Tormenta en el mar

A su debido momento, fui a la escuela. Durante un tiempo me sentí desgraciada, pero no tardé en adaptarme, y la vida en comunidad terminó por gustarme. Siempre me había interesado por los demás, y al cabo de poco tiempo ya tenía amigas y participaba en las actividades de la escuela.

Felicity había hecho un buen trabajo en cuanto a mi educación, y yo no fui una alumna ni destacadamente brillante ni torpe. Fui como muchas otras, y quizá sea eso lo mejor, puesto que hace la vida más fácil. Nadie envidió mi erudición, pero tampoco me despreciaron por mi falta de ella. Así pues, no tardé en mezclarme con los demás y convertirme en una alumna de tipo medio.

Los días transcurrieron con rapidez. Las alegrías, los dramas y los triunfos escolares pasaron a formar parte de mi vida, aunque a menudo pensaba con nostalgia en la cocina de mi casa, en los buenos ratos de la comida y, sobre todo, en las actuaciones del señor Dolland. Asistimos a clases de teatro, y organizamos representaciones teatrales en el gimnasio, para entretenimiento de toda la escuela. Yo representé el papel de Bassanio en El mercader de Venecia, y obtuve un modesto éxito, debido, sin duda, a la técnica aprendida del señor Dolland.

Después, llegaron las vacaciones. Nanny Pollock había decidido marcharse a Somerset y yo pasé una semana con ella y su prima; se había reconciliado con la vida en el campo y, aproximadamente un año después de abandonar Bloomsbury, la muerte de una parienta lejana le permitió recuperar cierta felicidad.

La difunta era una mujer joven que dejó un niño de dos años. La familia quedó consternada al no saber quién podría hacerse cargo del huérfano. Para Nanny Pollock fue como una oportunidad caída del cielo. Un niño a quien cuidar, alguien a quien ella podría considerar como su verdadero hijo, y de quien nadie podría apartarla como había sucedido conmigo.

Cuando regresé a casa se esperaba que cenara con mis padres y, aunque mi relación con ellos había cambiado considerablemente, anhelaba participar en las viejas cenas de la cocina. No obstante, pude regresar a las antiguas costumbres cada vez que mis padres se marchaban de Londres en sus viajes de investigación o para dar conferencias.

Echábamos de menos a Felicity y a Nanny Pollock, pero el señor Dolland estaba más inspirado que nunca, y los comentarios de la señora Harlow seguían conservando la chispa de los viejos tiempos.

Además, también estaba Felicity. Ella se sentía encantada cada vez que teníamos oportunidad de vernos.

Era muy feliz y tenía un hijo llamado James. Se había dedicado por completo a la tarea de ser una buena esposa y madre. Y también era muy buena anfitriona. Según me dijo, era necesario que la esposa de un hombre de la posición de James tuviera invitados de vez en cuando, de modo que eso fue algo que tuvo que aprender. Como yo empezaba a ser mayor, se me permitió asistir a las cenas que ella organizaba, y debo confesar que disfruté con ello.

Fue durante una de aquellas veladas donde conocí a Lucas Lorimer. Felicity me habló de él antes de presentármelo.

—A propósito —me dijo—, Lucas Lorimer viene esta noche. Te gustará. Agrada a la mayoría de la gente. Es encantador, y tiene muy buen aspecto…, es agraciado, y sabe cómo lograr que las personas tengan la sensación de ser enormemente interesantes. Ya sabes a lo que me refiero. No te decepcionará. Es así con todo el mundo. Es la persona más inquieta que puedas imaginar. Estuvo una temporada en el ejército, pero se licenció. Es el hermano pequeño. Su hermano mayor, Carleton, acaba de heredar la propiedad familiar en Cornualles, y creo que es bastante considerable. El padre murió hace pocos meses y Lucas se encuentra en una especie de callejón sin salida. Hay muchas cosas que hacer en la propiedad, pero imagino que él es la clase de persona a quien le gustaría estar al mando. En estos momentos se siente algo inseguro con respecto a lo que quiere hacer. Hace unos años descubrió una especie de reliquia en los jardines de Trecorn Manor, que es como se llama la propiedad de Cornualles. Se ha producido cierta expectativa acerca de ese descubrimiento. Se trataba de algo egipcio y se ha especulado bastante sobre cómo fue a parar allí. Tu padre está relacionado con el asunto.

—Espero que estuviera cubierta de jeroglíficos.

—Supongo que fue así como reconocieron su origen. Lucas escribió un libro sobre el tema. Descubrió que se trataba de una medalla concedida por alguna clase de servicio militar. Eso le llevó a investigar las costumbres del antiguo Egipto, y descubrió algunas de las que no se sabía nada. El libro interesó a varias personas como tu padre. Bueno, de todos modos, lo conocerás y juzgarás por ti misma.

Lo conocí aquella misma noche. Era alto, delgado y ágil; una cobraba inmediata conciencia de su vitalidad.

—Te presento a Rosetta Cranleigh —dijo Felicity.

—Encantado —me dijo, estrechándome ambas manos y mirándome fijamente.

Felicity tenía razón. Aquel hombre hacía que una se sintiera importante, como si las palabras no fueran una simple formalidad. Creí en él desde un principio, a pesar de las advertencias de Felicity.

—Es la hija del profesor Cranleigh —siguió diciendo—, y antigua alumna mía. En realidad, es la única alumna que he tenido.

—¡Qué excitante! —exclamó él—. Conozco a su padre… Es un hombre muy brillante.

Felicity nos dejó hablando a solas. Lucas llevó el peso de la conversación. Me contó lo mucho que le había ayudado mi padre, y lo agradecido que se sentía por haber podido contar con el tiempo de un caballero tan importante.

Después, quiso saber cosas sobre mí. Le confesé que todavía iba a la escuela, que estaba de vacaciones y que aún me quedaban dos o tres cursos más.

—¿Y qué hará usted después?

Me encogí de hombros.

—Me atrevería a decir que no tardará en casarse —dijo, dando a entender que los hombres se pelearían por conquistarme.

—Una nunca sabe lo que puede sucedemos.

—Tiene razón —asintió como si mi trivial observación me convirtiera en sabia.

Felicity estaba en lo cierto. Él hacía todo lo posible por agradar. Era algo muy evidente, sobre todo cuando una había sido previamente advertida, pero debo admitir que resultaba agradable.

Durante la cena me encontré sentada a su lado. Era muy fácil conversar con él. Me habló del descubrimiento hecho en su jardín, y de cómo eso había cambiado su vida, hasta cierto punto.

—Mi familia siempre ha estado relacionada con el ejército, y yo he roto la tradición. Mi tío fue coronel de un regimiento, y apenas permaneció en Inglaterra. Se pasó la mayor parte del tiempo sirviendo en uno u otro lugar del Imperio. Descubrí que eso no era vida para mí, de modo que lo dejé.

—Encontrar esa reliquia tuvo que haber sido algo muy excitante.

—Lo fue. Cuando estuve en el ejército pasé algún tiempo en Egipto. Eso hizo que el descubrimiento me resultara especialmente interesante. Lo vi allí, entre la tierra. El suelo estaba húmedo y uno de los jardineros se dedicaba a plantar algo. Estaba todo cubierto de jeroglíficos.

—Necesitaría la piedra de Rosetta.

—¡Oh, no! —Se echó a reír—. No era tan complicado. Su padre lo tradujo.

—Me alegra que fuera así. ¿Sabe que a mí me pusieron el nombre por esa piedra?

—Sí, lo sabía. Me lo dijo Felicity. Debe usted de sentirse muy orgullosa.

—Solía estarlo. La primera vez que visité el museo la contemplé maravillada.

Ambos nos echamos a reír.

—Los nombres son importantes. Jamás se imaginaría usted cuál es mi primer nombre.

—Dígamelo.

—Adriano. Imagínese, soportar toda la vida la carga de ese nombre. La gente no dejaría de preguntarme cómo me sentía llevando el mismo nombre que el emperador romano que ordenó construir la muralla. Adriano Edward Lucas Lorimer. Lo de Adriano me lo pusieron en honor del antiguo emperador. En cuando al Edward…, bueno, hay muchos Edwards repartidos por el mundo. El Lucas ya es menos utilizado…, de modo que me pusieron Lucas. Pero ¿se da cuenta de la palabra que forman las iniciales de mis nombres? Es bastante extraordinario. Forman la palabra infierno.[1]

—Estoy segura de que es lo menos apropiado para usted —dije riendo.

—Ah, pero usted no me conoce aún. ¿Tiene algún otro nombre?

—No, solo Rosetta Cranleigh.

—Sus iniciales son R. C.

—No resultan tan divertidas como las suyas.

—Las suyas sugieren a alguien muy devoto, mientras que las mías hacen pensar más bien en Satanás. Es importante, ¿no cree? Me refiero a la referencia que hacen a personas situadas en esferas opuestas. Estoy seguro de que eso tiene algo que ver con nuestra incipiente amistad. Va usted a hacerme abandonar mis actitudes demoníacas, y a ser una buena influencia en mi vida. Me gusta pensar que las iniciales de nuestros nombres puedan significar eso.

Me eché a reír y luego permanecimos en silencio durante un rato. Después, dijo:

—Me atrevería a afirmar que está usted interesada por los misterios de Egipto. Debe ser así, siendo la hija de quien es.

—Bueno, de un modo muy superficial. En la escuela no le queda a una mucho tiempo para interesarse por lo que pasa por allí.

—Me gustaría saber qué significan realmente las palabras escritas en la piedra que encontré.

—Creí haber entendido que ya las habían traducido.

—Sí…, en cierto modo. Todas estas cosas son muy crípticas. Los significados se hallan envueltos en palabras no del todo claras.

—¿Por qué la gente tiene que ser a veces tan oscura?

—Para aportar un elemento de misterio, ¿no cree? Eso añade interés. Sucede lo mismo con las personas. Cuando se descubren sutilezas en su carácter, uno se siente más interesado por ellas. —Me sonrió. Sus ojos me estaban diciendo algo que no comprendí—. Terminará por descubrir que tengo razón —añadió.

—Quiere decir ¿cuando me haga mayor?

—Creo que no le gusta que se haga referencia a su juventud.

—Bueno, supongo que eso implica cierta incapacidad para comprender algunas cosas.

—Uno debe divertirse mientras aún es joven. Los poetas han dicho que la juventud transcurre con rapidez. «Recoge tus capullos mientras puedas».

Me sonrió de un modo tan amable que casi fue tierno.

Me quedé algo pensativa y creo que Lucas se dio cuenta. Después de la cena, me quedé con las damas y, al cabo de un rato, cuando los hombres se reunieron con nosotras, ya no volví a hablar con él.

Más tarde, Felicity me preguntó si me había gustado.

—Ya vi que te sentías muy a gusto con él —dijo.

—Creo que es la clase de persona con la que cualquiera puede sentirse a gusto…, superficialmente.

—Sí… —dijo tras un instante de duda—, tienes razón.

Más tarde, me pareció importante el hecho de que haber conocido a Adriano Edward Lucas Lorimer fuera lo que recordara con mayor claridad de aquella visita.

*****

Cuando regresé a casa para pasar las vacaciones de Navidad mis padres estaban más animados de lo habitual…, incluso excitados. Lo único que podría haberles hecho sentirse así habría sido algún conocimiento nuevo que acabaran de adquirir. ¿Un nuevo avance en la comprensión de su obra? ¿Una nueva piedra capaz de sustituir a la de Rosetta?

Pero no, no se trataba de nada de eso. Quisieron hablar conmigo en cuanto llegué.

—Ha sucedido algo bastante interesante —dijo mi madre.

—Y te concierne a ti —añadió mi padre sonriéndome con expresión indulgente.

Los miré, asombrada.

—Déjanos que te lo expliquemos —dijo mi madre—. Hemos sido invitados a una gira muy interesante para dar algunas conferencias. Tendremos que ir a Ciudad del Cabo y, de regreso, pasaremos por Filadelfia y Nueva York.

—¡Oh! En tal caso estaréis fuera durante mucho tiempo.

—Tu madre cree que sería interesante combinar unas vacaciones con el trabajo —dijo mi padre.

—Y tu padre ha estado trabajando mucho últimamente —continuó ella—. Claro que no dejará de hacerlo del todo, ya que seguirá trabajando en su nuevo libro…

—Claro —murmuré.

—Tenemos la intención de marchar en barco a Ciudad del Cabo… Es un largo viaje. Permaneceremos allí unos pocos días, hasta que tu padre dé una conferencia. Mientras tanto, el barco se dirigirá a Durban, pero volveremos a tomarlo cuando regrese a Ciudad del Cabo con rumbo a Filadelfia, donde nos quedaremos a dar otra conferencia. A continuación, viajaremos a Nueva York por tierra, donde tu padre dará la última conferencia. Finalmente, tomaremos otro barco de regreso a casa.

—Parece muy interesante.

Se produjo una ligera pausa. Después de mirar a mi madre, mi padre dijo:

—Hemos decidido que nos acompañes.

Quedé tan asombrada que ni siquiera pude hablar. Al cabo de un rato balbuceé:

—Vosotros…, eh… ¿lo decís de veras?

—Te hará mucho bien ver un poco de mundo —me confirmó mi padre con suavidad.

—¿Cuándo…, cuándo? —pregunté.

—Iniciaremos el viaje a finales de abril. Habrá que hacer muchos preparativos.

—Pero yo estaré en la escuela.

—De todos modos, terminarás el curso a finales del verano. Creemos que puedes acortarlo. Después de todo para entonces ya casi tendrás dieciocho años. Ya eres una persona bastante madura.

—Esperamos que te guste la idea —dijo mi padre.

—Yo…, estoy tan sorprendida…

Me sonrieron.

—Necesitarás hacer tus preparativos. Podrías consultar con Felicity Wills…, mejor dicho, con la señora Grafton. Desde su matrimonio ha adquirido una gran experiencia mundana. Ella sabrá lo que puedes necesitar. Quizá dos o tres vestidos de noche para las fiestas…, y algunos… vestidos… adecuados.

—Oh, sí…, sí.

Pero después de haber reflexionado sobre el proyecto ya no estuve tan segura de sentirme contenta por el viaje. La idea de viajar y conocer lugares nuevos me atraía mucho, desde luego. Pero, por otro lado, tendría que estar en compañía de mis padres y, en consecuencia, rodeada de personas tan pesadas por sus conocimientos académicos que me reducirían, casi naturalmente, al estatus de una joven ignorante.

No obstante, la perspectiva de disponer de vestidos nuevos era muy agradable. Apenas pude esperar para consultar con Felicity.

Le escribí una carta, hablándole del viaje proyectado. Me contestó enseguida. «Qué apasionante. En marzo James tiene que pasar algunos días en el norte. Dispongo de una maravillosa niñera que adora a Jamie, y él a ella. De modo que puedo ir a Londres y pasar unos días contigo. Disfrutaremos de una verdadera orgía de compras».

A medida que fueron transcurriendo las semanas me sentí tan encantada con la perspectiva del viaje que poco a poco se me olvidaron los inconvenientes con los que me encontraría.

Felicity acudió a Londres tal y como había prometido y se dedicó de lleno a la tarea de encontrarme las ropas adecuadas. Me di cuenta de que me consideraba de un modo diferente, ahora que ya no era una joven escolar.

—Tienes un cabello de lo más impresionante —me aseguró—. Es tu mayor ventaja. Debemos planificar las cosas teniéndolo en cuenta.

—¿Mi cabello?

No se me había ocurrido pensarlo. Era un cabello inusualmente bonito, largo, liso y abundante.

—Es de color trigueño —siguió diciendo Felicity—. Es realmente muy atractivo. Puedes hacer con él toda clase de cosas. Te lo puedes peinar en alto cuando quieras un aspecto más digno, o sujetarlo con una cinta, o hacerte una trenza cuando quieras parecer coqueta. Puedes divertirte mucho arreglándotelo de formas diferentes. En cuanto a los vestidos, nos concentraremos en el color azul para que haga juego con tus ojos.

Mis padres se habían marchado a Oxford, de modo que volvimos a nuestras antiguas costumbres y comíamos en la cocina. Fue como en los viejos tiempos, y le pedimos al señor Dolland que representara sus papeles de Hamlet o Enrique V, o de los personajes de Las campanas, en recuerdo de otras épocas.

Echamos de menos a Nanny Pollock, pero le escribí una carta contándole las nuevas. Ella se sentía ahora muy feliz, completamente absorbida por la pequeña Evelyn, que era un pequeño «diablillo», y que le recordaba cómo había sido yo cuando tenía su edad.

Desfilé por la cocina con mis nuevos vestidos, arrancando exclamaciones de sorpresa a Meg y a Emily, y unos pocos comentarios cáusticos de la señora Harlow, que murmuró algo relacionado con las costumbres de los nuevos tiempos.

Fue un período muy feliz, y de vez en cuando se me ocurrió pensar que los preparativos para el viaje podrían ser incluso mucho más agradables que el viaje en sí.

Me despedí apenada de Felicity, que regresó a Oxford. Se acercaba con rapidez el día en que tendríamos que dirigirnos a Tilbury para embarcar en el Atlantic Star.

En la cocina no se hablaba de otra cosa que del inminente viaje. Ninguno de ellos había salido del país, ni siquiera el señor Dolland, aunque en cierta ocasión estuvo a punto de ir a Irlanda; pero eso, como señaló la señora Harlow, estaba casi a un tiro de piedra. Yo iba a conocer países realmente extraños, y eso podía ser peligroso.

La señora Harlow comentó que una nunca sabía bien dónde estaba con los extranjeros, y que yo iba a conocer a muchos. Ella, desde luego, no habría deseado hacer ese viaje, aunque le hubieran dado cien libras.

—Bueno, nadie le va a dar cien libras por viajar al extranjero, señora Harlow —comentó Meg—. Así que está usted a salvo.

La señora Harlow miró con aspereza a Meg, quien, según ella, siempre se mostraba demasiado altiva.

No obstante, la permanente conversación sobre el viaje, sus atractivos y sus inconvenientes quedó repentinamente ensombrecida por un asesinato.

La primera noticia que tuvimos al respecto se la oímos gritar a los vendedores de periódicos en las calles: «Horrible asesinato. Un hombre muerto encontrado en una granja abandonada, con la cabeza destrozada de un disparo».

Emily fue a comprar un periódico, y el señor Dolland se sentó ante la mesa, se puso las gafas y nos leyó lo ocurrido.

La noticia del asesinato era lo más importante que publicaba el periódico. Se le conoció con el nombre de asesinato de Bindon Boys, y la prensa trataba el tema de un modo sensacionalista, de forma que la gente que lo leyera se preguntara qué iba a suceder a continuación.

El señor Dolland tenía sus propias teorías, y la señora Harlow reconoció que él tenía tanta idea sobre lo sucedido como la propia policía. Ello se debía a las numerosas obras de teatro que conocía, muchas de las cuales tenían relación con asesinatos.

—Admito que deberían llamarle a usted —afirmó—. No tardaría en proporcionarles algunas pistas.

Rodeado por la gloria de tal admiración, el señor Dolland, sentado ante la mesa, expuso sus puntos de vista.

—Tiene que haber sido ese joven —dijo—. Todo le señala a él. Vivía con la familia y, sin embargo, no pertenecía a ella. Eso puede ser algo engañoso.

—Me pregunto por qué vivía con esa familia —dije.

—Parece ser que se trata de un hijo adoptivo. Supongo que tuvo celos del otro joven. Los celos pueden llevar muy lejos a las personas.

—Pues yo nunca soportaría una casa vacía —dijo la señora Harlow—. Me da escalofríos.

—Según dicen los periódicos, acudió a esa granja abandonada, la de Bindon Boys, y fue allí donde le disparó —siguió diciendo el señor Dolland—. Ese tal Cosmo era el hijo mayor, y eso debió de determinar que el joven sintiera celos, ya que él era un marginado. Además, estaba esa viuda…, la llamada Mirabel. Él la quería para sí, y resulta que el tal Cosmo se la lleva. Bueno, ahí está el móvil. El joven atrae a Cosmo a la granja abandonada y allí lo mata.

—Podría haber salido de allí sin ser descubierto —dije—, de no haber sido por el hermano menor, Tristan… ¿no se llama así?…, si Tristan no hubiera llegado ni le hubiera descubierto con las manos manchadas de sangre.

Yo misma leí la historia. Había dos hijos de sir Edward Perrivale —Cosmo y Tristan—, y en la casa también estaba Simon, el hijo adoptivo, llevado allí cuando solo tenía cinco años. Simon había sido educado como un miembro más de la familia, según apuntaban todos los indicios, a pesar de lo cual él siempre había tenido conciencia de no pertenecer del todo a la familia.

Sir Edward era un hombre enfermo y, de hecho, ya había muerto cuando se produjo el asesinato, de modo que probablemente no se había dado cuenta de nada. Bindon Boys —conocida originalmente como Bindon Bois, según afirmaba la prensa— era una granja situada en la propiedad Perrivale. Necesitaba ser reparada. Los tres hombres jóvenes se preocupaban de la dirección de la propiedad, bastante grande, situada en la costa de Cornualles. Se abrigaba la sospecha de que Simon había atraído a Cosmo a la granja medio en ruinas, donde le disparó, matándolo. Probablemente tenía intención de ocultar cadáver, pero en ese momento llegó Tristan y lo descubrió con el arma en la mano. Al parecer, Cosmo tenía muchos motivos para cometer el asesinato. El hijo adoptivo debió de sentirse muy celoso de los otros dos; por lo visto, se había enamorado de la viuda con la que Cosmo se había comprometido en matrimonio.

Aquel suceso fue un gran motivo de conversación para todos los sirvientes, y debo admitir que yo también empecé a sentirme interesada por el asunto.

Quizá empezaba a sentirme un tanto inquieta ante el inminente viaje con mis padres, y aproveché la oportunidad para fijar mi atención en algo distinto. Me sentía casi tan animada como cualquiera de ellos cuando nos sentábamos alrededor de la mesa, en la cocina, y escuchábamos al señor Dolland lanzar invectivas contra Scotland Yard.

—Se trata de lo que ellos llaman un caso abierto y cerrado —afirmó.

—Sería un buen argumento para una obra de teatro —dijo la señora Harlow.

—Bueno, no estoy tan seguro de eso —replicó el señor Dolland—. En este caso ya se sabe desde el principio la identidad del asesino. En una obra de teatro tienen que plantearse numerosos interrogantes y pistas, hasta llegar a un final sorprendente.

—Quizá las cosas no sean tan sencillas como parecen —sugerí—. Podría «parecer» que Simon lo ha hecho…, pero él se declara inocente.

—Bueno, jamás lo admitiría, ¿no le parece? —Intervino la señora Harlow—. Todos dicen lo mismo para salvarse, y le echan la culpa a otro.

El señor Dolland se presionó las palmas de las manos y levantó la mirada hacia el techo.

—Consideremos los hechos —dijo—. Un hombre introduce en su casa a un extraño, y lo trata como si fuera un hijo. Los otros no lo quieren allí…, y en el chico se despierta el rencor porque no se le trata como a los demás miembros de la familia. Un rencor que va aumentando con el transcurso de los años. En esa casa tuvo que haber odio. Después, el asunto de la viuda. Cosmo iba a casarse con ella. Y como entre los dos jóvenes siempre existió ese sentimiento de odio… el hijo adoptivo asesina a Cosmo y entonces aparece Tristan y lo descubre.

—¡Qué nombres más extraños! —Dijo Meg con una ligera risita—. Siempre me han gustado esa clase de nombres.

Ignoramos la interrupción y esperamos a que el señor Dolland prosiguiera.

—En cuanto al asunto de la viuda, pudo haber sido la gota que colmara el vaso. Cosmo se lo llevaba todo. ¿Y qué le tocaba a Simon? No dejaba de ser más que un sirviente bien tratado. Surge entonces el resentimiento. Ahí tienen ustedes al asesino que lo ha planeado todo. Ah…, pero antes de poder ocultar el cadáver aparece Tristan y echa a perder el plan. En las obras de teatro, los asesinos siempre cometen errores. Tienen que cometerlos, ya que en caso contrario no habría obra de teatro…, y las obras de teatro se basan siempre en la vida real.

Todas estábamos pendientes de sus palabras.

—No puedo dejar de sentir pena por Simon —dijo Emily.

—¡Sentir pena por un asesino! —Exclamó la señora Harlow—. Está fuera de sus casillas, muchacha. ¿Le gustaría que ese joven viniera y le metiera una bala en la cabeza?

—Pero él no haría una cosa así, ¿verdad? Yo no soy Cosmo.

—Tiene usted mucha suerte de no serlo —dijo la señora Harlow—. Y no interrumpa al señor Dolland.

—Lo único que podemos hacer es esperar y ver qué pasa —dijo este.

No tuvimos que esperar mucho tiempo. Los vendedores de periódicos no tardaron en gritar por las calles: «Giro dramático en el caso de Bindon Boys. Léalo todo sobre el caso».

Y así lo hicimos… con avidez. Al parecer, la policía había tomado la decisión de detener a Simon Perrivale. El señor Dolland no comprendía cómo se habían retrasado tanto. El caso era que, cuando fueron a detenerlo, Simon había desaparecido.

«¿Dónde está Simon Perrivale? —Preguntaban los titulares de prensa—. ¿Ha visto usted a este hombre? La policía sigue sus huellas. Se espera una detención inminente».

—De modo que ha escapado —dijo el señor Dolland—. No podría haber dicho de un modo más claro: «Soy culpable». Pero no teman, lo encontrarán.

—Así debemos esperarlo —añadió la señora Harlow—. Una no puede sentirse segura en la cama por las noches cuando los asesinos andan sueltos por ahí.

—No tendría ningún motivo para asesinarla a usted, señora Harlow —comentó Meg.

—Pues yo no confiaría en él lo más mínimo.

—No tardarán en encontrarlo —dijo el señor Dolland tranquilizadoramente—. Estarán buscándolo por todas partes.

Pero los días fueron pasando sin que apareciera la noticia de su detención.

Después, el caso dejó de ocupar los titulares de prensa. Su lugar fue ocupado por las bodas de oro de la reina, y ya no hubo espacio para un sórdido asesinato cuyo principal sospechoso había desaparecido. Sin duda, en cuanto fuera detenido el tema ocuparía de nuevo las primeras páginas de los periódicos, pero, mientras tanto, las noticias y comentarios sobre el caso de Bindon Boys quedaron relegados a las páginas interiores.

Tres días antes de nuestra partida recibimos una visita. Yo estaba en mi dormitorio cuando mis padres enviaron a buscarme. Debía bajar al salón enseguida. Allí me esperaba una sorpresa. En cuanto entré, Lucas Lorimer se adelantó hacia mí para saludarme.

—El señor Lorimer me ha comentado que os conocisteis en casa de los Grafton —dijo mi madre.

—Sí, así fue —dije, demostrando con ingenuidad el placer que me producía la visita.

Lucas me tomó de la mano y sonrió, mirándome a los ojos.

—Fue un verdadero placer conocer a la hija del profesor Cranleigh —dijo, mostrándose cortés con mi padre y conmigo al mismo tiempo.

Mis padres sonreían, mirándome con expresión indulgente.

—Tenemos buenas noticias —dijo entonces mi padre.

Los tres me miraron, como si estuvieran a punto de cerrar un trato con un niño en una tienda de juguetes.

—El señor Lorimer viajará en el Atlantic Star —informó mi madre.

—¿De veras? —exclamé, gratamente sorprendida.

—Ha sido una gran sorpresa para mí, y también un gran honor —dijo Lucas Lorimer asintiendo con un gesto—. Se me ha pedido dar una charla acerca de mi descubrimiento, al mismo tiempo que el profesor Cranleigh pronunciara su conferencia.

Me sentí a punto de echarme a reír de felicidad. Me agradó la sutil distinción entre «charla» y «conferencia». No podía creer que él fuera tan modesto como daban a entender sus palabras. De algún modo, la mirada de sus ojos no concordaba con ellas.

—De modo que el señor Lorimer viajará con nosotros en el Atlantic Star —siguió diciendo mi padre.

—Eso será muy agradable —dije, en honor a la verdad.

—No puede usted imaginarse lo encantado que me siento de ir —dijo él—. He pensado a menudo que tuve mucha suerte cuando hice aquel descubrimiento en el jardín.

Mi padre sonrió con cierta condescendencia, y comentó que el mensaje existente en la piedra descubierta resultaba difícil de descifrar…, no en cuanto a los jeroglíficos, claro, sino en cuanto a su significado… exacto. Siguió diciendo que aquello era algo típico de la mentalidad egipcia. Siempre estaba cargada de misteriosa oscuridad.

—Pero eso es precisamente lo que lo hace mucho más interesante —indicó Lucas Lorimer.

—Ha sido muy amable por su parte acudir a comunicarnos la invitación que ha recibido —siguió diciendo mi padre—, y su decisión de aceptarla.

—Mi querido profesor, ¿cómo podría haberme negado a compartir el estrado con usted…? Bueno, «compartir» no es la expresión exacta. Debería decir más bien que se me ha permitido seguir sus pasos.

Evidentemente, mis padres se sentían encantados. Eso podía hacerles salir un poco de la enrarecida atmósfera en la que solían vivir, para intercambiar unas pocas frases de adulación.

Lucas Lorimer fue invitado a quedarse a almorzar. Seguimos hablando del viaje y mi padre, animado por mi madre, también habló de las conferencias que pronunciaría en Sudáfrica y Estados Unidos.

Yo no podía dejar de pensar: «Él estará con nosotros en el barco. Nos acompañará a lugares desconocidos». A partir de ese momento, la perspectiva del viaje provocó una considerable excitación en mí.

En cierto modo, fue lo suficiente para eliminar mis inquietudes.

Sin lugar a dudas, la presencia de Lucas Lorimer añadiría algo de pimienta a la aventura.

*****

Abordar un barco por primera vez significó para mí una experiencia muy estimulante. Viajé a Tilbury en compañía de mis padres y escuché algo aburrida su conversación, centrada casi exclusivamente en las conferencias que pronunciaría mi padre. No obstante, eso me tranquilizó, ya que me evitaba la tensión de tener que participar en la conversación. Mi padre también habló de Lucas Lorimer, y se preguntó cómo se valoraría su «charla».

—Evidentemente, solo tendrá un conocimiento muy superficial sobre el tema, pero he oído decir que tiene una forma muy amena de presentarlo. Quizá no sea la forma más correcta, pero un poco de ligereza puede parecer aceptable de vez en cuando.

—Espero que se dirija a personas entendidas en la materia —comentó mi madre.

—Oh, sí —afirmó mi padre, sonriéndome—. Si hay alguna pregunta que quieras plantear, no dudes en hacerlo, Rosetta.

—Sí —añadió mi madre—, con un poco de conocimiento sobre el tema disfrutarías mucho más de las conferencias.

Les di las gracias y me imaginé que, después de todo, no se sentían tan insatisfechos de mí.

Me asignaron un camarote contiguo al de mis padres, que compartiría con una joven que viajaba a Sudáfrica para reunirse con sus padres, propietarios de una granja. Ella acababa de terminar sus estudios, y ambas teníamos la misma edad. Se llamaba Mary Kelpin y era bastante agradable. Había hecho el mismo viaje en varias ocasiones y sabía mucho más que yo.

Eligió la litera inferior, y a mí no me importó en absoluto. Pensé que me habría sentido un poco rígida si hubiera tenido que dormir abajo. Mary dividió escrupulosamente el armario que debíamos compartir, y pensé que nos llevaríamos bien, al menos durante el viaje.

Nos hicimos a la mar a primeras horas de la noche, y Lucas Lorimer nos encontró casi de inmediato. Escuché su voz en el camarote de mis padres. Sin embargo, no me reuní con ellos y preferí explorar el barco. Subí a los salones y salí a cubierta para echar un último vistazo a los muelles, antes de alejarnos. Estaba inclinada sobre la barandilla, observando la actividad que había en tierra, cuando Lucas Lorimer se me acercó.

—Suponía que estaría usted aquí —me dijo—. Pensé que querría ver zarpar el barco.

—Así es, en efecto.

—¿No le parece divertido que hagamos el viaje juntos?

—¿Divertido?

—Estoy seguro de que así será. Es una deliciosa coincidencia.

—Todo ha sucedido de un modo muy natural. ¿Le parece que es una coincidencia?

—Ya veo que es usted muy sutil en el empleo del lenguaje. Debería ayudarme a preparar mi charla.

—¿No la ha preparado todavía? Mi padre lleva trabajando en su conferencia desde hace mucho tiempo.

—Él es un profesional. Mi charla será muy diferente. Hablaré sobre el misticismo de Oriente. Intentaré darle un toque de Las mil y una noches.

—No olvide que se estará dirigiendo a expertos.

—Oh, confío en atraer a un auditorio mucho más amplio…, a personas imaginativas y románticas.

—Estoy segura de que lo conseguirá.

—Me alegra mucho que viajemos juntos —dijo—. Ahora ya no es usted una escolar… Eso es algo excitante, ¿no le parece?

—Sí, supongo que sí.

—Está a punto de cruzar el umbral de la vida… y de la aventura. —Se oyó entonces el sonido de una sirena—. Creo que eso significa que estamos a punto de hacernos a la mar. Sí, así es. Adieu, Inglaterra. Sean bienvenidos los nuevos países…, los nuevos paisajes…, las nuevas aventuras.

Se echó a reír. Yo me sentí entusiasmada y contenta de que él estuviera con nosotros.

Y continué sintiéndome así. Mis padres fueron mimados por el capitán y algunos viajeros. No tardó en extenderse la noticia de que se dirigían a Ciudad del Cabo y Estados Unidos para dar varias conferencias, y a partir de entonces fueron considerados con cierto respeto. Lucas adquirió una gran popularidad y su presencia era solicitada con frecuencia. Yo sabía muy bien por qué. Era una persona sin inhibiciones que, en cuanto llegaba a un grupo de gente, despertaba las risas y la animación general. Tenía habilidad para conseguir que todo pareciera divertido.

Se mostraba encantador conmigo, pero también con todo el mundo. Pasaba por la vida con suavidad y facilidad, y supongo que seguía su propio camino gracias a ese raro don suyo.

Mi compañera de camarote quedó muy impresionada.

—¡Qué hombre tan encantador! —me dijo—. Y tú le conocías antes de subir a bordo. ¡Qué suerte!

—Bueno, le conocí durante una cena y charlamos un rato, y después nos visitó para decirnos que también viajaría en este barco.

—Supongo que eso se debe a tu padre.

—¿Qué quieres decir?

—Que se muestra muy amistoso.

—Es amistoso con todo el mundo.

—Es muy atractivo…, demasiado atractivo —añadió enigmáticamente, mirándome con expresión especuladora.

Parecía considerarme una inocentona, debido quizá a que, ingenuamente, le dije que había interrumpido mi curso escolar para hacer aquel viaje. Ella había terminado sus estudios el año anterior, de modo que debía de ser un año mayor que yo.

Se me ocurrió que me estaba advirtiendo sutilmente que me cuidara de Lucas. No había necesidad alguna, y así me habría gustado decírselo, pero temí mostrarme demasiado brusca. Sin embargo, tenía razón en una cosa: yo era bastante ignorante en cuanto a la forma de actuar en el mundo.

A pesar de todo, el tiempo que pasaba en compañía de Lucas era muy agradable.

Durante los primeros días encontramos un lugar protegido en cubierta, pues el mar estaba un poco picado y hacía bastante viento. Mis padres se pasaban la mayor parte del tiempo en el camarote, dejándome en libertad para explorar.

Así lo hice, con mucho interés, y no tardé en conocer bien el barco. El pequeño camarote me parecía muy reducido, sobre todo porque debía compartirlo con la locuaz y algo paternalista Mary. Me gustaba salir todo lo posible. La litera superior me pareció un poco incómoda. Me despertaba temprano y permanecía tumbada, en espera de que llegara el momento de levantarse.

Después, descubrí que podía bajar la escalerilla sin despertar a Mary. Me vestía con sigilo y salía a cubierta. Las primeras horas de la mañana eran muy estimulantes. Me sentaba en el lugar protegido y contemplaba el mar, viendo cómo salía el sol. Me encantaba observar el cielo matutino, a veces de un delicado color perla, y otras de un rojo sangriento. Imaginaba ver figuras en las formaciones de nubes, a medida que se desplazaban por el cielo, y escuchaba el sonido de las olas rompiendo contra los flancos del buque. En ningún otro momento del día era igual que durante las primeras horas de la mañana.

Un hombre vestido con un impermeable azul solía fregar la parte de cubierta donde yo me sentaba cada mañana. Entablé cierta amistad con él…, si es que se puede denominar así. El hombre se acercaba con la fregona y el cubo, mojaba la cubierta y se dedicaba a fregar.

La cubierta solía estar desierta a aquellas horas de la mañana.

—Buenos días —le saludé—. He salido a respirar un poco de aire fresco. Se está bastante incómoda en el camarote.

—Oh, sí —asintió, y continuó fregando.

—¿Le molesto? Será mejor que cambie de sitio.

—Oh, no. Está bien donde está. Continuaré y más tarde haré ese trozo.

Tenía una voz cultivada, aunque sin ningún acento. Le observé: era bastante alto, de pelo ligeramente castaño y ojos muy tristes.

—No se encontrará usted con mucha gente por cubierta a estas horas —dije.

—No.

—Supongo que se imaginará que estoy loca.

—No…, no. Comprendo que quiera respirar aire fresco. Y este es el mejor momento del día.

—Oh, en eso sí que estoy de acuerdo.

Insistí en cambiar de sitio. Él me trasladó la tumbona y siguió fregando.

Eso ocurrió la primera mañana que le vi, y al día siguiente volví a encontrármelo. A la tercera mañana, tuve la impresión de que me buscaba. No eran exactamente citas, pero parecía como si nuestros encuentros se hubieran convertido en parte del ritual diario. Intercambiábamos unas palabras. «Buenos días… Hoy hace un bonito día», y cosas así. Él siempre mantenía la cabeza baja cuando fregaba, como si estuviera absorto por completo en lo que estaba haciendo.

—Le gusta a usted el mar, ¿verdad? —me preguntó la cuarta mañana.

Dije que así lo creía, aunque no estaba muy segura, puesto que era la primera vez que viajaba por mar.

—Se apodera de uno… —prosiguió—. Es fascinante. Puede cambiar con tanta rapidez…

—Como la propia vida —dije, pensando en los cambios que se habían producido en la mía. Él no contestó a mi observación, y seguí diciendo—: Supongo que tendrá usted una gran experiencia en el mar, ¿verdad?

Sacudió la cabeza con un gesto negativo y se alejó.

El momento del almuerzo y el de la cena eran muy interesantes. Lucas Lorimer, como amigo que era, se sentaba a nuestra mesa, y el capitán Graysom había adquirido la costumbre de sentarse alternativamente a las mesas de sus pasajeros, de modo que pudiera conocer a la mayoría durante el viaje. Tenía muchas historias que contar sobre sus aventuras en el mar, y esa feliz costumbre suya nos permitió a todos escucharlas.

—Para él es muy fácil —comentó Lucas—. Tiene su repertorio, y solo necesita representar su papel en cada mesa. Se habrá usted dado cuenta de que sabe perfectamente dónde debe detenerse para permitir que los demás se rían y obtener así los mejores efectos dramáticos.

—Usted también es un poco así —le dije—. Oh, no me refiero a las repeticiones, pero sabe en qué momento debe introducir una pausa.

—Veo que me conoce usted muy bien, demasiado para sentirme aliviado.

—En tal caso, permítame que le tranquilice. Creo que uno de los mayores dones que se pueden poseer es la habilidad para hacer reír a los demás.

Me tomó la mano y la besó. Mis padres, que estaban sentados a la mesa cuando mantuvimos esa conversación, quedaron un tanto sorprendidos. Creo que fue entonces cuando se les ocurrió por primera vez que yo estaba creciendo.

Lucas y yo dábamos un paseo por cubierta cuando nos encontramos con el capitán Graysom. El capitán solía recorrer el barco cada día, imagino que para asegurarse de que todo estaba en orden.

—¿Va todo bien? —preguntó al acercarse.

—Muy bien —contestó Lucas.

—¿Acostumbrando las piernas al balanceo? No siempre se consigue enseguida. Pero hemos tenido suerte con el tiempo…, por ahora.

—¿Quiere decir que no vamos a continuar así? —pregunté.

—Se necesitaría ser mucho más sabio que yo para contestar a eso, señorita Cranleigh. Lo único que podemos hacer es pronosticar el tiempo…, y no siempre con absoluta seguridad. El tiempo es impredecible. Cuando todas las señales parecen buenas, surge de pronto un imprevisto en el horizonte y echa por tierra todas las previsiones.

—Las cosas pronosticadas pueden ser un poco aburridas —observó Lucas—. Siempre hay cierta atracción en lo inesperado.

—No estoy muy seguro de que eso se pueda aplicar al tiempo —replicó el capitán—. No tardaremos en llegar a Madeira. ¿Bajarán ustedes a tierra?

—¡Oh, sí! —exclamé—. Espero con ilusión ese momento.

—Es una lástima que solo podamos estar allí un día —dijo Lucas.

—El tiempo suficiente para cargar provisiones. Les gustará la isla. Deben ustedes probar el vino. Es muy bueno.

Después, el capitán nos dejó.

—¿Qué planes tiene usted para Madeira? —me preguntó Lucas.

—Mis padres todavía no me han dicho nada.

—Me encantaría acompañarla a visitar el lugar.

—Oh, gracias. ¿Conoce usted la isla?

—Sí —contestó—. De modo que estará usted segura.

*****

Fue verdaderamente excitante despertarse aquella mañana y divisar tierra. Subí a cubierta muy temprano para observar cómo nos acercábamos. Vi la isla, cubierta de vegetación, surgiendo de un mar de un cristalino color azul marino. El sol era cálido y no había viento que agitara las olas.

Mi padre estaba ligeramente resfriado y decidió quedarse a bordo; tenía muchas cosas de que ocuparse; y mi madre prefirió permanecer con él. Pensaron que sería una idea excelente que yo bajara a tierra en compañía del señor Lorimer, que se ofreció con amabilidad para acompañarme.

Me sentí contenta, y algo culpable al pensar que sería mucho más divertido sin la presencia de mis padres. Lucas no dijo nada al respecto, pero estoy segura de que también compartía mi punto de vista.

—Como ya he estado aquí antes, creo conocer un poco el lugar —me dijo—. De todos modos, si hubiera algo que yo ignorara…

—Lo cual no es nada probable…

—Lo descubriremos juntos —concluyó.

Y desembarcamos con ese propósito.

Aspiré profundamente el aire, que parecía perfumado por las flores. De hecho, todo estaba lleno de flores de brillantes colores: las ventanas de las casas, los jardines, las macetas, y hasta encima de las mesas.

La luz del sol, los gritos de la gente en una lengua extraña —creo que portugués— mientras ofrecían sus mercancías, la excitación propia de sentirme en un país extranjero, y la compañía de Lucas Lorimer, todo ello hizo que me diera cuenta de que estaba disfrutando como no lo conseguía desde hacía mucho tiempo.

Fue un día para recordar. Lucas fue el compañero perfecto. Sus sonrisas encantaban a la gente allí adónde fuéramos, y pensé que era una de las personas más agradables que había conocido.

Desde luego, sabía muchas cosas sobre aquel lugar.

—Es bastante pequeño —me dijo—. Estuve aquí una semana, y en ese corto lapso de tiempo pude ir a casi todas partes.

Alquiló uno de los carruajes tirados por un novillo y cruzamos la ciudad. Pasamos ante la catedral, donde le pedimos al cochero que se detuviera para explorarla, y también por el mercado, lleno de flores, cestos, objetos de mimbre, mesas y sillas.

Desde la ciudad vimos el Atlantic Star, anclado a cierta distancia de la costa, y las lanchas que transportaban a los pasajeros desde el barco hasta la costa y viceversa.

Lucas dijo que debíamos probar el vino y entramos en una bodega, donde nos sentamos a una pequeña mesa alargada. Nos sirvieron copas que contenían una pequeña muestra de vino de Madeira, con la esperanza, supongo, de que nos gustaría tanto que compraríamos algo.

La bodega estaba en semipenumbra, produciendo un fuerte contraste con la brillante luz del sol. Nos sentamos y nos observamos. Lucas levantó su copa.

—Por usted…, por nosotros…, y por muchos días como este.

—Creo que la siguiente parada será ya en Ciudad del Cabo. —Bueno, es posible que tengamos oportunidad de repetir esta placentera excursión cuando estemos allí.

—Estará usted muy ocupado con su conferencia.

—No la llame conferencia, por favor. Eso solo se aplica cuando el contenido es erudito. Hace que suene demasiado grave. Hay ciertas connotaciones en esa palabra… Puede significar una conversación muy seria, como una especie de reprimenda. Cuando me pidieron que diera una charla tenían la intención de ofrecerla como un ligero contraste con respecto a la conferencia del profesor. Me sentí honrado…, y mire por dónde, eso ha conducido aquí. De modo que dejémoslo en charla. Es mucho más sencillo así. En realidad, tengo la impresión de que sus padres quedarán conmocionados cuando la escuchen. Hablaré de cosas bastante horripilantes, como maldiciones y profanadores de tumbas.

—Es posible que la gente prefiera escuchar esa clase de cosas antes que…

—No voy a permitir que eso me preocupe. Si no les gusta, me parecerá muy bien. Así que… me niego a hacer ninguna clase de preparativos capaces de ensombrecer el placer que siento. El hecho de que viajemos juntos ha sido una gran suerte.

—Para mí es muy agradable, desde luego.

—Nos estamos poniendo sentimentales. Quizá se deba al vino. Es bueno, ¿verdad? Tenemos que comprar una botella, para demostrar así lo mucho que apreciamos que nos lo hayan dado a catar.

—Confío en que les salgan a cuenta todos los vasos gratuitos que dan.

—Así tiene que ser para que puedan seguir conservando la antigua costumbre, ¿no le parece? Por lo demás, resulta muy agradable estar sentado aquí, en esta sala en semipenumbra, y en estas sillas tan incómodas, bebiendo su excelente vino de Madeira.

Algunos de los viajeros del barco entraron en la bodega. Intercambiamos saludos. Todos parecían estar disfrutando de la excursión.

En aquel momento, un hombre joven pasó junto a nuestra mesa.

—Hola —le dijo Lucas. El joven se detuvo—. Oh —añadió Lucas—, creí que lo conocía.

El joven miró a Lucas con fijeza, y entonces yo le reconocí. No me había dado cuenta antes porque ahora no llevaba el impermeable azul con el que siempre le había visto. Se trataba del mismo joven que cada día se dedicaba a fregar la cubierta por la mañana.

—No —dijo—, no creo…

—Lo siento. Simplemente creí haberle visto en alguna otra parte.

—Tienen que haberse visto ustedes a bordo —dije, sonriendo.

El tripulante se había puesto algo tenso y observaba a Lucas con lo que a mí me pareció un atisbo de inquietud.

—Probablemente —asintió Lucas.

El joven siguió su camino y se sentó a una mesa situada en el rincón más alejado y oscuro de la bodega.

—Es uno de los tripulantes del barco —le susurré a Lucas.

—Parece que lo conoce usted.

—Me lo he encontrado algunas mañanas. Suelo levantarme temprano para ver la salida del sol, y ese es el momento en que él se dedica a fregar la cubierta.

—No me da la impresión de que sea un fregachín de cubierta.

—Eso es porque no lleva puesto el impermeable.

—Bueno, en todo caso, gracias por dármelo a conocer. El pobre muchacho pareció algo azorado. Confío en que disfrute del vino tanto como yo. Vamos, compremos una botella para llevarla al barco. Quizá sería mejor comprar dos. Tomaremos una esta noche, durante la cena.

Compramos el vino y salimos a la luz del sol.

Regresamos caminando con lentitud hacia donde atracaba la lancha que nos llevaría de regreso al barco. Ya en el muelle, nos detuvimos ante una tienda y Lucas me compró un bolso muy bordado con flores escarlatas y azules.

—Un recuerdo de un día feliz —me dijo—. Una forma de agradecerle el que me haya permitido compartirlo con usted.

Qué galante y encantador era; desde luego, había pasado un día muy feliz a su lado.

—Lo recordaré siempre que vea este bolso —le dije—. Las flores…, el paseo en carruaje y el vino.

—Y hasta el fregachín de cubierta.

—Recordaré cada uno de los minutos de este día —le aseguré.

*****

Las amistades se desarrollan con rapidez en el mar.

Después de Madeira disfrutamos de un tiempo apacible y de un mar en calma. Lucas y yo nos convertimos en amigos más firmes desde el día que pasamos juntos en tierra. Nos encontrábamos con regularidad en cubierta, sin establecer para ello ninguna cita previa. Él se sentaba a mi lado y hablaba de todo tipo de cosas mientras contemplábamos cómo el mar se deslizaba con suavidad ante nosotros.

Me contó muchas cosas personales, de cómo había roto la tradición familiar que obligaba a que uno de los hijos siguiera la carrera militar. Pero aquello no era para él. En realidad, no estaba muy seguro de saber lo que le gustaba. Era inquieto, y viajaba bastante, habitualmente en compañía de Dick Duvane, su antiguo ordenanza y amigo. Dick abandonó el ejército al mismo tiempo que él y desde entonces ambos permanecieron juntos. Dick estaba ahora en Cornualles, trabajando en la propiedad familiar, a la que Lucas suponía que también tendría que acudir algún día.

—Pero, por el momento, no estoy seguro —dijo—. En esa propiedad hay trabajo suficiente para mantenernos ocupados tanto a mi hermano como a mí. Supongo que todo habría resultado diferente si yo hubiera sido el heredero. Pero mi hermano Carleton está a cargo de todo, y él es el señor perfecto…, algo que yo jamás habría podido ser. Mi hermano es el mejor tipo del mundo, pero a mí no me gusta ser un segundón. Es algo que va en contra de mi naturaleza arrogante. De modo que… desde que dejé el ejército me he dedicado a dar vueltas por ahí. He viajado mucho. Egipto siempre me ha fascinado y cuando descubrí la piedra en el jardín, me pareció una señal del destino. Y así fue, porque aquí estoy ahora, viajando en compañía de personas tan importantes como sus padres…, y, desde luego, con su encantadora hija. Y todo ello se lo debo a haber encontrado una piedra en el jardín. Pero no hago más que hablar de mí mismo. ¿Qué me dice de usted? ¿Cuáles son sus planes?

—No he hecho ninguno. He dejado la escuela para hacer este viaje. ¡Quién sabe lo que me reserva el futuro!

—Nadie puede estar seguro de eso, claro, pero a veces uno tiene la posibilidad de moldearlo.

—¿Ha moldeado usted el suyo?

—Estoy empeñado en ello.

—Y la propiedad de su hermano está en Cornualles.

—Así es. En realidad, no se halla muy lejos de ese lugar que últimamente ha aparecido tanto en los periódicos.

—Oh…

—¿Ha leído usted algo sobre el joven que estuvo a punto de ser detenido y desapareció?

—Oh, sí. Lo recuerdo. ¿No se llamaba Simon… y algo más? Perrivale, ¿no?

—En efecto. Tomó su apellido del hombre que lo adoptó, sir Edward Perrivale. Ese lugar está situado a unos diez kilómetros de nuestra propiedad. Se llama Perrivale Court. Se trata de una maravillosa mansión antigua. Fui allí una vez…, hace ya mucho tiempo. Mi visita estuvo relacionada con algo del vecindario, en lo que estaba involucrado mi padre y que le interesaba a sir Edward. Fui en compañía de mi padre. Lo recordé todo cuando por los periódicos me enteré de lo sucedido. Había dos hermanos y un joven adoptado. Todos nos sentimos conmocionados cuando lo leímos. Uno no espera que esa clase de cosas le suceda a personas conocidas…, aunque solo sea superficialmente.

—Qué interesante. En nuestra casa se habló mucho del caso…, entre los sirvientes…, no con mis padres.

Mientras hablábamos pasó el fregador de cubierta, empujando un carrito con botellas de cerveza.

—Buenos días —lo saludé.

Me saludó con un gesto de la cabeza y continuó su camino.

—¿Es un amigo suyo? —me preguntó Lucas.

—Es el tripulante encargado de fregar la cubierta. ¿Recuerda que nos lo encontramos en la bodega?

—Oh, sí…, ahora recuerdo. Parece un poco hosco, ¿no le parece?

—Posiblemente sea algo reservado. Quizá se deba a que no se les permite hablar con los pasajeros.

—Parece diferente a los demás tripulantes.

—Sí, yo también lo creo así. Nunca dice nada más que «Buenos días», y a veces hace algún pequeño comentario sobre el tiempo.

Apartamos a aquel hombre de nuestros pensamientos y hablamos de otras cosas. Lucas me habló de la propiedad en Cornualles y de algunas personas excéntricas que vivían por allí. Yo le hablé de mi vida en casa, de las actuaciones del señor Dolland, y él se echó a reír cuando le describí algunas escenas de nuestra vida en la cocina.

—Da la impresión de que las ha disfrutado usted mucho.

Y así seguimos hablando.

Al día siguiente, cuando ocupé mi asiento en cubierta a primeras horas de la mañana, volví a ver al fregador pero él no se me acercó.

*****

Nos dirigíamos hacia Ciudad del Cabo y el viento arreció durante todo el día. Yo apenas había visto a mis padres. Se pasaban buena parte del tiempo encerrados en su camarote. Mi padre se dedicaba a corregir su conferencia y a trabajar en su libro, y mi madre le ayudaba. Los veía durante las comidas, momentos en los que ellos me observaban con aquella expresión benévola y ausente a la que ya me había acostumbrado. Mi padre me dijo que si me aburría podía acudir a su camarote, donde me daría algo para leer. Le aseguré que estaba disfrutando de la vida a bordo, que ya tenía algo para leer y que el señor Lorimer y yo nos habíamos hecho buenos amigos. Eso pareció tranquilizarlos un poco y ambos regresaron a su trabajo.

El capitán, que a veces cenaba con nosotros, nos dijo que cerca de Ciudad del Cabo se formaban algunas de las peores tormentas que había visto jamás. Los antiguos marinos lo conocían como el cabo de las Tormentas. En cualquier caso, a partir de ese momento ya no podríamos disfrutar del buen tiempo reinante hasta entonces. Debíamos prepararnos para lo peor en compensación de lo bien que había ido la travesía, aunque habríamos preferido que todo continuara igual.

Mis padres siguieron encerrados en su camarote, pero yo sentí la necesidad de respirar aire fresco y subí a cubierta.

No estaba preparada para la furiosa ventisca que me encontré. El barco era zarandeado de un lado a otro como un corcho. Se elevaba, se hundía y se escoraba tanto que por un momento creí que volcaríamos. Las enormes olas se levantaban como montañas amenazadoras que luego barrían la cubierta. El viento me arremolinó el cabello y las ropas. Tuve la sensación de que el mar furioso pretendía arrancarme de allí y lanzarme al agua.

La situación era alarmante y, sin embargo, resultaba muy excitante.

Estaba empapada de agua de mar y casi me era imposible mantenerme en pie. Me sujeté lo mejor que pude a la barandilla, con la respiración entrecortada por la fuerza del viento.

Mientras permanecía allí, preguntándome si sería sensato cruzar la resbaladiza cubierta para alejarme de la furia directa de la galerna, vi al marinero de cubierta. El joven avanzó hacia mí, tambaleándose, con las ropas empapadas. El rocío del agua le había oscurecido el cabello, y parecía como si llevara una capucha negra, y el agua brillaba en su rostro.

—¿Está usted bien? —me gritó.

—Sí —le contesté gritando también.

—No debería estar aquí. Debería bajar a su camarote.

—Sí —volví a gritar.

—Vamos. La ayudaré.

Avanzó tambaleante hacia mí y se me echó encima.

—¿Hay a menudo tempestades tan fuertes? —pregunté.

—No lo sé. Es mi primer viaje.

Me tomó por el brazo y cruzamos la cubierta como si estuviéramos borrachos. Abrió la puerta y me empujó hacia el interior.

—No vuelva a aventurarse por cubierta con una mar como esta.

Y se marchó antes de que pudiera darle las gracias.

Sin dejar de tambalearme, me encaminé hacia mi camarote. Mary Kelpin estaba tumbada en la litera inferior. Decididamente, se encontraba mal.

Me dije que sería mejor ver cómo estaban mis padres. Ambos yacían en cama, postrados.

Regresé a mi camarote, tomé un libro, subí a mi litera y traté de leer. No fue nada fácil.

Durante toda la tarde estuvimos esperando que la tempestad amainara. El barco continuaba su camino, crujiendo como si lanzara gritos de agonía.

El viento disminuyó un tanto por la noche. Me las arreglé para acudir al comedor. Había muy pocas personas, y todo había sido estibado para impedir que se deslizara y cayera. Sin embargo, allí estaba Lucas.

—Ah —dijo—, por lo visto entre nosotros no hay muchos valientes para venir al comedor.

—¿Ha visto alguna vez una tormenta como esta? —le pregunté.

—Sí, en una ocasión en que regresaba de Egipto. Pasamos por Gibraltar y tuvimos que entrar en la bahía. Creí que había llegado mi última hora.

—Es lo mismo que yo pensé esta tarde.

—Esta tormenta no tardará en pasar. Quizá mañana el mar estará tan tranquilo como un lago, y entonces nos preguntaremos a qué venía tanto jaleo. ¿Dónde están sus padres?

—En su camarote. No están de humor para venir al comedor.

—Algo que, evidentemente, tienen en común con muchos otros pasajeros.

Le dije que había estado en cubierta y que el marinero me había reprendido severamente.

—Tenía toda la razón —dijo Lucas—. Allí arriba hay peligro real. Un golpe de mar pudo haberla arrastrado. Creo que hemos estado al borde de un huracán.

—Eso hace que una se dé cuenta de lo peligroso que puede ser el mar.

—Lo es, en efecto. Nunca deberíamos tomar los elementos a la ligera. El mar…, como el fuego…, es un buen amigo, pero un mal enemigo.

—Me pregunto cómo será naufragar.

—Algo horrendo.

—Ir a la deriva en un pequeño bote —murmuré.

—Bastante más desagradable de lo que parece.

—Sí, me imagino que sí. Pero ahora parece que la tormenta ya amaina.

—Yo no me fiaría. Debemos estar preparados para toda clase de tiempo. Esto quizá no haya sido más que una advertencia.

—Las personas no siempre atienden a las advertencias.

—Deberían hacerlo, sobre todo cuando tienen un buen ejemplo de lo traicionero que puede ser el mar. Puede parecer en calma… y al instante siguiente colérico y virulento.

—Confío en que no encontremos más huracanes.

Eran más de las diez cuando regresé a mi camarote. Mary Kelpin seguía en la cama. Fui al camarote de al lado para darles las buenas noches a mis padres. Mi padre estaba acostado y mi madre leía unos escritos. Les dije que había cenado con Lucas Lorimer y que me disponía a acostarme.

—Confiemos en que el barco esté un poco más estable por la mañana —dijo mi madre—. Este movimiento perpetuo no le deja a tu padre concentrarse, y todavía queda algún trabajo por hacer con el texto de la conferencia.

Dormí a intervalos y me desperté a primeras horas de la mañana. La fuerza del viento había aumentado, y el barco se balanceaba más erráticamente que durante el día anterior. Corría peligro de caerme de la litera y resultaba imposible dormir. Permanecí quieta, escuchando los silbidos y crujidos de la galerna, y el sonido de las fuertes olas rompiendo contra los flancos del buque.

Y entonces, de repente, escuché un violento tañido de campanas. Comprendí inmediatamente lo que significaba, ya que, durante el primer día en el mar, habíamos participado en un simulacro de salvamento. Se nos dijo entonces que debíamos ponernos ropas calientes, junto con los chalecos salvavidas, guardados en el armario de nuestros camarotes, y acudir con rapidez al correspondiente punto de reunión.

Bajé de la litera de un salto. Mary Kelpin ya se estaba vistiendo.

—Ha llegado el momento —dijo—. Primero, ese viento infernal…, y ahora esto.

Le castañeteaban los dientes y disponíamos de un espacio limitado. No nos fue sencillo vestirnos al mismo tiempo.

Mary estuvo preparada antes que yo, y en cuanto me hube vestido y colocado el chaleco salvavidas acudí presurosa al camarote de mis padres.

Las campanas continuaban haciendo sonar su nota de alarma. Mis padres estaban desconcertados, y mi padre se dedicaba a recoger papeles con movimientos agitados.

—Ahora no hay tiempo para eso —dije—. Vamos. Poneos estas ropas calientes. ¿Dónde están vuestros chalecos salvavidas?

Tuve entonces la singular experiencia de cobrar conciencia de algo importante: un poco de calma y sentido común tenía sus ventajas con respecto a la erudición. Mis padres se mostraron patéticamente desvalidos y se pusieron por completo en mis manos; poco después estábamos preparados para abandonar el camarote.

Los pasillos estaban desiertos. Mi padre se detuvo de repente y unos papeles se le cayeron de entre las manos. Los recogí del suelo a toda prisa.

—¡Oh! —exclamó con expresión horrorizada—. Me he dejado las notas que tomé ayer.

—No importa. Nuestras vidas son mucho más importantes que tus notas —le dije.

—No puedo —dijo, sin moverse—. No podría dejarlas… Tengo que volver por ellas.

—Tu padre necesita esas notas, Rosetta —dijo entonces mi madre.

Vi una expresión de testarudez en sus rostros y dije apresuradamente:

—Iré yo. Vosotros subid al salón, al punto de reunión, mientras yo busco esas notas. ¿Dónde están?

—En el cajón de arriba —contestó mi madre.

Les empujé con suavidad hacia delante, a lo largo del pasillo que conducía al salón, y después retrocedí. Las notas no estaban en el cajón superior. Las busqué y terminé por encontrarlas en el cajón de abajo. El chaleco salvavidas me dificultaba los movimientos. Tomé los papeles y salí apresuradamente.

Las campanas habían dejado de sonar. Resultaba difícil mantener la vertical. El barco daba fuertes bandazos y tuve la sensación de que casi tenía que escalar el pasillo, en dirección al salón. No vi la menor señal de mis padres. Supuse que se habrían reunido con los demás y que habrían sido conducidos a cubierta, donde les estarían esperando los botes salvavidas.

La violencia de la tormenta había aumentado considerablemente. Avancé, tambaleante, hasta que necesité apoyarme a descansar en el mamparo. Hice un esfuerzo, sintiéndome mareada, y seguí buscando a mis padres. Me pregunté adónde podrían haber ido en el breve tiempo que yo había tardado en buscar las notas. Llevaba los papeles bien sujetos entre las manos y poco a poco logré avanzar hacia cubierta. Allí reinaba la mayor de las confusiones. La gente se agitaba desordenadamente hacia la barandilla. Busqué en vano a mis padres. De repente, me sentí aterrada y sola entre aquella multitud que no dejaba de gritar.

Fue horrible. El viento pareció complacerse en atormentarnos. Se me había soltado el pelo, que ahora ondeaba violentamente alrededor de mi cabeza, hasta el punto de que apenas podía ver. Las notas me fueron arrancadas de entre las manos. Por un momento, las vi describir una danza frívola por encima de las cabezas, hasta que fueron violentamente arrebatadas por el viento y llevadas hacia aquella enfurecida masa de agua.

«Deberíamos haber permanecido juntos», pensé. Pero, al fin y al cabo, ¿por qué? Nunca habíamos estado juntos. Claro que aquello era diferente. Estábamos en peligro. Era la propia muerte la que nos miraba a la cara. Sin duda alguna, unas pocas notas no valían tanto como para separarnos en un momento así.

Algunas personas estaban subiendo a los botes. Mi turno tardaría en llegar, y cuando vi aquellos frágiles botes descender hacia el mar embravecido, no estuve tan segura de querer hallarme en uno de ellos.

El barco emitió un repentino gemido tembloroso, como si ya no pudiera resistir más. Nos desplomamos y, de pronto, me encontré rodeada de agua. Vi que uno de los botes que estaba siendo arriado se daba la vuelta. Escuché los gritos de sus ocupantes, casi al tiempo que el mar embravecido se los tragaba y desaparecían de la vista.

Me sentí mareada y como un poco distante de lo que estaba sucediendo. La muerte parecía casi segura. Iba a perder la vida casi antes de haber comenzado a vivirla. Empecé a pensar en el pasado, tal como la gente dice que sucede cuando una persona se ahoga. Pero yo no me estaba ahogando… todavía. Allí estaba, en aquel frágil barco, enfrentada a la desconocida furia de los elementos, sabiendo que en cualquier momento podía verme arrebatada de la relativa seguridad de cubierta para caer en aquel mar grisáceo en el que no cabía ninguna esperanza de supervivencia. El ruido era ensordecedor; los gritos y las oraciones de la gente, que invocaban clemencia a Dios…, el sonido de la violenta tempestad…, el intenso ulular del viento, la marejada… Todo aquello parecía surgido del Infierno de Dante.

Nada podía hacerse. Supongo que lo primero que se le ocurre a la gente cuando se enfrenta a la muerte es tratar de salvarse. Quizá cuando una es joven la muerte parezca algo tan remoto que no pueda tomársela con seriedad. Es como si se tratara de algo que les sucede a los demás, a los ancianos enfermos; una no puede imaginarse el mundo sin la presencia de una misma; casi se tiene la sensación de ser inmortal. Sabía que al caer la noche muchos estarían ahogados, pero no podía creer que yo fuera uno de ellos.

Permanecí allí…, aturdida…, esperando…, haciendo esfuerzos por localizar a mis padres. Pensé en Lucas Lorimer.

¿Dónde estaba? Deseaba verle. Pensé fugazmente que él aún conservaría la calma y seguiría siendo un poco cínico. ¿Hablaría ahora de la muerte con la misma indiferencia con que hablaba de la vida?

En ese momento vi el bote volcado. Había caído al agua y permanecía con la quilla al aire. Se acercó en mi dirección. Entonces, un golpe de mar lo enderezó y quedó balanceándose enfrente de donde yo estaba.

Alguien me sujetó por el brazo.

—Será barrida de cubierta en un momento si permanece aquí. —Me volví. Era el marinero de cubierta—. Este barco está acabado. Va a naufragar… irremediablemente.

Su rostro estaba empapado. Observaba el bote, que el viento había acercado al flanco del buque. Una ola gigantesca lo situó casi directamente debajo de nosotros.

—Es la única posibilidad —me gritó—. Vamos…, salte.

Me sorprendió el hecho de que le obedeciera. Él seguía sujetándome por el brazo. Parecía algo irreal. Me vi volando por los aires y poco después caía en las tenebrosas aguas. Estábamos junto al bote.

—¡Agárrese fuerte! —me gritó por encima del ruido ensordecedor.

Le obedecí de un modo instintivo. Estaba muy cerca de mí. Parecieron transcurrir minutos, pero es posible que él solo tardara unos segundos en izarse al bote. Yo seguía sujetándome con fuerza a su costado. Después, sus manos me agarraron y me izaron junto a él. Lo consiguió justo a tiempo. Una ola enorme elevó el bote. El marinero me rodeó con sus brazos y me estrechó con fuerza.

—Resista…, resista… por su vida —gritó.

Fue un milagro. Cuando pasó la ola, continuábamos en el bote. Respirábamos con dificultad.

—Resista, resista —siguió gritando.

No estoy muy segura de qué sucedió en los minutos siguientes. Solo sé que fui zarandeada y que la violencia del viento casi me impedía respirar. Sentí un crujido violento y el Atlantic Star pareció elevarse en el aire y después se escoró pronunciadamente. Me sentí cegada por el mar; tenía la boca llena de agua. Permanecíamos por un instante sobre las crestas de las olas, y luego nos hundíamos en la depresión subsiguiente.

Había logrado escapar del barco a punto de naufragar, pero me encontraba en un pequeño bote que sin duda tampoco sobreviviría en un mar tan embravecido.

Aquello parecía el final.

Dejé de darme cuenta del paso del tiempo. Ignoro el que pasé abrazada a la borda del bote, con una sola idea fija en la mente: continuar así.

Cobré conciencia de la presencia del hombre, cerca de mí.

—Aún estamos a flote —me gritó por encima del aullido del viento—. ¿Cuánto tiempo…?

Su voz se perdió en el ruido. Distinguí a duras penas el Atlantic Star. El barco seguía a flote, pero en un ángulo insólito con respecto al agua. La proa había desaparecido. Comprendí que había muy pocas posibilidades de que allí quedara alguien con vida.

Seguimos aferrándonos al bote con desesperación; cualquier ola podía significar el fin de nuestras vidas. A nuestro alrededor, el mar rugía, enfurecido…, y nosotros nos encontrábamos en una embarcación muy frágil, desafiando un mar monstruoso. Por un momento, me pregunté qué habría sido de mí si ese hombre no me hubiera obligado a saltar con él. ¡Qué milagro! Apenas podía creer que hubiera sucedido. Pensé en mis padres. ¿Qué habría sido de ellos? ¿Habrían podido escapar?

Después, la tormenta pareció amainar un poco. ¿Se trataba de una ilusión? Quizá solo fuera un respiro temporal. Pero fue, al menos, una pequeña tregua. Uno de los botes de salvamento se acercaba a nosotros. Observé con ansiedad a sus ocupantes, con la esperanza de que mis padres se hallaran entre ellos. Vi los rostros tensos y pálidos…, irreconocibles…, desconocidos. Entonces, de repente, una ola alcanzó el bote. Durante un instante, la pequeña embarcación permaneció suspendida en el aire y en ese momento otra ola gigantesca se abalanzó sobre ella, envolviéndola por completo. Escuché los gritos de la gente. El bote seguía estando allí. Fue elevado de nuevo y pareció quedar en posición perpendicular. Vi cómo los cuerpos eran arrojados al mar. Enseguida, el bote cayó y se dio la vuelta. Quedó con la quilla al aire antes de volver a elevarse, y el agua lo lanzó hacia otro lado como podría haber hecho un niño con un juguete del que se hubiera cansado.

Vi cabezas surgiendo a duras penas sobre el agua durante lo que parecieron minutos interminables. Después, desaparecieron de la vista.

—Mire —oí gritar a mi salvador—. Alguien nada hacia nosotros. —Se trataba de un hombre. De pronto, su cabeza apareció cerca de nuestro bote—. Subámoslo a bordo… Rápido…, o se sujetará al bote y nos hará naufragar.

Extendí las manos por encima de la borda. Me sentí vencida por la emoción, pues el hombre al que intentábamos izar a bordo era Lucas Lorimer. Tardamos algún tiempo en conseguir nuestro propósito. Lucas se derrumbó sobre el bote y permaneció tumbado boca abajo, muy quieto. Habría querido gritarle: «Está usted a salvo, Lucas». Y pensé: «Todo lo a salvo que se puede estar».

Le dimos la vuelta. Al reconocerlo, mi salvador contuvo la respiración y me gritó:

—Está muy mal.

—¿Qué podemos hacer?

—Está medio ahogado.

Se inclinó sobre Lucas y empezó a presionarle el tórax para sacarle el agua de los pulmones. Estaba tratando de salvarle la vida a Lucas, y me pregunté durante cuánto tiempo sería capaz de seguir intentándolo.

Pero al menos fue útil tener algo que hacer. Estaba lográndolo. Lucas parecía recuperarse poco a poco. En su pierna izquierda había algo extraño. De vez en cuando se la tocaba con la mano. Estaba semiinconsciente, pero se daba cuenta de que algo andaba mal.

—Ya no se puede hacer nada más —murmuró mi salvador.

—¿Se pondrá bien?

El marinero se encogió de hombros.

*****

Transcurrieron por lo menos un par de horas antes de que el viento empezara a amainar. Las ráfagas eran cada vez menos frecuentes y nosotros seguíamos a flote.

Lucas aún no había abierto los ojos; permanecía tumbado en el fondo del bote, inerte. Mi otro compañero se dedicaba a reparar la embarcación. No sabía qué estaba haciendo, pero parecía tratarse de algo importante, y el hecho de que nos hubiéramos mantenido a flote me hizo comprender que él sabía cómo funcionaban las cosas.

Me miró de pronto, descubriendo que estaba observándole.

—Debería dormir un poco —me dijo—. Está usted agotada.

—Usted también…

—Oh…, hay bastantes cosas que hacer para mantenerme despierto.

—La situación ha mejorado, ¿verdad? ¿Tenemos alguna posibilidad?

—¿De que nos recojan? Quizá. Por el momento tenemos suerte. Hay un bidón de agua y una caja de galletas…, bien estibadas debajo del asiento. Son raciones de emergencia. Eso nos ayudará a mantenernos durante algún tiempo. El agua es lo más importante. Con eso podremos sobrevivir…, al menos por el momento.

—¿Y él…? —pregunté, señalando a Lucas.

—Está mal. Respira con dificultad. Ha estado a punto de ahogarse…, y creo que tiene la pierna rota.

—¿Podemos hacer algo?

—Nada —contestó, sacudiendo la cabeza—. No disponemos de nada adecuado. Tendrá que esperar. Debemos procurarnos una vela. Usted no puede hacer nada, de modo que será mejor que intente dormir. Se sentirá mejor.

—¿Y usted?

—Quizá más tarde. Seguiremos el rumbo que nos marque el viento. No podemos gobernar el bote. Si tenemos suerte seremos impulsados a lo largo de las rutas comerciales. Si no… —Se encogió de hombros y después añadió con suavidad—: Lo mejor que puede hacer es intentar dormir un poco. Eso obra maravillas.

Cerré los ojos y, ante mi propia extrañeza, le obedecí.

Cuando me desperté había salido el sol. De modo que habíamos llegado al nuevo día. Miré a mí alrededor. El cielo estaba manchado de rojo, lo que lanzaba un reflejo rosa sobre el mar. Seguía soplando una brisa fuerte que levantaba crestas blancas sobre las olas. Eso significaba que debíamos de estar avanzando a buena velocidad, aunque nadie sabía hacia dónde. Estábamos a merced del viento.

Lucas seguía tumbado en el fondo del bote. El otro hombre me observaba con intensidad.

—¿Ha dormido? —preguntó.

—Sí, y por lo que parece durante bastante tiempo.

—Lo necesitaba. ¿Se siente mejor?

Asentí con un gesto y después pregunté:

—¿Qué ha ocurrido?

—Como puede ver, el mar está en calma.

—La tormenta se ha alejado.

—Cruce los dedos. Por el momento ha amainado, pero puede resurgir en cuestión de minutos. En cualquier caso, eso significa que disponemos de una segunda oportunidad.

—¿Cree que hay alguna esperanza de que alguien nos recoja?

—Creo que nuestras posibilidades son del cincuenta por ciento.

—¿Y en caso contrario?

—El agua no durará mucho.

—Dijo usted algo sobre una caja de galletas.

—Hummm… Pero el agua es lo más importante. Tendremos que racionarla.

—¿Y qué hacemos con él? —pregunté, señalando a Lucas.

—Usted le conoce.

Fue una afirmación, no una pregunta.

—Sí. Nos hicimos amigos durante la travesía.

—La he visto hablando con él.

—¿Está malherido?

—No lo sé. No podemos hacer nada al respecto.

—Desearía…

—No espere gran cosa. El destino podría creer que se muestra usted demasiado codiciosa. Acabamos de escapar de la forma más milagrosa posible.

—Lo sé. Gracias a usted.

—Aún tendremos que seguir confiando en más milagros —me dijo, sonriendo con timidez.

—Desearía que pudiéramos hacer algo por él.

—Debemos tener cuidado —dijo, sacudiendo la cabeza—. Podríamos volcar en cualquier instante.

Asentí con un gesto.

—Mis padres… —empecé a decir.

—Quizá escaparon en uno de los botes.

—Vi cómo uno de los botes se alejaba… y naufragaba.

—No habrá mucha esperanza para ninguno de sus ocupantes.

—Me extraña mucho que este pequeño bote haya sobrevivido. Si logramos salir de esta, todo habrá sido gracias a usted.

Guardamos silencio y, al cabo de un rato, tomó el bidón de agua y bebimos un pequeño sorbo. Después, lo tapó con mucho cuidado.

—Tendremos que hacerla durar —dijo—. El agua es un líquido vital…, recuérdelo. Asentí con un gesto.

*****

Las horas fueron transcurriendo. Lucas abrió los ojos y me miró con una expresión de alivio.

—¿Rosetta? —murmuró.

—¿Sí, Lucas?

—¿Dónde…?

Sus labios formaron la palabra, pero de ellos apenas surgió sonido alguno.

—Estamos en un bote salvavidas. Creo que el barco se ha hundido. Estás bien. Estás conmigo y con…

Parecía absurdo, pero lo cierto es que no conocía el nombre de mi salvador. Es posible que fuera un marinero de cubierta, pero ahora era mi salvador, el hombre que nos había salvado valientemente. De todos modos, Lucas no podía oír bien. No mostró ninguna sorpresa y cerró los ojos. Dijo algo. Tuve que inclinarme sobre él para oír sus palabras.

—Mi pierna…

Teníamos que hacer algo al respecto, sí, pero ¿qué? No disponíamos de botiquín de primeros auxilios, y debíamos tener mucho cuidado cada vez que nos movíamos en el bote. Incluso en un mar tan apacible como el que había entonces se podía balancear de modo peligroso, y sabía que cualquiera de nosotros podía caer con facilidad por la borda.

El sol se fue elevando en el cielo y empezó a hacer un intenso calor. Afortunadamente, la brisa persistió, aunque era más ligera. Nos impulsaba con suavidad, pero no sabíamos en qué dirección.

—Será mucho más fácil cuando salgan las estrellas —dijo mi salvador.

Se llamaba John Player. Creo que me lo dijo con cierta mala gana.

—¿Te importa que te llame John? —pregunté, tuteándole por primera vez.

—En tal caso yo te llamaré Rosetta. Ahora estamos en igualdad de condiciones… Ya no somos una pasajera y un marinero. El temor a la muerte iguala muchas cosas.

—No necesito sentir ese temor para tutearte —repliqué—. En estas condiciones sería absurdo gritar: «¡Señor Player, me estoy ahogando! ¡Sálveme, por favor!».

—Sí, sería absurdo —admitió—. Pero espero que no tengas que gritarlo.

—¿Podrás dirigir la barca con las estrellas, John? —le pregunté.

—No soy un navegante experimentado —contestó, encogiéndose de hombros—, pero uno aprende algo en el mar. Si tenemos una noche despejada es posible que sepamos hacia dónde nos dirigimos. Anoche estaba todo demasiado nublado para ver nada.

—La dirección podría cambiar. Después de todo, dijiste que eso dependería del viento.

—Sí, tenemos que dirigirnos hacia donde nos lleve el viento. Eso le da a uno una gran sensación de impotencia.

—Es como depender de los demás para las cosas esenciales de la vida. ¿Crees que Lucas Lorimer va a morir?

—Parece bastante fuerte. Creo que su principal problema es la pierna. Debió de haberse dado un buen golpe al volcar la barca en la que iba.

—Desearía poder hacer algo.

—Lo mejor que puedes hacer ahora es mantener los ojos abiertos. Ante la menor señal en el horizonte tendremos que hacer algo para llamar su atención. Poner una bandera…

—¿Dónde podríamos encontrar una bandera?

—Colocando una de tus enaguas en un palo…, algo así.

—Creo que dispones de muchos recursos.

—Quizá, pero lo que busco ahora es otro golpe de buena suerte.

—Es posible que ya tuviéramos toda la suerte del mundo cuando logramos salir con vida del naufragio.

—En cualquier caso, necesitamos un poco más. Mientras tanto, hagamos lo que sea necesario para buscarla. Mantén los ojos bien abiertos. En cuanto veamos el más pequeño punto en el horizonte idearemos algún tipo de señal.

La mañana transcurrió con lentitud. Llegó la tarde. Nos desplazábamos pausadamente sobre la superficie del agua. Lucas abría los ojos de vez en cuando y decía algo, aunque estaba claro que no se daba cuenta de la situación.

Afortunadamente, el sol quedó cubierto por unas pocas nubes, lo cual hizo más soportable el calor. No sabía qué podía ser peor, si la lluvia, que podría significar una tormenta, o aquel calor tan intenso. John Player se había dormido de agotamiento. Parecía muy joven. Estuve haciéndome preguntas acerca de él, como un medio de distraerme de la situación desesperada en que estábamos. ¿Cómo se había convertido en marinero de cubierta? Estaba segura de que debía de tener un pasado oculto. Parecía rodeado de un aire de misterio. Se mostraba muy cauteloso…, casi como un vigilante furtivo. Durante las últimas horas no percibí esas cualidades debido a que él se dedicó con total intensidad a una sola cosa: salvar nuestras vidas. Esto había determinado cierta relación entre nosotros. Supongo que fue natural que sucediera así.

No podía dejar de pensar en mis padres. Intenté imaginármelos en el momento en que salieron a cubierta, con aquella actitud tan infantil y atolondrada con que se enfrentaban a la vida cuando esta no se centraba alrededor del Museo Británico. No tenían la menor conciencia de las cosas prácticas de la vida. Jamás tuvieron que preocuparse por ellas. Otras personas se habían encargado de eso, dejándolos en libertad para llevar a cabo sus estudios.

¿Dónde estarían ahora? Pensé en ellos con una especie de tierna desesperación.

Me imaginé que habrían sido empujados al interior de uno de los botes salvavidas, sin que mi padre dejara de lamentar la pérdida de sus notas, antes que la de su hija.

Pero quizá estuviera equivocada. Quizá se habían preocupado por mí mucho más de lo que yo admitía. ¿Acaso no me habían puesto el nombre de Rosetta, como el de la piedra preciosa?

Escudriñé el horizonte. No debía olvidar que estaba de guardia. Tenía que estar preparada en el caso de que apareciera un barco. Me había quitado las enaguas, sujetándolas a un trozo de madera. En cuanto viera algo parecido a una embarcación, despertaría a John y no perdería tiempo en agitar mi improvisada bandera.

El día fue transcurriendo con lentitud sin que nada sucediera, completamente rodeados por aquella enorme extensión de agua. Mirara a donde mirase, solo veía un gran vacío.

Llegó la noche. John Player se despertó. Se sintió avergonzado por haber dormido tanto.

—Lo necesitabas —le aseguré—. Estabas totalmente exhausto.

—¿Has mantenido la vigilancia?

—Te aseguro que no he visto la menor señal de barco alguno.

—Tendrá que aparecer uno en algún momento.

Bebimos un poco más de agua y comimos una galleta.

—¿Qué hay de Lucas? —pregunté.

—Si se despierta le daremos algo.

—¿Permanecerá inconsciente durante mucho tiempo?

—No debería ser así. Pero quizá le siente bien. Esa pierna podría dolerle mucho.

—Desearía hacer algo por él.

—No podemos hacer nada. —Negó con la cabeza—. Lo hemos subido a bordo. Eso es todo lo que pudimos hacer.

—Y tú le aplicaste la respiración artificial.

—Lo hice lo mejor que pude. Pero creo que funcionó bien. Bueno, eso fue todo lo que pudimos hacer —repitió.

—Cómo me gustaría que apareciera un barco.

—Y a mí.

La noche cayó sobre nosotros…, era nuestra segunda noche. Dormité un poco y soñé que estaba en la cocina de nuestra casa, en Bloomsbury. «Fue en una noche como esta cuando fue asesinado el judío polaco…».

¡Una noche como esta! Y entonces me desperté. El bote apenas se movía. Distinguí con dificultad a John Player escudriñando el espacio ante él.

Cerré los ojos. Me habría gustado regresar al pasado.

*****

Nos encontrábamos ya en nuestro segundo día como náufragos. El mar estaba en calma y volví a cobrar conciencia de la inmensa soledad del océano. Parecía como si en todo el mundo solo existiéramos nosotros y nuestro pequeño bote.

Lucas recuperó la conciencia a lo largo de la mañana.

—¿Qué le sucede a mi pierna? —preguntó.

—Creo que se ha roto el hueso —le dije—. No podemos hacer nada. John cree que no tardaremos en ser recogidos por un barco.

—¿John? —preguntó.

—John Player. Ha sido maravilloso. Nos ha salvado la vida.

—¿Hay alguien más? —preguntó Lucas, asintiendo.

—Solo nosotros tres. Estamos en un bote salvavidas. Tuvimos una suerte enorme.

—No puedo evitar sentirme contento por el hecho de que estés aquí, Rosetta.

Le sonreí. Después, le dimos de beber un poco de agua.

—Eso ha estado bien —dijo—. Me siento tan impotente…

—Nosotros también —repliqué—. Ahora todo depende de que nos encuentre un barco.

Por la tarde, John distinguió algo que le pareció tierra. Me llamó, lleno de excitación, y señaló hacia el horizonte. Solo pude divisar una especie de giba oscura. La observé con fijeza. ¿Sería un espejismo? ¿Anhelábamos tanto hallarla que la creábamos con nuestra imaginación torturada? Llevábamos a la deriva dos días y dos noches, pero aquel espacio de tiempo parecía una eternidad. Mantuve los ojos fijos en el horizonte.

El bote no parecía moverse en absoluto. Allí estábamos, sobre un mar sereno, y si la tierra se hallaba realmente cerca cabía la posibilidad de que no pudiéramos alcanzarla.

Transcurrió la tarde. La tierra desapareció y nuestro ánimo se hundió.

—Nuestra única esperanza es que nos encuentre un barco —dijo John—. Solo Dios sabe si lo conseguiremos. No tengo idea de lo lejos que nos encontramos de las rutas comerciales.

Se levantó una ligera brisa, que nos impulsó un poco. Yo estaba de guardia, y volví a distinguir tierra. Ahora estaba más cerca.

Llamé a John.

—Parece una isla —dijo él—. Si el viento soplara en esa dirección…

Transcurrieron varias horas. La tierra se fue acercando y luego se alejó. Se levantó un viento algo más fuerte y unas nubes oscuras aparecieron en el horizonte. John estaba ansioso.

De pronto, lanzó un grito de alegría.

—¡Nos estamos acercando! ¡Oh, Dios…, ayúdanos! El viento…, el bendito viento…, nos empuja hacia tierra.

Me sentí envuelta por una tensa excitación. Lucas abrió los ojos y dijo:

—¿Qué sucede?

—Creo que estamos cerca de tierra —le dije—. Si solo…

—Es una isla —dijo John a mi lado—. Mirad, nos estamos acercando…

—¡Oh, John! —murmuré—. ¿Es posible que nuestras oraciones hayan encontrado respuesta?

Se volvió de pronto hacia mí y me besó en la mejilla. Le sonreí y él me sujetó la mano con fuerza. En ese momento nos sentimos demasiado emocionados para seguir hablando.

Poco después nos encontramos en aguas poco profundas y algo más tarde la quilla del bote rozó el fondo. John saltó al agua y yo le seguí. Experimenté una inmensa sensación de triunfo al verme allí de pie, con el agua cubriéndome los tobillos.

Tardamos bastante tiempo en poder arrastrar el bote hasta terreno seco.

La isla en la que acabábamos de desembarcar era muy pequeña, apenas una roca sobresaliendo del mar. Vimos unas pocas palmeras cocoteras y algo de follaje. El terreno se elevaba con brusquedad a partir de la playa, y supuse que esa era la razón por la que no quedaba completamente sumergida. Lo primero que hizo John fue examinar por entero el contenido del bote. En uno de los compartimientos situados bajo el asiento descubrió encantado otra caja de galletas y otro bidón de agua, así como un botiquín de primeros auxilios donde había vendas y una cuerda, lo que nos permitió sujetar el bote al tronco de una palmera. Todo ello nos proporcionó una maravillosa sensación de seguridad.

El hecho de haber encontrado más agua potable encantó a John.

—Eso nos permitirá mantenernos con vida durante algunos días más.

Lo primero que hice fue pensar en la pierna de Lucas. Recordé que, en cierta ocasión en que Dot se rompió un brazo, el señor Dolland intervino antes de que llegara el médico. Me habían contado lo sucedido con todo lujo de detalles y ahora traté de recordar lo que había hecho el señor Dolland.

Hice lo que pude, con la ayuda de John. Descubrimos la fractura del hueso y tratamos de unirlo. Encontramos un trozo de madera que sirvió de tablilla, y las vendas también fueron muy útiles. Lucas dijo que se sentía bastante más cómodo, pero yo temía que nuestros esfuerzos no hubieran alcanzado mucho éxito y que, en cualquier caso, hubieran llegado demasiado tarde.

Resultaba extraño ver de pronto a aquel hombre autosuficiente y mundano dependiendo por completo de nosotros.

John se hizo cargo de todos. Era un líder natural. Nos dijo que había asistido a los ejercicios de entrenamiento a bordo del Atlantic Star, como todos los tripulantes, y que había aprendido algunas cosas sobre cómo actuar en caso de emergencia. Eso le servía ahora de mucho. Deseaba haber prestado mayor atención a los entrenamientos, pero al menos recordaba algo de lo que se le había enseñado.

Nos sentíamos impacientes por explorar la isla. Encontramos unos cuantos cocos. John los agitó y escuchó la leche que contenían. Elevó los ojos al cielo.

—Alguien allá arriba parece ocuparse de nosotros —dijo.

*****

Los días que pasé en aquella isla permanecen en mi memoria como algo que jamás podré olvidar. John resultó una persona muy ingeniosa; un hombre práctico y lleno de recursos, siempre estaba intentando descubrir formas que nos ayudaran a sobrevivir.

Dijo que debíamos contabilizar el tiempo transcurrido. Para ello, hizo una muesca en un palo. Sabía que habíamos estado tres noches a la deriva, de modo que conocíamos el principio. Ahora, Lucas era plenamente consciente de lo que sucedía. Le resultaba enloquecedor verse inmovilizado, pero creo que su mayor preocupación era ser un estorbo para nosotros.

Intentamos asegurarle que no era así, y que necesitábamos que alguien se mantuviera siempre de guardia. Podía permanecer junto al bote y escudriñar el horizonte mientras John y yo explorábamos la isla en busca de alimentos, o llevando a cabo los trabajos necesarios. En nuestros chalecos salvavidas había silbatos, de modo que podría llamarnos en cuanto distinguiera un barco o sucediera algo insólito.

Resulta extraño comprobar cómo puede una sentirse tan cerca de otro ser humano en tales circunstancias. Eso fue lo que nos sucedió a John y a mí. Antes del naufragio, Lucas había sido mi amigo y John casi un extraño. Ahora, en cambio, parecíamos dos buenos amigos.

Hablaba conmigo con más franqueza cuando estábamos a solas que en presencia de Lucas. En su actitud había algo muy amable. Él comprendía los sentimientos de Lucas, se daba cuenta de cómo se sentiría si estuviera en su lugar, y delante de él jamás mencionaba sus temores de quedarnos sin reservas de agua. No obstante, a mí sí me lo comentaba. Había ideado un sistema de racionamiento. Bebíamos un poco a la salida del sol, al mediodía y a la puesta del sol.

—El agua es lo más precioso que tenemos —dijo—. Sin ella estaríamos acabados. Nos deshidrataríamos en muy poco tiempo. Una persona joven y saludable puede pasar sin comer, quizá durante un mes entero, pero necesita agua. Solo podemos beber un poco cada vez. Hay que beberla con lentitud, mantenerla en la boca durante un rato para aprovecharla al máximo. Mientras tengamos agua, sobreviviremos. Recogeremos algo más si llueve. Nos las arreglaremos bien.

Me sentía cómoda a su lado. Deposité en él una confianza inmensa. Él lo sabía y creo que la fe que yo sentía le daba el valor y el poder para hacer lo que de otro modo habría parecido imposible.

Juntos exploramos la isla, en busca de cualquier clase de alimento, mientras Lucas se quedaba vigilando. A veces caminábamos en silencio, y otras veces hablábamos.

Nos habíamos alejado poco más de un kilómetro de la orilla, subiendo hasta la cumbre del acantilado. Desde allí contemplamos la isla con claridad y después atisbamos todo el horizonte.

Me sentí invadida por una sensación de la más extrema soledad, y creo que a John le sucedió otro tanto.

—Siéntate un momento, Rosetta —me dijo—. Creo que te hago trabajar demasiado.

—Tú eres el único que trabaja demasiado —repliqué, riéndome—. Ninguno habría sobrevivido de no haber sido por ti.

—A veces pienso que jamás lograremos salir de esta isla.

—Pues claro que saldremos. Solo llevamos en ella unos pocos días. Ya verás cómo saldremos. Fíjate cómo llegamos a tierra. ¿Quién lo habría creído? Ya verás como pasará algún barco…

—Y si pasa… —empezó a decir, pero se detuvo, mirando hacia lo lejos. Esperé a que continuara, pero cambió la frase—: Creo que esta isla no se encuentra en la ruta de los barcos.

—¿Por qué no iba a estarlo? Espera y verás…

—Afrontemos la realidad. Nos quedaremos sin agua.

—Lloverá y recogeremos toda la que podamos.

—Tenemos que encontrar comida. Se nos están acabando las galletas.

—¿Por qué hablas así? No parece propio de ti.

—¿Cómo lo sabes? No me conoces mucho, ¿verdad?

—Te conozco lo mismo que tú a mí. En ocasiones como esta las personas nos conocemos con mucha rapidez. No tenemos necesidad de mantener los convencionalismos, ni conservar las distancias como cuando estamos en casa. Aquí permanecemos juntos todo el tiempo…, noche y día. Compartimos peligros increíbles. Cuando las cosas se presentan así se conoce a las personas con suma rapidez.

—Háblame de ti —me pidió.

—Bueno… ¿qué quieres saber? Quizá conociste a mis padres a bordo del barco. No dejo de preguntarme qué habrá sido de ellos. ¿Habrán podido subir a un bote? Son tan distraídos… No creo que se dieran cuenta de lo que estaba sucediendo. Tenían sus pensamientos puestos en el pasado. A veces hasta parecían olvidarse de mí, excepto cuando me veían. Habrían sentido mucho más interés por mi existencia si yo hubiera sido una tablilla cubierta de jeroglíficos. Por lo menos me dieron el mismo nombre que a la piedra de Rosetta.

John sonrió y yo le conté cómo había sido mi feliz infancia, pasada en su mayor parte en las estancias de la planta baja; le hablé de las sirvientas, que habían sido mis amigas, de las comidas en la cocina, de la señora Harlow, Nanny Pollock y las actuaciones del señor Dolland.

—Ya veo que no debo sentir lástima por ti.

—En modo alguno. A menudo me pregunto qué estarán haciendo en estos momentos el señor Dolland y los demás. Ya se habrán enterado del naufragio. Oh…, estarán terriblemente trastornados. ¿Y qué sucederá con la casa? ¿Y con ellos? Espero que mis padres se hayan salvado… En caso contrario, no sé qué será de todos ellos.

—Quizá no lo sepas nunca.

—Ya vuelves con lo mismo. Pero ahora te toca a ti. ¿Qué me cuentas de ti?

Permaneció en silencio durante un rato. Finalmente, dijo:

—Rosetta, lo siento.

—Está bien, no te preocupes si no quieres contármelo.

—Quiero hacerlo. Siento la necesidad de contártelo. Creo que deberías saberlo. Rosetta…, no me llamo John Player.

—¿No? Ya lo había pensado.

—Me llamo Simon Perrivale.

Se produjo un tenso silencio. Los recuerdos se agolparon en mi mente. Estaba sentada a la mesa de la cocina…, el señor Dolland se ponía las gafas y leía algo en el periódico.

—¿No serás…? —balbuceé.

Él asintió con un gesto.

—Oh… —empecé a exclamar, pero él me interrumpió.

—Estás asombrada. Claro que lo estás. Lo siento. Quizá no debería habértelo dicho. Soy inocente. Pero quería que lo supieras. Es posible que no me creas…

—Te creo —le dije con sinceridad.

—Gracias, Rosetta. Ahora ya sabes que soy un «convicto», como dicen ellos.

—De modo que conseguiste trabajo en un barco como…

—Marinero de cubierta. Tuve mucha suerte. Sabía que estaban a punto de detenerme. Estaba seguro de que me encontrarían culpable. No habría tenido la menor oportunidad. Había muchas cosas en mi contra. Pero soy inocente, Rosetta. Te lo juro. Tuve que marcharme enseguida… Quizá más tarde…, si es posible, encontraré una forma de demostrar mi inocencia.

—Quizá habría sido mejor quedarte y afrontar la situación.

—Quizá. Y quizá no. Él ya estaba muerto cuando llegué allí. El arma de fuego estaba a su lado. La tomé entre mis manos… Todo me señalaba.

—Podrías haber demostrado tu inocencia.

—No en aquellos momentos. Todo estaba en mi contra. La prensa ya había decidido que yo era el asesino…, y así lo pensaron los demás. Tuve entonces la sensación de que no me quedaban posibilidades de luchar contra todos ellos. Decidí abandonar el país de algún modo y me dirigí hacia Tilbury. Allí tuve mucha suerte, o así me lo pareció. Hablé con un marinero en una taberna del puerto. El hombre había bebido mucho porque no quería hacerse a la mar. Su esposa estaba a punto de dar a luz, y no podía soportar la idea de dejarla sola. Tenía el corazón destrozado. Yo me aproveché de su embriaguez. No debería haberlo hecho, pero me sentía desesperado, dominado por una gran urgencia de abandonar el país…, de contar al menos con una posibilidad. Se me ocurrió que podría ocupar su puesto…, y eso fue lo que hice. Era un marinero de cubierta en el Atlantic Star, y se llamaba John Player. El barco zarpaba aquel mismo día… en dirección a Sudáfrica. Pensé que, si lograba llegar allí, podría empezar una nueva vida, y que quizá algún día se descubriría la verdad sobre lo sucedido y entonces podría regresar a casa. Estaba desesperado, Rosetta. Fue un plan alocado, pero funcionó. Temía constantemente que alguien pudiera descubrir el engaño…, pero nadie se dio cuenta de nada. Y después ocurrió el naufragio.

—Enseguida me di cuenta de que en ti había algo diferente a los demás, de que no encajabas en el barco.

—Lo supiste gracias a nuestros encuentros en cubierta, a primeras horas de la mañana.

—Sí.

—¿Era algo tan evidente?

—Un poco.

—Tenía miedo de Lorimer.

—Oh, comprendo. Su propia casa no está muy lejos de la mansión de los Perrivale.

—Así es. De hecho, él acudió allí en una ocasión. Yo tenía entonces unos diecisiete años. Me encontraba en los establos cuando él llegó. Fue un encuentro breve, y uno cambia mucho a esa edad. Probablemente no podía reconocerme, pero yo tenía miedo.

—¿Y ahora? —pregunté—. ¿Qué pasa ahora?

—Todo parece indicar que esto podría ser el final de la historia.

—¿Qué sucedió aquel día? ¿Puedes hablarme de ello?

—Creo que te lo puedo contar. Al fin y al cabo, uno desea hablar con alguien, y tú y yo…, bueno, nos hemos hecho amigos…, verdaderos amigos. Confiamos el uno en el otro, y aunque pensara que pudieras traicionarme, lo cierto es que aquí no podrías hacerme mucho daño, ¿verdad? ¿A quién podrías delatarme estando aquí?

—¡Jamás se me ocurriría traicionarte en ningún sitio! De todos modos, has dicho que eres inocente.

—Nunca tuve la sensación de pertenecer a la mansión de los Perrivale. Eso es algo bastante triste para un niño. Conservo vagos recuerdos de lo que solía pensar antes. La vida era cómoda y fácil. Tenía cinco años cuando todo cambió para convertirse en lo que yo llamo «el ahora». Hubo alguien a quien yo llamaba Angel. Era una mujer rolliza, cariñosa y que olía a lavanda; siempre estaba allí para consolarme. También había otra mujer, a quien yo llamaba tía Ada. No vivía en la misma casa de campo con nosotros, pero venía a visitarnos con frecuencia, y yo solía esconderme debajo de la mesa, que estaba cubierta con un mantel rojo, aterciopelado y suave. Puedo experimentar aún la sensación de aquella tela, y el débil olor de las bolas de naftalina, y escucho una voz estridente, preguntando: «¿Por qué no, Alice?», con un tono de reproche. Alice era la persona a la que yo llamaba Angel y que olía a lavanda.

»Recuerdo cierta ocasión en que viajé en tren en compañía de Angel. Íbamos a visitar a tía Ada, al hogar de la Bruja. En aquel entonces yo creía que tía Ada era una bruja. Me agarré a la mano de Angel cuando entramos en la casa. Se trataba de una casa pequeña, con ventanas de cristales emplomados, lo que dejaba el interior en semipenumbra, aunque todo allí relucía. Tía Ada le estuvo diciendo a Angel lo que tenía que hacer. A mí me enviaron a jugar al jardín. Había agua en el fondo, y yo tenía miedo porque me veía separado de Angel y creía que tía Ada le diría que debía separarse de mí, y dejarme allí. Recuerdo la gran alegría que sentí cuando volví a verme de nuevo en el tren, en compañía de Angel. Le dije entonces: “¡No volvamos nunca a casa de la Bruja!”.

»No volvimos, pero tía Ada vino a visitarnos. La oí diciendo debes hacer esto, debes hacer aquello, y Angel replicaba: “¡Bueno, Ada, las cosas son así, ya ves!”. Y hablaban del chico, y yo sabía que se referían a mí. Tía Ada estaba convencida de que yo terminaría por convertirme en un criminal si no se me imponía una mayor disciplina. Algunos dirán que ella tenía razón. Pero no ha sido así, Rosetta. Soy inocente.

—Te creo —le aseguré.

»—Había un hombre que solía visitarnos —siguió contando—. A su debido tiempo, descubrí que se trataba de sir Edward Perrivale. Traía regalos para Angel y para mí. Ella siempre parecía sentirse contenta cuando él venía, de modo que yo también. Solía encaramarme a sus rodillas y él me miraba y de vez en cuando me sonreía. Después decía: “Buen chico. Eres un chico estupendo”. Y eso era todo. Pero yo pensaba que era algo bastante agradable y que representaba un cambio con respecto a tía Ada.

»Un día había estado jugando en el jardín y entré en la casa. Me encontré a Angel sentada en una silla, ante la mesa. Se había llevado la mano al pecho, estaba pálida y apenas podía respirar. Me eché a llorar. “¡Angel, Angel, estoy aquí!” Me asusté mucho porque ella no me miraba. Y de pronto, cerró los ojos y ya no fue más como Angel. Yo estaba muy asustado y no hacía más que pronunciar su nombre. Cayó hacia delante, sobre la mesa. Empecé a gritar. Acudió gente. Me apartaron de allí, y supe que algo terrible había sucedido. Después vino tía Ada, y no sirvió de nada esconderse debajo de la mesa. No tardó en encontrarme y me dijo que era un niño travieso. Pero a mí no me importaba lo que me llamara. Yo solo quería que Angel estuviera allí.

»Estaba muerta. Fue una época extraña, desconcertante. No recuerdo gran cosa…, excepto que hubo un constante flujo de gente que acudió a la casa, y a mí ya no me parecía el mismo lugar de antes. Ella estaba en un ataúd colocado en el salón, con las cortinas echadas. Tía Ada me tomó de la mano y me acercó al ataúd para ¡verla por última vez! Me hizo besar su helado rostro. Yo grité y traté de huir. La que estaba allí no era la Angel que yo había conocido…, indiferente ante mi presencia y mi necesidad de ella. ¿Por qué te cuento todo esto…, y lo hago como si fuera un niño? ¿Por qué no me limito a decirte que murió y basta?

—Me lo estás contando como se debe contar —le dije—. Me has descrito la situación tal y como tú mismo la viviste…, y así es como quiero verla.

—Aún escucho el sonido del toque de difuntos —siguió diciendo—. Aún veo a las figuras vestidas de negro y a tía Ada, como una tenebrosa profetisa del inminente desastre…, observándome todo el tiempo, amenazadora.

»Sir Edward acudió para asistir al funeral. Se habló mucho y siempre había referencias al ¡chico! Yo sabía que mi futuro estaba en el fiel de la balanza, y me sentía muy asustado.

»Le pedí a la señora Stubbs, que solía venir por casa, que fregara el suelo donde estaba el ataúd, y ella me dijo: “¡No te preocupes en absoluto por ella. Está a salvo. Ahora se encuentra en el cielo, con los verdaderos ángeles!”. Entonces, oí que alguien decía: “El chico tendrá que marcharse con Ada, claro”.

»No podía imaginar un destino peor que aquel. Casi lo había sospechado ya. Ada era la hermana de Angel, y puesto que Angel estaba ahora en el cielo, alguien tenía que encargarse del chico. Pero yo sabía que me quedaba una cosa por hacer. Tenía que encontrar a Angel, de modo que me dispuse a ir al cielo para verla y decirle que debía regresar o yo me quedaría con ella allí donde estuviera.

»No había llegado muy lejos cuando me encontré con uno de los granjeros conduciendo un carro lleno de heno. El hombre se detuvo y me preguntó: “¿Adónde vas, jovencito?”. Y yo le contesté: “¡Voy al cielo!”. “Es un largo camino”, me dijo. “¿Y piensas ir tú solo?” “Sí”, le contesté. “Angel está allí y yo voy a verla.” “Eres el pequeño Simon, ¿verdad?”, me preguntó. “He oído hablar de ti. Anda, sube y te llevaré un rato.” “¿Es que usted también va al cielo?”, le pregunté. “No, espero que todavía no”, me contestó. “Pero conozco el camino que debes seguir.” Me aupó al carro y me colocó junto a él, en el pescante. Y lo que hizo fue llevarme de regreso a casa. Sir Edward fue el primero en verme. Llevándose una mano a la cabeza, el hombre que me había traicionado dijo: “Disculpe, señor, pero este chico pertenece aquí. Lo he recogido en el camino. Según me ha dicho, iba camino del cielo. Creí que sería mejor traerlo de vuelta, señor”.

»Sir Edward tenía una extraña expresión en su rostro. Le dio algo de dinero al hombre, así como las gracias, y después me dijo: “Tenemos que hablar, ¿verdad?”. Me llevó al interior de la casa y me hizo entrar en el salón, donde todavía olía a lirios, pero el ataúd ya no estaba allí y, experimentando una terrible sensación de soledad, me di cuenta de que ella ya no estaría allí nunca más.

»Sir Edward me puso sobre sus rodillas. Pensé que iba a decirme: “¡Estupendo, muchacho!”, pero no lo hizo. Lo que me dijo fue: “De modo que tratabas de encontrar el camino para ir al cielo, ¿no es así, muchacho?”. Yo asentí y él añadió: “No es un sitio al que tú puedas llegar”. Yo le observaba la boca mientras hablaba. Tenía una línea de pelo sobre el labio superior, y una barba puntiaguda…, estilo Vandyke, aunque eso no lo sabía yo entonces. “¿Por qué te has marchado?”, me preguntó. Yo no fui capaz de expresarme con lucidez. Me limité a decir: “¡Tía Ada!”. A pesar de todo, él pareció comprender. “No quieres ir a vivir con ella, ¿verdad? Pero es tu tía.” Sacudí la cabeza, negándolo: “¡No, no, no!”. “No te gusta ella, ¿verdad?” Yo asentí y entonces él dijo: “Bien, bien. Veamos qué se puede hacer”. Él estaba muy pensativo. Creo que fue entonces cuando tomó una decisión, ya que al día siguiente oí decirle a alguien que me iban a llevar a una gran mansión. Sir Edward iba a aceptarme en su familia».

Se detuvo un instante en su narración y me sonrió.

—Supongo que habrás sacado tus propias conclusiones —prosiguió—. Y estoy seguro de que serán correctas. En efecto, yo era su hijo…, un hijo ilegítimo, aunque me resultó difícil creerlo tratándose del hombre a quien más tarde llegué a conocer tan bien. Estaba seguro de que amó a mi madre, Angel. Cualquiera la habría amado. Eso fue lo que percibí cuando los vi juntos, aunque, claro está, él no podía casarse con ella. Mi madre no pertenecía a su clase social. Seguramente él se enamoró de ella, la instaló en aquella casa de campo y acudía a visitarla de vez en cuando. Nadie me dijo nunca estas cosas, ni sir Edward ni ninguna otra persona. Solo fue una suposición mía, pero me pareció tan plausible que terminó siendo aceptada por todos. ¿Por qué, si no, me habría admitido en su hogar, cuidándome y educándome como a uno de sus propios hijos?

—De modo que así fue como llegaste a Perrivale Court —dije.

—En efecto. Yo era dos años mayor que Cosmo y tres más que Tristan. En ese aspecto tuve mucha suerte ya que de otro modo lo habría pasado muy mal. Aquellos dos años de diferencia me proporcionaron cierta ventaja. Y yo la necesitaba porque, tras haberme instalado en su casa, sir Edward pareció perder interés por mí, aunque en varias ocasiones le vi observándome a hurtadillas. Entre los sirvientes se despertó cierto resentimiento contra mí. De no haber sido por la niñera probablemente habría estado allí tan mal como en casa de tía Ada. Pero la niñera se compadeció de mí. Me dio cariño y me protegió. Siempre recuerdo lo mucho que le debo a aquella buena mujer.

»Más tarde, cuando yo tenía unos siete años, tuvimos un tutor, el señor Welling, y recuerdo que me llevaba bien con él. Debió de enterarse de los rumores, pero eso no le afectó en absoluto. Yo era un niño mucho más serio que Cosmo y Tristan y, además, dos años mayor.

»Estaba, desde luego, lady Perrivale. Se trataba de una persona terrible, y me alegró mucho que pareciera no darse cuenta de mi existencia. Raras veces hablaba conmigo e incluso tuve la impresión de que ni siquiera me veía. Era una mujer corpulenta a la que todos temían, excepto sir Edward, claro. En aquella mansión, todo el mundo sabía que su dinero había salvado Perrivale Court, y que era hija de un millonario propietario de minas de carbón o de una siderurgia. Parecía existir una divergencia de opinión al respecto. Era hija única y su padre quiso que tuviera un título, para lo cual estuvo dispuesto a pagar lo que fuera, y buena parte del dinero ganado con el carbón o el hierro se dedicó a reforzar los techos y los muros de Perrivale Court. Debió de haber sido un buen acuerdo para sir Edward, ya que, además de haberle permitido conservar el techo sobre su cabeza, ella también le dio dos hijos. Yo solo tenía un deseo: no cruzarme en el camino de ella. Y bien…, ahora ya tienes una imagen del hogar en que me crié.

—Sí, ¿y después tuviste que ir a la escuela?

—Sí, pero eso fue algo decididamente bueno para mí. Allí se me trató como un igual entre otros. Yo era aplicado, bastante bueno en el deporte y me las arreglé muy bien. Perdí un poco de aquella agresividad que había ido acumulando durante los años anteriores, cuando estaba dispuesto a defenderme incluso antes de necesitarlo. Buscaba desaires e insultos allí donde no los había. Sí, la escuela fue muy buena para mí.

»Pero la escuela terminó. Dejamos de ser chicos. En la propiedad había suficiente trabajo para todos, y los tres trabajábamos relativamente bien juntos. Los tres nos habíamos hecho adultos.

»Yo tenía veinticuatro años cuando el mayor Durrell se instaló a vivir en las cercanías. Llegó acompañado de su hija. Era una joven viuda que tenía una niña pequeña. La viuda era asombrosamente hermosa, con el cabello pelirrojo y los ojos verdes. Algo bastante insólito. Todos nos sentimos fascinados por ella. Cosmo, y sobre todo Tristan, pero ella prefirió a Cosmo y se anunció su compromiso.

Le miré con intensidad. ¿Le había gustado a él la viuda, tal y como se había sugerido? ¿Acaso la perspectiva de su matrimonio con otro despertó su cólera, su desesperación o sus celos? ¿Tenía la intención de que la viuda fuera suya? No. Creí en él. Me había hablado con la más completa sinceridad. Me había descrito la habitación de los niños, presidida por la amable niñera, y la llegada de aquella fascinante viuda…, Mirabel, según habían informado los periódicos.

—Sí —continuó diciendo—, ella prefirió a Cosmo. Lady Perrivale se sintió encantada. Estaba muy ansiosa de que sus hijos se casaran y le dieran nietos, y le gustó mucho que Cosmo se convirtiera en el prometido de Mirabel. Al parecer, la madre de Mirabel había sido antigua compañera suya en el colegio, y según oí decir era su mejor amiga. Se había casado con el mayor y, aunque ahora había muerto, lady Perrivale recibió muy cálidamente al viudo y a su hija como sus vecinos. Conocía al mayor desde que este se casó con su buena amiga. Él le había escrito, comunicándole que se había retirado del ejército y que estaba pensando en instalarse en alguna parte. ¿Qué tal le parecía en Cornualles? La perspectiva le gustó mucho a lady Perrivale y poco después les encontró una casa de campo llamada Seashell. Así fue como el padre y la hija llegaron a vivir allí. Después, claro está, se produjo el compromiso con Cosmo, que no tardó mucho en anunciarse. Así pues, comprenderás cuál era el escenario.

—Empiezo a verlo con mucha claridad —le aseguré.

—Todos trabajábamos en la propiedad, en una granja llamada Bindon Boys. El granjero que había vivido y trabajado allí había muerto unos tres años antes, y el terreno había sido arrendado temporalmente a otro campesino, quien, sin embargo, no se hizo cargo de la casa. Se encontraba en muy mal estado y necesitaba una restauración, así como decorarla de nuevo.

—Sí, se dijeron bastantes cosas sobre Bindon Boys.

—Sí…, en un principio los lugareños la conocían con el nombre de Bindon Boys, hasta que ese se convirtió en su nombre oficial. Todos habíamos inspeccionado la casa y estábamos a punto de decidir que debía hacerse con ella.

Asentí con un gesto, Visualicé los negros titulares de la prensa: «El caso de Bindon Boys. La policía espera una detención inminente». Ahora todo lo veía de una forma muy diferente a como lo vi cuando el señor Dolland nos leyó la historia ante la mesa de la cocina.

—Estuvimos varias veces en la casa. Había mucho trabajo por hacer. Recuerdo el día con toda claridad. Cosmo y yo habíamos acordado vernos en la casa para discutir algún plan acerca de ella. Acudí a la casa y le encontré allí…, muerto… con el arma de fuego a su lado. No me lo pude creer. Me arrodillé junto a él. La chaqueta se me manchó de sangre. Su sangre. Tomé el arma entre mis manos… y fue entonces cuando apareció Tristan y me encontró. Recuerdo bien sus palabras: «¡Dios santo, Simon! ¡Le has matado!». Le dije que acababa de llegar… y que lo había encontrado muerto. Él miró fijamente el arma que aún sostenía en la mano…, y comprendí perfectamente lo que estaba pensando.

Se detuvo en seco en su narración y cerró los ojos, como si tratara de alejar aquellos recuerdos de su memoria. Le puse una mano en el hombro.

—Sabes que eres inocente, Simon —le dije—. Y algún día lo demostrarás.

—Si no logramos salir de esta isla nadie sabrá jamás la verdad.

—Vamos a salir de aquí —afirmé—. Lo presiento.

—Solo es una esperanza.

—La esperanza es buena cosa.

—Pero te desgarra el corazón cuando es infundada.

—Pero no es este el caso. Vendrá un barco. Lo sé. Y entonces…

—Sí, entonces ¿qué? Tendré que ocultarme. No puedo regresar. No me atrevo. Si lo hiciera me detendrían y, como quiera que he escapado, todos dirán que eso prueba mi culpabilidad.

—¿Qué sucedió en realidad? ¿Tienes alguna idea?

—Creo que existe una posibilidad de que fuera el viejo Harry Tench. Odiaba a Cosmo. Unos años antes había alquilado una de las casas de campo. Era un hombre que bebía mucho, y el lugar quedó arruinado. Cosmo lo echó y colocó en su lugar a otro hombre. Tench se marchó, pero luego regresó. Se había convertido en un vagabundo, en una especie de tunante. La gente dijo que había jurado vengarse de los Perrivale, y de Cosmo en particular. Hacía varias semanas que no se le veía por los alrededores, pero si había planeado matar a Cosmo lo más probable es que procurara no dejarse ver por allí. Durante la investigación se mencionó su nombre, pero en último término se le descartó como sospechoso. Yo era un sospechoso más probable. Se dijeron muchas cosas sobre la enemistad entre Cosmo y yo. De pronto, toda la gente parecía recordar cosas de las que ni siquiera yo era consciente. Se concedió mucha importancia al compromiso matrimonial entre Mirabel y Cosmo.

—Lo sé. El clásico crime passionnel. ¿Estabas… enamorado de ella?

—Oh, no. Todos nos sentimos un poco deslumbrados por ella…, pero no, no estaba enamorado.

—Y cuando se anunció su compromiso con Cosmo… ¿demostraste de alguna forma sentirte desilusionado?

—Probablemente, Tristan y yo expresamos la suerte que había tenido Cosmo, y aseguramos envidiarle o algo por el estilo. Pero no creo que lo dijéramos muy en serio. —Se produjo un silencio. Después, añadió—: Ahora ya lo sabes todo. Y me alegra habértelo contado. Es como si me hubiera descargado un peso de los hombros. Dime… ¿te conmociona saber que estás en compañía de un sospechoso de asesinato?

—Solo puedo pensar en que esa persona me salvó la vida…, y también la de Lucas.

—Así como la mía, claro.

—Bueno, si no hubieras salvado tu vida, ninguno de nosotros estaríamos aquí. Me alegra que me lo hayas contado todo. Desearía que se pudiera hacer algo…, enderezar las cosas…, para que pudieras regresar. Quizá lo consigas algún día.

—Eres optimista. Crees que vamos a abandonar esta isla olvidada de Dios. Crees en los milagros.

—Bueno, me parece que he presenciado algunos en estos últimos días.

Me tomó de la mano y la apretó.

—Tienes razón y yo me muestro como un desagradecido. Nos recogerán…, y quizá algún día regresaré a Perrivale Court y todos sabrán la verdad.

—Estoy segura de ello —le dije levantándome—. Hemos estado hablando durante mucho tiempo. Lucas se estará preguntando qué ha sido de nosotros.

*****

Transcurrieron otros dos días. Las reservas de agua habían disminuido mucho y empezábamos a quedarnos sin cocos. Simon había encontrado un robusto palo que Lucas utilizó a modo de muleta. Según dijo, la pierna le dolía menos, pero yo no confiaba mucho en que se la hubiéramos entablillado bien. A pesar de todo, fue capaz de avanzar unos pocos pasos, cosa que le alegró mucho.

Cuando estábamos solos, Simon me contó más detalles de su vida y tuve una imagen mucho más clara de cómo había sido esta. Me sentía fascinada. Anhelaba ser de alguna ayuda para descubrir la verdad y contribuir a establecer su inocencia. Quise saber más detalles de Harry Tench. Ya había decidido que él fue el asesino. Simon dijo que Cosmo no debía haberse mostrado tan duro con aquel hombre. Cierto que Harry Tench era un pobre campesino, y que si la propiedad debía prosperar se la debía cuidar de modo adecuado, pero habría podido conservar a Harry Tench dándole algún otro trabajo. Cosmo, sin embargo, insistió en que aquel hombre no servía para nada como trabajador; es más, Tench se había mostrado insolente, algo que Cosmo no pudo aceptar.

Hablamos de cómo Harry Tench pudo matar a Cosmo. No tenía hogar fijo; a menudo dormía en los graneros; en alguna ocasión admitió haber dormido en Bindon Boys. Quizá estaba allí cuando llegó Cosmo, poco antes de que apareciera Simon. Quizá creyó que su oportunidad había llegado. Pero estaba el tema del arma de fuego. Eso necesitaba una explicación. Se descubrió que procedía del salón de armas de Perrivale Court. ¿Cómo podría haberse apoderado de ella un hombre como Harry Tench?

Seguimos hablando del tema, y yo estaba segura de que para Simon fue un gran alivio poder compartirlo con alguien.

Transcurría el quinto día de nuestra estancia en la isla, y era por la tarde. Simon y yo habíamos dedicado toda la mañana a seguir explorando. Encontramos unas pocas bayas que creímos comestibles, y estábamos considerando comerlas cuando escuchamos un grito…, seguido por el sonido de un silbato.

Era Lucas. Regresamos presurosos a su lado. Señalaba hacia el horizonte, lleno de excitación. Solo era una pequeña mancha. ¿Lo imaginábamos o acaso conjurábamos en nuestras mentes algo que tanto anhelábamos divisar?

Seguimos escudriñando el mar, en silencio, casi conteniendo la respiración. La mancha empezó a adquirir forma.

—¡Lo es! ¡Lo es! —gritó Simon.