

Una tarde, decidí tomar un coche de alquiler y ver si podía encontrar Malton House. Me dije que no debía dejar «piedra por mover». Las pruebas importantes podían encontrarse hasta en los lugares más inesperados.

Era cierto que la necesidad de demostrar la inocencia de Simon ocupaba ahora un segundo lugar de mis preocupaciones, precedida por la ansiedad acerca del estado de Lucas, pero ya había llegado demasiado lejos en mi investigación para moderar la marcha. La necesidad de demostrar la inocencia de Simon era tan fuerte como siempre.

Conocía el nombre de la casa y el del barrio. Le pediría al cochero que me llevara a Bayswater. Los cocheros sabían muchas cosas sobre Londres. Tenían que saberlas ya que era esencial para su trabajo.

Eran las primeras horas de la tarde. Mi padre trabajaba en su despacho. Tía Maud dormía la siesta. Salí de la casa y le hice señas a un coche de alquiler.

El cochero me miró un tanto desconcertado cuando le dije que quería ir a Malton House, en Bayswater.

—¿Malton House? ¿Y dónde está eso?

—En Bayswater.

—¿Esa es toda la dirección que tiene?

—Me temo que sí.

—Bien, iremos a Bayswater. Eso es muy fácil. Espere…, conozco la plaza Malton.

—Es muy probable que esté allí.

—Muy bien, señorita. Iremos y ya veremos.

Cuando llegamos a la plaza Malton disminuyó la marcha y observó las casas a medida que pasábamos ante ellas. Vimos a una mujer con una cesta de la compra caminando con rapidez. El cochero disminuyó aún más la marcha y se llevó el látigo a la gorra, a modo de saludo.

—Discúlpeme, señora. ¿Conoce usted Malton House por esta zona?

—Claro. Es la casa de la esquina.

—Gracias, señora.

El carruaje se detuvo delante de la casa.

—¿Quiere esperarme un momento? —le pedí—. No tardaré mucho.

—La esperaré al otro lado de la esquina, en la calle siguiente —me dijo—. No puedo quedarme aquí, justo en la esquina.

—De acuerdo.

Se me ocurrió que yo podía dar la impresión de haber ido allí solo para echarle un vistazo al lugar.

La casa estaba algo apartada de la calle. Unos escalones conducían hasta la puerta y entre los macizos de flores, bastante deslucidos, del jardín vi un cartel que decía: «Malton House. Casa de Maternidad». Y en un rincón decía: «Señora B. A. Campden», con varias letras detrás del nombre, de cuyo significado no estuve muy segura.

Permanecí un momento contemplando el cartel y mientras estaba allí se me acercó una mujer. La reconocí enseguida: era la misma a quien el cochero le había preguntado por la casa.

—¿Puedo ayudarla? —me preguntó con un tono de voz agradable.

—Oh…, bueno…, no, gracias.

—Soy la señora Campden —me dijo—. La he visto bajar de ese coche de alquiler.

Me vi en una situación delicada. Ella sabía que yo tenía intención de ir allí, puesto que el cochero se lo había preguntado. ¿Cómo podía decirle que solo pretendía echar un vistazo a la casa?

—¿Por qué no entra? Es mucho más fácil hablar dentro.

—Yo… solo quería…

—Comprendo —me dijo, sonriendo.

Su mirada me recorrió de pies a cabeza. La seguí escalones arriba. La puerta estaba abierta y entramos en un saloncito en el que había una zona de recepción.

—Venga —me invitó.

—Yo solo… —empecé a protestar.

Pero ¿cómo iba a decirle que solo quería saber qué clase de lugar era aquel? Al parecer, ella había extraído sus propias conclusiones sobre mi persona.

—No debería estar haciéndole perder el tiempo… —dije.

Me tomó por el brazo y me hizo entrar en una habitación.

—Y ahora, póngase cómoda. —Y diciendo esto, casi me empujó y me obligó a sentarme en una silla—. No tiene por qué sentirse azorada. Muchas jóvenes lo están, y lo comprendo. Pero estamos aquí para ayudar.

Me sentí metida en una situación ridícula, de la que debía salir con la mayor rapidez posible. Pero ¿qué podía decir? ¿Cómo explicarme? La señora Campden sabía que yo había acudido expresamente a aquella casa. Fue una verdadera mala suerte que el cochero se dirigiera precisamente a ella. Intenté imaginar con rapidez alguna razón que explicara mi presencia allí.

—Necesitaré saber algunos detalles —prosiguió, mientras yo me estrujaba el cerebro con desesperación en busca de una excusa verosímil—. No debe sentirse nerviosa. Estoy acostumbrada a esta clase de cosas. Aquí lo solucionaremos todo. ¿Tiene usted una idea clara del momento en que quedó embarazada?

Me sentí horrorizada. Quería salir de aquel lugar cuanto antes.

—Se equivoca —le dije—. Yo… solo he venido a preguntar acerca de una amiga mía.

—¿Una amiga? ¿Qué amiga?

—Creo que estuvo aquí. Fue hace algún tiempo… He perdido el contacto con ella y me preguntaba si usted podría ayudarme. Era la señora Blanchard…

—¿La señora Blanchard?

Me miró fijamente, sin comprender. Creí que, sin duda alguna, ella recordaría. Cualquiera se acordaría de Mirabel. Sería inevitable, teniendo en cuenta su inusual belleza. Se me ocurrió algo más y pregunté, dejándome llevar por un impulso:

—Quizá se inscribió como señora Parry…

En cuanto lo dije, me pregunté en qué estaba pensando. Aquella idea había surgido en mi mente como un relámpago. Pensé que su visita allí debió de ser secreta y que posiblemente no hubiera utilizado el nombre de Blanchard. Siempre había abrigado una ligera sospecha de que ella fuera, en efecto, la esposa del marino cuya tumba visitaba Kate…, que en aquella época fuera realmente la señora Parry.

Me sentía aturdida. Lo único que deseaba era marcharme de allí.

—Pensé que usted podría darme su dirección —añadí.

—Debo decirle con toda firmeza que jamás divulgamos las direcciones de nuestras pacientes.

—Bueno, pensé que en este caso podría dármela. Gracias de todos modos. Siento mucho haberle hecho perder el tiempo.

—¿Cuál es su nombre?

—Oh, no tiene importancia. Solo pasaba por aquí y pensé…

¡Solo pasaba! ¡En un carruaje que me llevaba especialmente a aquel lugar! Me estaba metiendo en un lío.

—No será usted de la prensa, ¿verdad? —preguntó con tono amenazador.

—No…, no, se lo aseguro. Solo me preguntaba dónde estará mi amiga y si usted podría ayudarme a encontrarla. Siento mucho haberla molestado. No habría entrado si…

—Si yo no hubiera llegado en ese preciso momento. ¿Está usted segura de no necesitar nuestros servicios?

—Completamente segura. Le ruego me disculpe. Siento mucho haberla molestado… Adiós, y gracias.

Me dirigí hacia la puerta, mientras ella me observaba con los ojos entrecerrados. Yo estaba temblando. Había algo en aquella mujer, en aquel lugar, que me inquietaba sobremanera.

Salí a la calle y me sentí muy aliviada. ¡Qué desastre! Pero ¿cómo iba a saber que me encontraría directamente con la propietaria? ¡Qué mala suerte que ella hubiera llegado en aquel preciso momento! Yo no estaba preparada para eso. Me sentí indefensa en el papel que tuve que improvisar. Como me las había arreglado bastante bien como institutriz, creía que me sucedería igual como detective. Me sentía humillada y temblorosa, y mi único deseo era alejarme de allí cuanto antes.

Había sido toda una lección. Mis métodos de investigación eran simples y típicos de una aficionada.

Di la vuelta a la esquina, donde me esperaba el carruaje.

—Ha sido rápido —comentó el cochero.

—Oh, sí.

—¿Está todo bien?

—Oh, sí…, sí.

Sabía que el hombre pensaba: «Una joven con problemas que acude a uno de estos lugares. Una casa de maternidad no es el mejor sitio para ayudar a una joven con problemas».

Me recliné en el asiento, pensando en todo lo ocurrido, repasando aquellos momentos tan atroces. ¿Por qué había mencionado a la señora Parry? Se me ocurrió de pronto que podría haberse inscrito con ese nombre. ¡Qué estupidez! Pero una cosa sí estaba clara: Mirabel tuvo que haber estado embarazada cuando acudió allí, y no lo estaba cuando salió. ¿Qué significaba eso? ¿De quién era el niño? ¿De Cosmo? Pero si estaba a punto de casarse con Cosmo. ¿O acaso sería de Tristan?

¿Era aquello una prueba importante?

Tuve la impresión de que la cadena de acontecimientos se complicaba cada vez más, y de que no por ello me encontraba más cerca de la solución.

*****

Al día siguiente fui a ver a Lucas. Cuando llamé a su puerta, él mismo la abrió y permaneció delante de mí, de pie.

—¡Lucas! —exclamé.

—Mírame.

Dio unos pasos para que apreciara la diferencia.

—¡Ha funcionado! —grité. Él asintió, sonriendo triunfalmente—. Oh, Lucas…, es maravilloso.

Me arrojé en sus brazos y me sostuvo contra sí.

—Tú has ayudado mucho —me aseguró.

—¿Yo?

—Al venir a verme cada día. Al preocuparte.

—Pues claro que he venido y me he preocupado. Cuéntame.

—Bueno, sigo siendo poca cosa.

—Pues no das esa impresión.

—La operación ha funcionado. Eso es lo que me han dicho. Tengo que llevar a cabo ejercicios y cosas por el estilo, pero estoy mucho mejor. Y también me siento mejor, como más ligero. Ya no tengo la impresión de ser un viejo casco.

—¡Maravilloso! Ha valido la pena.

—Aún deberé permanecer aquí una semana o dos, mientras ellos me ayudan a progresar. Tengo que aprender a caminar correctamente…, como si fuera un bebé.

No pude dejar de sonreírle. Me sentía a punto de echarme a llorar de felicidad porque la operación había sido un éxito.

—¿Te quedarás algún tiempo por aquí?

—Sí. Vendré a verte todos los días y me iré enterando de tus progresos.

—Hay que hacer unos cuantos.

—Pero estás mucho mejor, Lucas.

—Aún seguiré siendo un cojo. Hay cosas que no tienen arreglo. Pero han conseguido mucho. Ese médico es un verdadero genio. Creo que he sido una especie de conejillo de Indias, pero él está muy contento conmigo…, aunque no tanto como consigo mismo.

—No le desmerezcas su gloria, Lucas. Me siento tan feliz…

—Hacía mucho tiempo que no me sentía así.

—Estoy tan contenta…, tan contenta,

Cuando salía de la clínica me encontré con el cirujano. Estaba evidentemente encantado.

—El señor Lorimer ha sido un paciente excelente —me dijo—. Estaba decidido, y eso ha sido de gran ayuda.

—No sabemos cómo expresarle nuestro agradecimiento.

—Mi mayor recompensa es el éxito de la operación.

Cuando regresé a casa y comuniqué la noticia, mi padre dijo lo gratificante que era que la moderna ciencia médica hubiera progresado tanto; tía Maud demostró su alegría de tal modo que comprendí lo que pasaba por su mente: especulaba con la posibilidad de una boda entre Lucas y yo; pero fue en la cocina donde pude celebrar el éxito sin ninguna restricción.

El señor Dolland, siempre tan prudente, apoyó los codos sobre la mesa y habló de las maravillas de la medicina actual, haciéndolo con mucho más entusiasmo del que había mostrado mi padre; y la señora Harlow suspiró románticamente, de modo que también me di cuenta de que sus pensamientos seguían la línea trazada por tía Maud. Eso, sin embargo, no me irritó tanto como la especulación de tía Maud.

Después, la señora Harlow me habló de una prima suya que fue sometida a una operación de apendicitis y estuvo a punto de morir bajo el bisturí del cirujano. El señor Dolland recordó una obra de teatro en la que actuaba un supuesto inválido, incapaz de moverse de la silla, cuando, en realidad, podía moverse con facilidad y era el asesino.

Fue como en los viejos tiempos y me sentí más feliz de lo que me había sentido en mucho tiempo.

No fue hasta uno o dos días más tarde que le conté a Lucas la desagradable experiencia que pasé en la casa de maternidad.

—Pero al menos —dije— he descubierto que Mirabel iba a tener un hijo antes de la muerte de Cosmo, y es evidente que acudió a ese lugar para abortar.

—¡Qué giro tan extraordinario han dado los acontecimientos! ¿Qué relación crees que tiene todo eso con el asesinato?

—No me lo imagino.

—Si se trataba del hijo de Cosmo, pudieron haber simulado que nacía prematuramente…, a menos que fuera demasiado tarde.

—Sir Edward no lo habría aprobado, desde luego.

—Pero él estaba en su lecho de muerte.

—Podría haber sido de Tristan, y cuando ella creyó que se iba a casar con Cosmo, decidió abortar.

—Eso parece más probable. Resulta todo tan complicado… Existe la posibilidad de que tú no fueras al lugar correcto. Después de todo, solo disponías de la dirección que te dio María.

—En todo caso, me temo que esto no nos lleve muy lejos. En ese lugar había algo bastante siniestro, y esa señora Campden se mostró incluso algo amenazadora cuando creyó que yo estaba investigando.

—Supongo que sí, puesto que al principio imaginó que eras una clienta.

—Pareció muy alarmada cuando creyó que yo era de la prensa.

—Lo que hace suponer que siente miedo de la prensa porque está haciendo algo ilegal. Escúchame, Rosetta. Sugiero que abandones esta investigación.

—No puedo, Lucas.

—No sabes en qué te estás metiendo.

—Pero ¿qué será de Simon?

—Simon regresará y solucionará sus propios problemas.

—¿Cómo lo hará? Será detenido en cuanto llegue.

—Tengo la sensación de que todo esto empieza a resultarte bastante desagradable.

—No me importa.

—Además, podrías estar enfrentándote a personas peligrosas. Después de todo, estás investigando un asesinato, y si crees que Simon no fue el asesino, alguien lo será. ¿Cómo crees que se sentirá el culpable si se entera de lo que estás haciendo?

—No se enterará.

—¿Qué me dices de esa mujer? Por lo que me has dicho, no pareció muy contenta. Y si está metida en un asunto de abortos…, imagino que a cambio de un buen precio…, podría encontrarse con problemas.

—Delante de la casa había un cartel. Decía que era una casa de maternidad. Y eso es legal.

—Puede ser una tapadera. Tengo la sensación de que deberías detenerte…, mantenerte al margen del asunto.

—Tengo que demostrar la inocencia de Simon.

—Está bien —admitió, encogiéndose de hombros—. Pero mantenme informado.

—Lo haré, Lucas.

*****

Al día siguiente, Felicity llegó a Londres. Me sentí muy contenta de verla.

—Tuve que venir a ver a Lucas —dijo—. Y supuse que tú también estarías aquí. ¿Cómo está?

—Bastante bien. La operación ha sido un éxito. Le complacerá mucho verte, como a mí.

—He venido directamente desde la estación. Quise tener noticias de Lucas y verte al mismo tiempo.

En aquel momento entró tía Maud y saludó cordialmente a Felicity.

—Me ocuparé de que te preparen enseguida una habitación —dijo.

Felicity replicó que había pensado quedarse en un hotel.

—Tonterías —dijo tía Maud—. Debes quedarte aquí. Y ahora, si me disculpas, me ocuparé de todo.

—Sigue siendo la eficiente tía Maud —me comentó Felicity sonriendo una vez que ella se marchó.

—Oh, sí. La señora Harlow dice que la casa funciona como un reloj.

—¿Qué hay de cierto en que te has convertido en institutriz? ¿Pretendes seguir mis propios pasos? —Casi podrías decirlo así.

—Tenemos mucho de que hablar —dijo, mirándome un tanto extrañada.

—Instálate primero.

Subimos. Meg le daba los últimos toques a la habitación. Intercambió con Felicity algunos cumplidos y luego nos quedamos a solas. Me senté en el borde de la cama mientras ella ordenaba en los cajones y el armario lo poco que había llevado.

—Dímelo con honestidad, ¿ha mejorado Lucas realmente?

—Sí, de eso no cabe la menor duda.

—Me alegro de que hayas venido desde Cornualles.

—Tenía que hacerlo.

—Háblame de tu idea de trabajar como institutriz.

—Bueno, hay una niña a la que nadie era capaz de manejar. Fue una especie de desafío.

Me miró con expresión incrédula. Y, de pronto, se me ocurrió que debería haber confiado en Felicity desde mucho tiempo atrás. Confiaba en ella por completo, y era una mujer de muchos recursos. Nanny Crockett y Lucas ya conocían la verdad, y yo no podía seguir ocultándosela a Felicity.

De modo que, tras hacerle prometer que guardaría el más absoluto secreto, se lo conté todo. Ella me escuchó estupefacta.

—Creía que tu estancia en el harén había sido algo fantástico —comentó.

—Las mujeres habían sido vendidas mucho tiempo antes a los harenes —dije—, como en el caso de Nicol. Ahora es algo menos frecuente…

—Pero ese Simon…, ¿es realmente Simon Perrivale?

—¿Recuerdas el caso?

—De un modo vago. Produjo bastante conmoción en su momento, ¿verdad? Después desapareció de los periódicos. ¿Y tú estás convencida de su inocencia?

—Sí, lo estoy. Tú también lo estarías si lo hubieras conocido.

—¿Y estabas sola en esa isla…?

—Lucas estaba con nosotros…, pero no podía caminar. Permanecía todo el tiempo tumbado cerca del bote, vigilando por si aparecía algún barco.

—Suena a Robinson Crusoe.

—Bueno, todos los que naufragan y logran llegar a una isla lo parecen.

—¿Estás…, estás enamorada de ese… Simon?

—Había un lazo muy fuerte entre nosotros.

—¿Hablasteis acerca de vuestros sentimientos?

—No —negué con un gesto—, no lo hicimos. Dedicamos toda nuestra energía a sobrevivir. Mientras estuvimos allí pensamos que estábamos condenados. No había suficiente comida, ni agua… Y entonces nos recogieron y tuvimos una oportunidad.

—Y él te dejó ante la embajada. Tú regresaste a casa y él se quedó allí.

—Lo habrían detenido si hubiera regresado.

—Sí, desde luego… Y Lucas lo compartió todo… hasta cierto punto. —Asentí, y ella continuó—: Siempre he sentido aprecio por Lucas. Fue muy angustioso verle cuando regresó. Había estado siempre tan lleno de vitalidad… James también lo quiere mucho. Llegó a decir que Lucas era una llamarada de vida. Creo que Lucas te ama, Rosetta.

—Yo también lo creo.

—¿Te ha pedido que te cases con él?

—Sí…, pero no muy en serio, sino bastante… a la ligera.

—Tengo la impresión de que suele hablar a la ligera de todo aquello que más afecta a sus sentimientos. Estoy convencida de que podrías hacer mucho por él, y él también por ti. Ya sé que te parece que no lo necesitas… tanto como él a ti, pero eso no es cierto, Rosetta. Todo lo que habéis pasado…, no se puede soportar algo así y continuar siendo como hasta entonces.

—No, desde luego.

—Lucas estuvo allí una parte del tiempo. Él comprendería muchas cosas. —Guardé silencio y ella continuó—: Estás pensando que Simon también estaba allí, y que entre vosotros se estableció ese lazo especial del que me has hablado.

—Eso empezó antes…, cuando él se encargaba de fregar la cubierta del barco.

—Lo sé. Y ahora te has entregado por completo a demostrar su inocencia.

—Debo hacerlo, Felicity.

—Si él regresara…, si lo vieras junto a Lucas…, podrías decidir. Lucas es realmente una persona maravillosa.

—Lo sé, Felicity. Me he dado cuenta de ello. Esta operación…, cuando sentí el temor de que algo pudiera salir mal, me di cuenta de lo importante que era su amistad para mí. Le he confesado lo que intento hacer, Felicity, y él me está ayudando. Ha enviado a Dick Duvane en busca de Simon, con la intención de hacerlo volver… Pensó que podrían aceptar un rescate por Simon, tal y como hicieron con él. Lo decidió antes de saber que Simon no podía regresar.

—Y tú nunca te sentirás contenta del todo mientras no vuelvas a verle. Su imagen te perseguiría siempre. Recordarías, y quizá incluso te imaginarías algo que jamás existió.

—No puede regresar hasta que se haya demostrado su inocencia.

—¿Cómo puede confiar en demostrarla estando tan lejos?

—Pero ¿cómo lo haría si estuviera en prisión, a la espera de ser condenado a muerte?

—Así que… depende de ti encontrar la solución.

—Quiero hacerlo. Jamás dejaré de intentarlo.

—Comprendo. Recuerdo muy bien lo tozuda que eres a veces. —Se echó a reír—. Algunas personas dirían que es determinación.

Seguimos hablando del asunto. Tuve la impresión de estar recorriendo una y otra vez el mismo camino, pero Felicity dijo que deseaba formarse una imagen completa. Era un rasgo típico de ella entregarse por completo a todo aquello relacionado conmigo.

—Sería interesante saber por qué decidió sir Edward llevarlo a su casa —dijo.

—La conclusión evidente es que Simon era hijo de sir Edward.

—Sí, parece lo más probable.

—Pero el misterio radica en que sir Edward era un hombre muy convencional desde el punto de vista moral… Era estrictamente disciplinado.

—Pero esa clase de personas tienen a veces sus deslices.

—Eso es lo que dice Lucas. Por lo que he oído, sir Edward siempre se mostró como un estricto censor, especialmente con quienes cometían un desliz o una ligereza moral.

—Como ya te he dicho, eso suele suceder, pero también cabe la posibilidad de que la clave de todo el misterio se encuentre en el secreto del nacimiento de Simon. Y cuando se estudia un caso de esta naturaleza es mucho mejor saber todo lo posible sobre los personajes implicados. Intenta recordar algo más de lo que te han contado sobre la infancia de Simon.

—Ya te he hablado de Angel. El ni siquiera dice que sea su madre. Para él solo era Angel.

—Eso es explicable. Supongo que ella le llamaba su «ángel», como suelen hacer muchas madres. Probablemente, eso fue lo primero que recordó. A continuación, le adscribió ese nombre a ella. Sé que esa clase de cosas les suceden a veces a los niños, como por ejemplo con los míos. ¿Era ella su madre? ¿O se trataba solo de alguien que lo había adoptado cuando era un bebé? Eso es una posibilidad a tener en cuenta.

—¿Qué diferencia podría representar eso?

—Es posible que ninguna, pero no lo sabemos, ¿verdad? Y en este caso son importantes todos y cada uno de los detalles. ¿Qué más sabes sobre su infancia?

—Había una tía malvada llamada Ada. Simon le tenía miedo, sobre todo cuando Angel murió y él se dio cuenta de que tía Ada se lo iba a llevar consigo. Sir Edward pareció percibir ese temor e intervino. Esa es al menos la impresión que tuve.

—¿Recuerdas algo respecto a esa tía? ¿No conoces su apellido…, solo Ada?

—Solo eso. Simon creía que era una bruja. Él y Angel iban a visitarla en un lugar llamado Witche’s Home, y como ese era el hogar donde vivía ella y el nombre significa «bruja», adquirió importancia para Simon.

—¿Dijo algo más sobre ese lugar?

—Dijo que había algo en el fondo del jardín. Podría haberse tratado de un río.

—¿Y eso es todo?

—Sí. Por aquel entonces Simon debía de tener menos de cinco años, la edad que tenía cuando llegó a Perrivale Court.

—Bien —dijo Felicity—. Los únicos datos de que disponemos son la existencia de Ada, de Witche’s Home y, probablemente, de un río.

—¿Qué sugieres?

—Creo que podríamos intentar descubrir el paradero de Ada. Hablar con ella nos permitiría descubrir muchas cosas…

—Felicity, ¿quieres decir que…?

—Tengo una idea. ¿Por qué no regresas conmigo y pasamos unos días juntas antes de que vuelvas a Cornualles? A James y a los niños les encantaría verte.

—Tengo mi trabajo. He estado fuera mucho más tiempo del que debería.

—La enfant terrible, claro. Por cierto, ¿cómo se entiende ella contigo?

—Bien…, eso espero. Pero tengo que regresar. No puedo tomarme mucho tiempo, aunque ellos son muy afables.

—Algunos días más no representarán una gran diferencia. En cualquier caso, no te despedirán por ello. Se sentirán encantados de tenerte de nuevo.

—Es posible que Kate vuelva a las andadas y recupere sus antiguas costumbres, de las que creo haberla apartado un poco.

—En tal caso, ellos apreciarán mucho más tu trabajo. Tengo un plan. Descubriremos si hay un lugar llamado Witche’s Home… o algo parecido. Podría estar junto a un río… o algún curso de agua. Eso nos será útil.

—Podría tratarse de un estanque situado al fondo del jardín. En realidad, lo único que sabemos con seguridad son dos nombres: Ada y Witche’s Home. Será como si la madre de Thomas Becket viniera a Inglaterra y su único conocimiento del idioma inglés fueran las palabras «Londres» y «Gilbert», y se dedicara a recorrer las calles de la capital gritando el nombre de Gilbert.

—Me alegra que recuerdes la historia que te conté.

—Bueno, Londres es bastante diferente a Witche’s Home, y mucho más grande.

—Me imagino que Witche’s Home es un pequeño pueblo donde todo el mundo se conoce entre sí.

—¿Y nosotras podremos encontrar Witche’s Home?

—Consultaremos los mapas.

—Los pueblos pequeños no aparecen señalados en los mapas.

Ella se sintió abatida, pero solo unos instantes. Enseguida sus ojos relampaguearon.

—Ya lo tengo —dijo—. El profesor Hapgood. Esa es la respuesta.

—¿Quién es el profesor Hapgood?

—Mi querida Rosetta, no en vano vivo en Oxford. El profesor Hapgood es la mayor autoridad del país en los pueblos de Inglaterra. Es su pasión…, el trabajo de toda su vida. Sus conocimientos se remontan a épocas muy antiguas. Si en Inglaterra existe un lugar llamado Witche’s Home, nos lo dirá en un abrir y cerrar de ojos. Ah, casi puedo ver cómo aumenta tu escepticismo. Pero confía en mí, Rosetta…, y en el profesor Hapgood.

¡Cómo me alegró que por fin Felicity lo supiera todo! Me reproché no habérselo contado antes.

Felicity y yo acudimos a la clínica. Lucas mejoraba notoriamente y empezaba a caminar con cierta soltura. Nos dijo que ya no sentía dolor a cada paso; todo el personal de la clínica estaba muy contento con sus progresos. Aún tenía que descansar bastante, y dentro de una semana regresaría a casa.

Le conté que se lo había confiado todo a Felicity, y que ambas teníamos planes para localizar a tía Ada. La perspectiva le divirtió mucho; dijo que la información sobre la que tendríamos que basarnos era muy escasa, aunque le impresionó la mención del profesor Hapgood, cuya reputación conocía.

Dije que, como Oxford estaba de camino, regresaría a Cornualles desde allí. No podía retrasar más mi regreso y estaría en Perrivale Court quizá unos días antes de que Lucas regresara a Trecorn Manor.

—No deberías confiar mucho en el éxito de esta nueva aventura —me advirtió—. Aun cuando encuentres ese lugar, y podrías encontrarlo con la ayuda del profesor Hapgood, todavía te quedará buscar a esa tía Ada.

—Lo sabemos —le dije—, pero de todos modos vamos a intentarlo.

—Buena suerte —me deseó.

Al día siguiente, Felicity y yo nos marchamos a Oxford, donde fui recibida del modo más cariñoso por James y los niños. Felicity explicó que íbamos a emprender un pequeño viaje, y que ella me acompañaría parte del camino de regreso a Cornualles; solo estaría ausente una o dos noches.

James siempre se mostraba comprensivo con la estrecha amistad que nos unía, y nunca se opuso a que pasáramos algún tiempo juntas. Una vez solucionado ese aspecto, nuestra primera tarea consistió en ponernos en contacto con el profesor Hapgood, que se mostró encantado de ayudar.

Nos llevó a su estudio, completamente cubierto de gruesos libros. Era evidente que le encantaba la perspectiva de una investigación de aquella naturaleza.

Pero no encontró ningún Witche’s Home, como nos temíamos.

—Dicen ustedes que el nombre fue citado por un niño de menos de cinco años. Bueno, en tal caso debe de tratarse de un nombre que suene similar. Witche’s Home… Veamos. Hay un Witching Hill. Willinham… Willin-under-Lime. Wodenham… ¿Qué les parece Witchenholme? A un niño de cinco años eso le puede sonar como Witche’s Home. Creo que ese nombre parece más verosímil que los otros. Hay también un Willenhelme… Bueno, esos dos nombres me parecen los más probables.

—«Holme» suena más como «helme» —observé.

—Sí —admitió el profesor—. Veamos. Witchenholme está situado junto al río Witchen…, aunque en realidad no es un gran río, sino un afluente del…, veamos…

—Un afluente parece lo más probable —dijo Felicity—. El niño dijo que había un curso de agua al fondo del jardín.

—Veamos qué hay en Willenhelme. No, allí no hay ningún río. Está en el norte de Inglaterra.

—No creo que sea ese. ¿Dónde está Witchenholme?

—No lejos de Bath.

—En el oeste —dije, mirando a Felicity con expresión feliz—. Eso es mucho más probable.

—En tal caso, intentémoslo en Witchenholme —dijo Felicity—. Y si no es lo que andamos buscando, es posible que volvamos a molestarle, profesor.

—Ha sido un gran placer —replicó este—. Me enorgullezco de poder encontrar hasta el más pequeño villorrio que existe en Inglaterra desde la conquista normanda. Y me agrada disponer de una oportunidad para demostrarlo. Y ahora, veamos…, la ciudad más cercana es Rippleston.

—¿Hay tren hasta allí?

—Sí, hay una estación de tren en Rippleston. Witchenholme debe de estar a poco más de un kilómetro.

—Le estamos inmensamente agradecidas.

—Les deseo buena suerte en su investigación. Y si no es ese el pueblo que andan buscando, no duden en venir a verme. Lo intentaremos de nuevo.

Cuando salimos me sentí extrañamente optimista.

—Ahora —dijo Felicity— tendremos que atravesar Witchenholme tal y como la señora Becket atravesó las calles de Londres, solo que no gritaremos el nombre de Gilbert, sino el de Ada.

*****

Reservamos una habitación para pasar la noche en Rippleston, que resultó ser una pequeña ciudad de mercado.

—Es posible que tengamos dificultades para localizar a Ada y que necesitemos dos días para conseguirlo —dijo Felicity.

Era muy agradable contar con ella y tenerla a mi lado. Recordé cómo siempre se entregaba con total intensidad a cualquier proyecto que aceptara. Era precisamente aquella característica la que le había permitido ser una compañera tan estimulante para mí.

Durante el trayecto en tren estuvimos hablando sobre cómo actuaríamos para encontrar a Ada, y qué le diríamos cuando la encontráramos. Ambas estábamos convencidas de que la localizaríamos, lo que quizá fuera un poco ingenuo por nuestra parte, pero nos sentíamos muy felices de estar juntas y, de algún modo, retrocedimos a los viejos tiempos en que la mayoría de las cosas nos parecían muy excitantes.

Cuando llegamos a Rippleston nos alojamos en el hotel y pedimos un medio de transporte. En el hotel había un coche de dos ruedas y un hombre que se ocupaba en llevar a los clientes allí adónde quisieran ir. Así pues, llegamos a un acuerdo con rapidez.

Decidimos no perder tiempo y no tardamos en encontrarnos camino de Witchenholme.

Unas decenas de metros antes de llegar al pueblo encontramos una posada llamada Witchenholme Arms. Decidimos detenernos para hacer algunas preguntas, con la esperanza de que alguien conociera a la señorita Ada, que quizá viviera cerca. Convinimos con el cochero que nos esperara en la posada.

Había una mujer de mediana edad sirviendo cerveza y sidra en el mostrador. Le preguntamos si conocía en el pueblo a alguien llamado Ada. Nos miró como a un par de chifladas, y quizá fuera eso lo que parecíamos, y preguntó:

—Ada… ¿Ada qué más?

—De eso no estamos muy seguras —contestó Felicity—. La conocimos hace mucho tiempo y no recordamos su apellido… Todo lo que recordamos es su nombre: Ada.

La mujer sacudió la cabeza.

—¿Y viene mucho por aquí?

—No lo sabemos —contesté.

—Ada… —repitió y volvió a sacudir la cabeza—: La mayoría de las personas que vienen por aquí son hombres.

—Me lo temía —replicó Felicity—. Bien, gracias de todos modos.

Salimos de la posada y caminamos hacia el pueblo.

—Bueno, no esperarías que tía Ada frecuentara la posada Witchenholme Arms, ¿verdad? —dijo Felicity.

Tal y como nos había dicho el profesor, el pueblo era muy pequeño. Y había un río, en efecto… y algunas casas que daban a él.

Estaba convencida de que era el lugar que andábamos buscando.

Junto a nosotras pasó un hombre en bicicleta. Estuvimos a punto de detenerlo para preguntarle, pero me di cuenta, al igual que Felicity, de que nos habría tomado por locas si le parábamos para preguntarle si conocía a Ada. Si al menos conociéramos su apellido todo habría parecido más verosímil.

—Oh, mira —dijo de pronto Felicity—, hay una tienda en el pueblo. Si alguien sabe algo, seguro que está ahí. Sin duda alguna, todos los habitantes del pueblo acudirán de vez en cuando a esa tienda…

Entramos. Había que bajar unos escalones y al abrir la puerta sonó una campanilla. En el interior se percibía un olor acre a aceite de parafina, y la tienda estaba atestada de productos de todas clases: fruta, bizcochos, galletas, pan, dulces en frascos de cristal, verduras, jamón, papel de escribir, sobres, matamoscas y muchas cosas más.

—¿Sí? —dijo una voz.

Nos quedamos mudas por un instante. Se trataba de una jovencita de unos catorce años cuyo rostro apenas era visible por encima de las botellas y las cajas de dulces que había sobre el mostrador.

—Hemos venido a preguntar si conoce usted a alguien llamado Ada —dijo Felicity. La joven se nos quedó mirando, extrañada, y Felicity se apresuró a añadir—: Estamos intentando encontrar a una antigua amiga, de la que solo recordamos que se llamaba Ada. Nos preguntábamos si no viviría por aquí… Es posible que venga con frecuencia por la tienda, como la mayoría de los vecinos.

—¿Qué…? —balbuceó.

—¿Conoce usted a la gente del pueblo?

—No. Yo no vivo aquí… siempre. Solo he venido a pasar una corta temporada… Estoy ayudando a mi tía.

—¿Podríamos verla?

—Tía… —llamó la joven—. Tía Ada. Felicity y yo intercambiamos miradas de asombro.

—Tía Ada… —susurró Felicity.

—Aquí hay unas personas que quieren verte —gritó la joven.

—Que esperen un momento —dijo una voz—. Ya voy.

¿Era posible? ¿Habría terminado nuestra búsqueda? Pero en cuanto vimos a la mujer comprendimos que no. Nadie podría haberla tomado por una bruja. Aquella mujer no habría podido ser la tía Ada de Simon. Se trataba de una mujer muy rolliza, de rostro sonrosado y expresión alegre, el cabello algo gris y unos ojos azules que miraban muy atentos.

—¿Qué puedo hacer por las señoras? —preguntó sonriéndonos.

—Es una pregunta algo extraña —dijo Felicity—, pero el caso es que andamos buscando a alguien que, al parecer, vive aquí y de quien no recordamos su apellido. Todo lo que sabemos es que se llama Ada.

—Bueno, seguro que no soy yo. Yo me llamo Ada. Ada MacGee.

—La Ada que buscamos tenía una hermana llamada Alice.

—Alice… ¿qué más?

—Bueno, ya le he dicho que no conocemos el apellido. Pero sabemos que murió. Nos preguntábamos si entre la gente del pueblo, y usted debe de conocer a la mayoría, no habría una Ada.

Supuse que era la típica mujer a la que le encantaba cuchichear. Se sintió muy interesada por las dos extrañas que habían acudido a su tienda, no para comprar peras o manzanas o una botella de aceite de parafina, sino porque andaban buscando a una Ada.

—Debe de conocer usted a casi todo el mundo en Witchenholme —le dije, casi en tono de súplica.

—Bueno, la mayoría de los vecinos vienen por aquí de vez en cuando. Rippleston está demasiado lejos para ir a comprar allí.

—Sí, eso era lo que suponía.

—Ada —repitió—. Bueno, hay una Ada Parker que vive en Greengates, aunque ahora ya no se apellida Parker… porque se volvió a casar. Es su tercer marido. Pero nosotros siempre la llamamos Ada Parker, aunque no delante de ella, claro… Jim Parker fue su primer marido. Aquí los nombres permanecen.

—Quizá vayamos a hacerle una visita. ¿Hay otras personas con ese nombre?

—Bueno, está la señorita Ferrers. He oído decir que se llamaba Ada. Recuerdo muy bien a una persona llamada así, porque yo soy una de ellas. Aunque nunca he oído a nadie llamarla Ada, me parece recordar que ese es su nombre.

—Sí, comprendo muy bien por qué lo recuerda usted. Creo que hemos tenido mucha suerte de haber venido a verla.

—Bueno, me gustaría ayudarlas a encontrar a esa amiga suya, claro… Ada…, sí, estoy segura de que la señorita Ferrers se llama Ada. Lo he oído en alguna parte. Aunque ella no lo dice nunca. Se muestra siempre un poco por encima de los demás. Estoy convencida de que es así como se siente.

—¿Recuerda usted si tenía una hermana?

—No lo sé. Lleva muchos años viviendo en esa casa, y no recuerdo a ninguna hermana. Su hogar es una pequeña casita que mantiene de punta en blanco. Se la conoce con el nombre de Rowan Cottage. Ya saben que «rowan» es un serbal, un árbol plantado delante de la casa. Por eso se le dio ese nombre.

—Nos ha sido usted de gran ayuda —dijo Felicity—. Muchas gracias.

—Espero que encuentren a la persona que andan buscando.

—Buenos días —nos despedimos, saliendo de la tienda, y la campanilla volvió a sonar al abrir la puerta.

—Quizá tendríamos que haberle comprado algo —dije—. Fue muy amable.

—No era eso lo que ella esperaba. Ha disfrutado hablando con nosotras. Creo que renunciaremos por el momento a esa señora Parker que ya se ha casado tres veces, y veremos si la dama de Rowan Cottage encaja. No sé por qué, pero tengo la sensación de que nuestra tía Ada no es la persona adecuada para tener tres maridos.

—Mira —dije—, las casas dan al río.

Habíamos recorrido la que parecía la única calle en todo Witchenholme sin haber encontrado Rowan Cottage. Nos detuvimos, mirando hacia delante, sin saber muy bien qué hacer. Entonces distinguimos una casa a cierta distancia del resto, y en ella descubrimos el serbal del que nos había hablado la tendera.

—Supongo que le gusta estar apartada de los demás —comentó Felicity—. Recuerda el comentario de que «se muestra un poco por encima de los demás». Me imagino que será una persona de carácter fuerte.

—Así lo creía Simon.

—Vamos, entremos en la cueva de la leona.

—¿Y qué le vamos a decir? «¿Es usted la tía Ada? ¿La tía Ada de Simon?». ¿Cómo vamos a iniciar una conversación de ese modo?

—Nos las arreglamos bien con la tendera.

—Tengo la impresión de que ahora será diferente.

Decidida, levanté el llamador de latón de la puerta y lo dejé caer con un autoritario tat-tat. El sonido reverberó en toda la casa. Tras un momento de silencio, la puerta se abrió.

Allí estaba, delante de nosotras… Era una mujer alta y delgada, de cabello canoso severamente peinado hacia atrás y sujeto en un moño a la nuca; los ojos miraban desde detrás de unas gruesas gafas, con expresión astuta y alerta; la almidonada blusa blanca le llegaba hasta la barbilla, sostenida allí por varillas de hueso. Una cadena de oro le colgaba del cuello, llevando en el extremo lo que supuse sería un pequeño reloj.

—Disculpe usted —dije—, la señora MacGee, de la tienda, nos ha dicho que la encontraríamos aquí.

—¿Sí? —preguntó con una fría mirada interrogativa.

—Buscamos a una dama llamada Ada —intervino Felicity—, pero desgraciadamente no conocemos el apellido. La señora MacGee nos ha dicho que es usted la señorita Ada Ferrers, y nos preguntábamos si no sería usted la mujer que andamos buscando.

—No creo conocerlas a ustedes.

—No, no nos conoce. Pero ¿no tendría usted por casualidad una hermana llamada Alice, que tuvo un hijo llamado Simon?

Observé el parpadeo que se produjo detrás de las gafas; el color del rostro le cambió un poco, y me di cuenta de que habíamos encontrado a tía Ada. Inmediatamente se mostró recelosa.

—¿Son ustedes de la prensa? —preguntó—. Lo han encontrado, ¿verdad? Oh… ¿es que va a empezar todo de nuevo?

—Señorita Ferrers, no somos de la prensa. ¿Podemos pasar y explicárselo? Estamos intentando demostrar la inocencia de Simon.

Ella vaciló. Finalmente, se hizo a un lado, todavía indecisa, pero franqueándonos el paso a la casa.

El vestíbulo era pequeño, pero estaba muy limpio y ordenado. Había una percha con un abrigo de tweed y un sombrero de fieltro que eran evidentemente suyos; sobre una pequeña mesita había un frutero de latón y un florero con flores.

Abrió una puerta y nos hizo pasar a un saloncito que olía a pulimento de muebles.

—Siéntense, por favor —dijo, y así lo hicimos.

Ella se sentó frente a nosotras.

—¿Dónde está? —preguntó.

—No lo sabemos —contesté—. Debo decirle que estaba en un barco en el que también viajaba yo. Naufragamos y ambos logramos sobrevivir. Él salvó mi vida y la de otro hombre. Fuimos rescatados, pero nos llevaron a Turquía, y allí le perdí de vista. Pero durante el tiempo que permanecimos juntos me lo contó todo. Estoy convencida de su inocencia, y ahora trato de demostrarla. Deseo ver a todas las personas que puedan decirme algo sobre él…, cualquier cosa que pueda ser útil…

—¿Cómo demostrará que no fue él quien hizo aquella cosa tan horrible?

—No lo sé, pero lo estoy intentando.

—Bien, ¿qué quiere usted de mí? ¿Seguro que no es de la prensa?

—Le aseguro que no tengo nada que ver con la prensa. Me llamo Rosetta Cranleigh. Es posible que haya leído usted algo sobre mi supervivencia. Los periódicos lo publicaron cuando regresé a casa.

—¿No había con usted un hombre lisiado o algo así?

—Sí, él también estaba con nosotros.

Frunció el ceño, todavía recelosa e incrédula.

—No sé —dijo—. Todo esto me parece un poco extraño. Y ya estoy harta del asunto. No quiero saber una sola palabra más. Desde el principio supe que saldría mal.

—¿Quiere decir… cuando él aún era un niño?

—Tendría que haberse quedado conmigo —dijo, asintiendo—. Yo le habría cuidado. No es que deseara tener un niño en casa, nunca he tenido nada que ver con niños, pero necesitaba a alguien que le cuidara, y ella era mi hermana. Solo estábamos nosotras dos. ¿Cómo pudo haberse visto atrapada en esa clase de cosas?

—Es precisamente eso lo que creemos que puede ayudarnos —dije con cautela—. Si pudiéramos retroceder hasta el principio…

—¿Y cómo va a demostrar eso que él no lo hizo?

—Confiamos en que nos sea de ayuda. Tenemos la impresión de que no debemos pasar nada por alto… Lo conozco muy bien. Estuvimos juntos en circunstancias muy extraordinarias. Escapamos en un bote y el mar nos llevó hasta una isla… deshabitada. Pasamos juntos esa tremenda aventura. Nos conocimos muy bien, y estoy convencida de que es incapaz de haber matado a nadie.

—Lo encontraron con las manos ensangrentadas.

—Creo que eso pudo ser una trampa que le prepararon.

—¿Quién?

—Eso es lo que tratamos de averiguar. Quiero contar con su ayuda. Por favor, señorita Ferrers, se trata de su sobrino, y usted querrá ayudarle, ¿no?

—No comprendo cómo puedo hacerlo. No lo he visto desde que se lo llevaron.

—¿Se lo llevó sir Edward Perrivale? —Ella asintió con un gesto—. ¿Por qué se lo llevó?

Permaneció un momento en silencio y finalmente dijo:

—Está bien. Se lo contaré todo desde el principio… Alice era una joven muy hermosa. Todo el mundo lo decía. En cierto modo, eso fue una maldición. Si no hubiera sido tan hermosa, no le habría sucedido nada. Era una tonta…, blanda donde las haya, delicada, encantadora y todo eso, pero no tenía sentido común. Nuestro padre poseía una pequeña y bonita posada al otro lado de Bath. Era un negocio que le permitía ganarse bien la vida. Alice y yo le ayudábamos con los clientes. Una noche llegó sir Edward Perrivale. Vio a Alice… y siguió viniendo. Yo se lo advertí a mi hermana. Le dije: «No te hará ningún bien». Ella pudo haber tenido a John Hurrell, un campesino honesto de los alrededores, que deseaba casarse con ella. Pero no, tuvo que ser aquel Edward…

Miré a Felicity. La historia empezaba a desplegarse ante nuestros ojos tal y como la habíamos imaginado. El buen hombre había cometido su desliz y caído en la tentación y, como solía suceder, el arrepentimiento llegó después.

—Yo le decía una y otra vez: «No es bueno para ti. Tomará aquello que desee y después te dirá adiós muy buenas. Así son las personas como él. No es para ti. Los de su clase no se casan con la hija de un posadero». Ya se pueden imaginar cómo era él: todo un caballero, y por allí no pasaban muchos de esa clase. Acudió fortuitamente, una noche… El caballo tenía una pata coja o algo por el estilo. De no ser así no se habría detenido en un lugar como el nuestro. Pero a partir de entonces siguió viniendo… a causa de Alice. Ella me decía: «Él es diferente. Va a casarse conmigo». «No un hombre como él. Ha logrado sacarte de tus casillas, eso es lo que ha hecho», le dije. Pero mi hermana no quiso creerme…, y al final resultó que, en cierto sentido, ella tuvo razón. Se casaron. Eso lo puedo testificar yo misma. Fue en la iglesia…, aunque la ceremonia fue muy sencilla. Él no lo habría permitido de otro modo. Pero el caso es que se casaron. Yo estaba allí, de modo que lo sé muy bien.

—Casados —dije—. Pero si…

—Sí, se casaron. Nosotras fuimos educadas de un modo estricto. Alice no se habría ido con él de no haber sido así. Y él tampoco lo habría querido de otro modo. Era un hombre muy religioso e hizo que Alice volviera sus ojos a la religión. Oh, teníamos que acudir a la iglesia todos los domingos. Mi padre siempre había insistido en ello, pero con Edward fue algo más que una simple insistencia.

—¡De modo que se casaron de veras!

—Real y verdaderamente casados. Él la instaló en una pequeña casa, muy bonita, y a partir de entonces se marchaba y volvía. La visitaba con regularidad. Yo decía: «¿Adónde va?». Y Alice me contestaba: «Oh, me lo ha explicado todo. Tiene una gran mansión en Cornualles que ha estado en posesión de la familia desde hace muchos años. Me ha dicho que no me gustaría vivir allí… y que él tampoco quiere verme allí, que estoy mucho mejor aquí». Alice era una joven de pocas preguntas. Le gustaba que todo fuera pacífico y tranquilo. Eso era todo lo que pedía. Cuando surgía algún problema, se desentendía. Así estaban las cosas. Él acudía a verla y entonces los dos juntos eran como cualquier otra pareja casada. Después, él se marchaba durante una temporada. Y entonces llegó el niño.

—Ya comprendo —dije—. Y cuando tuvo cinco años de edad… Alice murió.

Ella asintió con un gesto y continuó:

—Se planteó la cuestión de adónde iría Simon. Supuse que tendría que quedarme con él, ya que era mi sobrino. No supe qué hacer con el niño. Mi padre había muerto un año antes. A él nunca le gustó aquel matrimonio…, aunque acudió a la iglesia y comprobó por sí mismo que todo se hacía ordenadamente, y que Edward no engañaba a su hija. Ella era mejor que todos nosotros juntos, y no cabe la menor duda de que él la quería mucho. Cuando mi padre murió, yo quedé cómodamente bien situada. Me lo dejó todo a mí ya que, según él, Alice estaba muy bien atendida. Compré esta casita. En cierta ocasión Alice vino aquí con el chico.

—Sí —la interrumpí—. Mencionó este lugar. Así fue como la encontramos.

—Bueno, luego resultó que la persona asesinada era un hijo de sir Edward. Fue entonces cuando me enteré de que era «sir». Al principio pensé que había engañado a nuestra Alice, y que cuando acudió a la iglesia con ella ya estaba casado. Pero luego resultó, gracias a lo que publicaron los periódicos sobre la familia, que él se casó con una tal señorita Jessica Arkwright, y que eso sucedió después de que se casara con Alice. El joven asesinado, su hijo mayor, era más o menos un año menor que Simon. A mí todo aquello me olía a engaño, pero en cualquier caso estaba más claro que el agua. Alice era su esposa, y la otra mujer no tenía derecho alguno al título. Nuestra Alice era la verdadera lady Perrivale, de modo que los dos hijos que había tenido con posterioridad eran hijos ilegítimos…, y no Simon. Todo está un poco envuelto en misterio… Yo me di cuenta y no quise saber más del asunto. No me creen, ¿verdad?

—Oh, sí, claro que sí.

—El caso es que puedo demostrarlo. Tengo el certificado de matrimonio. Le dije a Alice: «Este documento debes guardarlo siempre contigo». Ella era una descuidada con ese tipo de cosas. Pero yo creí desde el principio que en todo aquello había algo extraño. Normalmente, los esposos no se marchan así, por las buenas, y dejan solas a sus esposas…, a menos que traten de escapar de ellas. De modo que me aseguré de que mi hermana conservara el certificado de matrimonio. No es que él deseara escapar de ella, no, nada de eso. Se sintió muy triste cuando ella murió. Entonces yo misma me aseguré de conservar el certificado de matrimonio. Se lo mostraré a ustedes.

—¿Lo hará? —pregunté.

—Pues claro que sí. Mi hermana se casó, y nadie va a decir lo contrario. Lo tengo en la habitación de arriba. Voy ahora mismo a buscarlo.

—No esperábamos nada de esto —me dijo Felicity en cuanto nos quedamos a solas.

—No.

—Parece increíble… que aquel hombre temeroso de Dios cometiera bigamia.

—Si se trata de un genuino certificado de matrimonio…

—Tiene que serlo. Y ella estuvo presente en la ceremonia. No creo que nos haya mentido.

—¿Se le habrá ocurrido alguna idea sobre proteger el honor de su hermana?

La señorita Ferrers regresó al saloncito, sosteniendo orgullosamente el documento en la mano. Lo miramos. No cabía la menor duda sobre su autenticidad.

—Creo posible que alguien conociera la existencia de este documento —dije— y que, por tanto, Simon era el verdadero heredero de las propiedades de su padre, así como del título. Lo cual configura el motivo del asesinato.

—Pero ellos no le mataron.

—No…, pero él se vio implicado.

—¿Quiere decir que alguien organizó las cosas para desembarazarse al mismo tiempo del hermano mayor y de Simon?

—Podría ser. Sería útil si pudiéramos disponer de esta prueba del matrimonio.

Comprendí enseguida que la señorita Ferrers no permitiría, bajo ninguna circunstancia, que el certificado pasara a nuestras manos.

—Podrá comprobarlo usted en los registros de la iglesia —dijo—. La boda se celebró en la iglesia de Saint Botolph, en Headingly, cerca de Bath. Cree usted realmente en su inocencia, ¿verdad?

—Sí —contesté con firmeza.

—Lo ocurrido le habría roto el corazón a Alice —dijo—. Me alegré de que ella hubiera muerto mucho antes de saberlo. Pero, claro, si ella hubiera vivido, Simon jamás habría ido a aquel lugar. Alice nunca lo habría permitido. Le quería demasiado.

—Nos ha ayudado usted mucho —dije—. Me faltan palabras para expresarle lo agradecida que estoy.

—Si puede usted librar el nombre de Simon de toda mancha…

—Lo intentaré. Voy a hacer todo lo que esté en mi mano…

Ella insistió en prepararnos una taza de té. Siguió hablando mientras tomábamos el té, volviendo a contarnos todo por segunda vez; eso nos permitió obtener una impresión del afecto que había tenido por su hermana Alice, que no era menos genuino por el hecho de ser un tanto despectivo. Alice había sido blanda…, demasiado confiada, había amado sin reservas y creído en todo lo que se le dijo. Pero había sido su querida hermana, y había estado más cerca de ella que ninguna otra persona antes o después.

Me alegré de haberla convencido de la sinceridad de nuestros propósitos.

Poco después abandonamos Rowan Cottage, sabiendo que sir Edward Perrivale se había casado con Alice Ferrers, y que el certificado de matrimonio demostraba con toda claridad que la boda se había llevado a cabo antes de la boda con la actual viuda lady Perrivale.