Desde atrás, como en respuesta al gesto de Franchini, les llegó el sonido de alguien abriendo una ventana. Se oyó una voz que decía: «Commissario!».
Brunetti se levantó y se volvió, molesto porque alguien interrumpiese de aquella manera la tranquila conversación que estaba manteniendo con Franchini. En la ventana había un agente de uniforme; estaba asomado y agitando la mano, como si Brunetti no supiese que estaban allí arriba. Este levantó la mano e hizo un gesto con el dedo que simulaba una rueda, para indicarle que ya subía o que lo haría enseguida.
Cuando volvió a mirar a Franchini, vio que de nuevo estaba agachado, observando el suelo con los brazos apoyados en las rodillas. No parecía prestar atención a Brunetti, que sacó el móvil y llamó a Vianello.
—¿Puedes enviar a alguien para que se quede con el signor Franchini? —dijo cuando el inspector contestó, y colgó antes de que este pudiera decir ni palabra.
Unos minutos más tarde, el comisario sintió cierto alivio al ver a Pucetti salir del edificio. Cuando el joven llegó hasta el banco, Brunetti se agachó para hablar con Franchini.
—Signore, el agente Pucetti se va a quedar con usted hasta que yo regrese.
Franchini lo miró a él y después al joven. El agente inclinó la cabeza levemente y Franchini volvió a mirar a Brunetti y después el suelo. Por último, el commissario le dio una palmadita en el brazo a Pucetti, pero no dijo nada.
Dentro del edificio, vio a un agente al que reconocía junto a la puerta del tercer piso que estaba abierta; creía que se llamaba Staffelli. Este saludó a Brunetti y después apretó los labios y enarcó las cejas formando una expresión que tanto podría significar sorpresa frente al comportamiento humano, aceptación de cómo funcionaba el mundo o cualquier cosa que cupiese entre esas dos. Brunetti alzó la mano en respuesta a su saludo y a lo que fuera que pretendiese decir. No se veía a Vianello por ninguna parte.
Dentro vio a Bocchese, el jefe del equipo científico. Estaba vestido con el habitual traje y calzado de papel, de pie en el quicio de una puerta, mirando hacia el interior de una habitación de donde de vez en cuando salía el flash de una cámara.
—Bocchese —dijo Brunetti.
El técnico se volvió hacia él y lo miró, lo saludó con la mano y se giró de nuevo al tiempo se producía otra ráfaga de luces. Brunetti dio algunos pasos, pero se detuvo al oír a Bocchese resoplar; este metió la mano en el bolsillo y sacó dos sobres de plástico transparentes.
—Ponte esto —le dijo, y se los pasó.
Sabiendo cuáles eran las normas del técnico, Brunetti salió a las escaleras. Se agarró a la barandilla con una mano mientras con la otra se cubría los zapatos y luego se puso los guantes. Le dio los paquetes vacíos a Staffelli y entró otra vez en el apartamento.
Bocchese ya no estaba en la puerta, así que Brunetti ocupó su puesto. Desde otros puntos de la vivienda le llegaban las voces de varios hombres y una le pareció la de Vianello. Dos técnicos vestidos de blanco estaban trasladando el equipo fotográfico hacia el extremo de la habitación, lejos del cadáver apoyado contra la pared.
«Así que este era Tertuliano», pensó al ver aquel cuerpo tirado en el suelo que le parecía tan sorprendentemente pequeño. De no haber habido tanta sangre, podría haber sido la imagen de un borracho que se había desmayado mientras buscaba la cama, o que se había deslizado por la pared hasta quedar tumbado con un hombro y la cabeza apoyados en ella. No cabe duda de que la escena podía haber sido esa, si no hubiese una opción muy diferente escrita en la pared. Una mano derecha ensangrentada había dejado tres huellas ascendentes, como si el hombre se hubiese apoyado al intentar alzarse; sin embargo, otro manchurrón alargado hecho por la misma mano anulaba las otras tres en su trayecto hacia el suelo, como el trazo central rojo del corazón de un Shiraga.
El muerto estaba apoyado con un hombro contra la pared; tenía los brazos abiertos, la cabeza en un ángulo inverosímil y la rodilla doblada bajo su otra pierna. Si hubiese mostrado señales de vida, cualquiera que lo viese actuaría por puro instinto y saltaría para apartarlo y liberarle la cabeza y la rodilla atrapada. No obstante, un segundo de reflexión podía convencer al más optimista de que aquel menguado ser inerte carecía de vida.
Brunetti había sido testigo de ese fenómeno más veces de las que era capaz de recordar: cuando el espíritu abandonaba el cuerpo, parecía llevarse consigo parte de su masa y sustancia, y lo que quedaba era un ser más pequeño del que había habitado. Tiempo atrás, aquel hombre había sido joven; había sido cura, creyente, lector. Pero se había convertido en una silueta retorcida con la cara manchada de sangre y la chaqueta arrebujada debajo de los hombros. La suela del zapato izquierdo se había soltado; más arriba se veía un calcetín gris oscuro y la piel blanquecina de un hombre mayor.
Un metro más allá, dos manchas de sangre seca oscurecían el parqué. Una de ellas tenía la marca de un pie en un extremo y de ella salían tres huellas parciales, todas del pie derecho, que se dirigían hacia él. No había una cuarta.
De pronto se produjo otra ráfaga de luz y Brunetti alzó la mano instintivamente para protegerse de ella. Se volvió hacia los dos técnicos.
—¿Quién va a venir?
—Seguramente Rizzardi —contestó el más alto de los dos, pero no especificó por qué dudaba.
—¿Cuándo han llegado? —preguntó Brunetti.
El hombre se remangó el traje blanco con una mano enguantada.
—Hará veinte minutos.
—¿Qué más hay?
—Estaba en la otra habitación —dijo el otro interrumpiendo la conversación antes de mover el trípode de la cámara hacia la izquierda.
—¿Cómo lo sabe?
Hizo algunas fotos, y Brunetti, que ya se había acostumbrado al flash, no se molestó en protegerse los ojos. Antes de responderle, volvió a mover la cámara hacia la izquierda.
—Eche un vistazo, commissario —dijo señalando la puerta que le quedaba a la izquierda—. Verá a qué me refiero.
Brunetti se acercó a la puerta y miró el interior de la habitación curioso por saber qué historia le iban a contar las señales. En un rincón había un sillón de pana de color verde oscuro y detrás una lámpara de lectura con una pantalla de cristal blanco. Junto al sillón había una mesita redonda con una lamparita. Las dos estaban encendidas, y junto a la de la mesita descansaba un libro abierto colocado boca abajo, como si el lector hubiera interrumpido la lectura momentáneamente para abrir la puerta o contestar el teléfono. Detrás del sillón había una librería grande cargada de libros.
La acústica del apartamento le trajo las voces de dos hombres que por fin identificó como Vianello y Bocchese.
—¿Están tomando huellas en todas las habitaciones? —oyó decir a Vianello.
—Por supuesto —respondió Bocchese.
Después de eso supuso que se habían desplazado, porque las voces le llegaron amortiguadas e indistintas.
Brunetti se volvió hacia la primera estancia y vio que el dottor Rizzardi, el patólogo, estaba en la entrada. Intercambiaron un par de saludos silenciosos. Alto, delgado y con el pelo más cano que la última vez que lo había visto, Rizzardi miró a Brunetti, pero no pudo evitar desviar la atención hacia el paquete roto que hasta entonces contenía la vida de Franchini.
Rizzardi ya llevaba los protectores de plástico en los zapatos y se estaba poniendo el segundo guante, el de la izquierda. Se acercó al cadáver y se quedó de pie junto a él durante un tiempo, mientras Brunetti se preguntaba si estaba pronunciando una oración por su espíritu o deseándole paz para el viaje hacia el otro mundo; hasta que recordó que Rizzardi le había dicho en una ocasión que no creía en otra vida, no después de lo que había visto en esta.
El patólogo flexionó una rodilla y se inclinó para ver al muerto más de cerca. Tendió la mano y le cogió una muñeca. Para no faltar a su famosa meticulosidad, le estaba tomando el pulso. Brunetti apartó la vista un instante y, cuando volvió a mirar, el patólogo se había acercado aún más al cadáver para bajarle el hombro al suelo, donde quedó tendido. Intentó estirarle la pierna, pero no pudo.
Rizzardi se irguió parcialmente y sin acabar de levantarse se acercó a la cabeza. Apoyó de nuevo la rodilla en el suelo y, tras ladearla para tener mejor acceso, examinó la nuca. Finalmente se puso en pie y se acercó a Brunetti.
—¿Qué ha pasado? —le preguntó este.
—Le han dado una patada. Alguien que llevaba botas o unos zapatos muy pesados.
—¿En la cabeza?
—Sí. Es la causa de la muerte. Pero también le golpearon en la cara. Tiene un corte en la mejilla derecha que llega prácticamente al hueso y al menos cuatro dientes rotos. Pero ha muerto por las que recibió en la nuca. —Se volvió y señaló la escena—. Intentó levantarse, Dios sabe por qué, pero no pudo. O puede que el atacante se lo impidiera.
—Pero… era un hombre mayor —protestó Brunetti.
—La gente mayor son buenas víctimas —dijo Rizzardi mientras se quitaba los guantes.
Los colocó cuidadosamente palma con palma y los metió dentro del sobre transparente de donde los había sacado, antes de guardárselos en el bolsillo.
—Son débiles y no se pueden defender.
—Se supone que la gente debe respetarlos —dijo Brunetti—. Se supone que la gente es… de otra manera.
Rizzardi lo miró.
—¿Sabes, Guido? A veces me resulta difícil creer que te dediques a esto.
A lo largo de los años, Brunetti había sido testigo del respeto, por no decir veneración, con que Rizzardi trataba a los muertos a los que debía atender, así que no dijo nada.
—Es difícil determinar cuántas patadas ha recibido —dijo Rizzardi—. Luego lo sabré seguro.
—«El placer de los que te hacen daño reside en tu dolor» —recitó Brunetti casi sin querer.
—¿Perdona?
—Lo escribió Tertuliano —explicó.
—¿Tertuliano?
—El teólogo.
Rizzardi suspiró procurando mostrar toda la paciencia del mundo.
—Ya sé quién es Tertuliano, Guido. Lo que no sé es por qué lo citas ahora.
—Lo llamaban así —dijo Brunetti señalando al hombre muerto con un gesto de la barbilla.
—¿Lo conocías?
—Me habían hablado de él.
—Ah —dijo Rizzardi como única respuesta.
—Pasaba los días leyendo a los Padres de la Iglesia en la biblioteca Merula.
—¿Por qué?
—Quizá porque los tenían en latín. Y por ir a alguna parte.
—Se puede ir al cine, a un restaurante —comentó el patólogo.
—Es que fue cura —explicó Brunetti—, así que quizá se sentía más a gusto leyendo que yendo a ver Bambi.
—¿La gente todavía va a ver Bambi? —preguntó Rizzardi.
—No hablaba literalmente, Ettore. Es la primera película que se me ha ocurrido.
—Oh.
Brunetti consideró que ese era el final de la conversación; el silenció se alargó, y justo cuando estaba pensando que ya era hora de bajar y seguir hablando con el hermano de Franchini, Rizzardi dijo:
—Y ahora está muerto.
Después de eso, el patólogo se palpó los bolsillos, saludó a Brunetti con un gesto de la cabeza y salió de allí.