Así era.
—El caballo de Troya —dijo Griffoni, y sonrió—. Está dentro y confían en él. Por Dios, su trabajo es hacer que los libros estén a salvo, ¿quién va a sospechar si le ven salir de la sala con un libro? ¿Quién va a registrarle la bolsa cuando se marcha a casa por la noche?
—¿Y Franchini? —preguntó Brunetti.
Ella se quedó en silencio durante tanto tiempo que pensó que no tenía nada que añadir, cuando de pronto dijo:
—Con él no podemos hablar, pero podemos ir a ver a Sartor.
—¿Ahora?
—No es demasiado tarde para ir a charlar con él.
Brunetti pensó que era mejor llamar para comprobar si el vigilante estaba en la biblioteca. Cuando le dijeron que la esposa de Sartor había llamado dos días antes diciendo que estaba muy enfermo y que no volvería a trabajar hasta que se encontrase mejor, se alegró de haberlo hecho.
Para que no se extrañase por su interés por Sartor, Brunetti le dijo a la persona con la que hablaba —pensando que debía de ser el joven que estaba en el mostrador principal— que querían preguntarle a Piero si recordaba alguna otra conversación con Nickerson; lo hizo con cuidado de usar el nombre en lugar del apellido y de expresarse con mucha familiaridad. Finalmente añadió que podía esperar hasta la semana siguiente.
Cuando el joven le preguntó si había habido algún avance o si creían que había alguna esperanza de recuperar los libros, Brunetti se esforzó por parecer triste y dijo que no lo creía muy probable. Si por algún motivo el chico hablaba con Sartor, era mejor que le dijera que la policía no era muy optimista en lo referente a encontrar los libros.
Después de colgar explicó a Griffoni la mitad que se había perdido de la conversación, pero ella ya se la imaginaba.
—Su mujer les llamó el día después de que tú hablases con él —dijo con absoluta objetividad—. El día siguiente a la muerte de Franchini.
Brunetti llamó a la signorina Elettra y le preguntó si tenían la dirección de Sartor. Un momento después, le informó de que el vigilante vivía dos calli por detrás de la Accademia, le dio el numero civico y le explicó dónde girar a la izquierda y dónde a la derecha.
Calle Larga Nani. No pasaba por ahí desde hacía años, puede que décadas. Se acordaba de que en la esquina había un estanco, pero, aparte de eso, el lugar no le traía ningún otro recuerdo. Cogieron el número 2, desembarcaron en la Accademia y encontraron la casa sin ninguna dificultad: cuatro puertas más allá del tabaccaio, que aún seguía allí.
Antes de llamar al timbre, Brunetti miró a Griffoni; se preguntaba si era conveniente planear una estrategia para interrogar a Sartor.
—Lo hacemos y ya está —dijo ella.
El comisario se dio cuenta de que tenía razón: no había manera de preparar algo así. Llamó al timbre.
Pasaron unos minutos y nadie acudió a abrir. Volvió a llamar y pensó por qué no se le había ocurrido solicitar una orden judicial para buscar más libros. Lo cierto es que se temía que la causa era que se negaba a dejar de creer en la gente que leía libros.
Se abrió la puerta y salió una mujer que debía de tener unos cincuenta años: alta, demasiado delgada, ojerosa, confundida por ver a alguien en la puerta de su casa.
—¿Es usted el médico? —preguntó mirando fijamente a Brunetti y luego a Griffoni—. Primero dice que no puede venir y ahora vienen dos.
Estaba desconcertada, pero no enfadada. Las sombras que tenía debajo de los ojos hablaban de preocupación y de falta de sueño, igual que la manera en que los miró a ambos como si así esperase obligarlos a decir algo.
—Hemos venido a ver al signor Sartor —dijo Brunetti.
—Entonces es el médico, ¿no? —preguntó con exasperación.
—No, no soy médico.
Cuando le pareció que lo había comprendido, siguió hablando:
—Siento que esté enfermo, ¿qué le pasa?
Ella meneó la cabeza y se mostró aún más angustiada y confundida.
—No lo sé. Hace dos días volvió a casa por la noche y dijo que se encontraba mal. Y desde entonces no ha dicho mucho más.
—¿Dónde está?
—En la cama.
Como si creyese que ellos podían ayudarla, añadió:
—El Ospedale me dijo que llamase a Sanitrans para llevarlo hasta allí, pero les he dicho que no podemos pagarlo; y de todos modos él no quiere ir. Eso ha sido… —miró su reloj— hace dos horas. He tenido que salir para hacer la llamada porque no encuentro el telefonino de Piero y en casa ya no tenemos fijo. Pensaba que habían cambiado de idea y que por fin habían enviado a alguien.
Sonrió muy brevemente, pero más que una sonrisa pareció una mueca.
—De verdad que se niega a ir.
—Si quiere que lo intentemos nosotros, signora —dijo Griffoni con voz suave—, podemos llamar a la Guardia Medica.
En el otro extremo de la calle apareció una pareja joven.
—Entren, por favor —dijo la señora.
Cogió a Griffoni por el hombro y prácticamente la arrastró al interior. Brunetti las siguió y la mujer cerró y apoyó la espalda en la puerta con cara de alivio.
Brunetti se sorprendió al ver que no estaban en un pasillo, sino en lo que debía de ser el salón del apartamento. Este se encontraba en la planta baja y a ambos lados de la puerta había ventanas que daban directamente a la calle, aunque estaban protegidas por gruesas cortinas. Por la pequeña abertura por donde entraba la poca luz que había se veían los barrotes. Del centro del techo colgaba una lámpara que hacía lo posible por iluminar la sala, y una enorme televisión de las antiguas con una antena que parecía un par de orejas de conejo miraba fijamente el raquítico sofá verde. No había nada más: ni sillas ni cuadros en la pared ni alfombras. Nada. Era como si una plaga de langostas humanas hubiese pasado por allí y hubiese menospreciado el televisor y el sofá; como si hubiese decidido dejar que aquella bombilla solitaria intentase inútilmente desalojar la penumbra. El suelo de azulejos brillaba con la humedad como pretendiendo mostrar una resistencia eterna a la luz del sol, al calor, a la llegada de la primavera.
La mujer se quedó con un brazo cruzado sobre el pecho y la mano en el hombro, los labios apretados, sin saber aún quiénes eran ni qué hacían allí. Parpadeó varias veces con el propósito de verlos con mayor claridad. Dio un paso hacia un lado y se apoyó en el respaldo del sofá.
—Signora —dijo Griffoni—, ¿ha comido algo hoy?
La mujer movió la cabeza para mirarla.
—¿Perdón?
—Que si ha comido algo.
—No, no; claro que no: estoy demasiado ocupada —dijo agitando las manos.
—¿Le importaría darme un vaso de agua? —preguntó Griffoni.
La petición reavivó la obligación social que requería que los vecinos no se enterasen de lo que estaba ocurriendo.
—Sí, sí —dijo—. Venga conmigo: puedo ofrecerle un café. Aún nos queda un poco.
Se apartó del sofá, y ahora que Brunetti y Griffoni se habían acostumbrado a la penumbra, vieron a mano izquierda una puerta con una cortina. La mujer se quedó mirándola mientras Griffoni la seguía un paso por detrás. Estiró el brazo para abrir la cortina al tiempo que miraba a Brunetti y señalaba la puerta que había junto al sofá.
—Mi marido está ahí dentro. A lo mejor él… —empezó a decir, pero dejó la frase a medias como si no fuese capaz de pensar en lo que podía hacer o decir su marido.
Brunetti esperó hasta que oyó el agua correr y el tintineo de metal contra metal. Ya había visto esa expresión de agostada desolación en la cara de las víctimas de crímenes o de personas que habían sufrido un accidente. Había que darles agua con azúcar; si era posible, también algo de comer. Había que mantenerlos abrigados. No fue hasta ese momento que se dio cuenta del frío que hacía allí dentro, y de la humedad que conspiraba para empeorar la sensación.
Se acercó a la puerta y la abrió sin molestarse en llamar. El olor le llegó como una bofetada: el hedor fétido y húmedo de la jaula de un animal o el hogar de una persona mayor a quien ya no le interesa la vida y ha dejado de lavarse y comer con regularidad. El hecho de que en la habitación hiciese calor lo empeoraba. Buscó la fuente de calor y vio una estufa eléctrica en una esquina: cinco barras que relucían desafiando al frío. La luz se filtraba a través de una única ventana con cortinas; iluminaba poco pero al menos daba forma a los escasos objetos que había en la habitación: una cama de matrimonio y una mesita con un vaso vacío. Las langostas también habían arrasado aquella estancia, aunque sin prestar atención al hombre que yacía de espaldas sobre la cama, con los ojos cerrados. Una sábana mugrienta estaba doblada por encima de la manta de color azul oscuro.
Sartor tenía el rostro cubierto de una áspera barba, y la luz de la ventana hacía que sus mejillas pareciesen más oscuras y huecas. La camiseta dejaba al descubierto un cuello peludo y se le oía respirar.
El cuarto era tan pequeño que a Brunetti le bastaron dos pasos para llegar junto a la cama. Había una silla, así que se sentó. Descansando sobre el vello que Sartor tenía en el cuello, Brunetti vio un pequeño cuerno de coral colgando de una cadenita de plata: muchos hombres lo llevaban —aunque era una costumbre más bien sureña— como talismán para ahuyentar la mala suerte y atraer la buena fortuna.
Había dejado la puerta abierta automáticamente, en respuesta al mal olor, pero decidió dejarla así: el frío era mejor que aquello. Oyó un tintineo que podía ser de una copa o, mejor, de un plato. Cuando volvió a mirar a Sartor se dio cuenta de que se le había acelerado la respiración. De pronto se acercaron unos pasos y el comisario se puso en pie, pues no quería permitir que ninguna de las mujeres entrase en la habitación.
Al ver que el ruido pasaba de largo por la calle y se alejaba de la casa, Brunetti pensó en la extraña sensación que debía de causar vivir en un lugar en el que no se podía saber si otras personas estaban dentro de la casa o en la calle.
Volvió a sentarse y procuró hablar con tono normal.
—Signor Sartor, soy Brunetti. Nos conocimos en la biblioteca.
Sartor abrió los ojos y lo miró; era obvio que lo reconocía. Dijo que sí con la cabeza.
—Sí, le recuerdo.
—He venido por los libros.
Sartor se limitó a asentir. Cambiando de tema, Brunetti dijo:
—Lleva en la cama dos días, ¿verdad?
—No lo sé.
—¿Está enfermo?
—No —respondió él—. La verdad es que no.
—Entonces, ¿por qué motivo está en cama? —quiso saber Brunetti, como si esa fuera una pregunta normal y corriente.
—No puedo estar en ninguna otra parte.
—Podría ir a trabajar. O a dar un paseo. Podría ir a un bar y tomarse un café.
Sartor negó con la cabeza, sobre la almohada.
—No. Eso ya se ha acabado.
—¿El qué? —preguntó Brunetti.
—Mi vida.
Brunetti no ocultó su sorpresa.
—Pero… está hablando conmigo y su esposa está en la cocina, así que la vida no se ha acabado.
—Que sí —dijo con insistencia infantil.
—¿Por qué dice eso?
Sartor cerró los ojos un momento y los volvió a abrir para mirar a Brunetti.
—Porque me van a echar del trabajo.
—¿Y por qué? —preguntó Brunetti inocentemente.
Sartor lo miró fijamente y después cerró los ojos. Brunetti se quedó esperando. Después de más de un minuto, Sartor lo miró de nuevo.
—He robado libros.
—¿De la biblioteca?
Sartor asintió.
—¿Por qué lo hizo?
—Para pagarle.
—¿A quién? —dijo Brunetti esforzándose por fingir confusión.
—A Tertuliano. Franchini.
—¿Pagarle el qué? ¿Por qué motivo? —preguntó el comisario.
Pensó que solo había una razón para que un jugador tuviese que pagar dinero a otra persona.
—Me dio dinero. Me lo prestó.
—No le sigo: ¿por qué le prestó dinero?
—Para pagar otras deudas —dijo Sartor.
El recuerdo de las deudas le hizo cerrar los ojos y apretar la mandíbula.
—¿Qué pasó? —preguntó Brunetti.
—Necesitaba dinero, fue hace dos años. Así que fui a que me lo prestaran.
—Pero no acudió al banco.
Sartor mostró lo ridículo de la idea con un resoplido.
—No, fui a un tipo de la ciudad.
—Entiendo —dijo Brunetti.
En Venecia había más que un puñado de usureros. Pon tu casa como garantía y te damos lo que quieras. ¿El oro de tu madre? ¿El seguro de vida de tu padre? ¿Los muebles? Todo son facilidades. Firma aquí y te daremos el dinero que necesites. A cambio de tan solo el diez por ciento de interés. Cada mes. Todo lo que hacían era pura indecencia, pero no se podía hacer nada para impedírselo.
—¿Cuándo empezó este asunto?
—Se lo he dicho: hace dos años. Durante un año nos las arreglamos para pagar los intereses, pero al final era demasiado.
Sartor apretó uno de los puños debajo de la sábana y la manta se arrugó.
—Cuando me dijo que quería que le devolviese el dinero, le dije que no podíamos pagar.
Sacó la mano para tocar el cuerno de coral un instante y después la volvió a meter bajo la ropa de cama.
—Vino a casa con un amigo y habló con mi mujer.
Dejó que Brunetti imaginara por sí mismo el desarrollo de la conversación.
—¿Así que le pidió a Franchini que se lo prestara?
La pregunta impactó a Sartor.
—No, claro que no. Era uno de nuestros lectores.
A Brunetti le sorprendió tanto la respuesta como la vehemencia con la que había contestado Sartor.
El ritmo de las conversaciones como aquella cambiaba constantemente y Brunetti lo sabía: ahora debía proseguir con mayor suavidad.
—Entiendo —dijo—. Entonces, ¿cómo ocurrió?
Observó cómo Sartor intentaba formular una respuesta; vio cómo metía los labios hacia dentro, como si cerrando la boca de aquel modo pudiese permanecer más tiempo en silencio, quizá hasta que Brunetti se olvidara de la pregunta.
Pero este permaneció a la espera. Imaginó que era una planta, o un lilo, y que había hundido las raíces en la silla. Si se quedaba allí sentado el tiempo suficiente se convertiría en una parte más de ella, del cuarto, de la vida de Sartor: el hombre no podría deshacerse jamás de la imagen de Brunetti, que habría echado raíces en su vida.
—Un día —dijo Sartor finalmente—, cuando se iba de la biblioteca, porque siempre nos decíamos algo cuando entraba y cuando se iba, me comentó que le parecía que tenía cara de preocupado y que si podía hacer algo por mí.
—¿Usted sabía que había sido cura?
—Sí.
—¿Y?
—Y fuimos a tomar café y le conté (porque, como dice usted, él había sido cura) que estaba preocupado por cuestiones de dinero.
Brunetti no vio la conexión, pues pensaba que los curas estaban para otros menesteres, pero no dijo nada.
—Se ofreció a prestármelo. Le dije que no se lo podía aceptar, así que me propuso que si quería podíamos hacerlo oficialmente.
—¿Oficialmente?
—Firmando un papel.
Sacó la mano de debajo de la manta para hacer en el aire el gesto de firmar.
—Entonces le quería cobrar intereses.
—No —dijo Sartor, que parecía casi ofendido—. Era solo para decir que me había prestado el dinero.
—¿Cuánto era?
Observó a Sartor prepararse para la mentira.
—Mil euros.
Brunetti asintió como si le creyera.
Se hizo una larga pausa, como si Sartor, por el mero hecho de desearlo, pudiera hacer que todo eso terminase. El comisario estaba perdiendo la paciencia con las mentiras y las dilaciones, de modo que decidió acelerar el curso de los acontecimientos.
—Y entonces, ¿qué pasó?
La mirada que le lanzó Sartor le hizo pensar que quizá había insistido demasiado o lo había insultado. Sartor volvió la cabeza y se quedó mirando la pared. Brunetti esperó.
—Después de unos meses, Franchini me dijo que necesitaba que le devolviese el dinero —masculló con la vista fija en la pared—. Pero yo no lo tenía, así que cuando se lo dije él contestó que, en lugar de darle el dinero, podía ayudarle.
—¿Haciendo qué?
Sartor se giró hacia él bruscamente y le lanzó una mirada intensa.
—Dándole libros, obviamente —repuso con voz tensa.
Brunetti se dio cuenta de que a Sartor se le había agotado o bien la paciencia o bien la inventiva.
—¿Le decía qué libros quería? —preguntó Brunetti.
—Sí. Los buscaba en el catálogo y me decía los títulos.
—Y usted se los daba —dijo Brunetti, consciente del verbo que había utilizado y de que implicaba que Sartor tenía autoridad sobre los libros para darlos a quien quisiera.
—No tenía elección —dijo Sartor con indignación.
—¿Y Nickerson? —preguntó Brunetti con la esperanza de sorprenderlo.
La respuesta de Sartor fue inmediata y la emitió con evidente tensión en la voz.
—Nickerson ¿qué?
—¿Conocía a Franchini?
Sartor lo miró rápidamente, incapaz de ocultar la sorpresa, y Brunetti pensó si no habría hecho la pregunta incorrecta o si la había hecho demasiado pronto. La mirada de Sartor se hizo más intensa y perspicaz, pero entonces cerró los ojos y permaneció en silencio tanto tiempo que Brunetti temía haber llegado al punto que siempre sabía que estaba por llegar: el instante en que Sartor se negase a decir nada más. Esperó y dejó claro que se había retirado de la conversación, pero el hombre siguió inmóvil, con los ojos cerrados. Desde la otra habitación le llegó un ruido y cruzó los dedos por que las mujeres no eligieran aquel momento para volver al salón.
Sartor abrió los ojos. De pronto parecía diferente, más alerta; incluso la barba, que antes se veía descuidada y revuelta, ahora parecía el resultado de un ejercicio de negligencia estudiada.
—Sí —dijo al final en respuesta a la pregunta de Brunetti—. Franchini era un tipo listo.
Brunetti quiso decir que no tanto como él creía, pero se abstuvo.
—¿A qué se refiere?
—Me dijo que lo había reconocido, a Nickerson. De antes —empezó a decir Sartor. Siguió hablando poco a poco, calibrando cada palabra una a una, como si eso fuese necesario para ser totalmente claro—. No me dijo de dónde. Ni cuándo. Solo que lo conocía.
—¿Trabajaban juntos?
Sartor tardó tanto en responder que Brunetti volvió a pensar que había decidido dejar de hablar, pero finalmente continuó.
—Sí.
—Y usted ayudaba.
—Solo un poco. Franchini me dijo que dejara a Nickerson tranquilo.
—¿Se refiere a la salida?
Sartor agachó la cabeza en señal de vergüenza.
—Sí —musitó como si prefiriese que ni siquiera Brunetti oyese su confesión—. ¿Qué podía hacer, si no? —dijo pidiendo clemencia con la mirada.
Al ver que Brunetti no contestaba, añadió:
—Simplemente no le registraba el maletín.
Sartor movió la mano izquierda hacia un lado de la cama, agarró el borde de la sábana y empezó a enrollarlo entre el pulgar y el índice, hasta que formó un fino cilindro. Atrás y adelante, atrás y adelante, como el que acaricia a un gato.
—¿Qué más pasó? —preguntó Brunetti con la esperanza de que esta fuese la pregunta que Sartor quería oír.
—Nickerson quería el Doppelmayr.
—¿El qué? —preguntó Brunetti a pesar de que conocía el libro de mapas.
—Es un atlas del cielo —dijo Sartor con la condescendencia de los expertos—. Hay uno en la biblioteca y Nickerson dijo que lo quería.
—¿Por qué ese en concreto?
—Era para un cliente. Eso me dijo Franchini.
—¿Qué pasó?
—Franchini era un hombre muy cauto y dijo que era demasiado importante para llevárselo. Y demasiado grande. Le dijo a Nickerson que no quería saber nada de aquel asunto y que le daba igual lo que opinase o le ofreciese.
Brunetti intentó borrar todo rastro de expresión de su rostro.
—¿Qué pasó?
El comisario miró a Sartor mientras este buscaba la manera de contestar.
—El día anterior a que Nickerson se marchara, Franchini me dijo que al día siguiente tenía que ir a la sala de lectura y decir que debía llevarme al mostrador de préstamos uno de los libros que él estaba usando, porque había que enviarlo a otra biblioteca. Me dijo que eso lo asustaría y se marcharía. Y así fue.
—¿Por qué le dijo que hiciera eso?
—Franchini dijo que habían discutido sobre el Doppelmayr; y también por dinero. —Sartor vio pura curiosidad en el rostro del comisario, así que añadió—: Me dijo, o sea, Franchini, que quería deshacerse de él porque le tenía miedo.
Ah, ahí estaba por fin, pensó Brunetti: el dato que tenía que creerse. No le cabía duda de que la causa de la muerte de Franchini era una discusión por cuestiones de dinero, pero quizá no una pelea entre Nickerson y él.
Brunetti llevaba mucho tiempo convencido de que una de las desventajas de la estupidez era su incapacidad de comprender lo que era la inteligencia. Por mucho que la gente estúpida conociese la palabra «inteligencia» y se diese cuenta de que otras personas entendían las cosas con mayor rapidez, su propio intelecto monocromático les impedía llegar a entender la diferencia. Por lo tanto, Sartor era incapaz de ver lo transparente que era su historia, y Brunetti no supo si azotarle o sentir lástima por él.
El sonido de unos pasos lo distrajo de la necesidad de elegir entre uno y otro acto; esa vez no venían de la calle, sino de la habitación contigua.
—Commissario —oyó llamar a Griffoni.
Brunetti se puso en pie y se acercó a la puerta. Claudia estaba en mitad del salón y la esposa de Sartor en la entrada que daba a la cocina.
—La signora y yo hemos estado hablando —dijo Claudia, y se volvió hacia ella para sonreír.
La voz tan suave con la que hablaba su compañera le hizo temerse lo peor, así que Brunetti cerró la puerta del cuarto y se acercó a ella.
—Hemos estado hablando —dijo Griffoni— sobre lo difícil que es llegar a fin de mes con un único sueldo.
En un segundo plano, la mujer asintió para mostrar que estaba de acuerdo con esa verdad: una de aquellas que solamente las mujeres parecían comprender. Tenía aspecto de estar más tranquila; era posible que Claudia hubiese conseguido darle azúcar, puede que incluso algo de comer.
Griffoni se volvió hacia ella.
—¿Verdad que sí, Gina?
—Sí. Y con la crisis, los sueldos no suben, pero los precios de todo lo demás sí.
Parecía una mujer mucho más compuesta que la señora que, hecha trizas, los había arrastrado al interior del apartamento.
—Por eso debemos ir con cuidado —dijo Claudia con mucho énfasis—. No hay que malgastar nada; debemos pasar con lo que tenemos.
Se volvió hacia Brunetti y habló con una falsedad chirriante que la otra mujer no detectó.
—La signora me ha contado que su marido teme perder el empleo.
Una nube negra cruzó el rostro de la mujer y sus manos se buscaron la una a la otra en señal de consuelo mutuo.
Brunetti se preguntaba si Claudia necesitaba también un poco de azúcar, pero el tono de voz lo avisaba de que aquella pantomima tenía una razón de ser. Entonces, como si se acabase de acordar de algo, Griffoni se dirigió una vez más a la mujer.
—Por eso ha hecho tan bien en no dejar que su marido tirase las botas.
La señora sonrió, orgullosa de su sentido común de ama de casa.
—Aún durarán unos años más —dijo—. Le costaron ciento cuarenta y tres euros hace cuatro años. —Hizo una breve pausa—. No nos podríamos permitir otro par, ahora no. La cosa está fatal.
—Hay que ir con mucho cuidado, signora —dijo Brunetti con una sonrisa de aprobación y pensando al mismo tiempo que haberlo hecho iba a ser su destrucción. Siguió hablando con la voz atrapada entre dos emociones distintas—. Signora, ¿le importaría darme un vaso de agua a mí también?
—Oh, deje que le haga un café, dottore —contestó, y dio media vuelta para ir a la cocina.
Mientras la seguía, se volvió hacia Griffoni y le dijo:
—Llama y diles que necesitamos una orden para registrar esta casa y buscar las botas.
En lugar de la docilidad a la que lo tenía acostumbrado, Griffoni dijo:
—Ya he sido Judas una vez; no quiero repetirlo.
Brunetti sacó el teléfono, marcó el número de la questura y pidió la orden judicial. Y después fue a la cocina de la signora Sartor a aceptar su hospitalidad.