20

Al día siguiente, Brunetti fue a trabajar temprano, y cuando Bocchese llegó a las ocho ya estaba sentado frente a la puerta del laboratorio, leyendo Il Gazzettino. Las dos cajas de libros estaban en el suelo, junto a la silla.

—¿Puedes mirar la encuadernación? Solamente la encuadernación —dijo Brunetti a modo de saludo.

—¿Para ver si hay huellas? —preguntó Bocchese mientras abría la puerta con la llave.

Brunetti se agachó, cogió una de las cajas y siguió al técnico hasta el interior del laboratorio.

—Sí —dijo, y salió a buscar la otra.

—¿Has dormido? —preguntó el técnico antes de accionar el interruptor de las luces.

—Muy poco —contestó Brunetti al tiempo que dejaba la segunda caja—. ¿Podrás hacerlo esta mañana?

—¿Me dejarás vivir tranquilo si no lo hago? —preguntó Bocchese mientras se quitaba la chaqueta y se ponía la bata blanca.

Se acercó al ordenador y lo puso en marcha.

—No —admitió Brunetti.

—Ni se te ocurra molestarme antes de las doce —dijo el técnico, y se llevó la primera caja a una mesa que había al fondo de la sala—. Ahora vete a por otro café y déjame en paz.

Nervioso por la falta de sueño y el exceso de café, Brunetti no esperó a que lo llamaran, sino que acudió al despacho de Patta a las once, hora a la que había calculado —sin error— que ya habría llegado su superior. Se encontró con él en el pasillo que llevaba hasta su despacho, hablando con su asistente, el teniente Scarpa.

—Ah, commissario —dijo Patta—. Precisamente hablábamos de usted.

Brunetti saludó con un gesto de la cabeza a medida que se acercaba y prefirió hacer caso omiso del comentario del vicequestore.

—Vengo a contarle lo que he averiguado sobre la muerte de Aldo Franchini, dottore —dijo con rigurosa formalidad.

Mientras aguardaba la reacción de Patta, Brunetti calculó cuál era la situación en cuanto a rangos: Patta podía decir lo que le viniese en gana a cualquiera de los dos; Brunetti podía ser pasivo-agresivo con Patta y directamente agresivo con Scarpa; mientras que este debía limitarse a ser respetuoso y cortés cuando trataba con Patta y no se atrevía a ir más allá de una falta de respeto irónica en su relación con Brunetti. No obstante, los tres trataban a la signorina Elettra con el más absoluto respeto: Patta a causa de lo que probablemente él mismo no identificaba como miedo, Brunetti por pura admiración y Scarpa por una mezcla de aversión y miedo no reconocido.

—¿Y qué ha averiguado? —preguntó Patta con su enérgica voz de líder.

Scarpa, que era más alto que Patta pero de la misma estatura que Brunetti, miró hacia él como si le debiera parte de la explicación. Ocasionalmente mostraba curiosidad, del mismo modo que las serpientes se interesan de vez en cuando por la temperatura ambiente.

—Al parecer conocía a quien lo mató. Dejó un libro boca abajo en el salón mientras iba a abrir la puerta y después volvió a entrar con la persona en cuestión.

—¿Cómo lo mató? —preguntó Patta—. No he tenido tiempo de leer el informe del patólogo.

Igual que no había tenido tiempo, añadió Brunetti para sí, de aprenderse el nombre de dicho patólogo después de tantos años.

—El dottor Rizzardi opina que lo derribaron o lo tiraron al suelo y que después le dieron patadas en la cabeza; pero que aún tuvo fuerza suficiente para levantarse. Murió a causa de esos golpes, seguramente muy poco después de la agresión.

—¿Qué hay del asesino? —interrumpió Scarpa, y luego se dirigió a Patta—: Si me permite la pregunta, vicequestore.

De haber llevado un gorro con penacho, se lo hubiese quitado con mucha floritura y habría hecho una elegante reverencia.

Brunetti habló dirigiéndose directamente a Patta.

—No tenemos ningún dato que nos dé idea de quién puede ser, dottore. Sin embargo, hemos encontrado pruebas de que Franchini estaba involucrado en el robo de libros en bibliotecas y domicilios privados, y eso podría conducirnos al asesino.

—¿Creen que se trata de un hombre? —preguntó entonces Scarpa.

Si las voces tuvieran cejas, las habría enarcado.

—Sí —dijo Brunetti—. Un hombre o una mujer con botas del cuarenta y tres.

—¿Disculpe? —dijo Patta.

—Había tres huellas pertenecientes a una bota del número cuarenta y tres.

—¿Tres? —preguntó Scarpa como si Brunetti hubiese intentado contar un chiste y él no lo hubiese entendido o no le hubiese hecho gracia.

El comisario se volvió hacia él y lo miró fijamente hasta que el otro apartó la mirada.

—¿Algo más? —preguntó Patta.

—No, dottore.

—¿Cuál es el siguiente paso? —preguntó Patta con más calma.

—Estoy esperando a que me digan algo de dos bancos, de Lugano y Luxemburgo; quiero saber quién ingresó dinero en las cuentas de Franchini, probablemente a cambio de libros robados. Y aún estoy pendiente de si la Interpol ha identificado al hombre llamado Nickerson.

—¿A quién? —preguntó Patta.

—Es el nombre que usaba el hombre que robó las páginas de los libros de la biblioteca Merula —dijo Brunetti sin alterarse, como si estuviese convencido de que esa era la primera vez que su superior había tenido ocasión de escuchar aquel nombre—. Nos hemos puesto en contacto con el Departamento de Robos de Arte y con la Interpol, pero aún no han contestado.

Patta puso cara de llevar mucho tiempo soportando el mismo sufrimiento y suspiró como si él también conociese de primera mano las largas esperas a las que los sometía la Interpol.

—Ya sé, ya —dijo, y dio media vuelta—. Infórmeme en cuanto sepa algo.

—Por supuesto, vicequestore —respondió Brunetti, y fingiendo que el teniente no estaba presente se marchó sin más.

Hizo una parada en la oficina de los agentes de camino a su despacho y se enteró por Vianello de que las horas que habían pasado haciendo preguntas por el vecindario no habían resultado en ningún dato útil. Los vecinos que se acordaban de Franchini lo recordaban de pequeño o como joven cura, pero ninguno había tenido contacto con él desde que había vuelto a instalarse en el apartamento familiar tras la muerte de sus padres. A ninguna de las personas con que Vianello y Pucetti habían hablado les parecía raro que se hubiese aislado: todos asumían que su decisión de abandonar el sacerdocio implicaba también que de algún modo renunciaba a las relaciones sociales.

Nadie era capaz de decir nada sobre él, o bien no querían hacerlo. Tampoco recordaban haberlo visto acompañado de otra persona. Todos aquellos con los que hablaron habían manifestado asombro por su muerte.

Ya en su despacho, Brunetti se sentó frente al escritorio y pensó en Tertuliano. No en el que según san Jerónimo vivió hasta edad extremadamente avanzada, sino en el que había muerto a patadas en Castello.

No parecía tener una relación estrecha con ninguna otra persona. Brunetti se resistía a contar como relaciones personales una llamada semanal de su hermano, que recibía incluso después de haberle robado parte de la herencia, y una mujer a la que sedujo para poder robarle libros. Aquel hombre quería ser alguien importante en el mundo y lo intentaba a base de robar, seducir y chantajear.

Se puso a pensar en el otro Tertuliano y, preso de la curiosidad, encendió el ordenador y entró en internet. Cuando lo encontró, buscó cosas que hubiese dicho o que, por lo menos, se le hubiesen atribuido: «Todo el fruto se halla ya presente en la semilla», «Salir de la sartén para caer en las brasas». Así que de ahí venía el refrán. Y entonces esta: «El que vive únicamente para su propio provecho, le concede el mismo al mundo cuando muere». Oh, qué fieros eran esos primeros cristianos. Y otra más: «Si dices que eres cristiano pero juegas a los dados, dices que eres lo que no eres, porque estás participando del mundo».

Brunetti respondió entre dientes, como hacía siempre que un libro decía algo que le fastidiaba, aunque lo único que se le ocurrió fue:

—¿Qué tiene de malo jugar a los dados?

Entonces se acordó: Sartor había querido desestimar el juego llamándolo «roba da donne». Cosas de mujeres. ¿Por qué iba a calcular Sartor las posibilidades de que un bebé fuese niño o niña si no le interesaba el juego? ¿Y por qué llevaba los bolsillos llenos de billetes de lotería? ¿Y por qué mentir sobre algo tan trivial, si es que había mentido? ¿Para no perder la dignidad ante la policía? Ante la policía, ¿de veras?

Miró la hora y vio que pasaban tres minutos de las doce. Cogió el teléfono y marcó el número de Bocchese.

—Te estás volviendo una vieja pesada, Guido —dijo el técnico a modo de saludo.

—Los libros: ¿has podido echarles un vistazo?

—Una vieja pesada e impaciente —corrigió Bocchese.

—¿Cuántas?

—Espera un momento.

El sonido quedó amortiguado un instante por la mano de Bocchese, que había tapado el auricular para llamar a un trabajador del laboratorio, pero enseguida volvió.

—Trece.

—¿Hay alguna de Sartor? Sartorio no, Sartor: el vigilante.

Bocchese volvió a cubrir el auricular y lo único que Brunetti alcanzaba a oír era el tarareo de su voz.

—Seis.

—¿Dónde?

—En las tapas.

—Los que tratan con libros las llaman cubiertas —dijo Brunetti con la intención de parecerle una vieja pesada, impaciente y quisquillosa.

Y para disipar todo asomo de duda, preguntó:

—¿Eran de la Merula?

—Por Dios, Guido…

Bocchese dejó el teléfono sin ningún cuidado y Brunetti escuchó que sus pasos se alejaban de la mesa. Poco después, oyó que se acercaba.

—Sí. Sus huellas estaban en las cubiertas —palabra que pronunció con gran énfasis— de los seis libros de la Merula.

—Gracias —dijo Brunetti—. ¿Cuándo habrás terminado con ellos?

Bocchese suspiró dramáticamente.

—Si solamente te interesan las huellas de este hombre, te puedo decir algo mañana por la mañana.

Entonces, quizá para ahorrarle a Brunetti la molestia de tener que insistir, le hizo una propuesta.

—Si prometes no volver a llamar otra vez para preguntar sobre el tema, quizá lo pueda tener hoy a última hora.

—¿Y si quiero información sobre todas las huellas?

—Mínimo dos días.

—Espero tu llamada —dijo Brunetti, y colgó.

La falta de congruencia entre el comentario de Sartor sobre que el juego era «roba da donne» y su aparente interés en él era tan insignificante que podía no significar nada. Quizá los billetes de lotería realmente fuesen de su esposa y el interés que tenía en el sexo del bebé de su compañera de trabajo era inocente. Sin embargo, sus huellas estaban en los libros. Brunetti sacó el listín telefónico y lo abrió por la ce en busca del número del casinò, un lugar que había sido sometido a varias investigaciones, aunque ninguna en el último año. Marcó el número principal, dijo su nombre y pidió que le pusieran con el director.

Le pasaron inmediatamente y sin hacer preguntas: Brunetti se dijo si era a eso a lo que Franchini llamaba ser alguien importante.

—Ah, dottor Brunetti —oyó decir al director con su voz más amigable—. ¿En qué puedo ayudarle?

Dottor Alvino —respondió Brunetti con voz melosa—, espero que todo les esté yendo bien.

—Ah —un largo suspiro—, tan bien como puede ir.

—¿Siguen perdiendo dinero? —preguntó Brunetti con su buena mano para los pacientes enfermos.

—Desgraciadamente, sí. Nadie se lo explica.

El comisario podría habérselo explicado sin problema, pero se trataba de una llamada amistosa.

—Seguro que la cosa cambiará.

—Tenemos confianza en la buena fortuna —dijo el dottor Alvino con la misma fe que sus clientes—. ¿Qué puedo hacer por usted, dottore?

—Quiero pedirle un favor.

—¿Un favor?

—Sí, necesito cierta información.

—¿Sobre qué, si no le importa que le pregunte?

—Sobre un… —¿Cómo debía referirse a uno de esos pobres ilusos?—. Uno de sus clientes, o un posible cliente.

—¿Qué tipo de información?

—Me gustaría saber cuán a menudo va, si gana o pierde y cuánto.

—Usted sabe que tenemos la obligación de registrar a todos los clientes —dijo el dottor Alvino, fingiendo que a lo largo de los años Brunetti no se había convertido en un experto en las normas que rigen la conducta del casinò ni en sus prácticas organizativas menos formales—. Así que, por supuesto, disponemos de los nombres de las personas que vienen y las fechas. Estaré encantado de proporcionarle esos datos.

El director hizo una pausa significativa.

—¿Obedece esto al requerimiento de un juez, por casualidad?

Dottore, esa es una pregunta muy astuta. Verá, me corre cierta prisa, por eso he acudido a usted directamente. A título personal.

—¿A modo de favor?

—Sí, es un favor.

La conversación era perfecta para un casinò: Brunetti había puesto su ficha sobre la mesa, se la estaba ofreciendo al director para que la usase en otro momento.

—En cuanto a la segunda parte de su petición, ya sabe que no hay un registro oficial de esa información.

El tono del director le dejó claro que estaba familiarizado con la dinámica del póquer y la costumbre de subir la apuesta inicial.

—Sí, estoy al tanto de que no hay un registro oficial, dottore, pero estaba pensando que quizá tengan algún tipo de lista informal de clientes especiales; quizá de aquellos que vayan más a menudo o que se jueguen cantidades más altas de lo habitual. Algo así.

¿Cuántos de los crupieres a los que había interrogado a lo largo de su carrera le habían contado eso?

—Entonces, ¿es este el favor al que se refería, dottore?

—Así es. Le estaría muy agradecido.

—Eso espero —dijo Alvino con naturalidad—. ¿Cómo se llama?

—Sartor, Piero.

—Un momento —dijo, y el teléfono hizo un ruido al tocar una superficie dura.

Pasaron varios minutos y Brunetti aprovechó para mirar por la ventana. Cuatro golondrinas pasaron volando de derecha a izquierda. Los romanos lo hubiesen considerado un presagio.

Dottore? —escuchó, y prestó atención a la voz del oráculo.

—Sí.

—Ha estado aquí veintitrés veces en el último año.

Brunetti esperó: esta no era la parte de la pregunta por la que iba a deber un favor.

—Y en ese periodo ha perdido del orden de treinta mil a cincuenta mil euros.

—Entiendo —dijo Brunetti.

Entonces, como si no tuviese ni idea de cómo era posible, añadió:

—¿Cómo es que conocen la cifra, dottore?

—Los crupieres echan un ojo a ciertos clientes y nos tienen al tanto de lo que ganan o pierden. De forma aproximada, espero que se haga cargo de eso.

—Por supuesto, claro que sí —dijo Brunetti.

Se mordió la lengua a fin de evitar decir que para un director debía de ser muy agradable saber que alguien sufría pérdidas tan serias. Aunque, al fin y al cabo, todos perdían; si no, ¿qué sentido tenía un casinò?

—Le estoy eternamente agradecido por la información, dottore.

—Siempre me alegra poder ayudar a cualquiera de las agencias del Estado, dottore. Espero haberlo probado en suficientes ocasiones.

—Por supuesto que sí. Con creces —contestó el comisario.

Se preguntaba si Alvino iba a decir que esperaba que no se olvidara de ello si se volvían a encontrar. Pero no fue así y a Brunetti le cayó algo mejor. Lo único que el director dijo fue:

—Si puedo ayudarlo en algo más, no dude en llamarme, dottor Brunetti.

Terminaron la conversación con las fórmulas habituales de cortesía y finalmente Brunetti colgó.