16

Cuando entró en casa eran más de las nueve y no había llamado para avisar de que llegaba tarde. Paola estaba acostumbrada a sus retrasos y olvidos, y normalmente le dejaba algo en el horno o sobre la cocina y volvía a su estudio a leer o a corregir trabajos de sus alumnos. Hace años, décadas, Brunetti solía tener remordimientos por llegar tarde, pero el sentimiento de culpa había amainado, pues a ella no parecía preocuparle su ausencia.

En una ocasión le preguntó sobre el tema y Paola contestó que si le parecía que le importaba pasar una hora más con Trollope o Fielding en lugar de con dos hijos adolescentes y un marido con la cabeza enfrascada en un horrible crimen. Había días en que a Brunetti le costaba esfuerzo conciliar lo que decía Paola con su idea de que era una madre y esposa devota.

En la cocina le esperaba una gran bandeja de alcachofas; no del tipo romano, enormes y vulgares, sino de las autóctonas y delicadas castraura. Debía de haber al menos una docena. Brunetti cogió el tenedor que había junto a la bandeja y se sirvió cinco en un plato; después sacó una cuchara del cajón y las bañó con el aceite de oliva de la bandeja. Aún añadió una sexta. Abrió el frigorífico y, sin molestarse en mirar la etiqueta, se sirvió una copa de vino blanco. A un lado del plato puso dos rebanadas de pan, que estaba un poco seco. No se le ocurría destino más cruel que el de tener que comer solo, así que se dirigió hacia la parte de atrás, al estudio de Paola.

La puerta estaba entornada y entró sin llamar. Ella lo miró desde el sofá, territorio que había ocupado en su práctica totalidad; aún quedaba un espacio a un extremo, de modo que Brunetti se sentó allí y posó el plato y la copa en la mesita baja.

—Guido —dijo ella mientras tomaba la copa y daba un trago—, me acaban de contar una historia muy rara.

—¿De qué va? —preguntó él al tiempo que pinchaba la primera alcachofa.

Paola las había frito en aceite de oliva y un poco de agua, con un diente de ajo entero y un poco de perejil añadido al final. Brunetti la cortó por la mitad y removió los dos pedazos en el aceite, les dio la vuelta y se aseguró de que estaban bien cubiertos. Comió un bocado, bebió un trago de vino y remojó un pedazo de pan en el aceite. Cogió la copa y se recostó en el sofá.

—Cuéntame.

—Hoy estaba hablando con Bruno…

—¿El que tiene el camping?

—Sí.

—El que dice que se va a escapar a Río con un turista alemán a abrir una escuela de samba.

Bruno, a quien Brunetti conocía desde hacía años, era el tío de una compañera de clase de Paola y tenía un pequeño hotel en el Lido. Dado que el Lido estaba alejado del centro, la presencia de la Guardia di Finanza era allí menos opresiva y al comisario siempre le había parecido que Bruno no debía de ser precisamente riguroso con la contabilidad.

—¿Algo relacionado con algún cliente? —preguntó Brunetti convencido de que los comentarios de los turistas a menudo representaban una ventana abierta al mundo real.

—No. No venía a cuento.

—¿Qué?

—Hace un tiempo lo telefonearon a casa. Era un hombre que lo llamó por el nombre y le dijo que estaban haciendo un censo de la gente que trabajaba en el sector turístico.

—¿Quién era? —preguntó Brunetti, y le dio un sorbo al vino.

—Eso es lo que preguntó él: que quiénes eran. El hombre dijo que «la Finanza». —Paola se fijó en la expresión de Brunetti y respondió—: Exacto, «la Finanza».

—¿Qué quiere la Guardia di Finanza de él?

—El hombre le dijo que quizá le interesaba suscribirse a unas revistas.

—¿Qué tipo de revistas?

—Le describió cinco diferentes y dijo que estaba seguro de que Bruno querría suscribirse al menos a una de ellas.

—¿Qué hizo?

—¿Tú qué crees? Dijo que sí.

—¿Por qué?

—Por el riesgo al que se expone, Guido. Es igual de susceptible que los demás: ¿cuántos obedecemos la ley todo el tiempo? Cuando vamos a cenar a un restaurante, ¿pides siempre ricevuta fiscale?

—Si conozco a los dueños, no —contestó Brunetti con indignación, como si le hubiese preguntado si robaba en las tiendas.

—Pues eso va contra la ley, Guido. Tú también corres un riesgo; aunque en tu caso seguramente te dejarían en paz en cuanto les dijeses que eres policía —afirmó ella—. Pero a los que no son del club no los tratan con tanta deferencia.

—Como a Bruno, ¿verdad?

—Como a él o a cualquier otra persona honesta que no pueda vivir honestamente. En los últimos diez años le han triplicado el alquiler y cada vez hay menos gente que quiera alojarse en el Lido. Así que para sobrevivir tiene que quebrantar la ley y no pagar los impuestos de todo lo que ingresa. Quienquiera que fuese el que lo llamó lo sabía y se aprovechó de ello.

—¿Cuándo ha sido?

—Hará unos cuatro meses.

Brunetti bebió otro sorbo de vino, pero dejó las alcachofas donde estaban.

—Cuéntame más.

—Las revistas llegan por mensajero; le paga a él. No tiene ni idea de quién las envía.

—¿Qué revistas le mandan?

—La historia de la Guardia Costiera, la contribución de la Marina a nuestra sociedad… Cosas así.

Las conocía bien: en cada comisaría hay alguna que otra tirada por ahí; historias que nadie quiere leer sobre los diferentes cuerpos de los servicios estatales.

—¿Y esa persona no le dio más información? —preguntó—. Aparte de que llamaba desde «la Finanza».

—No, nada. Y además llamaba desde un número oculto.

Brunetti se recostó.

—Así que solo ve al mensajero y este le coge el dinero. Podría venir de cualquier parte.

—Sí.

—Y esto ¿por qué me lo cuentas?

—Porque les ha pagado. Porque se trata o bien de un fraude (que yo creo que es eso) o bien de que ahora la Finanza se dedica a estas cosas. Bruno estaba convencido de que eran ellos y pagó porque lo considera un chantaje para que lo dejen tranquilo.

Brunetti se quedó sin nada que decir ni que preguntar.

—Así es como son ahora las cosas, Guido. Si un órgano del Estado nos llama y nos amenaza o si nosotros creemos que es un órgano del Estado, pagamos sin rechistar. A eso hemos llegado: a pagar dinero al Estado para estar a salvo de él.

Brunetti se negó a picar. Quería comerse el plato de alcachofas en paz, acabarse el vino y regresar a la cocina a ver qué le esperaba en el horno; no quería meterse en esa conversación, ni siquiera hacer un comentario al respecto. ¿Cómo pretendía ella que reaccionase Bruno ante tal amenaza?

Miró el resto de las alcachofas mientras pensaba qué hacer: si comía, sugería que lo que Paola le estaba contando no le interesaba; si no se las comía, tendría que hablar. De modo que cogió el plato y la copa y volvió a la cocina. Dentro del horno había una fuente ovalada cubierta con papel de aluminio. Tocó un costado con tiento y vio que podía sacarla sin miedo, así que lo hizo y retiró el papel.

Entre un montoncito de guisantes frescos y otro más grande de patatas nuevas asadas, había un par de pequeñas codornices, todo bañado en el aroma del coñac con que estaban rostidas. Aquella mujer era una alborotadora, cierto; pero sabía cocinar. Apartó las alcachofas a un lado del plato, se sirvió todo lo que había en la fuente y lo llevó a la mesa. Sacó el vino del frigorífico, pues había decidido seguir con el blanco, y fue a buscar Il Gazzettino al salón, donde lo había dejado por la mañana. De vuelta en la cocina, colocó el diario a un lado del plato y siguió leyendo desde donde se había quedado. Al igual que la comida, las noticias de la mañana no había que dejarlas para el día siguiente: estaban mejor calientes.

Cuando terminó, dejó el plato en el fregadero y lo enjuagó con agua caliente, y después buscó la botella de coñac y sacó dos copas. Se dijo a sí mismo que iba al despacho de Paola con una ofrenda para hacer las paces, aunque no hubiese necesidad de restablecer la paz.

Ella lo miró entrar y sonrió, puede que por su regreso o por la botella que traía consigo y, aunque antes no lo había hecho, movió los pies para dejarle más sitio y apartó el libro.

—Espero que te hayan gustado —dijo ella.

—Una maravilla —dijo, y levantó la botella—. He decidido seguir con el coñac.

Paola tendió la mano para coger la copita que le ofrecía él.

—Muy amable, Guido.

Dio un traguito y asintió con agradecimiento.

—He venido a contarte lo que ha pasado —dijo, y se sentó a sus pies.

Cuando acabó el relato del asesinato de Franchini y de los libros que habían aparecido en su casa, se había servido la segunda copa de coñac pero aún no la había probado.

—Pero ¿por qué iba a querer alguien matarlo? —preguntó ella, y él le contestó con el comentario que Franchini había hecho sobre su hermano.

Se quedó callada. Intentó articular una palabra, pero al parecer no encontró la que buscaba y se limitó a apartar la mirada, alzar una mano y dejarla caer.

—Le creo —dijo Brunetti—. No sé explicar por qué, pero le creo. No paraba de llorar, incluso después de decírmelo.

El comisario pasó por alto el resto de las cosas que el hermano le había confesado: el chantaje, el fiero deseo de Aldo de medrar, lo que decía sobre su nuevo plan y de que había encontrado a alguien con quien cazar.

—Y ahora está muerto —dijo Paola.

—Sí.

En todos esos años, nunca le había pedido que le diese detalles sobre las muertes que investigaba. El simple hecho de que alguien hubiese muerto a manos de otra persona ya era suficientemente horrible para ella.

Paola dejó la copa sobre la mesa con el mismo ademán de cuando ya había terminado de beber y Brunetti se dio cuenta de que apenas había bebido. Al mirar su coñac y ver que también estaba prácticamente hasta arriba, se sorprendió de no tener ganas de tomar un sorbo más.

—¿Qué vas a hacer ahora?

—Mañana por la tarde he quedado con una mujer que lo conocía, para hablar.

—¿De qué lo conocía?

—Esa es una de las cosas que le voy a preguntar.

—¿Y qué más?

—Que por qué lo agredió su expareja.

Ella le lanzó una mirada que delataba su curiosidad.

—Fue hace seis meses, más o menos. Tuvieron una especie de encontronazo y Franchini acabó en el hospital con la nariz rota, pero no presentó cargos. Ahora el hombre que le pegó está en la cárcel por otro asunto. Así que él no ha sido.

—Algo es algo —dijo Paola—. ¿Por qué quieres hablar con ella?

—Para que me cuente más sobre Franchini. De momento para mí es un señor que dejó de ser cura y estuvo leyendo a los Padres de la Iglesia durante años en una biblioteca, pero que, según su hermano, no era un hombre honrado. Y además tenía la casa llena de libros robados. —Hizo una breve pausa y después añadió—: Quiero comprobar si su historia coincide con la del hermano y cuál de las dos es la verdadera.

—¿No pueden serlo las dos? —preguntó Paola.

Brunetti lo estuvo pensando un tiempo y finalmente dijo:

—¿Por qué no?