17

Al día siguiente por la tarde, mientras cruzaba la Piazza de camino al Caffè Florian, Brunetti tenía presente el comentario de Paola. Había comido con ella y los niños, y entre ellos dos habían acordado pasar por alto la conversación de la noche anterior con la intención de decidir adónde ir de vacaciones aquel verano. «Suponiendo que tu jefe no te haga quedarte en Venecia a echar un ojo a los carteristas», había comentado Chiara, lo que le dio una pista a su padre de que quizá hablaba de su trabajo con demasiada libertad.

«Es más probable que sea por culpa de las licencias de los barcos y de los que se pasan de velocidad en el Gran Canal», había sugerido Paola cuando él se levantó. Brunetti se inclinó para besarle la cabeza y dijo:

—Si veo que voy a llegar tarde, te llamo.

A pesar de que todos habían participado en la conversación, como de costumbre, no habían conseguido ponerse de acuerdo sobre dónde pasar las vacaciones. A Paola no le importaba demasiado el lugar a condición de que pudiese pasarse el día leyendo tranquilamente y salir a cenar por la noche. El requisito de Raffi y Chiara era que hubiese playa y pudieran bañarse todo el día. Por su parte, Brunetti quería poder dar largos paseos por la montaña y volver a casa por la tarde a quedarse dormido leyendo un libro. Pero se temía que no iba a ser fácil: darles voto a los niños era una decisión terrible.

Entró a la Piazza desde Merceria y la cruzó en diagonal hacia el Caffè Florian. Se detuvo un momento en el centro y se volvió para mirar la basílica: qué edificio tan absurdo, tan excesivo, compuesto al tuntún con piezas sueltas y pedazos del botín de Bizancio. No había nadie que en su sano juicio hubiese diseñado algo como aquello que estaba contemplando: las puertas, las cúpulas, la luz que reflejaban los azulejos dorados. Con la esperanza de romper el hechizo del edificio, sacó el teléfono y marcó el número de la signorina Elettra; no obstante, le resultó extraño estar llamando al mismo tiempo que contemplaba las copias de unos caballos que eran fruto del pillaje que se había hecho en Constantinopla hacía prácticamente mil años. La signorina Elettra, que por la mañana no se había dejado ver en la oficina, no contestó, así que lo dejó a su propia suerte, yendo a hablar con la signora Marzi sin la ventaja de conocer detalles sobre su vida y sus actos.

Una vez en el café, le sorprendió una vez más el elegante deterioro del lugar. Los manteles estaban inmaculados y los camareros llevaban relucientes chaquetas blancas y proporcionaban un servicio rápido y amable, pero la pintura de las paredes estaba deslucida y desconchada, cubierta de las manchas que había dejado del roce de los respaldos de las sillas a lo largo de las décadas. El terciopelo de los sofás, pulido por generaciones de turistas, le recordaba a las calvas que tenían los viejos ositos de peluche de sus hijos.

Indicó al camarero que esperaba a una señora y que esta preguntaría por él por su nombre. Entró en la primera sala de la izquierda y dijo que pediría en cuanto llegase su acompañante; acto seguido, regresó a la entrada y seleccionó la edición del día de Il Gazzettino de entre los periódicos que había para los clientes.

La noticia de la muerte de Franchini aparecía en la esquina inferior derecha de la primera página de la segunda sección, y se limitaba a informar de que había sido hallado muerto en «misteriosas circunstancias» y que la policía estaba llevando a cabo una investigación. El nombre y edad de la víctima eran correctos y se informaba de que había sido cura y había dado clases en una escuela de Vicenza. Brunetti se preguntó cómo podían haber averiguado todo eso tan pronto, qué miembro del cuerpo había hablado con la prensa y con qué autoridad.

—¿Signor Brunetti? —preguntó alguien con voz de mujer.

Él dejó el periódico en la mesa contigua y se levantó.

—¿Signora Marzi?

Era una mujer alta, casi tanto como él, con el cabello demasiado rubio y más maquillaje del que requería la hora del día. Tenía los ojos tan oscuros que parecían negros, y rímel en las pestañas; llevaba las cejas depiladas muy finas, aunque después se las había pintado con un lápiz negro hasta recuperar el grosor natural; el efecto era el de la uve invertida que tan a menudo se veía en las cejas de los personajes de dibujos animados.

Tenía la nariz corta y respingona, y debajo nacían dos arrugas apenas perceptibles que le llegaban hasta las comisuras de la boca. Pasaba de los cuarenta, pero no quedaba claro si por mucho o poco; los años que aparentaba en cada momento debían de depender de la luz y del maquillaje, y probablemente también de su humor. En cualquier caso, se trataba de una mujer que le parecería atractiva a la mayoría de los hombres.

—Por favor —dijo él señalando el banco tapizado que tenía a la izquierda, y apartó la mesa para que pudiera pasar y sentarse.

Ella obedeció, se levantó un instante para alisarse la falda y volvió a tomar asiento. De haber sido un hombre, la chaqueta cruzada del traje gris oscuro que vestía hubiese resultado tradicional, casi aburrida; sin embargo, siendo mujer y, sobre todo, llevando el pelo tan corto como ella, resultaba vagamente provocativa. La calidad de la tela y del corte era incontestable. Debajo llevaba un jersey de cuello redondo de color negro y un collar de perlas. Aquella mujer no compraba la ropa en grandes superficies. Dejó el bolso en el sitio vacío de su derecha y miró hacia la Piazza a través de la ventana. Después bajó la mirada y estudió los objetos que había sobre la mesa como si nunca hubiese visto una carta o un sobrecito de azúcar.

Brunetti llamó la atención del camarero. Cuando se acercó dijo:

Un caffè.

El camarero se volvió hacia ella y esta asintió.

Due —dijo Brunetti.

Cuando los pasos del camarero dejaron de oírse, ella levantó la cabeza y lo miró a los ojos.

—¿Qué quiere saber?

—Me gustaría que me explicase qué ocurrió aquella tarde en Viale Garibaldi.

—¿Medio año después? —repuso ella.

A continuación lo observó fijamente, se humedeció los labios y apartó la mirada. Brunetti se encogió de hombros.

—El trabajo policial es así. Damos algo por bueno, pero más tarde ocurre otra cosa que nos obliga a dar marcha atrás y volver a examinar el primer incidente.

—Y en este caso, ¿qué ha ocurrido para que sea necesario?

Apenas había prestado atención al diario, así que no era probable que se hubiese enterado del asesinato de Franchini. Brunetti no se sintió obligado a contárselo: prefirió dejar que hablase como si el hombre continuara vivo.

—Nada que le afecte a usted, signora —dijo, aunque no estaba seguro de que eso fuese verdad—. Me gustaría que me relatase lo que ocurrió.

Se anduvo con cuidado de no preguntar por personas o cosas específicas, pues quería hacerla creer que lo que le interesaba eran única y exclusivamente los hechos acaecidos, como si estuviera meramente comprobando la veracidad del informe.

Ella volvió a levantar la mirada y la fijó en Brunetti.

—A veces bajo por el Viale para coger el vaporetto. Me gusta pasar por allí porque es amplio y abierto, y hay árboles.

Brunetti asintió, como haría cualquier otro veneciano.

—Esa mañana vi a alguien a quien conocía y me paré a hablar con él. Cuando me marché, apareció mi expareja y tuvieron algún tipo de discusión. Yo no estaba, de modo que no sé qué ocurrió.

Entonces, con un matiz de exasperación en la voz, dijo:

—Todo esto ya se lo he dicho a la policía.

Antes de que Brunetti pudiera responder a eso, el camarero regresó y les sirvió dos cafés y dos vasitos de agua. Acercó el cuenco de cerámica que contenía los sobres de azúcar un centímetro hacia la mujer, asintió mirando a Brunetti y se alejó.

El comisario se echó azúcar y removió el café. Dio un trago y posó la tacita.

—¿Dice que conocía a esa persona?

En lugar de contestar, ella se acercó el cuenco un poco más. Cogió un sobrecito, lo abrió poco a poco, vertió el azúcar en el café y lo removió. Entonces miró a Brunetti como si ya hubiese respondido y estuviese esperando otra pregunta.

—¿Dice que conocía a esa persona?

De pronto entraron tres mujeres con sudaderas con capucha y zapatillas deportivas y se pusieron a mover las sillas de una mesa que había junto a la ventana hasta que las tres cupieron a su alrededor. Hablaban en voz muy alta en un idioma que Brunetti no reconocía, hasta que una de ellas se fijó en él y pidió a las demás que bajaran la voz.

Volvió a centrarse en la signora Marzi, que dijo:

—Vivía en el vecindario. Alguien me había hablado de él.

Entrelazó los dedos sobre el regazo como si hubiese olvidado del café. Mientras tanto, Brunetti esperó a que dijese algo. Al cabo de unos instantes ella separó la mano derecha y empezó a toquetear el mantel como intentando decidir si la tela era de suficiente calidad como para comprarla.

Brunetti se acabó el café, se recostó en su asiento y se cruzó de brazos.

Finalmente, ella levantó la mirada.

—Ya se lo he dicho: no vi lo que ocurrió.

—¿Cómo se enteró? —preguntó Brunetti.

La pregunta pareció sorprenderla.

—Ustedes me llamaron. —Al ver su confusión momentánea, explicó—: La policía. —Y sin procurar ocultar su exasperación, prosiguió—: Ya me había quejado varias veces de él, así que cuando lo arrestaron, me llamaron. ¿Es que no llevan ustedes un registro de estas cosas? —añadió con agresividad.

—El hombre fue agredido —dijo él pasando por alto la provocación.

—Mi expareja es un hombre muy fuerte —dijo ella.

—Ha dicho que conocía al hombre que estaba en el banco.

—¿Por qué me hace todas estas preguntas?

—No me cuadra que su compañero le pegase a un hombre solamente por hablar con usted.

La signora Marzi abrió el bolso y sacó un pañuelo de algodón con un estampado de rosas diminutas que utilizó para limpiarse la comisura de los labios a pesar de que aún no había probado el café. El brillo de labios de color rosa chillón que llevaba al entrar prácticamente había desaparecido. Volvió a doblar el pañuelo, abrió el bolso el tiempo suficiente para que Brunetti reconociese el discreto logo de Hermès en el forro interior y lo guardó.

—Que yo estuviese hablando con él ya era suficiente —dijo finalmente, y se humedeció los labios de nuevo.

—¿Habían hablado con anterioridad?

—Me habían dicho que era cura, así que pensé que podía confiar en él —dijo a modo de respuesta.

No le pareció el tipo de mujer que confiase en un cura —ni en ninguna otra persona, la verdad—, pero asintió con comprensión.

—¿Se trataba de algo que no pudiese confiarles a sus amistades?

Ella volvió a entrelazar los dedos sobre el regazo.

—Quería hablar de él con alguien.

Brunetti descifró el pronombre.

—Entiendo. ¿Y el cura la ayudó? —preguntó evitando comentar que le parecía un tema extrañamente íntimo para discutirlo con un hombre al que apenas conocía. Sobre todo de pie frente a un banco.

Ella le lanzó una mirada breve y cargada de sospecha, como si se temiese que Brunetti supiera mucho más de lo que decía, y negó con la cabeza.

—No, no me ayudó. Me dijo que lo había dejado y que no me podía ofrecer ningún consejo.

En ese momento se acordó del café y se llevó la tacita a los labios, pero se sorprendió al notar que estaba frío y la volvió a dejar sobre el platito.

—Entonces, ¿había hablado antes con él? —preguntó Brunetti.

Ella respondió con una expresión de estudiada confusión, pero no dijo nada.

—Hablo del hombre que estaba sentado —aclaró Brunetti—. A quien agredió su excompañero.

Esperó unos segundos y añadió:

—¿Sabía que tuvo que ir al hospital?

Ella asintió y dijo que sí, nada más.

—¿Había hablado con él en alguna otra ocasión?

La expresión de la mujer denotaba irritación: su boca se convirtió en una línea recta y entornó los ojos. Brunetti la observó con calma, como el que espera que una nube pase de largo para volver a disfrutar de los rayos del sol.

—Puede que sí —concedió ella.

Brunetti dirigió la mirada hacia la ventana y la gente que pasaba por delante para ocultar cualquier señal involuntaria de triunfo. Enseguida llegó el camarero y tomó nota de lo que querían las tres mujeres, que ahora hablaban a un volumen que normalmente se reserva para las iglesias. El camarero miró a Brunetti, que negó con la cabeza, así que se marchó.

—¿Cuando aún era cura? —inquirió el comisario sin demasiada insistencia.

Estaba pensando en lo mucho que se parecían la mayoría de las entrevistas, aunque en realidad él siempre las consideraba interrogatorios. En cuanto los sujetos empezaban a hablar y se daban cuenta de que el interrogador les creía, los que tenían algo que ocultar se sentían lo suficientemente a salvo como para empezar a decir las pequeñas mentiras que al final solían llevarlos de cabeza a su propia trampa. La única manera de evitarlo era negarse a hablar con la policía sobre cualquier asunto sin la presencia de un abogado, pero eran pocos los que tenían la sensatez de obrar así y no se creían lo suficientemente listos como para salir airosos de cualquier conversación.

—Cuando lo conocí —dijo con mayor seriedad—, no sabía que había sido cura.

—¿Dónde lo conoció? ¿Cuánto tiempo hace?

Ella debería haber estado preparada para esa pregunta; y quizá lo estaba.

—Allí, en el parque; el año pasado. Solía ir de vez en cuando por las mañanas, a sentarme al sol. Está de camino al barco y, si salgo pronto de casa, me da tiempo a parar media hora de camino al trabajo.

Brunetti no dijo ni preguntó nada.

—Él solía estar allí sentado, leyendo, y un día el único sitio que quedaba libre era el que estaba a su lado. Le pedí permiso para sentarme y nos pusimos a hablar.

—¿Sobre el libro?

—No —dijo ella convencida—. Yo no leo.

Brunetti asintió con comprensión, como si fuese lo más normal del mundo.

—Hablamos de cosas. De cosas de verdad.

«Libros 0, Marzi 1», pensó Brunetti. Sentía curiosidad por saber cómo era posible que una mujer de su edad y aparentemente soltera tuviese el suficiente tiempo libre como para pasar los días sentada en un banco de Viale Garibaldi o, de hecho, cómo era posible que estuviera disponible para hablar con él habiéndola avisado con tan poco tiempo de antelación. Ella aprovechó el silencio para beber agua.

Brunetti llevaba todo ese tiempo prestando atención a cualquier señal que pudiese delatar alguna respuesta emocional en relación con el hombre del banco, cuyo nombre aún no habían mencionado; sin embargo, ella no había dado ninguna. Cuando Brunetti le preguntó por él, parecía contrariada y aún más cuando insistió, pero aparte de eso no había demostrado más sentimiento que si le hubiese estado hablando del tiempo. De hecho, lo único que percibía —y que de hecho cargaba el ambiente a su alrededor— era cierto nerviosismo porque la conversación con el hombre del banco pudiera ser de interés a la policía.

—Ha dicho que paraba allí de camino al trabajo, signora. ¿Le importaría decirme dónde trabaja?

—¿Por qué quiere saberlo? —preguntó ella lanzándole una mirada afilada.

—Por curiosidad —dijo él, y sonrió.

—Soy secretaria —respondió ella, aunque al ver su reacción, matizó—. En realidad lo que hago se parece más a lo que los ingleses llaman «asistente administrativa» —dijo pronunciándolo en inglés con cierta dificultad.

—Oh —dijo él queriendo sonar impresionado por la distinción—. ¿Trabaja para un particular?

—Sí, para el marchese Piero Dolfin.

El nombre le trajo a la memoria la cubierta interior de los libros que había en casa de Franchini: «P. D.» y el delfín saltarín que aparecía en ambas insignias.

Procurando aparentar la mayor naturalidad posible, Brunetti dijo:

—Es amigo de mi suegro.

Como si se tratase de una fanfarronada que ella tuviese que superar, Marzi dijo:

—Sí, se trata de una familia muy antigua, una de las más antiguas de la ciudad.

De eso no cabía duda y Brunetti lo sabía, aunque la rama de la familia a la que ella se refería llegó desde Génova en la época de la unificación con un apellido diferente y le compró el título al nuevo rey de Italia. Para completar el lote, escogieron uno de los apellidos más antiguos de la ciudad.

Como si no fuese capaz de refrenar su interés por una profesión tan fascinante, Brunetti preguntó:

—¿Qué clase de tareas lleva a cabo?

Mientras ella contestaba, el comisario repasó los motivos que podían explicar la presencia de libros de la biblioteca de Dolfin en las estanterías de Franchini, aunque solamente cabía una razón. Volvió a prestar atención a lo que decía la signora Marzi.

—… miembros fundadores de Rotary Club —concluyó ella.

—Eso es admirable —dijo Brunetti consciente de que fuera lo que fuese que había dicho pretendía parecer admirable.

Sonrió y se preguntó si ella estaría al tanto del asunto o si, por el contrario, Franchini la había utilizado.

De pronto Brunetti se dio cuenta de que dos mesas más habían sido ocupadas: en una de ellas se había sentado una pareja de japoneses de mediana edad; le recordaron a la contessa Morosini-Albani porque se sentaron dejando al menos diez centímetros entre la espalda y el respaldo. En la otra había un par de adolescentes rubias que lo miraban todo con gran deleite.

Recuperó el periódico doblado de la mesa de al lado y se lo pasó a la signora Marzi sin decir nada. Ella se sorprendió y lo cogió automáticamente mientras lo miraba con cara de confusión.

Brunetti no dijo ni palabra.

La mujer agachó la cabeza y leyó los titulares, y él esperó. En un momento dado se dio cuenta de que ella contraía la mano izquierda y arrugaba la hoja de papel; el ruido se escuchó desde todas las mesas de alrededor. Cuando terminó de leer, lo dejó en el centro de la mesa, sin levantar la vista del periódico, negándose a mirar a Brunetti.

—¿Qué hizo usted por él? —preguntó el comisario como si se tratase de una conversación normal.

—No sé de qué me está hablando —contestó ella: una afirmación que de tanto usarla había acabado significando lo contrario.

—Franchini —dijo Brunetti señalando el diario—. El hombre del parque, el hombre a quien su excompañero mandó al hospital y que sin embargo no lo denunció. ¿Qué hizo usted por él?

Brunetti lo había dicho para ver qué pasaba. Había atado cabos y, aunque no tenía claro cómo casaban exactamente, sabía que estaban unidos.

—Como usted quiera —dijo el comisario, y se encogió de hombros. Sin embargo, le ofreció su sonrisa más juvenil y añadió—: Il marchese Dolfin estará encantado de recuperar su Sófocles, no me cabe duda.

—¿Su qué? —preguntó ella nerviosa.

—Su copia del libro de Sófocles. Es un Manucio de 1502. Estoy seguro de que se sentirá aliviado.

Le concedió un momento para que fuera consciente de la situación y prosiguió.

—¿Sabe si se ha dado cuenta de que ha desaparecido? ¿Qué me dice del otro?

—No sé de qué me habla —contestó con voz mortecina, y esa vez Brunetti la creyó.

—De libros de su biblioteca: libros antiguos. Por eso creo que se alegrará de recuperarlos.

Entonces, como si se le acabase de ocurrir, volvió a sonreír y dijo:

—Y los recuperará gracias a usted, ¿no cree?

Estuvo a punto de acercarse y darle unas palmaditas en el brazo como premio, pero se limitó a asentir con aprobación.

—Imagínese que no me hubiese dicho que trabajaba para el marchese Dolfin: yo nunca me hubiese dado cuenta de que los libros eran suyos.

Tenía la sospecha de que quizá estuviese apostando demasiado en aquella mano, pero estaba molesto con la obstinada negativa a contestar sus preguntas y quería disfrutar por lo menos de crearle aquel desconcierto, por mucho que supiese que era un impulso deplorable. La miró a los ojos sin sonreír ni un ápice.

—¿Son muy valiosos?

—Mucho —respondió él.

—¿Cuánto valen?

—No tengo ni idea. Diez mil euros, quizá; puede que quince mil. —Ella se quedó boquiabierta—. Es posible que más.

La mujer apoyó los codos en la mesa y escondió la cara entre las manos, gesto que lo dejó atónito. Oyó un gemido: recordó que había leído sobre esos lamentos pero nunca había llegado a escuchar uno. Era un sonido desagradable con el poder de hacer que cualquiera en las inmediaciones acudiese en su ayuda sin ni siquiera saber qué estaba pasando. Incluso él, que no sentía ninguna simpatía por ella, tenía el deseo atávico de consolarla. Pero en lugar de eso dijo:

—Naturalmente, el marchese querrá saber cómo fueron a parar los libros a manos de Franchini, lo que quizá pueda explicarse por el hecho de que usted lo conoce y, además, desde hace tiempo. Espero que el marchese no sea tan estrecho de miras como para tenerle en cuenta que su expareja conociese al hombre en cuya casa aparecieron los libros robados. La cuestión es que usted pensaba que era cura, ¿no? No que era un ladrón.

Brunetti paró porque no le gustaba el tono que estaba empleando ni el hecho de que el ruido que ella hacía, aunque más bajo, aún se podía oír. Tampoco le gustaba que los ocupantes de las mesas vecinas se hubiesen vuelto para mirarlos como si lo consideraran a él responsable de sus lamentos. Aunque debía admitir que lo era.

Ella separó las manos de la cara, dijo «Fuera», se levantó y lo apartó para dirigirse hacia la puerta del café.