Volvió sobre sus pasos y cogió el número 1 desde Santa Maria del Giglio para ahorrar tiempo y evitar el gentío, aunque quizá a esas horas el vaporetto no fuese la mejor opción. El desembarco y embarque en las pocas paradas que había antes de la suya parecían durar una eternidad; la multitud bloqueaba la salida tanto desde tierra como desde el propio barco. En Vallaresso, tras un retraso de seis minutos —sí, los contó—, estaba listo para hacerse con el control del barco o llamar a Foa para que lo viniese a rescatar. Imaginó la escena: Foa acercándose al vaporetto en marcha, más o menos como los había recogido en la Punta della Dogana, y él saltando a la lancha mientras los demás pasajeros miraban con una mezcla de asombro y envidia; eso lo tranquilizó para el resto del viaje.
Dejó de pensar en ello y se concentró en lo que le había dicho la signora Marzi: un hombre que no aparentaba tener conciencia y que no solo compraba libros robados sino que, si surgía la oportunidad, los robaba él mismo. Sin embargo, en su apartamento solamente habían encontrado diecisiete volúmenes, lo que tampoco podía considerarse el tesoro oculto de un gran perista y ladrón. No habían hallado ningún diario ni agenda; ni siquiera un ordenador. Únicamente un telefonino muy básico y sin batería que no tenía ni un solo número guardado y con el que no había hecho ni recibido ninguna llamada en más de tres meses.
Cuando llegó a la questura, se detuvo en la sala de agentes, pero allí no estaban Vianello ni Pucetti. Fue al despacho de la signorina Elettra y la encontró conversando con la commissario Claudia Griffoni: ella estaba sentada en su sitio y la commissario apoyada en el alféizar que con los años Brunetti había llegado a considerar suyo. Cuando entró en el despacho ambas se quedaron calladas, y antes de pensarlo, dijo:
—No quería interrumpiros.
En cuanto pronunció las palabras, se dio cuenta de que parecía un marido celoso. Claudia se echó a reír.
—Lo único que has interrumpido es una discusión sobre cómo acceder a los archivos del Ministerio de Exteriores.
No le cabía duda de que el futuro recuerdo de esas palabras de Griffoni, la ligereza con que las había dicho y la diversión que habían causado a la signorina Elettra lo sacarían un buen día de un sueño profundo, cuando los de seguridad nacional los estuviesen investigando a todos por el pillaje no autorizado —le pareció que usar la palabra adecuada era lo más correcto— que aquellas dos mujeres eran capaces de cometer juntas, después de que les hubiese costado tanto tiempo hacerse amigas. Se temía que Pucetti y Vianello también hubiesen sido corrompidos, absorbidos por ese vórtice cibernético que solo los podía conducir a una ineluctable perdición, o al menos eso se temía en los momentos más oscuros.
—¿Con qué fin? —preguntó tranquilamente.
—Corre el rumor —dijo la signorina Elettra omitiendo la fuente y el alcance de la historia— de que hay alguien en el Ministerio que ha conseguido hacer una copia de las conversaciones entre la Mafia y el Estado, y nos parecía que podía ser interesante escucharlas.
Como él bien sabía, los romanos adoraban a la diosa Fama, la de la casa de bronce bruñido de las mil ventanas; la que lo oía y lo repetía todo, primero en un susurro y después con voz atronadora. No cabe duda de que ella querría repetir las conversaciones telefónicas de políticos, grabadas hacía décadas, en las que discutían seriamente la posibilidad de hacer un pacto de no agresión con la Mafia. ¿Verdad o mentira? ¿Realidad o ficción? El Tribunal Supremo había dictaminado la destrucción de las cintas de esas supuestas conversaciones, pero Rumor declaró que las habían copiado antes de que se llevase a cabo.
Brunetti recordaba un tiempo en el que las cosas así le importaban, en el que sentía indignación y rabia porque todo aquello pudiese ocurrir, incluso por que hubiese personas que se lo creyeran. Y ahora escuchaba y asentía, sin creer ni dejar de hacerlo; simplemente con la voluntad de realizar su trabajo y regresar a casa para estar con su familia y leer el legado literario que habían dejado aquellos para quien Rumor era en efecto una diosa.
—¿En qué puedo ayudarlo, commissario? —preguntó la signorina Elettra.
Griffoni se apartó del alféizar, pero Brunetti alzó la mano para impedirle que se marchara.
—Se trata de la signora Marzi —dijo a la signorina Elettra.
Por su mirada se dio cuenta de que no había averiguado nada de interés, así que se preparó para la respuesta:
—Tengo la partida de nacimiento, el expediente escolar, el historial médico, el certificado de residencia, la historia laboral y las declaraciones de la renta, pero no hay nada que se salga en lo más mínimo de la normalidad. Nunca la han arrestado, aunque una vez la interrogaron como posible testigo; fue cuando asaltaron a Franchini. Pero no pudo decir nada porque no estaba presente. También obtuvo una orden judicial contra su antigua pareja, que la había amenazado en presencia de una testigo.
Brunetti no se sorprendió. Marzi había vivido una temporada con un delincuente de tres al cuarto, pero eso no la convertía en criminal y, ciertamente, había demostrado lealtad y gratitud a su patrón. No obstante, y por mucho que Brunetti fuese capaz de reconocer todo eso, no podía quitarse de la mente la indiferencia que la mujer mostraba frente a su propia ignorancia.
—¿Se sabe algo de Rizzardi? —preguntó para cambiar de tema.
La signorina Elettra negó con la cabeza.
—Aún es pronto —dijo a modo de recordatorio de que tan solo había pasado un día desde que encontraran a Franchini.
—¿Y sobre la donación de la contessa Morosini-Albani a la biblioteca?
La signorina Elettra asintió.
—La hizo en honor a su difunto marido y en aquel momento se dijo que estaba valorada en varios cientos de miles de euros —dijo, y enseguida añadió con cierto matiz de decepción—: No he tenido tiempo de verificar el valor de los volúmenes por separado, así que esa es la única cantidad que le puedo dar.
Hizo una pequeña pausa antes de seguir.
—He hablado con gente de otras bibliotecas y todos insisten en que tienen instalados sistemas que impiden el robo.
Brunetti miró a Griffoni, que respondió simplemente enarcando las cejas.
—Les he enviado copias de la foto de pasaporte de Nickerson y de la carta de recomendación para que comprueben si ha estado investigando en sus bibliotecas.
—¿Y ha estado haciéndolo? —preguntó Brunetti.
—No lo sabían, pero me han dicho que buscarían el nombre en los archivos.
—Y si ha utilizado un nombre distinto —interrumpió Griffoni—, ¿qué van a buscar en los archivos?
—A lo mejor tienen acceso a un registro central de gente que roba en bibliotecas —repuso Brunetti.
La signorina Elettra se limitó a responder con un bufido y Brunetti se volvió hacia Griffoni.
—¿Quieres acercarte conmigo a Castello y ayudarme a echar otro vistazo al apartamento?
Ella sonrió.
—Voy a por la chaqueta.
Por el camino le contó que estaba al tanto del caso; sabía incluso lo de la signora Marzi y Roberto Durà. Brunetti le habló del encuentro que acababa de tener con ella y de la certeza de que Franchini también robaba libros además de comprarlos robados.
Griffoni parecía ser consciente de la fascinación que los libros antiguos provocaban a tanta gente. Cuando él le preguntó por ello, le contó que había tenido un fidanzato que estuvo estudiando manuscritos de música en la Girolamini.
—Estaba convencido de que el manuscrito perdido de la Arianna de Monteverdi estaba allí —le explicó y, al ver su confusión, prosiguió—: La llevaron al escenario mientras Monteverdi vivía y existen copias del libreto; pero toda la partitura se ha perdido, a excepción del Lamento. —Viendo que le estaba prestando toda su atención, siguió hablando—. Por lo que entendí cuando él me hablaba del tema, se trata del monstruo del lago Ness de la musicología: alguien vio el manuscrito hace mucho tiempo y hay gente que cree que aún ronda por ahí.
—¿Alguna vez estuviste en la Girolamini?
Ella se detuvo, como si no fuese capaz de caminar y hablar de aquello al mismo tiempo.
—Sí: es el paraíso. Hay más de cien mil volúmenes, cientos de incunables. Mi amigo iba por las partituras, pero yo pasé dos días mirando los libros sobre la historia de Nápoles. Eran increíbles.
—La han cerrado, ¿verdad? —preguntó Brunetti.
—Cuando entraron los carabinieri, lo precintaron todo —dijo, y echó a andar—. Daba pena ver el sitio: un auténtico saqueo.
—Hace que lo de la Merula parezca de patio de colegio.
—Yo les cortaría las manos —dijo ella con voz furiosa.
—¿Perdona?
—A los que roban libros, destruyen cuadros o estropean cosas. Les cortaría las manos.
—Espero que sea una metáfora —dijo él, preguntándose qué enseñaban a los niños en la actualidad en las escuelas de Nápoles.
—Claro que hablo figuradamente. Les confiscaría las posesiones hasta que hubiesen pagado lo que hubieran robado o destruido, o los metería en la cárcel hasta que pagasen lo suficiente.
—¿Y si no pudieran hacerlo?
Se detuvo repentinamente para mirarlo a la cara.
—Venga, Guido, no seas tan literal. Ya sabes que no hablo en serio. Es que estas cosas me ponen de los nervios. Tanta belleza que le hemos dado al mundo y ver que la destruyen, la roban y la echan a perder…
Dejó la frase sin acabar y siguió caminando. Entonces cruzaron el puente que daba al campo y vieron la casa de Franchini al fondo.
Brunetti abrió la puerta con las llaves que se había quedado el día anterior, y mientras subían las escaleras Griffoni le hizo una pregunta.
—¿Sabemos qué estamos buscando?
Brunetti se detuvo frente a la puerta del apartamento y metió la llave en la cerradura.
—¿Me prometes que no te reirás si te digo que estamos buscando cualquier cosa que parezca sospechosa?
—Ya no sé ni en cuántos sitios he buscado «cualquier cosa que parezca sospechosa».
—¿Y alguna vez has encontrado algo?
—Una vez di con veinte kilos de cocaína.
—¿Dónde?
—En una guardería privada de las afueras de Nápoles. La mujer que la llevaba era la prima del jefe de la zona. Se declaró un incendio en la cocina y los bomberos la encontraron allí, escondida en un armario. Nos avisaron ellos.
—¿Qué pasó?
—Pues lo de siempre: nada.
—¿Cómo?
—Ya sabes. Confiscamos la droga, pero esa misma noche desapareció del sótano de la questura, de modo que no tuvimos pruebas contra ella. El personal de cocina juraba que no era más que harina.
Brunetti abrió la puerta y la sujetó para que pasase Griffoni.
—Te lo estás inventando, ¿no?
—Ojalá.
Entró en el apartamento tras ella y encendió las luces.
—Muy bien —dijo—: cualquier cosa que parezca sospechosa.
Una hora más tarde no habían conseguido nada remotamente sospechoso. Antes de entrar, Brunetti la había avisado de que había sangre en las paredes y en el suelo, pero Griffoni le dijo que la primera vez que vio una víctima de la Mafia tenía seis años: el cadáver estaba tirado en la calle, delante de la escuela.
El vestuario de Franchini era caro: camisas hechas a mano, cinco chaquetas de cachemira y un sinfín de pares de zapatos caros. Debajo de la cama y del colchón no había nada escondido, y en las estanterías superiores del armario solamente había lencería de cama y toallas. La cisterna contenía simplemente agua y el armarito del baño, aspirinas y pasta de dientes. En el escritorio del estudio, Brunetti encontró unos extractos del banco que mostraban que Franchini recibía una pensión de seiscientos cincuenta y nueve euros al mes.
Contrariado porque su corazonada no le hubiese proporcionado ninguna recompensa, revisó el resto de los papeles del escritorio sin prestar demasiada atención: recibos del agua, electricidad, gas y recogida de basuras. Como hacía a menudo, Brunetti se puso a pensar en libros que había leído y de pronto recordó un relato sobre un detective al que mandan a casa de un sospechoso a buscar una carta muy importante. Aunque rebusca por todas partes, no encuentra ni rastro de la misma; no hasta que ve un montón de cartas que están en la habitación a simple vista: ahí estaba la que buscaba, escondida entre otros papeles.
Dejó la carpeta con los extractos de la pensión de Franchini sobre la mesa y se acercó a la librería. Se arrodilló, pues un ladrón le había confesado que la gente siempre escondía las cosas en lugares cerca del suelo creyendo que los ladrones no las encontrarían, y sacó una edición moderna en cartoné de La mandrágora de Maquiavelo. Lo hojeó, lo abrió por la mitad, leyó unas cuantas líneas, lo cerró y lo dejó en el suelo. Al lado estaba el Discurso sobre la primera década de Tito Livio, un libro que Brunetti siempre prefirió a El príncipe. Cuando lo abrió para leer algunos párrafos, sintió que algo se le escurría entre los dedos. Lo atrapó con la mano derecha y lo acabó de sacar, como una cuchilla de su vaina. Al ver el tafilete de color marrón desgastado por la edad, comprendió.
—Claudia —dijo, y se puso en pie.
Un momento después, ella salió de la cocina con un pelador de patatas en la mano derecha; había estado hurgando en los armarios. Se dio cuenta de que él lo estaba mirando.
—Se puede usar como destornillador. Es que estoy intentando desmontar el rodapié.
—Eso puede esperar —dijo, y le mostró la cubierta y el libro que había descubierto en su interior—. Mira qué he encontrado.
Griffoni llevaba guantes de plástico, pero Brunetti se había olvidado de ponerse los suyos, así que dejó el libro en el suelo y sacó un par del bolsillo. Después lo recogió y estudió la encuadernación.
—Está en hebreo —dijo mientras le ofrecía el ejemplar.
Ella lo abrió, y juntos observaron la página a doble columna y las cinco letras iluminadas que encabezaban la mitad derecha de la página. Lo cerró y se quedaron sin saber nada más sobre el texto que antes de que ella hubiese abierto el libro.
—¿Dónde estaba? —preguntó ella.
—Escondido dentro de un libro —dijo antes de recuperar las cubiertas vacías y colocar el libro en hebreo dentro.
—Qué zorro —dijo ella sin poder ocultar su admiración.
Miró los lomos de los libros que quedaban en la estantería.
—¿Todos? —preguntó al tiempo que evaluaba la tarea que tenían frente a ellos.
—Por fin algo que parece sospechoso —dijo Brunetti—. Es lo menos que podemos hacer.
Y cogió otro.
Una hora más tarde habían examinado todos los volúmenes de la librería y habían hallado treinta y siete textos antiguos escondidos dentro de libros modernos; tantos que Brunetti tuvo que llamar a Foa para que fuese a recogerlos. Junto a la pared de su izquierda habían abandonado pilas de libros, cascadas, montones de ellos; algunos intactos y otros destripados: los que Franchini había usado como camuflaje.
Además de los libros, escondidos dentro de una primera edición de El capital de Marx habían encontrado extractos de un banco privado de Lugano y de otro de Luxemburgo en cuyas cuentas se acumulaba un total de un millón trescientos mil euros. La cuenta de Lugano tenía más de doce años de antigüedad, pero la de Luxemburgo solo tres. La mayoría de los ingresos se habían hecho en efectivo, aunque había varias transferencias; no obstante, todos los reintegros eran en metálico. Dado que se trataba de la investigación de un asesinato, se podía obligar a los bancos a revelar la fuente de dichas transferencias, y a Brunetti se le pasó por la cabeza que al Departamento de Robos de Arte también podían interesarle los números de cuenta desde los que se había enviado el dinero.
Había tenido la previsión de pedirle a Foa que acudiese con dos cajas de cartón, así que cuando llamó al timbre desde la calle le abrió la puerta para que subiese. Para entonces, Brunetti y Griffoni habían llevado los libros al pasillo y los habían apilado sobre una mesita que había junto a la puerta. Cuando el piloto llegó, como no llevaba guantes, el comisario le pidió que sujetara las cajas, primero una y después la otra, mientras él y Griffoni los metían dentro.
Una vez en la escalera, Brunetti cerró con llave, cogió una de las cajas de los brazos de Foa y bajaron las escaleras.
—¿Qué pasa con los libros que hemos dejado? —preguntó Griffoni.
Brunetti se encogió de hombros. Alguien tendría que volver a colocarlos; seguramente el hermano de Franchini, si quería conservar la casa. Lo que a él le interesaba en ese momento eran los documentos bancarios y hallar a alguien a quien consultar el valor de los libros que acababan de encontrar. Los extractos, que ya estaban expresados claramente en números, no daban lugar a confusión alguna.
Saliendo de la casa de Franchini, Brunetti se sorprendió al ver que la oscuridad había caído como un manto sobre el campo. Miró la hora y vio que eran las nueve pasadas: llevaban en el apartamento más de tres horas y estaba exhausto y, ahora que se daba cuenta de la hora, también hambriento. Sin embargo, el asunto avanzaba por fin y desestimó el hambre y el cansancio.
Mientras entraban en el canal que iba a dar a la questura, Brunetti empezó a hacer una relación de las personas que le podían ser de ayuda. El primer hombre que le vino a la cabeza vivía en Roma y no había hablado con él desde hacía años; sin embargo, Sella había estado prometido con su prima hacía una década y habían permanecido en contacto desde entonces.
—¿Por qué no? —dijo en voz alta.
—¿Perdona? —dijo Griffoni compitiendo con el ruido del motor.
—Conozco a alguien —respondió Brunetti, y se acercó a ella— que nos puede decir cuánto valor tienen los libros.
Se dijo que ya le habían costado la vida a Franchini, pero no le pareció oportuno expresarlo. Antes de que la lancha se detuviera junto a la questura, ya había marcado el número de Sella.
Sin respetar las formalidades habituales, Brunetti le preguntó si podía darle una idea del valor en el mercado de una serie de libros.
—Guido —dijo Sella en el silencio repentino que se hizo cuando Foa apagó el motor—, no tengo ni idea de por qué me llamas a estas horas y tampoco sé en qué siglo crees que vives.
—¿Qué? —preguntó Brunetti, que se temía que el ruido del motor le hubiese impedido escuchar algo de lo que Sella hubiese dicho.
—¿Has oído hablar de internet?
—¿A qué te refieres?
—Allí lo encuentras prácticamente todo.
El silencio de Brunetti debió de recordarle con quién estaba hablando, porque tras dejar pasar un momento, dijo:
—Si me envías la información de edición, te lo busco yo, Guido.
Antes de que Brunetti se lo pudiera agradecer, Sella le preguntó refiriéndose a su esposa:
—Sabes que Regina es psicóloga, ¿verdad?
A Brunetti se le había olvidado.
—Sí, lo sé. ¿Por qué lo dices?
—En su idioma esto se llama «impotencia aprendida». ¿Has visto los libros de los que me hablas?
Brunetti respondió sin hacer caso del primer comentario.
—Algunos.
El choque de la lancha contra el muelle le hizo tambalearse ligeramente, pero logró mantener el teléfono en la mano y la mente en la conversación.
—¿En qué estado se encuentran, más o menos? —preguntó Sella.
—Los que yo he visto parecían estar bien, pero no soy ningún experto.
—Bueno —dijo Sella entre risas—, yo sí lo soy. Envíame una lista de todo lo que aparezca en la portada de cada uno de ellos y dime si algo te parece que esté en malas condiciones.
Hizo una larga pausa antes de preguntar:
—¿Me equivoco al suponer que se trata de libros robados?
—No.
—Entonces se encontrarán en buen estado.
—¿Por qué estás tan seguro?
—Nadie se molestaría en robar un libro desvencijado.
Les llevó más de una hora añadir los treinta y ocho títulos y la información de edición a la lista que ya contenía los demás libros. Griffoni al ordenador y Brunetti abriendo libro tras libro para leer en voz alta los datos de la portada sobre el autor, la fecha y el lugar de publicación. Tal y como Sella había predicho, y a juicio de Brunetti, todos estaban en muy buen estado. Cuando aparecía un libro con el sello de una biblioteca o de una colección, el trabajo se hacía aún más lento porque Griffoni incluía esa información en una segunda lista que no era para Sella.
Veintiuno de ellos provenían de bibliotecas y tres tenían algún indicio de pertenecer a una colección privada. Dos de ellos llevaban la insignia del delfín y las iniciales «P. D.». Brunetti sospechaba que los otros catorce se habían extraído de otras colecciones, y que o bien lo había hecho el propio Franchini o bien las personas que se los habían vendido. Lo mismo se podía decir de los que tenían los sellos bibliotecarios. En cuanto a una lista de clientes, debía de tenerla Franchini en la cabeza, pero los extractos bancarios quizá pudieran proporcionarles algún nombre.
Si Sella era la mitad de bueno de lo que él mismo siempre decía, iba a descubrir su valor con bastante rapidez.
Una vez tuvieron las listas preparadas y enviaron la correspondiente a Sella, Griffoni hizo girar la silla para apartarse de la pantalla del ordenador y mirar a Brunetti.
—¿Y ahora qué? —preguntó.
—Comprobamos qué ha entrado y después nos vamos los dos a casa —dijo Brunetti señalando el ordenador con la barbilla.
Se intercambiaron los sitios. El primer correo electrónico era de Rizzardi, que confirmaba que tres golpes con un objeto grueso y pesado, seguramente una bota o un zapato, habían hecho añicos el cráneo de la víctima y le habían roto la mandíbula. El golpe en esta última, aunque no era mortal, era la fuente de toda la sangre. Los golpes recibidos en la nuca le habían fracturado el cráneo y además le habían dañado el cerebro de tal manera que la muerte era inevitable. Había otras señales de violencia: magulladuras en los brazos y otra en el hombro derecho, donde se había dado contra el suelo o la pared. En la palma de la mano derecha se le había clavado una astilla del parqué.
Rizzardi escribía en su informe que era posible que hubiese sobrevivido unos minutos, aunque muy pocos, después de recibir las patadas en la nuca; aun así, era posible que retuviese la suficiente capacidad motriz como para ponerse en pie y dar unos pasos, intentando escapar de forma instintiva. Pero que los golpes habían puesto en marcha un proceso que únicamente podía culminar en su muerte, a medida que el cerebro iba paralizando los diferentes sistemas necesarios para mantenerlo con vida. Entonces, en los últimos párrafos y como si quisiera responder a una posible pregunta de Brunetti, el patólogo añadía: «Es muy poco probable que sufriese más allá de sentir el dolor inmediato de los golpes. El cerebro había sufrido suficientes daños como para impedir que fuese consciente de lo que le estaba ocurriendo».
De modo que no llegó a saber que estaba herido o muriéndose. Pero ¿cómo podía estar Rizzardi tan seguro? ¿Y por qué creía que era importante que Brunetti lo supiese?
Había otro correo de Bocchese, que afirmaba que las tres huellas de pie derecho que encontraron en la habitación eran de una bota de la talla cuarenta y tres con suela gruesa y de rejilla. No especulaba con por qué desaparecían las huellas; sin embargo, añadía que la noche siguiente al asesinato había llovido copiosamente y eso eliminaba cualquier posibilidad de encontrar restos de sangre en el campo, delante de la casa.
El técnico también informaba sobre las huellas dactilares y especificaba que el personal del laboratorio solamente había tenido tiempo de comprobar las páginas de los libros de la biblioteca Merula contiguas a las que se habían arrancado. Las huellas del fallecido no aparecían en ninguno de esos libros, aunque todos tenían las de una persona desconocida, además de otras que no eran identificables. Las de la dottoressa Fabbiani y las del vigilante, a quien Bocchese llamó Piero Sartorio, aparecían en la encuadernación del Cortés y en algunas de las páginas contiguas.
En un tercer párrafo escribía que toda la sangre que había en el apartamento era de la víctima. Habían hallado restos de ADN de otra persona en la ropa, pero esa información era inútil a menos que arrestasen a un sospechoso y pudieran comparar los resultados. O no.
Brunetti se apartó para dejar que Griffoni leyera ambos mensajes.
—¿Qué opinas? —preguntó.
—Cuánta violencia —dijo ella—. Patadas… —añadió con voz grave—. Quienquiera que lo hiciese, perdió el control. Nadie planea algo así.
Brunetti estaba de acuerdo con ella. Se trataba de un ataque de rabia o de locura. Miró la hora y vio que era más de medianoche.
—Creo que deberíamos irnos a casa —dijo con la necesidad de alejarse de cualquier pensamiento de locura y violencia—. Habrá algún patrón de guardia; podemos ir juntos. Mi casa está de camino a la tuya —añadió, aunque solamente tenía una ligera idea de que ella vivía en Cannaregio, cerca de la Misericordia.
Griffoni asintió y salieron juntos de la questura.