Dejó veinte euros sobre la mesa para estar seguro. Al fin y al cabo, el Caffè Florian era el Caffè Florian y en aquel momento lo último que quería era que le hiciesen volver a entrar para pagar. Una vez fuera, se quedó en los escalones y oteó la plaza con la esperanza de que la mujer no hubiese desaparecido absorbida por el gentío.
Y allí estaba, junto a una de las mesas de la terraza, con el bolso en la mano, abierto de par en par. Dos hombres de la edad de Brunetti pasaron junto a ella admirándola sin disimulo. Uno de ellos se detuvo para decirle algo, pero ella respondió que no con la cabeza y se hizo a un lado. Todos siguieron su camino, aunque el hombre que se había dirigido a ella se volvió para mirarla mientras esta se alejaba.
Brunetti la siguió unos instantes y enseguida apuró el paso para alcanzarla.
—Signora Marzi —le dijo—, ¿está bien?
Ella se volvió y lo miró a los ojos fríamente. Agarró el bolso y lo cerró.
—Si se entera me despedirá. Lo sabe, ¿verdad? —preguntó.
—Depende de si se entera de una cosa u otra.
—Si usted ha encontrado los libros, eso significa que Franchini estuvo en su apartamento. —Al ver que Brunetti no se lo confirmaba, exigió saber más—. ¿De qué otro modo podría habérselos llevado si no?
—¿Con su ayuda? —sugirió él.
—¿Qué? —dijo ella y dio un traspié.
Cayó con fuerza sobre el pie izquierdo, se abalanzó sobre el comisario y al recuperar el equilibrio se apartó como si él hubiese intentado propasarse.
—¿Ayudarlo? Quello sporco ladro? —inquirió con el rostro congestionado y escupiendo involuntariamente al pronunciar «sporco».
Acababa de enterarse del fallecimiento de aquel hombre y lo estaba llamando «sucio ladrón».
—¿Cuándo se los robó? —preguntó él.
Ella dio media vuelta y echó a andar en dirección opuesta a Brunetti, hacia el otro extremo de la Piazza. La siguió unos metros, y finalmente adelantó a una pareja que iba cogida del brazo para alcanzar a la mujer y caminar a su paso.
—Signora, lo que me interesa es su asesinato, no los libros robados.
La afirmación no era del todo cierta, pero el asesinato superaba al robo; su prioridad era el delito más grave y estaba dispuesto a renunciar al robo si eso le ayudaba a entender el asesinato o a resolverlo.
—Me dan igual, signora. Si eso le supone una ayuda, le devolveré los libros que Franchini se llevó de casa del marchese.
La mujer se detuvo en seco y se volvió hacia él.
—¿A cambio de qué? —exigió saber.
—Dígame todo lo que sepa de Franchini y cómo los consiguió, y son suyos.
—Pero debo devolvérselos, ¿no? —preguntó con voz tensa y aguda, intentando provocarlo para que le impusiera esa condición.
—Para mí no tienen ningún valor, signora. Puede hacer con ellos lo que le plazca.
De pronto se le suavizó la voz y la expresión.
—El marqués ha sido muy bueno conmigo: me dio este trabajo y confía en mí. Por supuesto que se los voy a devolver.
Brunetti se percató repentinamente de lo concurrida que estaba la plaza. Había gente por todas partes, cientos de personas, puede que más: caminando, parados, haciendo fotos, grabando vídeos, posando con palomas sobre los hombros, tirando maíz a los pájaros, mirando los escaparates, parándose a hablar con la persona de al lado. Miró alrededor de la Piazza y vio un mar multicolor de gente; el ruido que hacían, tan entrecortado como el oleaje rompiendo contra las rocas. Pensó en un lugar adonde ir para escapar de ellos, pero no se le ocurrió ninguno. No recordaba ni un solo sitio tranquilo en un radio de dos puentes o cinco minutos de distancia a pie. Para dejar de verlos y de oír su ruido iban a tener que entrar en un bar o una tienda o una iglesia.
—¿Qué pasa? —preguntó ella.
Brunetti no tenía nada que decir que ella no supiese ya: era veneciana, cosa que él había notado con solo escucharla.
—¿Hacia dónde va? —preguntó él.
—Al trabajo.
No tenía ni idea de dónde estaba, pero aun así le preguntó:
—¿Le importa si la acompaño? Podemos hablar por el camino.
Como si estuviera despertando de un sueño, miró a su alrededor, vio a la multitud y escuchó el murmullo.
—Sí —dijo—. Vamos por aquí.
Giró hacia XXII Marzo y se alejó a buen paso de la plaza. A medida que se acercaban al puente, la calle se iba ensanchando y el gentío se desplegaba.
—Tuve una relación con Aldo que duró unos meses, antes de lo del parque —dijo justo antes de llegar al puente—. Hacía mucho tiempo que él era amigo de Roberto. —Para estar segura de que Brunetti la entendía, añadió—: De mi expareja.
El comisario asintió y ella subió los escalones del puente. Al llegar arriba se detuvo, miró hacia el Gran Canal y cruzó los brazos sin soltar el bolso.
—Creo que Roberto le vendía cosas.
—¿Qué tipo de cosas?
—Cosas que le compraba a otra gente.
—¿Cosas robadas? —preguntó Brunetti para no perder más tiempo.
—Creo que sí.
Ella lo sabía, de otro modo no lo hubiese mencionado. No obstante, Brunetti no dijo nada.
—A veces eran libros. Alguna vez los vi, cuando aún vivíamos juntos y Aldo venía a casa a buscar lo que le vendía Roberto.
«Y no llamó a la policía», se dijo Brunetti, aunque acto seguido se reprendió a sí mismo, porque la mayoría de la gente hubiese obrado igual.
—¿Libros viejos? —preguntó, aunque solamente para estar seguro.
—Sí. Solía venir a nuestro apartamento. Siempre era muy educado conmigo, incluso cuando Roberto no estaba en casa. Así que… así empezó la cosa. Roberto tuvo que ir a Cremona unos días y…, bueno, Aldo siempre fue muy amable conmigo. —Apartó la mirada de la de Brunetti y la fijó en el canal—. Al principio.
—¿Qué pasó?
Contestó como si le hablara al agua.
—Cuando Roberto regresó y después de que hubiese… pasado, supongo que yo me portaba de manera diferente con Aldo o cuando él estaba presente. De alguna manera, Roberto debió de darse cuenta. Entonces empezaron los problemas.
—¿Problemas?
—Las amenazas —dijo, y volvió a mirar a Brunetti—. Pero solamente me amenazaba a mí. Como si Aldo no tuviera nada que ver. Un día Roberto me enseñó una pistola y me dijo que estaba dispuesto a usarla si volvía a hablar con cualquier otro hombre. Fue entonces cuando acudí a la policía. Gracias a Dios, mi hermana estaba delante cuando lo dijo, así que tenía una testigo. Me fui de casa y lo dejé todo allí. El abogado del marchese me ayudó a pesar de que hacía muy poco que trabajaba para él; así es como conseguí la orden de alejamiento.
—¿Y los libros? —preguntó Brunetti—. ¿Cómo se las ingenió Franchini para robarlos?
Ella miró brevemente a los gondoleros que estaban sentados en los bancos de la riva, que de vez en cuando se levantaban de un salto para recibir a los turistas que se les acercaban a hacer preguntas o negociar el precio. «Como si alguien pudiese ganar a un gondolero a la hora de regatear», reflexionó Brunetti.
Ella se aclaró la garganta unas cuantas veces y, según le pareció a él, se obligó a mirar al commissario antes de seguir hablando.
—El marchese me permitió quedarme en un pequeño apartamento para invitados que hay en el palazzo mientras yo buscaba algo más grande.
Brunetti se fijó en cómo luchaba contra la tentación de permanecer en silencio.
—A veces Aldo venía a verme. —Su voz apenas era perceptible, ahogada por las pisadas de los turistas en el puente y el vocerío de los gondoleros—. Y una vez, cuando estábamos allí, fue a la otra zona del palazzo mientras yo estaba… durmiendo. —Se apartó de la barandilla y se irguió—. Entonces supe lo que andaba buscando.
—¿Lo había hecho antes? —preguntó Brunetti.
Fue testigo una vez más de su lucha interna.
—Debe de haberlo hecho —dijo ella finalmente.
—¿Qué hizo usted entonces?
—La siguiente vez que me llamó le dije que habíamos terminado.
—¿Y?
Antes de responder desvió la mirada.
—Se echó a reír y dijo que era un alivio.
Brunetti siempre había admirado la valentía, y diciendo aquello sin que le temblara la voz se ganó su estima.
—¿Por qué se paró a hablar con él en el parque?
—Era la primera vez que lo veía desde que hablamos por teléfono. Me sorprendió verlo allí, así que me paré y le pregunté qué quería. Me dijo que no quería nada, que simplemente estaba leyendo. Eso es lo que vio Roberto: nos vio hablando. Y cuando yo me marché, fue y lo amenazó. Y entonces pasó.
—Entiendo —dijo Brunetti—. ¿Alguna vez estuvo en su casa?
—No. No sabía que vivía en Castello hasta que lo he leído. Me he enterado ahora.
Con un gesto de la mano señaló hacia la Piazza, el Caffè Florian, el periódico.
Empezó a bajar las escaleras del puente con Brunetti a su lado y se escurrió entre el gentío como una anguila. Al llegar a la tienda de alfombras giró hacia la derecha en dirección a La Fenice, pasó por delante del teatro y continuó hacia el Ateneo Véneto. Tras cruzar el siguiente puente se detuvo, abrió el bolso y sacó unas llaves.
—Es aquí —dijo para dejarle claro que no debía acompañarla más allá de aquel punto.
Como si llevasen todo el rato charlando y aquella no fuese más que otra pregunta de la conversación, él dijo:
—¿Alguna vez le dio la sensación de que compraba cosas de otras personas aparte de Roberto?
Franchini había estado en la misma sala que Nickerson durante semanas y no le cabía duda de que había tenido ocasión de observar su comportamiento. «Mi hermano era un ladrón y un chantajista, un mentiroso y un farsante». Las palabras resonaron en su mente como el compás favorito de una pieza de música.
Ella jugueteó con las llaves como si fueran un rosario. Finalmente contestó:
—Lo único que le interesaba de los demás era encontrar su punto débil y utilizarlo para conseguir lo que quisiera de ellos.
Hizo sonar las llaves.
—Pero sí, creo que compraba cosas a más personas.
Brunetti se fijó en las casas que había al otro lado del canal. La voz de la signora Marzi fue sustituida por el continuo tintineo de las llaves y por los pasos de la gente que venía por la calle y cruzaba el puente.
—Recuerdo que un día —dijo ella— Roberto le enseñó un libro y él le contestó que ya tenía una copia, pero que se lo quedaba igualmente.
—¿Recuerda qué libro era?
—No. A mí me parecían todos iguales: viejos y con tapas de cuero. No sé para qué los quiere la gente.
Incluso antes de que Brunetti decidiese no molestarse en explicárselo, ella añadió:
—Pero si podía venderlos por tanto dinero, deben de tener algún valor, ¿no?
Él asintió, le dio su tarjeta y le pidió que lo llamara al telefonino si recordaba cualquier otra cosa. Se sorprendió al ver que ella le tendía la mano y más todavía al notar que estrechársela no le resultaba desagradable.