Al regresar al apartamento de Franchini, Brunetti se topó con los dos agentes de homicidios en la entrada cerrando las cajas de materiales. Todavía llevaban puestos los trajes protectores y no se los iban a quitar hasta que volviesen a la questura.
De una puerta que llevaba a la parte trasera de la casa salieron Pucetti y Vianello, ambos con patucos y guantes. Detrás venía Bocchese, que también llevaba el traje completo.
—¿Has echado un vistazo en la otra habitación? —preguntó Vianello a Brunetti.
—Sí.
—¿Qué te parece?
—Estaba leyendo. Alguien llamó al timbre o a la puerta con los nudillos, y él dejó el libro boca abajo sobre la mesa para ir a abrir. Quienquiera que fuese, es quien lo mató. —Dirigiéndose a Bocchese, dijo—: ¿Han registrado el apartamento los tuyos?
—Guido, ya sabes que no —respondió el técnico con paciencia exagerada—. Hacemos fotos de las pistas y señales que han dejado, tomamos muestras y documentamos la escena, pero los que abrís cajones y registráis los rincones sois vosotros.
Brunetti estuvo a punto de sonreír, pero consiguió evitarlo a fin de no darle la satisfacción a Bocchese.
—Pues deja que te lo pregunte de otra manera: ¿por casualidad habéis visto algo que nos pueda resultar de interés? Así, por accidente.
—Te gusta hilar fino, ¿verdad? —dijo Bocchese—. El que ha visto algo ha sido Lorenzo, no uno de los míos.
Brunetti se volvió hacia Vianello.
—Estaba mirando los libros de ahí dentro —dijo el inspector— y hay algunos que parecen diferentes del resto.
«Diferente» podía significar muchas cosas, como Brunetti ya sabía.
—¿Cómo de diferentes?
—Parecían viejos —dijo Vianello, y sonrió.
Pucetti, que estaba a su lado, asintió.
Uno de los técnicos llamó a Bocchese y le dijo que estaban listos para volver a la questura.
—Me voy con ellos —dijo Bocchese—. Os dejo los libros a vosotros.
—¿Puedes dejar una caja para pruebas? —pidió Brunetti al técnico jefe—. Por si acaso.
Bocchese asintió y se marchó crujiendo al caminar. Vianello tomó la iniciativa y entró en la otra habitación mientras Brunetti y Pucetti lo seguían hasta la librería de nogal que había detrás del sillón donde había estado sentado Franchini. Mientras se ponían los guantes, Brunetti se puso a observar los libros que contenía. En las baldas superiores había los clásicos habituales de historia italiana y pensamiento político: Maquiavelo, Guicciardini, Gramsci. Estaba hasta Bobbio. Por debajo estaban los escritores en latín: ediciones modernas de Cicerón, Plinio, Séneca, Propercio. Recorrió la predecible presencia de esos autores con la mirada, pero en la tercera estantería se sorprendió al encontrar a Valerio Flaco, a Arriano y a Quintiliano. Y el Código de Justiniano, que nunca había leído, como tampoco había leído a Valerio Flaco. Estaba Salustio, La conjuración de Catilina, que sí había leído y también olvidado por completo, y De lingua latina de Varrón, que Brunetti siempre había pensado que nadie había leído jamás.
Más abajo estaban los dramaturgos, pero entre Fedra de Séneca y las Comedias de Plauto había otro libro mucho más antiguo que el resto de las ediciones modernas. Lo sacó de la estantería y el simple hecho de que le cupiera cómodamente en la mano le causó gran placer. Encuadernado en tafilete negro sobre lo que sospechaba era madera, con tres barras horizontales en relieve sobre el lomo. Miró la cubierta y vio el doble círculo dentro de un rectángulo dorado finamente dibujado: CATVL TIBULLUS PROPER. Lo abrió torpemente por la portada con un dedo enguantado y vio que había sido impreso en Lyon, en la imprenta de Gryphius en… —tuvo que descifrar los números romanos— 1534.
Se hizo a un lado y lo dejó sobre el cojín del sillón donde había estado sentado Franchini para centrarse de nuevo en la librería. Sacó otro libro que estaba un poco más allá y lo abrió. La portada lo identificaba como las tragedias de Séneca; pasó la página con cierta dificultad y sintió la reconfortante sorpresa que siempre le producía la belleza. El trazo del iluminador nacía en la elaborada ene mayúscula con la que empezaba la página y la utilizaba como punto de partida para una cadena de diminutas flores que rodeaba el texto: rojas y doradas y azules, y de aspecto tan fresco que parecía que las hubiesen pintado ayer. En la parte inferior, las flores surcaban la página y se encontraban con un escudo con dos leones rampantes antes de flotar por el margen interior de la página, de regreso hacia la ene.
Se inclinó sobre el libro para leer la inscripción: NISI GRATIAS AGEREM tibi, vir optime. El autor daba las gracias a un buen hombre, según pudo descifrar Brunetti. Quizá Enrico Franchini tuviera razón y tener la capacidad de traducir latín no disciplinaba la mente.
Dejó el libro encima del otro y vio que en la misma balda había otros tres volúmenes parecidos y aún más en la siguiente. En la de abajo del todo descubrió un volumen grande que estaba colocado de costado y se agachó para cogerlo. Tácito, el primero de cinco libros. Lo apoyó en el respaldo del sillón y lo abrió; al ver las notas escritas con tinta en los márgenes, se estremeció. Lo hojeó, pues ya lo había leído, aunque en italiano. Era capaz de traducir locuciones y hasta frases completas, pero no podría haberlo leído en latín; no después de tantos años y mucho menos con lo indisciplinada que tenía la mente. Intentó leer las notas escritas a mano, pero la caligrafía era demasiado complicada para él y abandonó.
Cerró el libro de Tácito y lo dejó sobre el montón creciente antes de dar un paso atrás y estudiar los lomos de los libros que quedaban: los volúmenes antiguos eran fáciles de reconocer, pues prácticamente todos conservaban algún resto de la etiqueta adhesiva del catálogo.
Escogió uno al azar y lo abrió sin molestarse en mirar el título: la encuadernación había delatado su antigüedad y le había dado una indicación de su valor. Lo sostuvo en la mano y dejó que se abriera solo por donde le pareciese mejor. Vio una te mayúscula iluminada, un hombre arrodillado a su izquierda y dos ovejas al otro lado de la letra. La mera visión de los versos impresos en cursiva le provocó un pequeño vuelco al corazón. La primera vez que vio aquel texto fue más de veinte años atrás, durante la primera y tensa visita a casa de los padres de Paola, en la que el conte le enseñó al torpe estudiante universitario de familia humilde que había sido invitado a comer al Palazzo Falier alguno de los libros de su biblioteca. Volvió atrás hasta la portada y su memoria se vio ratificada: el Virgilio de Manucio. Leyó la fecha: 1501. Abrió la página treinta y seis y buscó el sello del conte en la parte inferior, pero no estaba allí.
Brunetti añadió el libro al montón. Sobre aquel sillón se estaba acumulando una fortuna, aunque en ningún momento creyó que Franchini se hubiese hecho con los volúmenes de manera honrada. «Un ladrón, un chantajista, un mentiroso y un farsante».
Sacó el Séneca de la pila y lo volvió a abrir; enseguida encontró el pequeño tampón ovalado en la esquina inferior izquierda de la portada: «Biblioteca Querini Stampaglia», decía. Fue directo a las páginas cincuenta y siete y ciento cincuenta y siete, y allí encontró repetida la misma identificación. Para estar seguro, aunque en realidad no era necesario, fue a la última página, donde volvió a ver el sello. Era el patrón numérico que conocía desde su época de estudiante.
Vianello, que había estado todo ese tiempo observándolo en silencio, dijo:
—He pensado que tú entenderías qué son.
Tomó uno de los libros: Catulo, Tibulo y Propercio.
—Yo no sé nada de estos libros; casi no puedo ni leer el título ni la fecha. En el colegio no estudié latín.
—Para mí es viejo y punto —interrumpió Pucetti.
—Pues quizá los disfrutarías —dijo Brunetti al joven.
—Puede ser —respondió este—. ¿Son interesantes? —dijo en un tono que le asemejó tanto a Raffi que a Brunetti le pitaron los oídos.
—Depende de lo que consideres interesante, Roberto —dijo, y se quedó bloqueado—. Yo los leo y me gustan.
—¿Por qué?
Brunetti tendió la mano y le cogió el libro a Vianello.
—Supongo que porque me gusta el pasado —dijo—. Leer sobre otros tiempos nos enseña que, en realidad, a pesar de que han pasado siglos desde entonces, no hemos cambiado tanto.
—¿Por qué tendríamos que haber cambiado? —preguntó Pucetti.
—Estaría bien dejar algunas cosas malas atrás —interrumpió Vianello.
—Los tipos como nosotros nos quedaríamos sin trabajo —dijo Brunetti, y se fue a preguntar a los técnicos si tenían una caja suficientemente grande para todos los libros.
Cuando llegaron a la questura, los tres hombres se dirigieron al despacho del comisario; él iba primero, cargando la caja de libros. Una vez dentro se volvieron a poner los guantes y, siguiendo sus instrucciones, abrieron los libros colocando los dedos por debajo de la cubierta delantera y buscaron cualquier tipo de indicación del verdadero propietario en todas las páginas que precedían a la portada. Los trataban con mucho cuidado, procurando tocarlos lo mínimo posible y pasando las páginas sujetando únicamente las esquinas.
Doce de ellos eran de la Merula. En uno de los que no provenían de allí, Brunetti encontró la conocida insignia del delfín y el ancla de Manucio, y consiguió descifrar las letras griegas que deletreaban el nombre de Sófocles y la fecha: 1502. Debajo de la insignia había un ex libris moderno con las iniciales «P. D.» separadas por un delfín en posición vertical. Otros dos provenían de una biblioteca pública de Vicenza. El siguiente que abrió era una edición de 1485 de la Historia de Livio, impreso en Treviso, que también llevaba las iniciales «P. D.». Había otro, una edición de 1470 de la Retórica de Cicerón, que no tenía ningún tipo de identificación. Era posible que Franchini lo hubiese comprado, pero Brunetti no confiaba en ello.
Cuando hubieron terminado de confeccionar una lista de todos los libros, llamó a Bocchese y le pidió que enviara a uno de sus hombres a buscarlos. Tarde o temprano encontrarían una huella repetida que no fuera la de Franchini.
Más tarde, cuando ya habían venido a recoger los libros y Vianello y Pucetti habían vuelto al barrio de Franchini a hablar con la gente del vecindario, Brunetti llamó a la dottoressa Fabbiani y le habló de la muerte del hombre y de los libros que habían encontrado en su apartamento.
—Dios mío, pobre Tertuliano —dijo ella sin pensar ni un momento en los libros.
A continuación hubo una pausa que Brunetti no tuvo el valor de interrumpir. Ella le dio las gracias con la voz afectada y le comunicó que la sección de libros antiguos iba a permanecer cerrada hasta que hiciesen una auditoría completa de la colección. Quiso hacerle una pregunta, pero la directora le cortó diciendo que no podía hablar más y colgó.
Después de la llamada, Brunetti se acercó a la ventana y se dijo a sí mismo que lo hacía para comprobar el avance de la primavera. Observó las hojas de parra que escapaban por encima de la valla que rodeaba el jardín del otro extremo del canal; si los capullos y los brotes se hubiesen puesto en fila a bailar el cancán, le hubiese dado lo mismo porque desde allí no veía ni rastro de ellos. Tenía algo en la cabeza que le estaba molestando, así que empezó a darle vueltas. Vueltas y más vueltas. ¿Qué historia le habían contado que ya no se creía?
Ahí estaba: entrando con paso firme en su memoria. Viale Garibaldi, una mujer sentada en un banco hablando con Franchini; de pronto llega otro hombre, se produce la agresión y Franchini se niega a presentar cargos. Según cómo lo mirase, podía ser un ataque al azar; pero teniendo en cuenta el gusto de Franchini por las mujeres y el chantaje, los mismos hechos podían contar una historia muy diferente.
Volvió al ordenador, introdujo el nombre del agresor y abrió su ficha. En la segunda página del documento encontró el nombre y la dirección de su compañera, la que había solicitado la orden de alejamiento: Adele Marzi, Castello, 999, el sestiere donde vivía Franchini. Miró la dirección de este en Campo Ruga: 333. No era probable que los edificios estuviesen uno cerca del otro, pero aun así sacó su copia de Calli, Campielli e Canali del cajón del fondo, encontró las coordenadas y lo abrió por el mapa número cuarenta y cinco. Estuvo observando los incoherentes números un rato y finalmente vio que el 999 estaba junto a Ponte San Gioachin, y por lo tanto, gracias al caos de la ciudad, estaba a menos de dos minutos a pie de casa de Franchini.
Introdujo el nombre de aquella mujer en el sistema, pero aparecía únicamente por haber solicitado a los tribunales la orden de alejamiento de Durà. En la solicitud encontró el número de telefonino y lo marcó.
—Sì? —contestó la voz de una mujer después de que sonase cinco veces.
—¿Signora Marzi?
—Sì.
—Soy el commissario Guido Brunetti —dijo, y esperó el tiempo suficiente para que ella se diese cuenta de que era un comisario de policía—. Me gustaría hablar con usted.
—¿Sobre qué? —preguntó ella tras una pausa.
—El incidente de Viale Garibaldi.
Tardó unos instantes en responder.
—¿Qué pasa?
—Hemos decidido volver a investigar el caso.
—Pero él está en prisión.
—Lo sé, signora. Pero aun así es necesario que hablemos del incidente.
La mujer hablaba con el mismo miedo que tenía cualquier ciudadano a cruzarse con la policía.
—No sé nada de él.
Brunetti se preguntó si se refería a su excompañero o a Franchini, pero no se lo comentó.
—Signora, es necesario que hablemos de todos modos.
—¿Por qué?
—Porque necesitamos averiguar más sobre lo que ocurrió.
Era una respuesta estúpida, pero Brunetti era consciente de que el miedo volvía a la gente menos perceptiva y le hacía tomar decisiones discutibles.
—¿Cuándo?
La frase sonó a negociación, pero él sabía que se trataba de una capitulación.
—Cuando le sea más conveniente, signora —dijo él con voz cálida.
Miró la hora y vio que eran casi las ocho.
—¿Le parece bien mañana?
—¿A qué hora?
—A la que usted escoja, signora.
—¿Dónde? —preguntó ella.
—Si quiere puede venir a la questura o…
—No —dijo ella interrumpiendo a Brunetti.
Volvía a notársele el miedo en la voz. El comisario estuvo a punto de sugerir un lugar cercano a donde ella vivía, pero eso confirmaría que conocía su dirección; también significaría que ella iba a estar cerca de casa en compañía de un desconocido y quizá no se sintiera cómoda con la idea.
—Podemos quedar en Caffè Florian —sugirió él.
—De acuerdo —dijo, aunque con reticencia—. ¿A qué hora?
Brunetti pensó que quizá fuese bueno concederle tiempo para darle vueltas al asunto.
—A las tres —dijo.
—De acuerdo —contestó ella después de un largo silencio durante el cual Brunetti prácticamente la escuchó reorganizar mentalmente el día.
—Perfecto, nos vemos allí. —Antes de que ella pudiera preguntarlo, añadió—: Cuando entre, pregunte por mí: Brunetti. Se lo diré a los camareros.
—Entendido —dijo ella, y cortó la llamada.
Brunetti abrió el correo electrónico y escribió a la signorina Elettra, que ya debía de haberse ido a casa.
¿Podría consultar qué sabemos de Adele Marzi, Castello, 999? Sé que dictaron una orden de alejamiento contra su expareja, Roberto Durà, pero eso es todo.
Entonces, con muy poca sutileza, añadió:
He quedado con ella mañana a primera hora de la tarde.
Apagó el ordenador sin molestarse en mirar si tenía algún correo esperando en la bandeja de entrada y se marchó a casa.