12

Brunetti sonrió y se levantó. Sartor los miró alternativamente varias veces buscando alguna indicación de qué iba a pasar a continuación y finalmente se puso en pie. El comisario se inclinó por encima de la mesa y le estrechó la mano.

—Nos ha sido de mucha ayuda, signor Sartor —dijo procurando hablar con tono tranquilizador.

El vigilante les ofreció un amago de sonrisa, colocó la silla en su sitio y se volvió hacia la puerta. Mientras la abría, Brunetti le hizo una pregunta como si se le acabara de ocurrir.

—Usted me contó que el dottor Nickerson hablaba muy bien el italiano. ¿En algún momento se le pasó por la cabeza que pudiese serlo?

Sartor los dejó pasar y bajar los escalones hasta el patio, y se volvió a cerrar la puerta. Se quedó un rato con la mano sobre la llave, que estaba dentro de la cerradura, hasta que por fin volvió a guardarla en el bolsillo, bajó los escalones y se detuvo frente a Brunetti.

—No se me había ocurrido, pero puede que lo sea. Dijo que era estadounidense, pero que de pequeño había ido a la escuela en Roma. Supuse que casi no tenía acento por eso.

Se quedó callado un momento y echó a andar; pero enseguida se detuvo y se volvió hacia ellos.

—A lo mejor se lo noté porque creía que debía tenerlo. ¿Es posible que me haya pasado eso?

Vianello habló por primera vez.

—A menudo los testigos presenciales recuerdan haber visto cosas que no han ocurrido o personas que no estaban en el lugar de los hechos.

—Qué locura, ¿no? —preguntó Sartor, aunque a nadie en particular.

Se dirigió hacia la puerta que daba a la calle, pero Brunetti lo hizo detenerse en seco.

—Me gustaría hablar con la dottoressa Fabbiani.

—Sí, por supuesto —dijo Sartor, y se volvió hacia las escaleras principales.

Una vez arriba, Brunetti se dio cuenta de que el cartel que anunciaba los «problemas técnicos» seguía pegado a la puerta. Sartor la abrió y, cuando entraron, cerró con llave.

—Caballeros, si no les importa esperar aquí, iré a decirle que quieren verla —anunció, y se fue hacia lo que Brunetti calculaba que era la parte trasera del edificio.

—Es posible que se imaginara el acento, ¿verdad? —preguntó Vianello.

—Cosas más raras hemos visto —contestó Brunetti.

Se acercó al mostrador y echó un vistazo a los papeles que había en las bandejas. Leyó los documentos de arriba del todo: una solicitud para un préstamo interbibliotecario, una lista de libros que iban a ponerse a la venta en una subasta que iba a celebrarse en Roma, una carta solicitando un puesto de prácticas no remuneradas en la biblioteca.

Cuando oyó pasos, se apartó y se sentó en una de las sillas. Vianello lo imitó, se recostó en el respaldo y cruzó las piernas.

Se abrió la puerta y entró la dottoressa Fabbiani, mientras que Sartor se quedaba detrás, manteniéndola abierta.

—Gracias —dijo ella, y añadió con una sonrisa—: Puedes volver y hacer planes para la Fórmula Uno.

Sartor cerró la puerta tras de sí y se fue.

Aunque no era asunto suyo, Brunetti se levantó y sin poder evitarlo preguntó:

—¿Fórmula Uno?

Ella sonrió.

—Piero es un fanático del motor y del resto de los deportes. No sé cómo su mujer puede con ello: solo piensa en calcular posibilidades para las apuestas y en ganar.

Al ver a Vianello, calló.

—Este es mi compañero: el ispettore Vianello.

Dejando de lado el tono relajado y la informalidad, les pidió que la acompañaran a su despacho. Los guio a tal velocidad entre las estanterías de libros que Brunetti se desorientó. Después de unos momentos, ella abrió una puerta que había al final de un largo pasillo flanqueado por librerías de madera y los hizo pasar a su despacho. Sobre el escritorio había un ordenador, un teléfono y una carpeta de cartulina, pero no se veía ningún otro pedazo de papel, bolígrafo, lápiz o clip. La superficie de la mesa era una losa impoluta de vidrio negro.

Cuatro paredes, cuatro grabados que identificó como parte de las prisiones de Piranesi: tristes y sin vida a pesar de la calidad del trabajo. Parqué con un dibujo de rombos y dos ventanas que daban a la Giudecca. Se sentó en una silla de respaldo recto y les indicó que se sentaran cerca de ella.

—¿Qué puedo hacer por usted, commissario?

—Tengo curiosidad por conocer el alcance de la pérdida económica que ha sufrido la biblioteca y me preguntaba si ha tenido ocasión de calcularla —dijo él.

Ella escudriñó uno de los grabados de Piranesi antes de responder.

—El Montalboddo se vendió en una subasta a principios de año por doscientos quince mil euros. El Ramusio era un volumen de una serie de tres, pero era una primera edición.

—¿De qué manera afecta eso al precio? —preguntó Brunetti.

—A pesar de ser el segundo de la trilogía, por extraño que parezca lo imprimieron el último —dijo ella.

—Lo siento, dottoressa, pero eso no me aclara nada.

—Ya, entiendo —dijo, y se pasó los dedos por el pelo—. Significa, por ejemplo, que seguramente alguien envió al ladrón a por él porque le faltaba para completar la serie. —Al ver que ni Brunetti ni Vianello decían nada, continuó—: Si es así, ahora tendrá los tres volúmenes y el valor total será muy superior al de la suma de cada uno de ellos por separado.

Ambos asintieron.

—Disculpe, dottoressa —interrumpió Vianello como guiado por una curiosidad irrefrenable—, ¿de qué manera afecta eso al valor de su trilogía?

Ella lo miró sorprendida; quizá no pensase que los inspectores fuesen capaces de razonar.

—Lo destruye —le espetó.

Entonces, con una sonrisa cansada, añadió:

—No, estoy exagerando. Pero sí hace que pierda muchísimo valor. En cualquier caso, eso no es lo que importa.

—No, claro —admitió Vianello con una mirada comprensiva—. Esto es una biblioteca, no una librería.

La mirada de la directora se volvió más atenta.

—Tiene razón, no lo es. Lo que a la institución le importa no es la pérdida económica. —Y volvió a prestar atención a uno de los grabados.

—¿Cómo puede alguien arreglárselas para llevarse libros de una biblioteca? —preguntó Vianello con verdadera preocupación.

Ella se pasó de nuevo la mano por el pelo.

—No lo sé. En los mostradores siempre hay alguien: en el del fondo moderno y en el de libros antiguos. Al salir registramos bolsos y mochilas.

Brunetti se preguntó cuán exhaustivo era el registro, especialmente cuando se trataba de alguien con quien compartías tu amor por la pesca.

—¿Eso es todo? —preguntó Brunetti.

—Hemos empezado a implantar un sistema de etiquetas —dijo ella.

Al ver que no comprendían, siguió con la explicación.

—Microchips. Se colocan en el lomo de los volúmenes, al menos de los que tenemos aquí arriba. Un sensor como los que hay en los aeropuertos detecta si intentas sacar un libro sin haber pasado por el mostrador de préstamos.

Brunetti, que no había visto señal de dichos equipos cerca de ninguno de los dos mostradores, preguntó:

—¿Ya lo tienen instalado?

Ella cerró los ojos y suspiró.

—Hicimos el pedido hace seis meses, que es cuando empezamos a colocar los chips.

Abrió los ojos y miró a Brunetti.

—¿Pero?

—El aparato que nos enviaron estaba diseñado para detectar chips que utilizan un programa diferente. O al menos eso es lo que nos dijeron.

—¿Qué hicieron?

—La empresa se lo volvió a llevar, pero aún no han traído el nuevo.

—¿Y han dicho cuándo lo harán? —quiso saber Vianello.

—No —respondió ella con tensión en la voz.

Dottoressa, usted me dijo que aquí tienen ocho mil libros —comentó Brunetti—. ¿A cuántos les van a poner chip?

—A todos —respondió señalando a su alrededor con un gesto que incluía toda la planta—. Y a los manuscritos también.

—¿Cuánto tiempo cree que tardarán?

Ella lo miró con perspicacia.

—¿Qué tiene eso que ver con el robo, commissario?

—Espero que no se ofenda, dottoressa, pero estaba pensando en otros robos que pudieran producirse en el futuro.

Se quedó helada, y Brunetti pensó que les iba a pedir que se marchasen. Juntó las manos sobre el regazo y se puso a toquetearse un pellejo del pulgar. Miró a Brunetti.

—Ya ha ocurrido.

Respiró hondo e intentó hablar con voz firme, pero no lo consiguió hasta que lo intentó por segunda vez.

—Hay más.

Se hizo el silencio en el despacho. Brunetti y Vianello no se movieron un ápice, hasta que pasó más de un minuto y el comisario preguntó:

—¿Más qué, dottoressa?

—Más libros.

—¿Desaparecidos?

Ella bajó la mirada y se rascó el pulgar, pero enseguida lo dejó y miró a Brunetti.

—Sí. Quería asegurarme de que no faltase nada más, así que imprimí una de cada diez de las primeras cien páginas del catálogo y comprobé si los libros que aparecían estaban prestados o en las estanterías.

—¿Cuántos libros comprobó en total? —preguntó Brunetti.

La observó mientras pensaba y comprendía la magnitud.

—Más de ciento cuarenta —respondió.

Brunetti no vio motivos para perder más tiempo.

—¿Cuántos faltan?

—Nueve —dijo ella mirando a Vianello y después de nuevo a Brunetti—. La cosa va a peor —añadió subiendo la voz a causa del enfado—. Se lo he oído decir a colegas de todas partes, no solo de este país. Ya nada está a salvo.

Brunetti vio que se estaba apretujando las manos. Después continuó con más calma.

—No sé qué hacer: no podemos impedir que venga la gente. Los académicos necesitan los libros que tenemos aquí.

Se observó las manos y las separó.

—¿Ha acabado de comprobar la lista de los libros que pidió Nickerson? —preguntó el comisario.

—Sí.

—¿Cuántos han…? —Brunetti no encontraba la palabra adecuada.

—Ha profanado treinta y uno —respondió con la palabra que a él se le había escapado—. Eso que sepamos de momento.

—¿Y las pérdidas? —preguntó con la esperanza de que comprendiese que una vez más intentaba determinar el valor monetario.

Estaba convencido de que ella le agradecería que no estuviese preguntando cómo era posible que el asunto les hubiese pasado inadvertido.

La directora meneó la cabeza como si hablara con alguien incapaz de entender un concepto sencillo.

—Los libros están destrozados; al menos según nuestros estándares. Puede que conserven parte de su valor, como uno al que solamente le falta un mapa y ahora vale la mitad que antes, pero ya no son el mismo objeto que eran. Y los que han perdido más páginas prácticamente ya no valen nada.

Convencida de que por fin lo habían comprendido, se acercó al escritorio y regresó con la carpeta en la mano. La abrió, le entregó a Brunetti una copia de los documentos y se quedó con otra antes de volver a sentarse.

—Estos son los libros que sabemos que ha estropeado y los precios que pagamos por los que habíamos comprado. —Se inclinó hacia delante y señaló la primera columna de cifras—. El resto fueron donaciones, así que únicamente les podemos proporcionar el último precio que se ha pagado en subastas. No hemos tenido tiempo y me temo que tampoco estoy capacitada para calcular lo que podrían valer si se vendiesen hoy. —Entonces, después de reflexionar un momento, añadió—: No sé si vale la pena saberlo.

—¿Por qué? —inquirió Brunetti.

—Nunca tendremos suficiente dinero para sustituirlos.

—Pero… ¿y el seguro?

La dottoressa soltó una carcajada amarga y desdeñosa.

—No tenemos. Como somos una institución pública, se supone que nos cubre el Estado. Pero eso no sirve para nada. —Antes de que tuvieran ocasión de preguntar, prosiguió—: Hace ocho años sufrimos daños materiales por un reventón en una cañería y aún estamos esperando a que envíen a un inspector para echar un vistazo a los libros. —Y como si eso no fuese suficiente, añadió—: Además, no se hacen cargo de nada que haya sido donado. Insisten en que si no hemos pagado por los libros —explicó al ver sus caras de asombro—, no hemos perdido nada.

Dejó pasar unos instantes para que los dos pudieran hacerse a la idea de lo que les acababa de decir y después se acercó a Brunetti y señaló las cifras de la columna de la derecha.

—Estos son los últimos precios en subasta de dos de las páginas que se ha llevado. Son las únicas que hemos encontrado.

—Disculpe, dottoressa —dijo Vianello—, ¿es habitual que la gente coleccione páginas sueltas?

—Sí —respondió ella.

—¿Y lo hace sin más? —preguntó Vianello.

Al ver confusión en el rostro de la mujer, añadió:

—Es decir, si se pueden conseguir los precios de las subastas para este tipo de artículos, es evidente que otros libros ya han… sufrido daños.

—Es una práctica habitual —dijo ella con austeridad—. En cuanto a un libro se le arranca una página, mucha gente decide que vale más aprovechar lo que queda y venderlo por partes. Hasta que no queda nada. Si es de propiedad privada, nadie puede impedírselo.

Se hizo un silencio que Brunetti interrumpió instantes más tarde con una pregunta.

—¿Llegó a conocerlo?

—¿Se refiere a Nickerson?

—Sí. Hablé con él alguna vez, pero solo nos saludamos.

Abrió la carpeta de nuevo y sacó un montón de fichas.

—Estas son sus solicitudes. Aún las conservamos.

Al ver que el comisario dudaba, dijo:

—Sus hombres ya han buscado huellas, las puede tocar.

Brunetti miró brevemente a Vianello y este asintió. Le pasó la mitad y se puso a examinar la letra, ficha por ficha, mientras el inspector hacía lo mismo. Antes de un minuto, ambos levantaron la cabeza y se miraron.

—Es italiano, ¿verdad? —preguntó Vianello.

—Sospecho que sí —afirmó Brunetti.

De pronto sonó el teléfono del comisario. Lo sacó del bolsillo y miró el número.

—Disculpen —dijo, y se levantó.

Sin dar más explicaciones, fue hacia la puerta, salió a la sala donde estaban los libros y cerró tras de sí.

—Brunetti.

Commissario, soy Dalla Lana —oyó decir a uno de los nuevos agentes.

—¿Sí?

—Se ha producido una muerte, signore. Una muerte violenta —añadió tras una pausa.

—Si se refiere a un asesinato, Dalla Lana, dígalo tal cual.

—Sí, señor. Disculpe, es el primero con el que trato y no sabía si usar la palabra o no.

—Deme los detalles de que disponga.

—Ha llamado un hombre hace unos diez minutos. Ha dicho que estaba en casa de su hermano, que lo han matado. Que hay mucha sangre.

—¿Ha dicho cómo se llamaba? —preguntó Brunetti, y tomó nota de que Dalla Lana había tardado diez minutos en llamarlo. Diez minutos.

—Sí, señor. Enrico Franchini. Vive en Padua.

Brunetti levantó la mirada y se fijó en las hileras de libros: supervivientes de otras épocas, testigos de la vida.

—¿Ha mencionado el nombre de su hermano? —preguntó con total entereza.

—No, señor. Solo ha dicho que estaba muerto y se ha echado a llorar.

—¿Es en Castello? —preguntó Brunetti, aunque ya sabía la respuesta.

—Sí, señor. ¿Lo conoce?

—No.

Centrándose en los aspectos prácticos, preguntó:

—¿Ha enviado a alguien?

—Estaba buscándole a usted, señor. He llamado a su despacho, pero no estaba allí y no había manera de encontrar su número de telefonino. Pero entonces…

—Ahora ya lo tiene —dijo Brunetti—. Llame a Bocchese para que vaya con su equipo. El hombre que llamó, ¿ha dejado su número de teléfono?

—No, señor —dijo Dalla Lana—. Se me ha olvidado pedírselo —añadió en voz baja.

Brunetti se dio cuenta de que los dedos con que sujetaba el móvil se le estaban poniendo blancos, así que aflojó un poco la mano.

—El teléfono de la oficina muestra los últimos números que han llamado. Busque el último, llame y dígale que si sigue en el apartamento debe salir de allí y esperar a que llegue la policía. No hace falta que salga a la calle, se puede quedar dentro del edificio. Pero no quiero que se quede en la casa, ¿está claro?

—Sí, señor.

—Llame a Foa por radio o a su móvil y dígale que deje lo que esté haciendo y que vaya al final de la Punta della Dogana. Yo le esperaré allí dentro de diez minutos.

—Señor, ¿y si no puede ir?

—Podrá.

Brunetti colgó. Abrió la puerta y entró al despacho.

Dottoressa, me temo que debo volver a la questura —dijo procurando sonar calmado.

A ella no debió de parecerle inusual, pero Vianello se levantó y se dirigió a la puerta.

—Gracias por atendernos —dijo Brunetti.

Sin darle tiempo a contestar, se dio media vuelta y bajó las escaleras al tiempo que doblaba los documentos que ella le había dado y se los guardaba en el bolsillo.

—¿Qué pasa? —preguntó Vianello un paso por detrás.

Brunetti se apresuró a cruzar el patio, y al salir a la calle y llegar a la riva giró a la izquierda en dirección a la Punta della Dogana.

—Franchini ha muerto —dijo.

Vianello dio un traspié pero recuperó el equilibrio rápidamente.

—Su hermano ha llamado desde su apartamento y ha dicho que está muerto. Y que hay mucha sangre.

—¿Qué más ha dicho?

—No he hablado con él: ha llamado a la questura y a mí me han telefoneado desde allí.

Avanzaban sin apenas prestar atención a lo que les rodeaba, prácticamente corriendo.

—Bocchese va a ir con sus hombres. Le he dicho a Dalla Lana que llame al hermano y le diga que salga del apartamento.

—¿Adónde vamos? —preguntó Vianello, que se acababa de dar cuenta de hacia dónde caminaban.

Al final de la riva no había más que agua y tampoco había una parada de vaporetto. Lo único que podían hacer era regresar hacia la de La Salute o tomar un taxi.

—Le he dicho a Foa que nos venga a buscar aquí.

Pasaron junto a una mujer que iba paseando dos perros. Uno de ellos los persiguió ladrando como un salvaje, aunque lo hacía por diversión y no pretendía atacarles. Pero ¿cómo podía él saber eso?, se preguntó Brunetti.

Bassi, smettila —dijo la señora al perro, y este abandonó la persecución y volvió con ella.

A medida que se acercaban al amplio espacio triangular que hay en el extremo de la isla, Brunetti vio que la lancha policial estaba atracada en la punta.

—¡Foa!

El patrón se acercó a la borda y levantó la mano. Brunetti primero y Vianello después subieron a bordo, Foa retiró la soga del noray y pisó el acelerador. Se apartó de la riva y viró hacia la izquierda para regresar hacia Castello.

Ambos se quedaron en cubierta con el patrón, como si el hecho de ver pasar los edificios a toda velocidad fuese a hacer el trayecto más corto. Ninguno de los dos pronunció una palabra, y Foa, viendo cuál era la situación, permaneció en silencio. Tampoco puso la sirena: el ruido era para los novatos. Lo que hizo fue encender la luz azul y sortear el tráfico que encontró hasta que llegaron a la boca del canal de Sant’Elena. Allí disminuyó la velocidad, serpenteó entre los barcos que había amarrados y fue metiéndose por los canales cada vez más estrechos de Castello. Delante de ellos una barcaza metió la punta de la proa en el canal, pero Foa les hizo dar marcha atrás inmediatamente con un toque de sirena.

Al entrar en Rio di Santa Anna, frenó y les dijo que agacharan la cabeza para pasar por debajo de un puente. Giró a la izquierda, puso punto muerto y se deslizó hasta detenerse detrás de otra lancha policial que había atracado en el margen derecho del canal. Antes de que hubiese cogido la soga, Brunetti y Vianello saltaron a la riva y atravesaron el campo.

En uno de los bancos vieron a un hombre que no parecía ser consciente de lo que ocurría a su alrededor. Estaba sentado con los hombros caídos y las piernas separadas, mirando la extensión de suelo que le quedaba entre los pies. Tenía un pañuelo blanco en la mano izquierda y, mientras se acercaban a él, se secó los ojos y se sonó la nariz, y volvió a mirar el suelo con los brazos apoyados en las piernas. Brunetti vio que daba una pequeña sacudida y lo escuchó sollozar. Se secó los ojos otra vez, pero ni siquiera el ruido de sus pasos le hizo levantar la mirada.

Brunetti oyó un lamento y el hombre sollozó de nuevo. Estaba apretando los puños, el pañuelo atrapado entre los dedos. Se acercó al banco y se detuvo a un metro de él.

Signor Franchini —dijo en un tono normal.

El lamento continuó y el hombre se volvió a secar las lágrimas. Brunetti se agachó y miró al hombre a los ojos, desde su misma altura.

Signor Franchini —repitió elevando un poco la voz.

El hombre se sobresaltó, miró a Brunetti, se irguió y se recostó en el banco. El comisario levantó la mano con la palma hacia el señor.

—Somos agentes de policía, signore. No se asuste.

El hombre se le quedó mirando en silencio. Aparentaba tener cincuenta y tantos años, casi sesenta, y llevaba un traje de lana con la corbata bien anudada, como si viniese de la oficina. El pelo ralo y canoso le caía sobre la frente estrecha. Tenía los ojos marrones hinchados por el llanto, y la nariz larga y fina.

—¿Signor Franchini? —dijo Brunetti una vez más.

Le empezaban a doler las rodillas, así que se echó hacia delante y apoyó una mano en el suelo. Se alzó poco a poco sin sentir ningún alivio.

—¿Podemos ayudarlo en algo? —preguntó, y se volvió hacia Vianello, que se había parado unos metros más allá.

Le hizo una señal para que se acercase y Vianello lo hizo lentamente, hasta llegar al costado de su superior. No obstante, dejó suficiente espacio entre ambos para que un hombre pudiera salir corriendo por el hueco.

—¿Quién es usted? —preguntó el hombre.

Se sorbió la nariz, se sonó los mocos y dejó caer las manos.

—Soy el commissario Guido Brunetti y este es el ispettore Vianello. Acabamos de saber lo de su hermano, por eso hemos venido.

Se volvió y señaló las dos lanchas amarradas una detrás de la otra, como si eso fuese prueba de que decía la verdad.

—¿Lo han visto? —preguntó el hombre.

Brunetti negó con la cabeza.

—No. Acabamos de llegar.

—La escena es horrible —dijo.

—¿Es usted su hermano? —preguntó Brunetti.

El hombre asintió.

—Sí. El pequeño.

—Igual que yo.

—No es fácil —dijo Franchini.

—No —convino Brunetti.

—Nunca son lo suficientemente precavidos.

Franchini se quedó callado, sorprendido por lo que él mismo había dicho, y se llevó el pañuelo a la cara con ambas manos. Soltó un único gemido corto y después bajó las manos.

—¿Le importa que me siente? —preguntó Brunetti—. Ya no me aguantan las rodillas como antes.

—Siéntese, por favor —dijo Franchini, y se movió hacia la izquierda para hacerle sitio.

Brunetti se sentó, suspiró y estiró las piernas. Hizo un gesto con la cabeza y Vianello echó a caminar hacia el edificio sin que el otro hombre le prestara atención.

—Así que ha venido desde Padua —dijo Brunetti con tono distendido.

—Sí. Aldo y yo siempre hablamos los martes por la noche. Pero anoche no contestó al teléfono, por eso pensé que lo mejor era venir a ver qué pasaba.

—¿Por qué creyó que pasaba algo? —preguntó el comisario con familiaridad.

—Porque llevamos dieciséis años hablando todos los martes a las nueve de la noche.

—Entiendo.

Brunetti asintió para confirmar que Franchini había sido muy sensato al acudir. Se volvió hacia él como si estuvieran manteniendo una conversación normal y se dio cuenta de que, a pesar de que estaba delgado, tenía una papada que le pareció fuera de lugar. Y las orejas grandes.

—¿Ha llegado por la tarde?

—He tenido que ir a trabajar. No salimos hasta las tres.

—Oh, ¿a qué se dedica?

—Soy profesor, de latín y griego. En Padua.

—Vaya —dijo Brunetti—, eran mis asignaturas favoritas.

—¿De verdad? —le preguntó Franchini volviéndose hacia él con expresión de verdadera alegría.

—Sí. Me gustaba la precisión de ambas lenguas, sobre todo la del griego. Todo tiene su lugar.

—¿Siguió con ello después?

Brunetti negó con la cabeza, lamentándolo sinceramente.

—Me temo que al final me dio pereza. Aún leo a los autores, pero en italiano.

—No es lo mismo —dijo Franchini—, pero está bien que los siga leyendo —añadió al instante como si temiese herir los sentimientos de un alumno.

Brunetti dejó pasar un rato.

—¿Tenían su hermano y usted una relación muy cercana?

Franchini tardó aún más rato en contestar.

—Sí. —Otra pausa—. Y no.

—Como mi hermano y yo —dijo Brunetti, y esperó un momento antes de seguir—. ¿Qué les unía?

—Estudiamos lo mismo —dijo Franchini mirando al comisario—. Aunque él prefería el latín.

—¿Y usted prefería el griego?

Franchini se encogió de hombros a modo de asentimiento.

—¿Qué más?

Vio que Franchini estaba doblando el pañuelo en un cuadrado perfecto, como si la aparente normalidad de la conversación hubiese eliminado la necesidad de llorar.

—Nos criaron en la fe. Nuestros padres eran muy religiosos.

Como su padre era un fiero ateo, Brunetti asintió para indicar que él también compartía la experiencia.

—A Aldo le interesaba más que a mí —dijo Franchini apartando la mirada—. Él atendió a su vocación y se hizo cura.

Todavía estaba doblando el pañuelo, que ya tenía el tamaño de un paquete de cigarrillos.

—Pero después la perdió. Me dijo que un día se despertó y había perdido la vocación. Era como si la hubiese guardado en alguna parte antes de irse a dormir y a la mañana siguiente fuese incapaz de encontrarla.

—¿Qué pasó? —preguntó Brunetti.

—Lo dejó. Se salió de cura y a causa de eso perdió el empleo de maestro. Pero no podían despedirlo, al menos no legalmente: tuvieron que fingir que se prejubilaba y darle una pensión.

—¿Cómo podía permitirse vivir aquí? —preguntó Brunetti.

Sabía que Franchini entendería que se refería al dinero.

—El apartamento era de mis padres y ellos nos lo dejaron a nosotros. Él se mudó aquí y yo me quedé en Padua.

—¿Usted tiene a su familia allí?

—Sí —dijo, pero no ofreció más información.

—Entonces, le llamaba todos los martes…

Franchini asintió.

—Aldo cambió cuando perdió el trabajo; era como si hubiese perdido todo lo que le importaba, excepto el latín. Se pasaba el día leyendo.

—¿En latín?

—Le busqué un sitio donde pudiera leer. Dijo que quería leer a los Padres de la Iglesia.

—¿Para recuperar la fe?

Oyó el roce de la tela de la chaqueta contra el respaldo del banco cuando Franchini se encogió de hombros.

—No me lo dijo.

Antes de que Brunetti se lo pudiera preguntar, añadió:

—Y yo no se lo pregunté.

—Así que pasaba los días leyendo a los Padres de la Iglesia —dijo Brunetti, a medias entre una afirmación y una pregunta.

—Sí. Y luego esto —dijo levantando la mano con la que no sujetaba el pañuelo para señalar vagamente el edificio que tenían detrás.