Después de decirle a Vianello que se quedase hasta que viniera la lancha a llevarse el cadáver, Brunetti bajó las escaleras y salió al campo. Al acercarse al banco, vio la parte trasera de la cabeza de Pucetti junto a la de Franchini y, cuando se dio cuenta de que estaban vueltos el uno hacia el otro, se detuvo a observar. Pucetti movía los hombros mínimamente, en sincronía con los gestos que hacía con las manos al hablar. Franchini asintió y se cruzó de brazos. Pucetti levantó el suyo para señalar uno de los edificios que había al otro extremo del campo y Franchini asintió de nuevo.
Al acercarse, oyó lo que decía:
—Desde los siete hasta los once.
No alcanzó a oír la respuesta de Franchini.
—A Santa Croce, junto a San Basilio. El apartamento era más grande y para entonces ya éramos tres críos. —Pucetti hizo una pausa larga—. Entonces ya me pusieron en una habitación para mí solo.
Franchini dijo algo que Brunetti tampoco entendió.
—Son dos chicas, así que dormían juntas. Pero me hubiese gustado tener un hermano. —Entonces, acordándose de la situación, dijo—: Lo siento, signore. No…
Brunetti vio que Franchini se giraba para darle una palmadita en la rodilla a Pucetti, pero siguió sin oír nada. Notó que al joven se le ponía el cuello rojo y se alegró de ver que aún era capaz de sentir vergüenza. Se desvió hacia la izquierda y se acercó a ellos desde un costado.
Pucetti se puso en pie y lo saludó, pero Franchini lo miró sin dar muestras de haberlo reconocido. Brunetti le dijo al agente que ya podía volver arriba y se sentó en su sitio.
Dejó pasar un minuto, hasta que Franchini le hizo una pregunta.
—¿Lo ha visto?
—Sí, signore. Siento mucho que le haya ocurrido algo así a su hermano. Y a usted.
Franchini asintió, como si pronunciar las palabras le costara demasiado trabajo.
—Me ha contado que estaban unidos.
Franchini se recostó y cruzó los brazos, pero la postura debió de parecerle incómoda y se echó de nuevo hacia delante para seguir observando el pavimento.
—Sí, eso he dicho.
—Que estudiaron las mismas asignaturas y que de jóvenes eran religiosos —le recordó Brunetti—. ¿Estaban tan unidos como para hablar de sus cosas?
Después de unos instantes, Franchini contestó:
—No hay mucho de qué hablar. Estoy casado pero no tenemos hijos. Mi mujer es doctora. Pediatra. Yo sigo dando clases, pero no por mucho tiempo.
—¿Por la edad?
—No. Porque los chicos ya no quieren estudiar latín ni griego. Quieren aprender cosas sobre ordenadores. —Antes de que Brunetti pudiera hablar, Franchini continuó—: Eso es lo que más les interesa del mundo. ¿De qué les sirven el latín y el griego?
—Para disciplinar la mente —dijo el comisario como de memoria.
—Vaya tontería —contestó Franchini—. Esas dos lenguas te pueden enseñar cómo es una estructura ordenada, pero eso no es lo mismo que disciplinar la mente.
Brunetti tuvo que admitir que tenía razón; en cualquier caso, tampoco creía que la mente necesitase disciplina.
—¿Su hermano se casó?
Franchini negó con la cabeza.
—No. Cuando se salió de cura ya era tarde para todo eso.
Brunetti decidió no hurgar en esa afirmación.
—¿Podía vivir cómodamente con su pensión?
—Sí. Tenía muy pocos gastos. Como le he dicho, la casa es nuestra y él podía vivir allí gratis. Solo tenía que pagar la luz y el gas.
Asintió unas cuantas veces mirando el suelo, como para convencer al pavimento de que su hermano había vivido con comodidad.
—Entiendo —dijo Brunetti—. ¿Sabe si aquí tenía amigos, signor Franchini? —Al ver que su interlocutor apretaba los puños, añadió—: Siento tener que hacerle estas preguntas, pero es necesario que sepamos todo lo posible sobre él.
—¿Y con eso van a hacer que vuelva? —preguntó Franchini, como tantos otros en las mismas circunstancias.
—No, me temo que no hay nada que vaya a conseguir eso. Los dos lo sabemos. Pero no debemos permitir que estas cosas ocurran…
—Ya ha ocurrido —le interrumpió Franchini.
—Nihil non ratione tractari intellegique voluit.
La frase en latín le vino a la cabeza sin quererlo, pero Franchini hizo caso omiso. Se hizo a un lado y se volvió para ver mejor a Brunetti.
—No hay nada que Dios no desee que sea comprendido e investigado por la razón —dijo sin poder esconder su asombro—. ¿Cómo sabe eso?
—Lo aprendí en la escuela hace muchos años y al parecer sigue ahí, en mi mente.
—¿Cree que es verdad?
Brunetti negó con la cabeza.
—Ya hay suficientes personas que nos dicen lo que Dios quiere o desea. Yo no tengo ni idea.
—Pero ha citado a Tertuliano. ¿Cree que aún debemos obedecerle?
—No sé por qué lo he dicho, signor Franchini. Si lo he ofendido, lo siento.
La expresión del hombre se suavizó hasta formar una sonrisa.
—No, no me ha ofendido. Me ha sorprendido. Aldo solía hacer cosas así constantemente; no solo citaba a Tertuliano, sino también a Cipriano y Ambrosio. Tenía una cita para todo —concluyó, y volvió a secarse los ojos.
—Signore —empezó a decir Brunetti—, creo que lo correcto es intentar averiguar quién mató a su hermano. No por motivos relacionados con Dios, sino porque los actos como este están mal y se deben castigar.
—¿Por qué? —preguntó, sin más.
—Porque sí.
—Eso no es un motivo —dijo Franchini.
—Para mí sí —respondió Brunetti.
Franchini lo miró fijamente a la cara y después se recostó y apoyó los brazos por encima del respaldo del banco; tenía aspecto de estar tan relajado y despreocupado como quien no tiene nada mejor que hacer que tomar el sol.
—Por favor, signore, cuénteme lo que sabe de su hermano.
Franchini echó la cabeza atrás para que le diese el sol y, después de un rato, dijo:
—Mi hermano era un ladrón y un chantajista. También era un mentiroso y un farsante.
Brunetti se quedó mirando la lancha policial: Foa estaba de pie en cubierta, inclinado sobre las páginas rosas de La Gazzetta dello Sport. Se acordó de algo que Paola decía a menudo y que, según ella, era un comentario de Hamlet sobre su madre. Decía que uno podía «sonreír y sonreír, y ser un villano».
—Cuénteme más, por favor —le pidió.
—La verdad es que no hay mucho que contar. Aldo siempre decía que cambió cuando perdió la fe, pero eso también era mentira. Jamás tuvo fe en nada más que en lo listo que se creía y tampoco tuvo vocación verdadera: hacerse cura era para él una forma de tener éxito en la vida. Pero no le funcionó y acabó dando latín a adolescentes en un internado, en lugar de ser obispo y tener decenas de personas a su servicio.
—¿Era eso lo que él quería?
Franchini irguió la cabeza y miró a Brunetti.
—No se lo llegué a preguntar. Y tampoco creo que él lo supiese. Creía que ser cura le iba a ayudar a ser alguien importante, por eso quiso entrar en el clero.
Brunetti no tenía ni idea de a qué se refería con ser importante, pero no se vio capaz de preguntárselo. Quizá tuviera miedo de lo que le pudiese contestar, sobre todo después de lo que Franchini había dicho sobre su hermano. Se dio cuenta de que el único propósito de su última pregunta era que Franchini siguiera hablando mientras él recomponía la imagen que se había hecho del fallecido. Aldo Franchini ya no era un hombre pío en busca de la verdad en la religión, sino un mentiroso, un ladrón, un farsante y un chantajista. No era de extrañar que no hubiese denunciado a Nickerson al personal de la biblioteca.
Brunetti pensó en la pequeña figura que había visto aplastada contra la pared y se sintió aliviado al comprobar que aún sentía cierta pérdida e indignación porque alguien hubiese hecho sufrir a Tertuliano y lo hubiese matado, a pesar de lo que su hermano acababa de decir de él.
Antes era un cura que enseñaba en un internado y ahora, un chantajista.
—Todo esto que me acaba de contar sobre su personalidad, ¿tiene algo que ver con que dejase de dar clases?
Franchini fue incapaz de disimular su sorpresa, y el commissario lo observó mientras seguía el trayecto verbal que le había llevado a hacer aquella pregunta.
—Sí. Es la explicación más obvia, ¿verdad? —añadió un instante después.
—¿Se lo dijo a usted?
—No, claro que no. A mí nunca me decía la verdad sobre nada.
—Entonces, ¿cómo se enteró?
—Oh, porque el mundo es un pañuelo. Sobre todo entre los que enseñamos estas materias. Yo conocía al hombre que lo sustituyó, que no era cura. Él me contó lo que ocurrió.
—¿Y qué fue?
—Aldo estaba chantajeando a dos curas.
—Ah —dijo Brunetti con un suspiro—. ¿Qué pasó?
—Uno de los chicos les contó a sus padres lo de los curas y ellos avisaron a la policía.
Franchini hizo una pausa, como para revivir el momento en que descubrió los hechos. Mientras tanto, Brunetti hacía memoria buscando un incidente de aquel tipo que hubiese tenido lugar en los últimos años en Vicenza, pero no encontró nada: no era inusual que los arrestos de religiosos no saliesen a la luz.
—Los dos curas fueron arrestados y entonces le contaron a su superior lo del chantaje.
—¿Y él se lo contó a la policía?
—No creo, porque a Aldo no le pasó nada. —Franchini volvió a mirar el suelo y le dio una patada a una colilla—. Es muy raro, ¿sabe? Durante un tiempo me consolé pensando que él solamente los había chantajeado y que eso quería decir que no les había hecho nada a los muchachos.
Levantó la mirada y sonrió a Brunetti con tristeza antes de volver a fijar la mirada en el pavimento.
—Pero lo que significa en realidad es que yo estaba justificando el chantaje.
Ambos tuvieron tiempo de reflexionar sobre eso unos instantes.
—Cuando yo era niño estaba muy orgulloso de él.
—Perdió el empleo —dijo Brunetti cuando Franchini llevaba un rato sin hablar.
—Sí.
—¿Qué pasó con los otros dos curas?
—Mi amigo me dijo que los enviaron a un retiro durante un mes.
—¿Y después de eso?
—Imagino que los mandarían a otras escuelas.
—¿Sabe si su hermano les hizo lo mismo a otras personas?
Franchini negó con la cabeza.
—No lo sé, pero siempre vivió bien y se permitía buenas vacaciones.
—¿Siendo cura?
—Tenía mucha autonomía, sobre todo mientras estuvo en el internado. Trabajó allí durante quince años. A mí me decía que daba clases particulares. —Miró a Brunetti y, al ver su confusión, dijo—: Para justificar el dinero.
—Ah.
Como si estuviera perdiendo la paciencia porque el comisario no parecía capaz de hacer las preguntas más adecuadas, dijo:
—Uno de los curas era el director del internado.
Esa vez fue Brunetti quien asintió.
—¿Sabe si hizo más cosas por el estilo?
—Que yo sepa no chantajeó a nadie más, pero sé que robaba.
—¿Me puede dar un ejemplo?
—Cosas que había en casa de mis padres.
—¿Qué cosas?
—Cuatro cuadros buenos que llevaban varias generaciones en la familia. Cuando mis padres murieron y Aldo se mudó a la casa, aún estaban allí. Ahora ya no están.
Antes de que Brunetti pudiera preguntárselo, Franchini explicó:
—No, no me he dado cuenta hoy de que han desaparecido. Lo vi hace años.
—¿Cuántos años?
—Dos. Él llevaba uno en la casa y ya habían desaparecido.
—¿Le preguntó por ellos?
Franchini suspiró y se encogió de hombros.
—¿De qué hubiera servido eso? Me hubiera mentido y ya está. Además, no tengo a nadie a quien dejárselos; sería una preocupación más. —Entonces, con un tono más alegre, añadió—: Si el dinero le hacía feliz, me alegro por él.
Brunetti le creyó.
—¿Y qué hay de las mentiras?
—Toda su vida era una gran mentira —dijo Franchini, cansado—. Todo era fingido: su vocación eclesiástica, lo de ser un buen hijo, ser un buen hermano.
A eso siguió un largo silencio que Brunetti no osaba romper.
—Lo único cierto era su amor por el latín. Le gustaba de veras, igual que todo lo que estaba escrito en esa lengua.
—¿Era buen maestro?
—Sí. Era lo único a lo que se dedicaba con pasión. Conseguía inspirar a los muchachos que tenía de alumnos, hacerles ver la rígida claridad del lenguaje; les hacía entender la manera en que este une ideas y palabras.
—¿Eso se lo confesó él a usted?
Franchini se paró a pensar antes de responder.
—No, me lo enseñó. Cuando yo empecé el liceo, él ya estaba en la universidad, y durante los primeros cursos me ayudó; me ayudó a darme cuenta de lo perfectas que son ambas lenguas. —Reflexionó un instante sobre eso y después añadió—: Me mostró la pasión. —Y después, con voz más decidida—: He conocido a algunos de sus viejos alumnos y todos dicen que las clases de Aldo eran fascinantes y que con él aprendieron más que con cualquier otro profesor. Nos enseñó a amar las lenguas y nosotros lo queríamos por ello.
La manera en que Franchini usó la palabra hizo que Brunetti se pusiera nervioso.
—¿Cree que hay alguna posibilidad de que su hermano haya…? Quiero decir, con los chicos.
—Oh, no. Aldo amaba a las mujeres. Tenía amantes por todo el Véneto. Un día que había bebido bastante me contó que les había sacado una fortuna. Les pedía que donasen dinero a la Iglesia.
—¿Sabían que era cura?
—Algunas, no todas.
—Vaya —dijo Brunetti—. ¿Usted estaba al tanto de todo esto?
—He tenido mucho tiempo para darme cuenta. Toda la vida —dijo Franchini y, por primera vez, Brunetti le adivinó un matiz de traición en la voz.
—Sí —convino el comisario—. Pero ¿cómo se enteró de lo que hacía él?
—Por amigos que teníamos en común —dijo Franchini—. O, mejor dicho, por amigos míos que lo conocían a él.
Volvió a apoyarse en el respaldo y estiró las piernas.
—También solía presumir de ello —añadió con cierta incomodidad—; yo era el único delante de quien él podía presumir de las mujeres que conquistaba, alardear del dinero. Se creía mucho más inteligente que los demás.
—¿Cuándo pasó eso?
—Solía hacerlo cuando nos veíamos, pero llegó un momento en que yo no podía soportarlo más; sobre todo después de que desapareciesen los cuadros. Así que dejé de visitarlo.
Franchini miró los edificios del otro lado del canal.
—Crecimos aquí. Esto era nuestro hogar.
Desplegó el pañuelo y se secó la cara con él como si fuese una toalla, y después lo guardó en el bolsillo del pantalón.
—Durante los últimos años, el único contacto que teníamos era por teléfono. No sé por qué, pero no podía dejar de llamarlo. Quizá pensaba que tarde o temprano se escucharía a sí mismo y se daría cuenta de las cosas que decía. Pero no fue así. Creo que realmente acabó creyéndoselo; pensaba que era tan astuto que podía burlarse de cualquiera.
Se quedó observando las casas del otro lado del canal y las señaló.
—El agente de antes, el joven, me ha dicho que creció aquí. Sigue siendo un buen barrio —añadió enseguida con voz más sobria.
Irguió la espalda y se dio sendas palmadas en los muslos, gesto que indicaba actividad o el deseo de ella.
—¿Qué tengo que hacer?
—Me temo que tendrá que identificarlo —dijo Brunetti.
Franchini se giró hacia él con terror evidente.
—Creo que no puedo volver a verlo.
Se le llenaron los ojos de lágrimas, aunque él no se dio cuenta.
—Oficialmente, signor Franchini. Lo siento mucho, pero la ley nos obliga. Tiene que identificarlo formalmente.
Franchini se acomodó de nuevo en el banco y negó con la cabeza.
—Creo que no puedo. De verdad.
Brunetti vio que le caían lágrimas por las mejillas y dijo:
—Será suficiente con que vaya a ver al doctor Rizzardi al hospital y firme la documentación. Yo hablaré con él para que no tenga que verlo otra vez.
Entonces se le ocurrió una cosa.
—No será necesario que lo haga hasta mañana o pasado; si nos dice a qué hora llega su tren desde Padua, Pucetti, el joven con quien hablaba antes, lo irá a recoger a la estación con una lancha.
No se vio capaz de decirle que el dottor Rizzardi estaría en el depósito de cadáveres, así que solo añadió:
—Él lo acompañará al despacho del doctor.
La expresión de Franchini se relajó.
—¿Puedo irme? —preguntó como si estuviera sorprendido de no haberlo preguntado antes, y se levantó.
—Sí —dijo Brunetti, que se puso en pie y cogió al señor del brazo—. Signore, la lancha lo llevará hasta la estación.
Mostrándose reacio a aceptar el ofrecimiento, Franchini se quedó clavado en el sitio.
—Hace buen día, puedo ir caminando.
—Es cierto, pero el camino hasta allí es largo y creo que será más cómodo en la lancha.
Brunetti le soltó el brazo y señaló a Foa.
—Es usted muy amable —dijo Franchini.
No se le ocurrió nada que contestar.
—Me gustaría pedirle un favor —dijo al final.
—Dígame.
—Me gustaría que pensase en las conversaciones que ha mantenido con su hermano durante los últimos meses.
—Llevo dos horas haciendo justamente eso, signore —dijo Franchini—. Discúlpeme, he olvidado su rango.
—Commissario.
—Commissario —repitió Franchini formalmente.
—¿Notó algún cambio?
Franchini dio un paso en dirección a la lancha y Brunetti, que temía haber forzado demasiado la situación, se hizo a un lado. Franchini se detuvo, avanzó otro paso, y finalmente se paró y miró a Brunetti, el más alto de los dos.
—Estaba ilusionado con algo, pero no sé con qué. No se lo pregunté y Aldo no me lo contó. Pero no cabía en sí de la emoción. Sé que me lo quería contar, pero yo no quería saber nada.
—¿Había ocurrido algo así antes? —preguntó Brunetti.
Franchini asintió.
—A veces era como un cazador: se ilusionaba mucho al encontrar algo o a alguien nuevo. Yo ya lo había visto todo antes y ya no podía más con ello, así que cuando me preguntó si quería saber qué estaba haciendo, cambié de tema. Le pregunté cómo estaba y qué estaba leyendo. No quería hablar de nada más con él.
—Entiendo —dijo Brunetti, aunque en realidad se estaba preguntando cómo conseguir que le revelara más cosas: sentimientos, impresiones, la sensación que tenía sobre lo que su hermano le quería contar.
—Una vez, hará unos seis meses, me dijo que llevaba años esperando y que por fin había encontrado a alguien con quien salir a cazar. —Hizo una pausa y de pronto un recuerdo lo sorprendió—. «Al gallinero», dijo. Esas fueron sus palabras.
—¿Qué quería decir? —preguntó Brunetti, aunque tenía la sensación de que ya lo sabía.
—No lo sé: no se lo pregunté. No quería saberlo.
Franchini iba subiendo la voz con cada frase. De pronto echó a andar hacia la lancha.
—Creo que voy a aceptarle el ofrecimiento, commissario.