Pensó en Griffoni. ¿Qué le parecería peor a ella?, ¿la posibilidad de que Sartor fuese un asesino o la de que hubiese robado y vendido libros antiguos de la Merula, y puede que de otras bibliotecas, por valor de hasta cincuenta mil euros y después se hubiese jugado esta pequeña porción del patrimonio de Italia? Creía que se decantaría por la primera opción, pero no antes de superar la tentación de la segunda.
Su propia respuesta fue más comedida. Se daba cuenta de que no disponía de pruebas de que Sartor hubiese robado los libros ni de que hubiera matado a Franchini. No se podía colgar a un hombre por prevaricación ni porque sus huellas apareciesen en un libro. Se acordó de lo alegremente que había escuchado la historia de Sartor sobre su interés en los libros que leían Nickerson y el resto de los investigadores y retrocedió en la memoria hasta su primera conversación: la encantadora sinceridad del hombre sin educación académica que afirmaba su admiración por los libros. Había mostrado la justa medida de una modestia más que adecuada para un hombre de su condición, alguien que no podía sino aspirar a cosas que estaban más allá de su alcance. No era un vigilante: era un lector.
Cual gato curioso, Brunetti había caído en la trampa y había creído que Sartor era tal y como se presentaba.
De pronto le sonó el teléfono.
—Commissario —dijo la signorina Elettra cuando contestó—. Me acaban de llamar de la Interpol. El doctor Nickerson, el académico estadounidense, no es doctor ni se llama Nickerson ni es estadounidense ni académico.
—¿Italiano? —preguntó Brunetti.
—Uno de los de Nápoles: Filippo D’Alessio —dijo ella—. ¿Quiere que le envíe el archivo?
—Por favor.
—Ya está hecho —dijo, y se cortó la comunicación.
Le gustaba que le hubiese llamado a él primero para decirle lo que había averiguado, como una niña en la playa que al regalar la preciosa concha que ha encontrado en la arena desea que la elogien.
Cuando encendió el ordenador, el mensaje ya había llegado. Filippo D’Alessio tenía un largo historial que incluía suplantación de identidad y robo, la primera al servicio del segundo. Hablaba alemán, italiano, inglés, francés, español y griego con fluidez y lo buscaba la policía de los países en los que se hablaban esos idiomas.
En Italia lo habían arrestado en dos ocasiones por robo de tarjetas de crédito y otras tres por una estafa postal. También lo buscaban en tres países por robo de libros y páginas sueltas. El patrón era siempre el mismo: asumía la identidad de un académico y empezaba a investigar en un campo; a veces lo hacía en museos, pero principalmente en bibliotecas. En Austria y Alemania era Josef Nicolai, y en España, José Nicolás. A Joseph Nickerson lo buscaba la policía de Nueva York y de Urbana, y a sus cognados, en Berlín y Madrid. Pero nadie sabía qué quería la policía griega.
La Interpol había enviado su foto a algunas bibliotecas, cuyos bibliotecarios la habían enviado a otros compañeros que ya se habían dado cuenta de la desolación que dejaba el joven académico tras de sí. Brunetti tenía la sospecha de que aún eran muchas las bibliotecas que estaban por descubrir los resultados de los estudios realizados, por ejemplo, por Joseph Nicollet en la Bibliothèque Nationale o por Jozef Nosequién en la Universidad de Cracovia.
Para el Departamento de Robos de Arte era un profesional al servicio de cualquiera que quisiera volúmenes específicos o páginas por encargo. Su familia afirmaba haber perdido el contacto con él, aunque no hacía mucho que su padre —un zapatero jubilado— había comprado un apartamento de seis habitaciones en el centro de Nápoles con el dinero que le había ingresado «una tía de las Islas Caimán».
Brunetti acabó de leer la documentación y de pronto se dio cuenta de que, tras la intensa actividad de los últimos días, no tenía nada más que hacer que esperar la llamada de Bocchese. Se acercó una hoja de papel y empezó a esbozar una posible situación. Escribió la palabra «libros» dentro de un círculo en el centro de la página y dibujó una línea recta que conducía a otro círculo en el que escribió «Nickerson / D’Alessio»; después volvió al primer círculo y lo conectó con «Franchini» y con «Sartor». Entonces vio la posible conexión y unió Nickerson / D’Alessio con Franchini y escribió un signo de interrogación por encima de la línea.
¿En qué pensaba el antiguo cura todos esos años mientras leía a san Ambrosio, san Cipriano y san Jerónimo? Ya traficaba con libros con la ayuda de Durà y acumulaba volúmenes que seguramente había adquirido en bibliotecas de Vicenza durante la época en la que trabajó allí. Tras tanto tiempo, a Brunetti no le cabía duda de que tenía una lista de clientes.
Tres años de lectura en la Merula era tiempo suficiente para haber reclutado a Sartor, así que podía conectarlos con una flecha de dos puntas. Pero en esas el dottor Nickerson había llegado para explotar un terreno que Franchini ya había reclamado como propio. ¿Y entonces qué? ¿Qué había pasado?
Se levantó y fue hacia la ventana a contemplar la puerta recién abierta de la iglesia de San Lorenzo, al fondo del campo que había al otro lado del canal. Habían reanudado las excavaciones arqueológicas de un día para otro: un día la puerta de la iglesia estaba tan cerrada como durante las décadas previas y al otro de pronto estaba abierta. Miró a la gente entrar y salir de la iglesia, algunos con monos blancos y cascos amarillos, otros con traje y corbata.
Volvió al escritorio reflexionando sobre el fallecido. Con Franchini tirado en el suelo, inconsciente o muerto, el asesino pudo haber accedido a los libros sin ningún impedimento; sin embargo, y por mucho que su antigüedad saltase a la vista hasta para el menos entrenado, no los había tocado. El asesino únicamente se había detenido para quitarse un zapato.
¿Cómo se deshacía uno de un zapato? ¿O era lo suficientemente tonto como para conservarlo? ¿Lo habría tirado a la basura o al agua?
Marcó el número de Bocchese. El técnico respondió después de dejarlo sonar ocho tonos.
—¿Qué quieres ahora, Guido?
—La sangre que había en el suelo, la que pisó el asesino, ¿se puede quitar del zapato?
Se preguntó si alguna vez alguien llamaba a Bocchese para preguntar cuál era la mejor época para plantar dalias o si creía que la Juve iba a ganar la liga.
Tardó casi un minuto en emitir la respuesta.
—En el fregadero de la cocina había restos de sangre de Franchini —dijo el técnico.
—¿Y huellas dactilares?
—Ya te lo habría dicho, ¿no te parece, Guido?
—Sí, por supuesto. Lo siento. ¿Pudo deshacerse de la sangre?
—No. Pudo limpiarla, pero no eliminarla. La suela es de rejilla: lo peor que puede llevar un asesino. Si ve la televisión —añadió un momento después—, sabrá que es así e intentará deshacerse de las botas.
—Gracias por toda tu ayuda —dijo Brunetti.
Bocchese hizo un ruido.
—Si no me dejas, no puedo seguir con los libros, Guido —dijo, pero se echó a reír y colgó.
Brunetti se dio cuenta de que aquella conversación y aquellos pensamientos no eran adecuados para un buen día de primavera, así que llamó a casa y le preguntó a Paola si quería quedar con él en el Zattere para ir de paseo y comer al aire libre, en la riva.
—¿Y los niños? —preguntó ella en esa voz maternal pro forma que él tan bien conocía.
—Deja una nota y la comida hecha, y quedamos en Nico para tomar algo. Después podemos ir andando hasta el final y comer alguna cosa.
—Me parece una idea maravillosa —dijo ella—. Aunque te vas a perder unos gnocchi con ragù.
Un hombre menos experto en cuestiones de vida matrimonial hubiese dicho que podían pedir lo mismo en el restaurante, pero un comentario así solamente hubiese llevado a problemas.
—Vaya, siento perdérmelos.
—Puedo cocinar la mitad para los críos y el resto para cenar tú y yo.
—Si nos ponemos hasta arriba de moecche, esta noche no tendremos mucha hambre —sugirió Brunetti, ansioso por probar los primeros cangrejos de cáscara blanda de la temporada.
—¿Tú? —preguntó ella con su adiestrada voz de falsa inocencia—. ¿Hasta arriba, tú?
—Muy graciosa —dijo, y antes de colgar añadió que salía de la oficina inmediatamente.
Gracias a que se abstuvo de mencionar sus especulaciones sobre los hombres que se habían conocido en la biblioteca Merula, la comida fue muy agradable, y acordaron que en verano irían a la costa, aunque no especificaron cuál. Volvieron juntos a pie hasta el imbarcadero de la Accademia, donde tomaron barcos diferentes en direcciones opuestas. Brunetti fue consciente de lo poco que le gustaba y lo mucho que siempre le había disgustado ver a Paola alejarse de él. Aunque se reñía a sí mismo por un comportamiento tan poco varonil, no podía superar el miedo continuo a que, incluso en aquella ciudad tan tranquila, Paola fuese a estar en peligro el mismo instante en que desapareciese de su vista. Se le pasaba con la misma rapidez que le venía, pero el impulso jamás llegaba a desaparecer y nunca sería capaz de confesárselo a ella.
Después de comer se habían entretenido charlando y tomando café, así que llegó a la oficina después de las cuatro. Al entrar vio que alguien había dejado una carpeta de plástico azul sobre la mesa. En el interior, como ya sabía después de años de trabajar con Bocchese, había una copia de su informe, que había dejado sin explicación alguna. Constaba de dos listas: la primera contenía todos los libros que había examinado, seguidos de los nombres de aquellos cuyas huellas se habían hallado en las cubiertas.
Las de Franchini aparecían en todas y las de Sartor en todos los que habían salido de la Merula. Las de la dottoressa Fabbiani aparecían en tres de ellos.
Puede que no fuese suficiente para convencer a un juez, pero sí para que Brunetti volviese a su mesa y recuperase el diagrama. Repasó los círculos que rodeaban las palabras «Franchini» y «Sartor». Le parecía convincente. Marcó el número de Griffoni y le pidió que subiera a su despacho. Quería ver si a ella también le convencía.