Tenía diecisiete años cuando experimenté una de las aventuras más extraordinarias que podrían haberle sucedido a una joven, y que me permitió atisbar un mundo muy distinto de todo aquello para lo que había sido educada. Y, a partir de entonces, el curso de mi vida cambió por completo.
Siempre tuve la impresión de haber sido concebida casualmente por parte de mis distraídos padres. Me imagino muy bien su extrañeza, consternación y angustia cuando empezaron a ponerse de manifiesto las primeras señales de mi inminente llegada. Recuerdo una ocasión en la que, tras haberme escapado de la supervisión de mi niñera, me encontré con mi padre en la escalera. Nos veíamos tan pocas veces que en esa ocasión nos miramos como dos extraños. Se había levantado las gafas, que llevaba sobre la frente. Se las colocó ante los ojos y miró con detenimiento a aquella criatura extraña que había irrumpido en su mundo, como intentando recordar quién era yo. En ese instante apareció mi madre; al parecer, ella sí me reconoció enseguida, porque dijo:
—¡Oh, es la niña! ¿Dónde está la niñera?
No tardaron en rodearme y levantarme un par de brazos familiares que me alejaron de allí, y cuando ya no podían oírnos, la niñera me dijo:
—Esto no es natural. Pero no importa, tienes a tu vieja y querida Nanny que te quiere mucho.
En realidad, me sentía contenta ya que, además de mi querida Nanny, tenía al señor Dolland, el mayordomo; a la señora Harlow, la cocinera; a Dot, la doncella; a Meg y a Emily, las sirvientas; y más tarde, a la señorita Felicity Wills.
En nuestra casa había dos zonas muy bien delimitadas, y yo sabía a cuál de ellas pertenecía.
Era una casa grande situada en una plaza londinense, perteneciente a un barrio llamado Bloomsbury. La razón por la que se eligió como nuestra residencia fue su proximidad al Museo Británico, una institución de la que se hablaba con tanta reverencia en la planta baja que cuando tuve la edad suficiente para cruzar sus sagradas puertas casi esperaba escuchar una voz procedente del cielo ordenándome que me quitara los zapatos, puesto que aquel lugar que estaba pisando por primera vez era suelo sagrado.
Mi padre era el profesor Cranleigh, y trabajaba en el Departamento de Egiptología del museo. Era una autoridad en todo lo referido al antiguo Egipto y, sobre todo, en jeroglíficos. Mi madre no vivía a su sombra, ya que compartía su trabajo, le acompañaba en sus frecuentes viajes para pronunciar conferencias, y era la autora de un volumen de considerable tamaño titulado El significado de la piedra de Rosetta, que ocupaba un lugar destacado en la biblioteca de nuestra casa, situada al lado del despacho, junto con media docena de obras escritas por mi padre.
Me impusieron el nombre de Rosetta, que ellos consideraron un gran honor. Eso me unía al trabajo que realizaban, lo que me hacía pensar que, en uno u otro momento, tendrían alguna consideración para conmigo. Cuando la señorita Felicity Wills me llevó al museo, lo primero que quise ver fue esa piedra tan antigua. La contemplé con admiración, y escuché embelesada mientras ella me explicaba que aquellos signos tan extraños permitieron descifrar las escrituras del antiguo Egipto. No podía apartar los ojos de aquella columna de basalto que había sido tan importante para mis padres. Pero lo que le daba una importancia real ante mis ojos era el hecho de que se la conociera por el mismo nombre que yo llevaba.
Cuando alcancé los cinco años de edad, mis padres empezaron a preocuparse por mí. Necesitaba una educación, y se produjo cierto revuelo en nuestra zona de la casa ante la perspectiva de la llegada de una institutriz.
—Las institutrices son personas muy extrañas —sentenció la señora Harlow en cierta ocasión en que estábamos todos sentados ante la mesa de la cocina—. No son peces ni aves.
—No —intervine yo—, son señoras.
—En cualquier caso —prosiguió la señora Harlow—, demasiado distinguidas para nosotras, y no lo bastante buenas para ellos. —Y señaló hacia el techo, indicando las estancias superiores de la casa—. Se muestran altivas por cualquier cosa… y en cambio arriba, bueno, son tan mansas como un corderito. Sí, las institutrices son personas muy extrañas.
—He oído decir que será la sobrina de un profesor —dijo el señor Dolland.
El señor Dolland se enteraba de todas las noticias. Era tan astuto como una carreta llena de monos, según decía la señora Harlow. Dot disponía de sus propias fuentes de información, sobre todo cuando esperaba para servir la mesa.
—Se trata del profesor Wills —dijo ahora—. Está en la universidad…, solo que hace algo distinto…, ciencia o algo así. Bueno, el caso es que tiene a esa sobrina a la que quiere encontrarle un puesto de trabajo. Es casi seguro que vamos a tener en nuestra casa a la sobrina del profesor Wills.
—¿Será lista? —pregunté agitada.
—Seguro que será demasiado lista —dijo la señora Harlow.
—No voy a permitir que interfiera en mi trabajo de niñera —anunció Nanny Pollock.
—Será demasiado distinguida para eso. Querrá que le sirvan la comida en bandeja que tendréis que subirle una de vosotras dos, Meg o Dot. Puedo aseguraros que tendremos entre nosotros a una verdadera señora.
—Pues yo no quiero que venga —anuncié—. Puedo aprender de vosotros.
Eso les hizo reír a todos.
—Di lo que quieras, cariño —afirmó la señora Harlow—, pero lo cierto es que ninguno de nosotros somos personas con una educación exquisita…, excepto quizá el señor Dolland.
Todos miramos con orgullo al señor Dolland, quien no solo elevaba la dignidad de nuestra región en la casa, sino que también nos entretenía y en ocasiones incluso le convencíamos para que hiciera alguna de sus pequeñas «bromas». Era un hombre de muchas facetas, lo que no resultaba nada sorprendente, teniendo en cuenta que en otros tiempos había sido actor. Yo le había visto preparándose para subir a las habitaciones superiores, vestido formalmente como el mayordomo más digno, mientras que en otras ocasiones se ponía un delantal alrededor de su vientre algo amplio, y se dedicaba a limpiar la plata al tiempo que cantaba. Entonces yo me quedaba allí sentada, escuchándole, y los demás acudían para disfrutar del placer que proporcionaban los numerosos talentos del señor Dolland.
—Bueno, en realidad el canto no es mi fuerte —nos decía con modestia—. Nunca he sido muy apto para las obras musicales. Mi vocación es el teatro dramático. Lo llevo en la sangre… desde que nací.
Algunos de los recuerdos más felices que conservo de aquellos tiempos los adquirí sentada ante la gran mesa de la cocina. Recuerdo algunas noches… Debió de ser en invierno, porque fuera estaba todo oscuro y la señora Harlow encendía la lámpara llena de parafina y la colocaba en el centro de la mesa. El fuego de la chimenea de la cocina estaba encendido, mis padres se habían marchado de viaje para dar alguna conferencia, y sobre todos nosotros se instalaba una maravillosa sensación de paz y seguridad.
El señor Dolland nos hablaba de los tiempos de su juventud, cuando iba camino de convertirse en un gran actor. Pero las cosas no le salieron tal y como él las había planeado, puesto que de otro modo no habría estado con nosotros, algo por lo que nos sentíamos agradecidas, aunque fuera una lástima por el propio señor Dolland. Había interpretado papeles en diversas obras y en cierta ocasión actuó incluso en el papel del fantasma en Hamlet; había trabajado hasta en la misma compañía que Henry Irving. El seguía los progresos del gran actor y algunos años antes había visto a su héroe aclamado por el público tras su interpretación de Mathias en Las campanas.
A veces nos seducía con escenas de esa misma obra. En tales ocasiones se hacía entre nosotras un silencio reverencial. Sentada junto a Nanny Pollock, yo le tomaba de la mano para asegurarme de que ella estaba cerca. La escena era mucho más efectiva cuando el viento soplaba en el exterior y escuchábamos el repiquetear de la lluvia contra los cristales de las ventanas.
—Fue en una noche como esta cuando asesinaron al judío polaco… —proclamaba el señor Dolland con un profundo tono de voz.
Y nos quedábamos allí sentadas, temblando. Después, ya acostadas, contemplábamos temerosas las sombras de la habitación, preguntándonos si de ellas no surgiría la forma del asesino.
El señor Dolland era muy respetado por todos los habitantes de la casa, pero su talento para entretenernos nos había inducido a quererle, y si el mundo teatral no había logrado apreciar su capacidad, no era ese el caso en la residencia de Bloomsbury.
Sí, eran recuerdos muy felices. Aquella era mi familia, y yo me sentía segura y feliz con ellos.
En aquellos tiempos, las pocas ocasiones en que me aventuraba hasta el salón comedor lo hacía bajo las alas protectoras de Dot, cuando ella iba a poner la mesa. Yo acostumbraba sostenerle los cubiertos mientras ella los colocaba sobre la mesa. Yo la contemplaba llena de admiración, sobre todo cuando manejaba con destreza las servilletas, a las que daba formas fantásticas, que luego colocaba en la mesa.
—¿No te parecen maravillosas? —me preguntaba observando su obra ya terminada—. Pero ellos no se dan cuenta de nada. Solo se dedican a hablar, hablar y hablar, y una no tiene ni la más ligera idea de lo que dicen. Algunos incluso se entusiasman. Una podría pensar que todas esas cosas se habrían convertido en humo…, todo aquello sucedido hace ya tanto tiempo…, lugares y gentes de las que jamás había oído hablar. A veces, hasta discuten con vehemencia.
Después, me dedicaba a seguir a Meg. Hacíamos las camas juntas. Cuando ya estaban hechas, me quitaba los zapatos y me subía al colchón de plumas, porque me encantaba ver cómo se hundían mis pies.
Solía ayudarla a hacer las camas.
—Primero los pies y luego la cabecera —medio cantábamos—, esa es la forma de hacer una cama.
—Mira —dijo Meg—, tensa la sábana un poco más. No querrás que se les salgan los pies por aquí, ¿verdad? Se quedarían tan fríos como esa piedra por la que te han dado tu nombre.
Sí, era un buen estilo de vida, y nunca me sentí afectada por la ausencia de interés por parte de mis padres. En todo caso, me sentía agradecida por mi nombre, y por todos aquellos reyes y reinas egipcios a los que dedicaban tanta atención que ya no les quedaba ninguna para mí. Fueron días felices, pasados en hacer camas, poner mesas, observar a la señora Harlow mientras preparaba la carne o agitaba el budín, consiguiendo siempre la pequeña propina de llevarme un poco a la boca para probar, o escuchando las dramáticas escenas procedentes del frustrado pasado del señor Dolland; y siempre disponía de los cariñosos brazos de Nanny Pollock en los momentos en que necesitaba consuelo.
Fue una infancia feliz en la que pude ahorrarme la atención de mis padres.
Y entonces llegó el día en que acudió la señorita Felicity Wills, sobrina del profesor Wills, para convertirse en mi institutriz y ocuparse de los rudimentos de mi educación, hasta que se hicieran otros planes para mi futuro.
Escuché el sonido del carruaje deteniéndose ante la puerta de la residencia. Todas estábamos ante la ventana de mi habitación: yo, Nanny Pollock, la señora Harlow, Dot, Meg y Emily.
La vi bajar, y el cochero le llevó las maletas hasta la puerta. Parecía joven e indefensa y, desde luego, no tenía aspecto de sentirse aterrorizada.
—Solo es una más —comentó Nanny.
—Hay que esperar —dijo la señora Harlow, decidida a mostrarse pesimista—. Ya os he dicho más de una vez que el aspecto no lo es todo.
No tardó en llegar la convocatoria para que bajara al salón, que ya había estado esperando. Nanny me había puesto un vestido limpio y peinado el cabello.
—Recuerda que debes contestar con claridad —me dijo—. Y no tengas ningún miedo. Estás muy bien, y Nanny te quiere mucho.
La besé fervientemente y bajé al salón, donde mis padres ya me esperaban en compañía de la señorita Felicity Wills.
—Ah, Rosetta —dijo mi madre al reconocerme, debido, supongo, a que me estaba esperando—. Esta es tu institutriz, la señorita Felicity Wills. Señorita Wills, le presento a nuestra hija, Rosetta.
La joven se me acercó y creo que la quise a partir de ese momento. Era tan elegante y bonita como si fuera un cuadro que hubiera visto en alguna parte. Me tomó por las dos manos y me sonrió cariñosamente. Yo le devolví la sonrisa.
—Me temo que tendrá usted que empezar sobre terreno virgen, señorita Wills —dijo mi madre—. Rosetta no ha recibido hasta ahora ninguna educación.
—Estoy segura de que ya habrá aprendido muchas cosas —dijo la señorita Wills.
Mi madre se encogió de hombros.
—Rosetta podría mostrarle dónde está la habitación destinada a las clases —dijo entonces mi padre.
—Excelente idea —asintió la señorita Wills.
Se volvió hacia mí, sin dejar de sonreír. Lo peor había pasado. Abandonamos juntas el salón.
—Está en la parte más alta de la casa —dije.
—Sí, así suele suceder con las habitaciones destinadas al estudio. Supongo que es para que nadie nos moleste. Espero que nos entendamos bien. De modo que soy tu primera institutriz. —Asentí con un gesto de cabeza—. Bien, pues voy a decirte algo —continuó—. Tú también eres mi primera alumna. Así que las dos somos novatas.
Entre ambas se estableció inmediatamente un lazo mutuo. Me sentí mucho más feliz de lo que me había sentido aquella mañana al despertar, cuando dediqué mi primer pensamiento a su inminente llegada. Me había imaginado a una mujer ya madura y feroz, y en lugar de eso me encontraba con una joven bonita. No podía tener más de diecisiete años; y ya me había confesado que nunca había enseñado a nadie hasta entonces.
Fue una sorpresa encantadora. Y supe entonces que todo iba a salir bien.
*****
La vida había adquirido una nueva dimensión. Para mí fue una gran alegría descubrir que no era tan ignorante como había temido.
De algún modo, había aprendido a leer con la ayuda del señor Dolland. Había estudiado las imágenes de la Biblia y me encantaban las historias que él leía con énfasis dramático. Aquellas imágenes me fascinaban: Raquel en el pozo; Adán y Eva expulsados del Jardín del Edén, mirando hacia atrás, por encima del hombro, a los ángeles que portaban espadas llameantes; Juan el Bautista de pie, metido en el agua del río, predicando. Además, había escuchado al señor Dolland recitar algunas poesías que había aprendido, así como algo de «Ser o no ser». El señor Dolland se imaginaba a sí mismo como un Hamlet.
La señorita Wills quedó encantada conmigo y ambas nos hicimos amigas desde el principio.
Claro que hubo que superar cierta hostilidad con mis amigos de la cocina, pero Felicity —no tardé en empezar a llamarla así cuando estábamos a solas— era muy cortés y en modo alguno la persona arrogante que había temido la señora Harlow, de modo que no tardó en romper la barrera existente entre quienes acudíamos a la cocina y los que creían estar «por encima», como decía la señora Harlow. Las comidas en bandeja desaparecieron bien pronto, y Felicity se unió a todos nosotros a la mesa de la cocina.
Se trataba de una situación que no habría sido aceptada en un hogar bien ordenado, pero una de las ventajas de tener unos padres que vivían en una remota atmósfera académica, alejados del ambiente mundano de la casa, era precisamente la libertad que eso nos proporcionaba a todos. ¡Y cómo disfrutábamos de ella! Cuando recuerdo lo que muchos considerarían como una infancia de niña abandonada, no puedo hacer más que alegrarme, porque fue una de las infancias más maravillosas y encantadoras con las que habría podido soñar una niña. Pero, claro, cuando es una misma quien la vive, no suele darse cuenta de lo buena que fue. Eso solo se ve claro cuando ya ha pasado.
Aprender con Felicity fue divertido. Nos dedicábamos a nuestras lecciones cada mañana, y ella hacía que todas fueran interesantes. De hecho, me daba la impresión de que descubríamos las cosas juntas. Ella nunca aparentó saber lo que no sabía. Si yo le hacía una pregunta, me contestaba con franqueza: «Tendré que consultarlo». Me habló de ella. Su padre había muerto algunos años antes; eran una familia muy pobre. Tenía dos hermanas menores. Afortunadamente, contaban con su tío, el profesor Wills, hermano de su padre, que ayudaba a la familia y le había encontrado aquel trabajo.
Admitió haberse sentido aterrorizada ante la perspectiva de encontrarse con una niña muy inteligente que supiera más que ella. Ambas reímos por ello.
—Bueno —dijo Felicity—, se trataba de la hija del profesor Cranleigh, una gran autoridad, muy respetado en el mundo académico.
Yo no estaba muy segura de qué era «el mundo académico», pero experimenté una oleada de orgullo. Después de todo, se trataba de mi padre, y resultaba agradable saber que estaba muy bien considerado.
—Tanto a él como a tu madre se les hacen numerosas peticiones para dar conferencias —me explicó, lo que no dejaban de ser buenas noticias, ya que de ese modo estarían más tiempo fuera—. Yo creí que por su parte habría mucha supervisión y guía y toda esa clase de cosas. Pero al final todo ha resultado mucho mejor de lo que esperaba.
—Y yo creí que serías una persona terrible…, ni pez ni ave.
Mi observación le pareció muy divertida y ambas nos echamos a reír. Siempre estábamos riéndonos. Aprendí con rapidez. La historia estaba relacionada con la gente, algunas muy extrañas, y no solo con los nombres y una serie de fechas. La geografía era como un excitante viaje alrededor del mundo. Disponíamos de un gran globo terráqueo al que dábamos vueltas y vueltas; elegíamos los lugares, y nos imaginábamos que estábamos allí.
Estoy segura de que mis padres no habrían aprobado este método de enseñanza, pero funcionó bien. Jamás se les habría ocurrido contratar a alguien como Felicity, que admitía no tener las calificaciones adecuadas y no haber enseñado antes, de no haber sido la sobrina del profesor Wills.
De modo que teníamos muchas cosas por las que sentirnos agradecidas, y ambas lo sabíamos.
Además, estaban nuestros paseos. Aprendimos a conocer lo interesante que era Bloomsbury. Para nosotras se convirtió en un juego descubrir cómo había llegado a ser lo que era. Fue excitante saber que, apenas un siglo antes, solo era un pueblo aislado llamado Lomesbury y que entre la iglesia de San Pancracio y el Museo Británico no había más que campos. Descubrimos la casa donde vivió sir Godfrey Kneller. Más allá estaban los suburbios, esos barrios donde no podíamos aventurarnos, compuestos por una verdadera maraña de calles donde vivían los pobres junto con los criminales; estos se sentían lo bastante seguros allí, pues nadie se atrevía a entrar en esos lugares.
Al señor Dolland, que había nacido y sido educado en Bloomsbury, le encantaba hablar de los viejos tiempos, y sabía muchas cosas al respecto. Durante las comidas se mantenían conversaciones muy interesantes sobre el tema.
Durante las noches de invierno permanecíamos sentadas allí, envueltas en la semipenumbra de la lámpara, que arrojaba sus sombras sobre el pastel o el budín hecho por la señora Harlow y los platos de verdura vacíos, mientras el señor Dolland hablaba de los primeros años de su vida en Bloomsbury.
Había nacido en Gray’s Inn Road y de pequeño se había dedicado a explorar los alrededores, por lo que tenía muchas historias que contar.
Recuerdo muy bien ciertos detalles de aquellos días. El mayordomo tenía una capacidad verdaderamente dramática y, como suele suceder con la mayoría de los actores, le encantaba embelesar a su público. Un público que no podía ser más atento, aun cuando fuera mucho menor del que él habría deseado.
—Ahora cerrad los ojos e imaginadlo por un momento —decía—. Los edificios representan una gran diferencia. Pero pensad en este lugar… como si fuera el campo. En realidad, yo nunca fui un campesino.
—Le pasa como a mí, señor Dolland —dijo la señora Harlow—. Le gusta la vida con movimiento.
—¿Acaso no nos gusta a todos? —preguntó Dot.
—No lo sé —dijo Nanny Pollock—. Vale la pena confiar en el campo.
—Pues yo nací y me crié en el campo —dijo Meg.
—Y a mí me gusta estar aquí, con todos vosotros —intervine yo.
Nanny asintió con un gesto de aprobación ante tal sentimiento.
Me di cuenta de que el señor Dolland estaba de buen humor y dispuesto a entretenernos, y estaba a punto de pedirle que nos representara una escena de Las campanas, cuando dijo:
—Ah, por aquí han ocurrido muchas cosas en los últimos tiempos. Si pudieran ver cómo eran las cosas antes…
—Es una pena que tengamos que depender de los rumores —comentó Felicity—. Resulta fascinante oír a las personas hablar del pasado.
—Así es —asintió el señor Dolland—. No es que yo pueda retroceder mucho, pero escuchaba las historias que me contaba mi abuela. Ella vivió aquí antes de que construyeran todos estos edificios. Solía hablarme de una granja situada donde ahora está la calle Russell. Recordaba incluso a las señoritas Capper, que vivían allí.
Me acomodé en la silla, sintiéndome feliz, confiando en escuchar una historia sobre las señoritas Capper. Al advertirlo, el señor Dolland sonrió y me dijo:
—Querrá usted saber lo que me contó mi abuela sobre ellas, ¿verdad, señorita Rosetta? —Yo asentí y él continuó—: Había dos viejas solteronas, las señoritas Capper. Una de ellas había tenido un gran fracaso sentimental, y la otra jamás tuvo la oportunidad de enamorarse. Eran unas mujeres amargadas y contrarias a todos los hombres. Vivían con relativa comodidad, gracias a la granja que les había dejado su padre, y que ellas mismas dirigían. No permitían que ningún hombre se acercara por el lugar. Se las arreglaban con una sirvienta o dos. Sentían una gran aversión por los miembros del sexo opuesto.
—Porque una había tenido un fracaso sentimental —puntualizó Emily.
—Y la otra jamás tuvo la oportunidad de enamorarse —añadí.
—Shhh —me amonestó Nanny—. Deje continuar al señor Dolland.
—Formaban una pareja muy singular. Solían salir montadas en viejas yeguas grises y se vestían con sombreros altos y ropas viejas que les hacían parecer un par de brujas. Todo el mundo las conocía como las Locas Capper.
Me eché a reír, pero Nanny volvió a mirarme con expresión de reprobación. Nunca se debía interrumpir al señor Dolland cuando estaba contando una historia.
—No es que hicieran nada realmente perverso, pero les gustaba hacer daño de vez en cuando. Al lugar solían acudir los chicos para hacer volar sus cometas. Una de las señoritas Capper llevaba siempre unas tijeras consigo. Perseguía a los chicos de las cometas y les cortaba el hilo, de modo que los pobres se quedaban allí, con el hilo entre las manos…, viendo cómo las cometas se alejaban impulsadas por el viento.
—Oh, pobres muchachos. ¡Qué desfachatez! —dijo Felicity.
—Cerca de allí había una pequeña corriente donde los chicos solían bañarse. Durante un cálido día de verano no había nada que les gustara más que darse un buen chapuzón. Para ello, dejaban la ropa detrás de un arbusto. La otra señorita Capper los vigilaba a escondidas. Después, se acercaba a gatas hasta el arbusto y les quitaba la ropa.
—¡Qué vieja cretina! —dijo Dot.
—Decía que los chicos traspasaban los límites de su propiedad y que debían ser castigados por ello.
—¿No habría sido suficiente con una pequeña advertencia? —preguntó Felicity.
—No era esa la forma de actuar de las señoritas Capper. Se murmuraban muchas cosas sobre ellas. Me habría gustado vivir en aquella época, aunque solo hubiera sido para conocerlas.
—Usted nunca habría permitido que le cortaran el hilo de su cometa, señor Dolland —dije.
—Al parecer, aquellas dos mujeres eran bastante testarudas. Y, además, estaban los cuarenta pasos, claro.
Todas nos removimos en los asientos, disponiéndonos a escuchar la historia de los cuarenta pasos.
—¿Es una historia de fantasmas? —pregunté con avidez.
—Bueno, algo así.
—Quizá sería mejor escucharla por la mañana —intervino Nanny, mirándome—. La señorita se excita un poco cuando escucha historias de fantasmas por la noche. No quiero que se pase media noche despierta e imaginando que oye cosas raras.
—Oh, señor Dolland —supliqué—, cuéntela ahora. No podría esperar. Quiero escuchar la historia de los cuarenta pasos.
—No le pasará nada —intervino Felicity mirándome, sonriente, ya que deseaba escuchar la historia tanto como yo.
Al ver que ya había despertado nuestra curiosidad, el señor Dolland comprendió que no le quedaba más remedio que continuar. Nanny pareció sentirse algo incómoda. A ella, Felicity no le gustaba tanto como a todos nosotros. Creo que eso se debía al afecto que yo sentía por mi institutriz, y al temor de perder el que yo sentía por ella. Pero no habría tenido que preocuparse por eso. Era capaz de quererlas a las dos.
El señor Dolland se aclaró la garganta y puso la expresión que debía de poner cuando estaba esperando entre bambalinas, antes de salir a escena para representar su papel. Empezó con tono dramático:
—Había dos hermanos. Todo esto ocurrió hace ya mucho tiempo, durante el reinado del rey Carlos. El caso es que, al morir el rey, el duque de Monmouth creyó que sería mejor rey que Jacobo, el hermano de Carlos, y se entabló una batalla entre ellos. Uno de los hermanos siguió al duque de Monmouth y el otro a Jacobo, de modo que se convirtieron en enemigos que luchaban en bandos opuestos. Pero lo más importante para ellos era que ambos admiraban a una joven dama. En efecto, amaban a la misma mujer y las cosas llegaron a tal punto que estaban dispuestos a luchar entre sí, porque esa dama era conocida como la Bella de Bloomsbury y se sentía muy pagada de sí misma, como suele suceder con esa clase de jóvenes. Se sentía orgullosa por el hecho de que ambos hermanos estuvieran dispuestos a luchar por ella. Iban a enfrentarse con espadas, que era la manera en que solían resolverse estas cosas en aquellos tiempos. Se trataba de lo que ellos llamaban un duelo. Cerca de la granja de las señoritas Capper había un terreno baldío que siempre había gozado de mala reputación. Por aquellos parajes se escondían los bandoleros y nadie con sentido común se atrevía a atravesarlo de noche. Parecía un buen lugar para celebrar un duelo.
El señor Dolland tomó el gran cuchillo de cocina que había sobre la mesa y lo blandió con habilidad, retrocediendo y avanzando, como si estuviera luchando con un enemigo invisible. Sostenía el cuchillo con destreza y actuaba con tal realismo que yo casi podía ver a los dos hermanos luchando entre sí. De pronto, se detuvo, y señalando hacia el horno de la cocina, dijo con tono melodramático:
—Y allí, al borde de la cuesta, disfrutando de la situación, viendo cómo los hermanos se preparaban para matarse entre sí por ella, estaba la causa del problema.
El horno de la cocina se transformó en la cuesta de una colina. Pude ver a la joven, muy parecida a Felicity, aunque Felicity era demasiado buena y amable para desear que nadie muriera por ella. Me imaginaba vívidamente toda la escena, y siempre sucedía lo mismo cuando el señor Dolland ofrecía una de sus actuaciones.
El señor Dolland se lanzó hacia delante, lanzando una estocada mortal, y dijo con voz profunda:
—Y al tiempo que la espada de uno alcanzaba el cuello del otro, seccionándole una arteria, la punta de la espada del otro se clavaba en el corazón de su adversario. Y así fue como ambos hermanos murieron en Long Fields, como se llamaba entonces aquel paraje, aunque más tarde se le cambió el nombre por el de Southampton Fields.
—¡Escalofriante! —Exclamó la señora Harlow—. Hay que ver las cosas que es capaz de hacer la gente por amor.
—¿Cuál de ellos se le apareció a ella? —pregunté.
—Usted y sus fantasmas —intervino Nanny con desaprobación—. Para usted siempre tiene que haber un fantasma.
—Seguid escuchando —pidió el señor Dolland—. Mientras se atacaban, avanzando y retrocediendo —dijo, y representó una vez más la lucha a espada para ilustrar la acción—, dieron cuarenta pasos sobre aquel terreno manchado de sangre, y se dice que allí donde pisaron los dos hermanos no volvió a crecer jamás la hierba. La gente solía acudir para ver el lugar. Según mi abuela, los pasos se distinguían con toda claridad, y la tierra aparecía enrojecida, como si estuviera manchada de sangre. Después del oscurecer, nadie pasaba por allí.
—Tampoco pasaban antes —le recordé.
—Pero a partir de entonces ni siquiera los bandoleros se atrevieron a pasar.
—¿Vieron alguna cosa? —preguntó Dot.
—No. Solo se experimentaba esa extraña sensación de que allí había algo no del todo natural. La gente decía que, después de llover, cuando la tierra estaba húmeda, todavía se podían distinguir los pasos, y que estos aparecían manchados de rojo. Se plantaron cosas en el lugar, pero nada crecía. Las huellas, en cambio, permanecieron.
—¿Y qué le sucedió a la joven por la que lucharon los hermanos? —preguntó Felicity.
—Desapareció de la historia.
—Creí que ellos se le habían aparecido —dije.
—No deberían haber sido tan tontos —comentó Nanny—. No tengo ninguna paciencia con los tontos. Nunca la he tenido y nunca la tendré.
—Es muy triste que ambos tuvieran que morir —comenté—. Habría sido mucho mejor que uno quedara con vida para sentir remordimiento… De todos modos, aquella joven no valía tantos problemas.
—Tienes que aceptar las cosas tal y como son —me dijo Felicity—. No se puede cambiar la vida para tener un final feliz.
—Sobre el suceso se llegó a escribir una obra de teatro —prosiguió el señor Dolland—. Se tituló El campo de los cuarenta pasos.
—¿Actuó usted en ella, señor Dolland? —preguntó Dot.
—No. Eso ocurrió bastante antes de que yo naciera. Sin embargo, oí hablar de ella y me interesé por la historia de los dos hermanos. La escribió alguien llamado Mayhew, ayudado por su hermano…, lo que no deja de ser un detalle bonito: unos hermanos escribiendo sobre otros hermanos, por así decirlo. La representaron en el teatro de la calle Tottenham, y se mantuvo en cartel durante algún tiempo.
—Es curioso todo lo que ha sucedido por aquí —dijo Emily.
—Bueno, lo cierto es que nunca sabemos lo que puede sucedemos —comentó Felicity con expresión seria.
*****
Y así transcurrió el tiempo, con las semanas convirtiéndose en meses, y los meses en años. Fueron días felices e imperturbables en los que casi nada interrumpía nuestra serenidad. Yo ya estaba a punto de cumplir los doce años. Supongo que por aquel entonces Felicity debía de tener unos veinticuatro años. Al señor Dolland empezaban a salirle canas en las sienes y todas opinamos que eso le hacía parecer muy distinguido y que añadía cierta grandeur a sus actuaciones. Nanny se quejaba cada vez más de su reuma, y Dot se marchó para casarse. La echamos de menos, pero Meg ocupó su lugar, y Emily el de Meg y no fue necesario contratar a nadie más. Con el tiempo, Dot dio a luz un niño precioso y regordete que nos presentó a todos con orgullo.
En aquellos tiempos hubo muchos momentos felices; pero tendría que haberme dado cuenta de que no durarían para siempre.
Yo empezaba a abandonar la niñez, y Felicity ya se había convertido en una hermosa joven.
Los cambios se produjeron del modo más insidioso.
Hubo un inusual acontecimiento en el que Felicity fue invitada a participar en una cena de gala dada por mis padres. Según me explicó, eso se debió a que necesitaban una mujer para equilibrar las parejas y ella era una invitada adecuada, siendo la sobrina del profesor Wills, aunque solo fuera la institutriz. Felicity no contempló la ocasión con mucho entusiasmo. Recuerdo el vestido de noche que se puso. Era de encaje negro y le quedaba muy bien, pero permaneció colgado en su guardarropa, como un deprimente recordatorio de las cenas de gala, que eran las únicas ocasiones en que se lo ponía. Felicity siempre se sentía aliviada cuando mis padres se marchaban, ya que entonces no tenía que temer ninguna invitación a cenar. Nunca estaba segura de cuándo la obligarían a asistir, ya que invitarla siempre era una decisión de última hora. Según decía ella misma, era una invitada ocasional de lo más reacia.
A medida que crecí, fui viendo un poco más a menudo a mis padres. A veces tomaba el té con ellos. Creo que ellos se sentían mucho más azorados en mi presencia que yo ante la suya. No obstante, nunca se mostraron descorteses conmigo. Solían hacerme muchas preguntas sobre lo que estaba aprendiendo y como tenía cierta capacidad para recordar datos y me gustaba la literatura, en tales ocasiones salía bastante bien del paso, de modo que, aun cuando ellos no se sintieran especialmente orgullosos de mis progresos, tampoco se mostraban disgustados por lo que pudieran percibir.
Y entonces surgieron las primeras señales del cambio, aunque en aquellos momentos fui incapaz de reconocerlas.
Organizaron una cena y le pidieron a Felicity que asistiera.
—Mi vestido empieza a tener ese aspecto ajado y polvoriento que adquiere el negro con el tiempo —me dijo.
—Estás muy guapa con él, Felicity —le aseguré.
—Me siento tan… marginada. Todo el mundo sabe que solo soy la institutriz a la que se invita para rellenar un hueco.
—Pero tú eres mucho más bonita que cualquiera de ellas, y también mucho más interesante.
Mi observación la hizo echarse a reír.
—Todos esos estirados y viejos profesores creen que no soy más que una frívola idiota con la cabeza vacía.
—Ellos son los que tienen la cabeza vacía —le aseguré.
Estaba con ella cuando se vistió para la cena. Se había peinado el cabello a lo alto, y su nerviosismo le daba una nota de color rosa a sus mejillas.
—Tienes un aspecto maravilloso —le dije—. Todas las mujeres te mirarán con envidia.
Eso la hizo reír y a mí me encantó haber podido alegrarla un poco más.
Y entonces se me ocurrió por primera vez un extraño pensamiento: dentro de poco yo misma tendría que asistir a aquellas aburridas cenas.
Aquella noche, Felicity acudió a mi dormitorio a las once de la noche. Nunca la había visto tan hermosa. Me senté en la cama, asombrada. Ella sonreía.
—Oh, Rosetta, tengo que decírtelo.
—Shhh… Nanny Pollock te oirá y luego dirá que no deberías perturbar mi sueño.
Nos echamos a reír en voz baja y ella se sentó en el borde de mi cama.
—Ha sido todo… tan divertido.
—¿El qué? —casi grité—. No me digas que cenar con los viejos profesores ha sido… divertido.
—Bueno, no eran tan viejos. Había uno…
—¿Sí?
—Uno bastante interesante. Después de cenar…
—Ya sé —la interrumpí—. Las damas dejan solos a los caballeros para que discutan de cosas que son demasiado pesadas o poco delicadas para los oídos femeninos. —Volvimos a reír—. Cuéntame algo más de ese profesor no tan viejo —le pedí—. No creí que hubiera profesores así. Tenía la impresión de que todos ellos nacían ya viejos.
—El aprender puede resultar fácil para algunos de ellos.
Me di cuenta entonces de que Felicity estaba envuelta en una especie de resplandor.
—Nunca creí que pudieras disfrutar de una de esas cenas —le dije—. Eso me da esperanzas. Se me había ocurrido pensar que algún día yo también tendré que asistir a ellas.
—Todo depende de quién asista —dijo, sonriendo para sí misma.
—Todavía no me has hablado de ese hombre joven.
—Bueno, creo que debe de tener unos treinta años.
—Oh, entonces no es tan joven.
—Sí lo es, para ser un profesor.
—¿Cuál es su especialidad?
—Egipto.
—Parece algo muy popular en esta casa.
—Tus padres suelen moverse en ese círculo.
—¿Le has dicho que a mí me impusieron el mismo nombre que la piedra de Rosetta?
—Pues sí, sí que se lo comenté.
—Espero que haya quedado debidamente impresionado.
Continuamos nuestra frívola conversación y el simple hecho de que Felicity hubiera disfrutado de una de aquellas cenas no me indujo a pensar que aquello pudiera ser el principio del cambio.
Al día siguiente conocí a James Grafton. Felicity y yo salimos a dar nuestro paseo matinal, y como conocíamos la historia de los cuarenta pasos, fuimos en esa dirección. Allí había, en efecto, una parcela de terreno en la que apenas crecía la hierba, y el aspecto que ofrecía el paraje era lo bastante desolado para confirmar la creencia en tal historia.
Cerca de allí había un banco en el que me gustaba sentarme. La reconstrucción de la historia hecha por el señor Dolland había sido tan vivida que me imaginaba con claridad a los dos hermanos enzarzados en aquella lucha mortal.
Casi sin pensarlo, inducidas por la costumbre, emprendimos ese camino y nos sentamos en el banco. Apenas llevábamos un rato allí cuando se nos acercó un hombre. Se quitó el sombrero y se inclinó ante nosotras, sonriente, mientras Felicity se ruborizaba ostensiblemente.
—¡Vaya! —exclamó él—. Pero si es la señorita Wills.
Ella se echó a reír.
—Oh, buenos días, señor Grafton. Le presento a la señorita Rosetta Cranleigh.
—¿Cómo está usted? —dijo él, inclinándose ante mí—. ¿Puedo sentarme un instante?
—Por favor —contestó Felicity.
Instintivamente, me di cuenta de que aquel joven era el mismo a quien Felicity había conocido la noche anterior, durante la cena, y de que, en realidad, aquel encuentro no era casual sino que había sido previamente acordado entre ambos.
Se habló vagamente del tiempo.
—Este parece un sitio que a usted le gusta mucho —me dijo el hombre, y yo tuve la sensación de que hacía un esfuerzo por incluirme en la conversación.
—Venimos por aquí muy a menudo —le dije.
—La historia de los cuarenta pasos nos intrigó —añadió Felicity.
—¿La conoce usted? —pregunté. No, no la conocía, de modo que se la conté—. Cada vez que me siento aquí me imagino toda la escena —dije.
—Rosetta es muy romántica —comentó Felicity.
—La mayoría de nosotros lo somos en el fondo —dijo él, sonriéndome cálidamente.
Nos dijo que se dirigía hacia el museo. Se habían descubierto unos papiros y el profesor Cranleigh le iba a permitir echarles un vistazo.
—Resulta muy excitante descubrir algo capaz de aumentar nuestros conocimientos —dijo él—. El profesor Cranleigh nos habló anoche de algunos maravillosos descubrimientos que se han hecho recientemente.
Siguió hablando sobre el mismo tema y Felicity le escuchaba encantada.
De pronto, me di cuenta de que estaba sucediendo algo trascendental. Felicity se alejaba de mí. Parecía ridículo pensar algo así. Ella seguía siendo tan dulce y cariñosa como siempre, pero parecía algo ausente, como cuando me hablaba al mismo tiempo que pensaba en alguna otra cosa.
A pesar de todo, durante aquel primer encuentro con el atractivo profesor Grafton, no se me ocurrió pensar que Felicity pudiera estar enamorada.
Después de aquel día nos lo encontramos en varias ocasiones y me di cuenta de que ninguno de aquellos encuentros se producía por casualidad. Cenó en casa en una o dos ocasiones, en las que Felicity siempre fue invitada. Y entonces se me ocurrió pensar que mis padres estaban al tanto del secreto.
Felicity se compró un nuevo vestido de noche. Fuimos juntas a la tienda. No fue lo que a ella le habría gustado comprar, pero sí todo lo que pudo permitirse, y como desde que conociera a James Grafton parecía aún más guapa, su aspecto con aquel vestido era realmente maravilloso. Era de color azul, el mismo color de sus ojos, y ella estaba radiante.
El señor Dolland y la señora Harlow no tardaron en darse cuenta de lo que estaba ocurriendo.
—Es lo mejor que le ha podido suceder —comentó la señora Harlow—. Las institutrices apenas disponen de oportunidades. Se comprometen mucho con su tarea… y cuando ya no se las necesita, se las despide. Después, encuentran un trabajo nuevo y luego ya son demasiado viejas…, y ¿qué es de ellas a partir de entonces? Felicity es una joven muy bonita y ya va siendo hora de que un hombre cuide de ella.
Debo admitir que me sentí consternada. Si Felicity se casaba con el señor Grafton ya no podría ocuparse de mí. Intenté imaginarme la vida sin ella.
Felicity se interesaba cada vez más por el antiguo Egipto, y en aquella época hicimos muchas visitas al Museo Británico. Yo ya no sentía el temor reverencial que había experimentado durante mi niñez, y ahora, fascinada y estimulada por Felicity, casi me sentía tan embelesada como ella por la sala egipcia.
Sobre todo me atrajeron las momias…, y de un modo bastante mórbido. Tenía la sensación de que volverían a la vida si me quedara a solas en aquella sala.
A veces, James Grafton se encontraba con nosotras en la sala. Yo deambulaba de un lado a otro, y los dejaba solos, cuchicheando, mientras me dedicaba a estudiar los semblantes de Osiris y de Isis, como debieron de hacer quienes los consideraron como seres divinos tantos siglos atrás.
Un día, mi padre apareció en la sala y nos vio. Hubo un momento de desconcierto por su parte, hasta que comprendió que su propia hija estaba allí, en aquel sanctasanctórum.
Cuando mi padre se me acercó, yo estaba de pie ante el sarcófago del rey Menkara momificado, uno de los más antiguos de la colección. Los ojos de mi padre se iluminaron con una repentina expresión placentera.
—Hola, Rosetta, me alegro mucho de verte aquí.
—He venido con la señorita Wills —dije.
Se volvió lentamente hacia donde estaban Felicity y James.
—Ya veo… —En su rostro apareció una expresión que en cualquier otro habría sido maliciosa, pero que en él solo fue de un indulgente reconocimiento—. Por lo que veo, te gusta ver las momias.
—Sí —contesté—. Es increíble… que los restos de estas personas se encuentren aquí después de tanto tiempo.
—Me complace mucho ver tu interés. Ven conmigo. —Le seguí hacia donde estaban Felicity y James—. Me llevo a Rosetta a mi despacho —les dijo a ambos—. ¿Les parece bien reunirse con nosotros…, digamos dentro de una hora?
—Oh, gracias, señor —dijo James.
Me di cuenta de lo que estaba haciendo mi padre: concediéndoles un poco de tiempo para que estuvieran a solas. Me divirtió la idea de pensar que mi padre jugara a representar el papel de Cupido.
Me llevó a su despacho, en el que yo nunca había estado antes. Estaba lleno de libros, desde el suelo hasta el techo, y había algunas vitrinas que contenían toda clase de objetos, como piedras cubiertas de jeroglíficos e imágenes esculpidas.
—Es la primera vez que ves dónde trabajo —me dijo.
—Sí, padre.
—Me complace mucho que muestres cierto interés. Aquí hacemos un trabajo maravilloso. Si hubieras nacido varón me habría gustado que siguieras mis pasos.
Tuve la sensación de que debía pedir disculpas y defender mi sexo.
—Como mi madre… —empecé a decir.
—Ella es una mujer excepcional.
Sí, claro. Difícilmente podía yo aspirar a tanto, puesto que no era tan excepcional. Había pasado una infancia feliz en compañía de la gente que acudía a la cocina; personas que se habían ocupado de mí, me habían querido y me habían hecho sentirme contenta con lo que me había tocado.
Cuando empezó a aumentar la desazón que siempre parecía acompañar todos nuestros encuentros, mi padre se enfrascó en una larga explicación sobre los procesos de embalsamamiento, que yo escuché embelesada, sin dejar de decirme a mí misma, maravillada, que me encontraba en el Museo Británico, hablando con mi padre.
Felicity y James Grafton se nos unieron después. Aquella fue una mañana insólita, pero para entonces yo ya había comprendido que se estaba produciendo el cambio.
*****
Poco después Felicity se comprometió con James Grafton. Me sentí excitada y, al mismo tiempo, inquieta. Me pareció bien ver a Felicity tan feliz, y saber algo que jamás se me habría ocurrido pensar, de no haber sido por la observación de la señora Harlow, manifestada con tanta seguridad.
Pero, evidentemente, eso me planteaba la cuestión de qué iba a ser de mí.
Mi padres se interesaban cada vez más por mí, lo que, en sí mismo, resultaba algo desconcertante. Mi padre me había descubierto mostrando interés por las piezas exhibidas en la sala egipcia del Museo Británico. Yo ya no era la niña ignorante que ellos me habían considerado hasta entonces. Tenía un cerebro que había permanecido dormido durante todos aquellos años, pero cabía la posibilidad de madurar hasta convertirme en alguien igual que ellos.
Felicity se iba a casar en marzo del año siguiente. Yo ya había cumplido los trece años. Ella se quedaría con nosotros hasta una semana antes de la boda. Después, se trasladaría a casa del profesor Wills, responsable de su admisión en nuestro hogar, de la cual saldría para contraer matrimonio; a su debido tiempo, Felicity y James instalarían su hogar en Oxford, a cuya universidad pertenecía él. La gran cuestión que se planteaba era: ¿qué dirección debía tomar mi educación?
Tras haber recibido una suma de dinero de su tío, Felicity pudo dedicarse a completar su guardarropa, una tarea en la que yo participé llena de entusiasmo, aunque no podía escapar de la gran pregunta que se me planteaba sobre mi futuro, ni de la perspectiva de afrontar el vacío que inevitablemente dejaría su partida.
Traté de imaginarme cómo sería la vida sin ella. Felicity se había convertido en parte de mi propia existencia, y estaba más cerca de mí que nadie. ¿Contratarían mis padres a una nueva institutriz de tipo algo más tradicional…, según dejaban entrever las indirectas de la señora Harlow y los demás? Solo existía una Felicity en el mundo, y yo había tenido mucha suerte al poder contar con ella durante todos aquellos años. Pero no es un gran consuelo recordar un pasado que está a punto de desaparecer, haciendo que el futuro parezca incierto.
Unas tres semanas antes de la fecha fijada para la boda, mis padres enviaron a buscarme.
Desde el encuentro con mi padre en el Museo Británico se había producido un cambio muy sutil en nuestra relación. Empezaron a interesarse más por mí y, a pesar de que siempre me había dicho que me sentía más feliz sin contar con su atención, lo cierto es que la nueva situación me agradó más.
—Rosetta —dijo mi madre—, tu padre y yo hemos decidido que ya va siendo hora de que vayas a la escuela.
No se trataba de una noticia inesperada, claro está. Felicity ya me había hablado al respecto.
—Es una posibilidad bastante clara —siguió diciendo mi madre—, y, desde luego, es lo mejor. Las institutrices están muy bien, pero en la escuela conocerás a niñas de tu edad y disfrutarás con ello.
Yo no creía poder disfrutar de nada tanto como de estar con Felicity, y así se lo dije a mi madre. Ella me abrazó con fuerza y dijo:
—Tendrás vacaciones y podrás venir a pasarlas con nosotros.
—Gresham es una escuela muy buena —intervino mi padre—. Nos ha sido muy recomendada. Creo que será lo más adecuado.
—Irás allí en septiembre —prosiguió mi madre—. Es cuando empieza el curso. Habrá que hacer ciertos preparativos. Y luego está Nanny Pollock, claro.
¡Nanny Pollock! De modo que también iba a perderla a ella. Sentí una gran tristeza. Recordé sus cariñosos brazos…, las palabras de ternura que me había susurrado, el consuelo que había recibido de ella.
—Le daremos muy buenas referencias —dijo mi madre.
—Ha sido excelente —añadió mi padre.
Cambios…, todo eran cambios. Y la única que iba a experimentar un cambio para ser más feliz era Felicity. El señor Dolland siempre decía que todo tenía su lado bueno.
Pero ¡cómo odiaba yo aquellos cambios!
*****
Las semanas transcurrieron con excesiva rapidez. Cada mañana me despertaba con una sensación de angustia en la boca del estómago. El futuro se cernía tenebroso ante mí, desconocido y, por tanto, alarmante. Había vivido durante demasiado tiempo envuelta en una serenidad imperturbable.
Nanny Pollock se sentía muy triste.
—Siempre sucede lo mismo —dijo—. Los niños pequeños crecen. Una cuida de ellos como si fueran sus propios hijos… y un buen día llega el momento de despedirse. Y entonces, ya no son como tus hijos.
—Oh, Nanny, Nanny. Jamás te olvidaré.
—Ni yo a ti, cariño. Yo he tenido a mis pequeños animales de compañía, pero siendo los de ahí arriba como son, siempre te consideré como una hija pequeña…, si sabes a qué me refiero.
—Lo sé, Nanny.
—No es que ellos hayan sido crueles…, ni duros… No, nada de eso. Solo que han estado como ausentes…, tan enfrascados en todos esos libros y en lo que significan, y en todos esos reyes y reinas metidos en sus sarcófagos durante tanto tiempo. Es algo insano y antinatural y un trabajo por el que no siento mucho aprecio. Los niños pequeños son mucho más importantes que un montón de reyes y reinas muertos, y que todos esos extraños signos que utilizaban porque no sabían escribir como Dios manda.
Me eché a reír y a ella le gustó ver mi sonrisa.
—Estaré bien —me dijo—. Tengo una prima en Somerset. Tiene gallinas. Siempre me ha gustado comerme un huevo para desayunar… recién puesto. Es posible que vaya a vivir con ella. No tengo ganas de hacerme cargo de otra niña…, aunque podría hacerlo. De todos modos, en ese sentido no hay de qué preocuparse. Tu madre dice que no hay ninguna prisa. Si quiero, puedo quedarme aquí hasta que encuentre algo que me guste.
Finalmente, Felicity se marchó a casa del profesor Wills y se casó en Oxford. Yo asistí a la boda, en compañía de mis padres. Bebimos a la salud de los recién casados y contemplé a Felicity con su vestido rosa que yo misma había ayudado a elegir. Tenía un aspecto radiante, y me dije que debía sentirme contenta por ella, aunque me sintiera apenada por mí.
Cuando regresé a Londres, todos quisieron tener noticias sobre la boda.
—Debe de haber tenido un novio encantador —dijo la señora Harlow—. Espero que sea feliz. Que Dios la bendiga. Merece serlo…, aunque nunca se sabe con los profesores. Son personas muy extrañas.
—Como las institutrices…, según me dijiste —le recordé.
—Bueno, reconozco que ella no ha sido una verdadera institutriz, sino… ella misma.
El señor Dolland dijo que todos debíamos brindar por la felicidad y la salud de la feliz pareja. Y así lo hicimos.
La conversación fue más bien triste. Nanny Pollock ya casi había decidido irse a pasar una temporada a casa de su prima, en Somerset. Había bebido demasiado vino y estaba a punto de echarse a llorar.
—Las institutrices…, las niñeras…, ese es su destino. Deberían saber lo que les espera. No deberían sentir tanto cariño por los hijos de los demás.
—Pero no nos vamos a perder la una a la otra, Nanny —le recordé.
—No. Porque tú vendrás a verme, ¿verdad?
—Pues claro que sí.
—Pero ya no será lo mismo. Te habrás convertido en una señorita. En esa escuela… harán algo por ti.
—Se supone que allí la educan a una.
—Pero no será lo mismo —insistió Nanny Pollock moviendo la cabeza con expresión triste.
—Sé muy bien cómo se siente Nanny —intervino el señor Dolland—. Felicity se ha marchado. Y eso no ha sido más que el principio. Así sucede siempre con los cambios. Un poco aquí…, otro poco allá…, y de pronto, antes de que te hayas dado cuenta de lo que pasa, todo ha cambiado.
—Y en un abrir y cerrar de ojos te encuentras viviendo de un modo diferente —añadió la señora Harlow.
—Bueno, uno no puede quedarse quieto en la vida —filosofó el señor Dolland.
—Yo no quiero el cambio —casi grité—. Quiero que todos nosotros sigamos juntos como hasta ahora. No quería que Felicity se casara. Quería que se quedara conmigo, como siempre.
El señor Dolland se aclaró la garganta y citó con solemnidad:
El dedo móvil escribe y, habiendo escrito,
continúa; ni toda tu piedad ni albedrío
lograrán suprimir ni media línea,
ni todas tus lágrimas borrarán una sola palabra.
El señor Dolland se reclinó en la silla, cruzó los brazos ante su pecho y se produjo un profundo silencio. Con su habitual énfasis dramático acababa de indicar que así era la vida y que todos debíamos aceptar lo que no podíamos alterar.