Ese día él y Paola comieron a solas: lasaña de salchicha y melanzane. Chiara estaba de excursión en Padua y Raffi en el barco de un amigo.
—Se nos va a morir —había dicho Paola—. Todo el día al aire libre en la laguna…, ¿qué pasa si se pone a llover?
Brunetti miró por la ventana de la cocina y el cielo que vio estaba tan azul que podía ser un pedazo del manto de la Virgen. Antes de comer había salido a la terraza para ser recibido por el ruido ensordecedor de los pájaros que anidaban en los pinos del patio que había al otro lado de la calle. La primavera había vencido y nada podía frenar su avance. En cuestión de dos meses iban a estar quejándose del calor.
—Ya entiendo lo que querías decir sobre la contessa —dijo él sin prestar atención a lo que decía su esposa.
Ante la posibilidad de chismorrear un poco, Paola aparcó la preocupación por su primogénito.
—¿Qué quería decir con qué?
—Que a la hora de expresar sus opiniones o socializarse es poco menos que delicada.
—Ah, eso. Sí, dice lo que piensa; pero creció siendo la hija favorita y la trataban como a una princesa aunque solamente fuese vizcondesa, así que supongo que es comprensible.
—¿Y perdonable?
—No, por Dios —dijo ella al instante—. Es más importante comprender a las personas que perdonarlas.
Brunetti se preguntó si su esposa acababa de descubrir por qué Freud había desestimado a Dios, pero no pretendía emplear ni un minuto en discutirlo con ella; no cuando quería conseguir más información sobre la contessa.
—No siente mucha simpatía por la gente que colecciona cosas —dijo Brunetti.
—Me parece muy bien —dijo Paola, repentinamente atenta.
Estaban sentados en el sofá de su estudio, la habitación parecía alegre por el regreso de los rayos del sol. En lugar de tomar el vino de la comida, los dos habían optado por el café que tenían delante. Paola dio un sorbo al suyo, lo removió en la tacita para aprovechar lo que quedaba de azúcar y se lo acabó.
—Hace una distinción entre las personas como ella, que entienden las cosas hermosas y las aman, y los que simplemente quieren cosas bonitas para colgarlas en la pared —dijo él mientras recordaba la conversación con la contessa Morosini-Albani.
Aunque había intentado suavizarlo, incluso él reconocía que la afirmación lo incomodaba.
Paola posó la tacita sin hacer ruido y se volvió hacia él.
—Si yo distingo entre el interés con el que tú lees historia romana y un periodista que se refiere a la corte del emperador Heliogábalo para establecer un paralelismo con la situación actual de Roma aun sin tener ni idea de quién era Heliogábalo, ¿dirías que se trata de una distinción espuria?
Hablaba con mesura, pero Brunetti oyó el roce entre la maleza de la cola de la depredadora que se preparaba para abalanzarse sobre él.
—O si me refiero a mi profesión, que en general parece estar sumida en las tinieblas, y digo que la lectura que yo pueda hacer de Retrato de una dama revelará muchos más matices que los que aparezcan en la versión de Hollywood, ¿también es esa una distinción espuria?
Él agachó la cabeza, estudió los restos de café y dejó la tacita sobre el platillo, junto a la de ella.
—Supongo que depende de cuánto desprecio por Hollywood demuestres tener.
—Siempre se debería demostrar desprecio por Hollywood. —Dicho eso, le ofreció una sonrisa luminosa y añadió—: Ya sabes que es una esnob. Todos lo somos, pero quizá ella tenga razón.
—Puede ser —dijo Brunetti, pero quedó claro que se trataba de una concesión y que no estaba realmente de acuerdo con ella.
Miró la hora, vio que aún faltaban treinta minutos para tener que volver al trabajo y decidió hacerle una pregunta a Paola, pues ella leía de todo y además reflexionaba sobre ello.
—¿Alguna vez has leído algo de ciencia ficción?
—Es que Henry James escribió tan poca… —dijo, y se echó a reír.
—En serio.
—Sí, alguna cosa. Antes.
—¿Has leído la novela en la que queman libros?
Si la había leído, Brunetti sabía que la tendría almacenada en alguna parte.
—Que yo recuerde, no. Dame más pistas.
—No me acuerdo del título, pero hablaba de un mundo en el que el Estado había prohibido los libros, y los bomberos (esto me hizo gracia), los bomberos iban por ahí quemando los libros que encontraban. Si tenías uno, te mataban.
—Estoy segura de que mis alumnos querrían mudarse a ese sitio —dijo Paola con expresión seria.
—No creo que les fuese a gustar tanto, porque había gente que memorizaba los libros enteros: se convertían en el libro. Era la única manera de preservarlos.
Ella se volvió hacia él y lo miró.
—¿Qué te ha hecho pensar en eso?
Él se encogió de hombros y miró la mesita, que estaba cubierta de libros en diversos estadios de la lectura: con las esquinas dobladas y sobadas; cubiertos aún con el plástico protector; abiertos y colocados boca abajo; mejilla con mejilla en un íntimo abrazo para marcar la página de ambos; con las páginas abiertas de par en par o contemplando el techo.
—Debería habérselo comentado a la contessa.
No estaba convencido de que ella conociese muy bien el género y sospechaba que la referencia tampoco le iba a parecer demasiado convincente.
—Si te deshaces de los libros —dijo él—, te deshaces de la memoria.
—Y de la cultura, la ética y la variedad, y de cualquier argumento que se oponga a aquello que has escogido creer —dijo Paola como si estuviera leyendo una lista.
Entonces, dado que él no le había respondido, repitió la pregunta:
—¿En qué estás pensando?
—En algo que me dijo. Creo que ella piensa que la belleza de los libros es tan importante como el texto.
—Para algunas personas lo es. Si no, supongo que no los robarían. El objeto en sí puede decir mucho sobre la cultura —reconoció después de reflexionar unos instantes—, y goza de importancia histórica. Piensa en todos esos libros sobre historia natural en los que los datos son erróneos pero los dibujos son perfectos.
—No estuvimos de acuerdo —dijo Brunetti.
—Espero que tu voto fuese para el texto —dijo Paola mientras se volvía hacia él.
—Por supuesto.
—Muy bien. Tener que divorciarnos ahora sería un problema.
Brunetti resopló y negó con la cabeza.
—Boba…
—Dijiste algo que sigue sin tener sentido —afirmó ella después de una larga pausa.
—¿El qué?
—Que puso pies en polvorosa.
—¿Perdón?
—Que el tal Nickerson salió de la biblioteca a toda prisa y se dejó los libros encima de la mesa.
Mientras estaban allí sentados, el sol había ido avanzando y los rayos ya le alcanzaban la planta de los pies, que había puesto sobre la mesita. Paola se estiró aún más en el sofá para llegar más lejos y movió los pies a la luz del sol.
—Qué agradable —dijo, y suspiró.
—¿Calienta más?
—Físicamente, no —contestó ella, y retomó el tema anterior—: ¿Por qué lo hizo?
—Se dio cuenta de que alguien lo vigilaba —dijo Brunetti pensando en Tertuliano.
—O puede que alguien le diese el soplo —sugirió Paola.
—¿Cómo?
—Se puede entrar con el telefonino, ¿verdad?
—Supongo que sí. La gente se los lleva a todas partes.
—Entonces puede que lo llamasen o que recibiese un mensaje de texto.
—Para eso hace falta un cómplice —añadió Brunetti.
—Que se las hubiese arreglado para conseguir un pasaporte estadounidense falso indica un nivel de organización un pelín más sofisticado que una tropa de boy scouts que se ha dejado seducir por el lado oscuro —respondió Paola, pero le quitó hierro con una sonrisa—. Creo que estamos de acuerdo en que pasó algo y eso lo asustó.
Brunetti se permitió abandonarse al abrazo del sofá. Cerró los ojos y procuró recordar lo que Sartor había dicho sobre el hombre. Algo sobre que el entusiasmo que demostraba Nickerson por los libros que leía lo había llevado a leer el volumen de Cortés.
Sacó el telefonino y marcó el número del despacho de la signorina Elettra con la esperanza de que estuviese allí. Contestó a la segunda llamada.
—Sì, dottore?
—¿Me puede hacer un favor? Quiero que mire el catálogo de la Merula y me diga cuántas copias tienen del libro que escribió Hernán Cortés. Se llama Relación de no sé qué.
—¿Quiere que lo haga ahora, dottore?
—Si no es molestia…
—Espere un momento —dijo ella.
Sujetó el teléfono con el hombro y apoyó la cabeza en el respaldo del sofá. De pronto oyó que Paola pasaba una página: debía de tener algún texto escondido en alguna parte, debajo del cojín o algún sitio parecido, para evitar esos casos en los que de pronto uno se ve con tres minutos libres y nada que leer. Brunetti no la miró, simplemente se limitó a contar las páginas que iba pasando. Después de la cuarta, la signorina Elettra volvía a estar al aparato.
—En el catálogo aparece una copia de Segunda carta de relación, impresa en Sevilla en 1522; una copia de Carta tercera, misma ciudad, un año después; y otra de Cuarta relación, de Gaspar Ávila, de Toledo, pero esa no está disponible, por su estado.
»También tienen una versión que se imprimió aquí en 1524, de Vercellese, traducida al italiano por Nicolò Liburnio.
La joven dejó pasar unos instantes antes de preguntar:
—¿Algo más, dottore?
—No. Gracias, signorina. La aplaudo y le doy las gracias.
—Dovere —dijo ella antes de colgar.
Brunetti soltó una carcajada y desconectó el telefonino.
—¿Qué te ha dicho? —preguntó Paola, que había levantado la vista del libro.
—Que estaba cumpliendo con su deber. —Se echó a reír otra vez—. Es la secretaria de Patta, no la mía; y sin embargo siempre está dispuesta a dejar lo que esté haciendo para echarme una mano. Y dice que es su deber.
—La ironía es tu punto débil.
Él le posó la mano en la rodilla y le dio una ligera sacudida.
—Pero no el tuyo, ¿verdad?
Brunetti decidió pasar por la biblioteca Merula de camino a la questura y llamó a Vianello para quedar con él en el puente de la Accademia, así tendrían tiempo para charlar por el camino. Escogió ir a pie hasta el punto de encuentro, para disfrutar del placer poco común de pasar por calles relativamente solitarias. En cuestión de dos meses sería imposible cruzar San Polo a aquella hora en dirección al puente. Corrección: sería posible, pero insoportable. Se preguntó cuándo había tenido lugar el cambio; cuándo la ciudad se había convertido en un lugar que durante tantos meses del año era tan poco agradable. No obstante, en cuanto cruzó el puente, llegó a Campo San Barnaba y vio a tres mujeres sentadas a una mesa delante de un café con los carritos de los niños aparcados a un lado y la cara al sol para aprovechar los rayos mientras charlaban entre ellas, una corriente de euforia arrasó su mal humor.
En la Accademia vio a Vianello detrás del edicola, mirando cómo el dueño jugaba al ajedrez con un amigo.
—No sabía que jugaras —le dijo Brunetti al acercarse.
—No, no juego. Sé cómo se mueven las piezas, pero no se me dan bien la estrategia ni las tácticas.
El comisario prefirió no hacer ningún comentario al respecto. Que un depredador consumado no reconociese su propio talento lo sorprendía, pero quizá no fuese lo mismo perseguir criminales que capturar torres y alfiles.
Echaron a andar al mismo paso, en dirección opuesta al agua.
—Quiero hablar con el vigilante de la biblioteca y me gustaría que estuvieras presente, para decirme qué opinas de él.
—¿De qué vas a hablar? —preguntó Vianello.
—Cuando hablé con él la otra vez, me dijo algo sobre lo que quiero saber más.
—¿Sobre qué?
—Prefiero que lo oigas de su boca.
Vianello se volvió hacia él mientras caminaban.
—¿Sospechas de él?
—No, creo que no. Parece un hombre honrado.
—Pero nunca se sabe, ¿no? —dijo el inspector.
—Exacto.
Al llegar a la biblioteca, Brunetti se acercó al mostrador del primer piso, le dijo al mismo joven que lo había recibido la vez anterior que le gustaría hablar con el signor Sartor y se fijó en la variedad de emociones que aparecieron en su rostro: curiosidad, preocupación, miedo.
—Voy a buscarlo —dijo, y se levantó de la silla.
Unos minutos después, ambos aparecieron por la puerta que daba al fondo de libros modernos. Sartor reconoció a Brunetti y se acercó a él con la mano extendida; sin embargo, al ver al hombre que tenía al lado, la dejó caer.
—Buenas tardes, commissario —consiguió decir mirándolos a los dos.
—Signor Sartor —dijo Brunetti—, le presento a mi compañero: el ispettore Vianello.
Sartor les estrechó la mano a los dos, pero sin decir palabra.
—Me gustaría robarle unos minutos —le dijo Brunetti—. ¿Hay alguna sala donde podamos hablar? —preguntó al joven y a Sartor mientras miraba a su alrededor.
Sartor miró a su compañero, pero permaneció en silencio.
—Piero, podrías usar la sala de personal —sugirió el joven.
—Ah, claro —dijo Sartor después de un instante—. Claro.
Se dio media vuelta y, sin pedir a Brunetti y Vianello que lo siguieran, se dirigió hacia la puerta que llevaba a las escaleras y las bajó. Al llegar al patio, los condujo por uno de los laterales y giró a la izquierda, hacia una puerta que había a un extremo.
Brunetti no entendía por qué Sartor no había cruzado el patio en diagonal, pero quizá estuviera prohibido pisar la hierba nueva. Tampoco tenía claro por qué caminaba haciendo movimientos repentinamente torpes, como si le hubiese dado un calambre en una pierna, hasta que se dio cuenta de que estaba evitando pisar las grietas que había entre las losas del suelo. Pasaron por debajo de un lilo y Brunetti se fijó en que estaba en flor. Finalmente se detuvieron frente a unos escalones que llevaban a una puerta de madera con una ventana de doble cristal.
Sartor metió la mano en el bolsillo de su chaqueta y al sacar el llavero arrastró con él una serie de rectángulos de cartulina de colores vistosos que cayeron al suelo revoloteando. Vianello se agachó rápidamente y recogió tres o cuatro.
—Ah, Gratta e Vinci —dijo al ver lo que eran, y sonrió—. Mi mujer compra uno cada semana. Lo más que ha ganado han sido cincuenta euros y no quiero ni pensar lo que se habrá gastado para conseguirlos.
Sartor se apresuró a recoger el resto de las tarjetas y le cogió a Vianello las suyas. Cuando las tuvo todas, las miró como si fuesen una mano de póquer y tuviese que decidir su apuesta.
—Yo los compro para la mía —dijo finalmente—, pero ella nunca gana nada.
Se encogió de hombros y con gran desaprobación por la debilidad de las mujeres murmuró entre dientes: «Las apuestas son para tontos, roba da donne», antes de guardárselas de nuevo en el bolsillo. Subió los escalones y abrió la puerta.
—Aquí es donde venimos durante el descanso, si queremos. También lo usamos para cambiarnos de ropa.
Se apartó para dejarlos entrar y a Brunetti le alegró que la sala estuviese tan calentita y fuese tan agradable y espaciosa. Había un lavamanos, una nevera y hasta una pequeña cocina: todo escrupulosamente limpio. Al fondo había dos ventanas que daban a un canal y, junto con la ventana de la puerta, iluminaban la sala de paredes blancas. Una vez dentro, Sartor cerró la puerta.
—Cuando se hizo la restauración elevaron los suelos, para que no entre el acqua alta —dijo el vigilante mientras retiraba dos sillas que había junto a la mesa de madera y, por último, otra para él—. A menos que pase de ciento cuarenta, claro.
Las paredes inmaculadas eran testigo de ello.
A un lado de la sala había una hilera de taquillas metálicas con candados y de unos ganchos que había en la pared de enfrente colgaban un abrigo y unas cuantas chaquetas. En el otro extremo había tres sillones raídos pero de aspecto muy cómodo colocados en círculo, entre las tres ventanas.
—Si les apetece, puedo preparar café —dijo Sartor ejerciendo de anfitrión.
Mientras tanto iba metiendo la mano en el bolsillo para asegurarse de que las tarjetas seguían ahí.
Brunetti mintió y dijo que acababan de tomar uno, y fue directo a una de las sillas de la mesa; Vianello hizo lo mismo y los tres se sentaron.
—Signor Sartor, cuando hablamos hace dos días —empezó a decir Brunetti sin ningún tipo de introducción—, me dijo que el dottor Nickerson le había hablado tanto y tan bien sobre un libro que había incluido en su investigación que usted también lo leyó.
Sartor miró a ambos alternativamente, casi como si buscara alguna señal de que lo estuvieran riñendo por leer un libro de la biblioteca. Finalmente, asintió.
—Sí, así es.
—¿Le importaría repetirme el título?
La expresión de Sartor delataba su creciente confusión.
—Pero ya se lo dije, señor: el Cortés.
—¿En italiano? —preguntó Brunetti.
—Claro. No hablo ningún otro idioma.
—¿Era un volumen independiente o formaba parte de una colección?
—Era un volumen independiente, signore, el que encontré el otro día sobre la mesa del dottor Nickerson. —Asintió con énfasis—. Es el mismo libro.
—¿Está seguro? —preguntó Brunetti.
Como si buscara la trampa, Sartor miró a Vianello, que estaba siguiendo la conversación en silencio y con un interés que no se había esforzado en disimular.
—Sí, estoy seguro: era el mismo libro. Lo sé porque tenía una mancha en la cubierta, en la esquina superior derecha. Puede que sea tinta, pero es muy vieja.
—De acuerdo —dijo Brunetti—. Muchas gracias.
De pronto Sartor relajó la postura.
—¿Le importaría decirme qué pasa, señor?
—Permítame una pregunta más —dijo Brunetti pasando por alto la que le acababa de hacer el vigilante a él.
Este asintió y con la mano tocó las tarjetas del bolsillo a través de la tela del pantalón.
—Esa mañana, ¿vio entrar al dottor Nickerson?
—Sí.
—¿Suele usted hacer el turno de mañana?
—Ahora mismo sí, señor. Desde hace un par de meses estoy aquí a primera hora, durante dos horas.
—¿A qué se debe? —preguntó Brunetti.
—Es por Manuela, la bibliotecaria que normalmente está en el mostrador y se ocupa de las solicitudes. Va a tener un bebé y ahora no viene hasta las once. Así que la dottoressa Fabbiani me pidió que me hiciera cargo del mostrador durante esas dos horas. —Sonrió y siguió hablando—. Manuela no nos quiere decir si es niño o niña, pero yo creo que es niño.
Sin hacer caso del comentario, Brunetti preguntó:
—Ese día, ¿estaba usted en el mostrador mientras el dottor Nickerson hacía uso de la biblioteca?
—Sí, señor.
—Entendido —dijo Brunetti—. Y dice que hablaba con él todas las mañanas.
—Oh, no. Solamente si no había nadie más o si tardaban mucho en traerle los libros.
Brunetti se acordó entonces de sus días de estudiante y tuvo la sospecha de que habían tenido bastantes ocasiones para charlar.
—¿De qué solían hablar? —inquirió el comisario como si nada, como si quisiera pasar el rato antes de volver a hacer preguntas de verdad.
—Pues de pesca, por ejemplo —dijo Sartor para su sorpresa.
—¿De pesca?
—No recuerdo exactamente cómo salió a colación, pero un día estábamos hablando sobre el tiempo y dije que tenía muchas ganas de que volviese a empezar la temporada.
Miró a Vianello, como preguntándole si entendía ese deseo. El inspector sonrió y afirmó con un gesto de cabeza.
—¿Él pesca? —preguntó Brunetti.
—Sí, pero no en el mar. Me dijo que de donde él venía solamente había lagos, aunque algunos eran muy grandes.
—¿Algo más?
—No, no mucho más, la verdad. Nos decíamos el tipo de cosas que se dicen cuando se quiere matar el tiempo.
—Usted dijo que su entusiasmo le llevó a leer el Cortés —dijo Brunetti con una sonrisa, de lector a lector.
Sartor lo observó un rato y después miró brevemente a Vianello.
—Un día le pregunté qué estaba leyendo, por cortesía —dijo finalmente—, y me explicó que estaba leyendo libros sobre viajeros europeos de los siglos XV y XVI. Yo le conté que el único libro de ese estilo que había leído, y además por obligación en la escuela, era el de Marco Polo. Me contestó que era muy bueno y me nombró alguno más; dijo que eran igual de interesantes.
Sartor arrastró la silla hacia atrás para alejarse de la mesa y cruzó las piernas. Al parecer, la presencia de Vianello lo había tranquilizado lo suficiente como para preguntar:
—¿Está seguro de que quiere que le cuente todo esto?
—Sí —respondió Brunetti.
Sartor suspiró y se cruzó de brazos.
—Cuando me dijo los nombres de los exploradores que le interesaban, solamente reconocí el de Cortés. —Carraspeó un poco y prosiguió—: Quería echarle un vistazo y… decirle que lo estaba leyendo, para sorprenderlo.
Hizo una pausa para mirar primero a uno y después al otro, puede que nervioso por haber confesado que quería causarle una buena impresión al profesor extranjero.
—¿Y entonces? —dijo Brunetti para que siguiera con la narración.
—Entonces leí parte del primer volumen, como ya le he dicho. Y el otro día le dije al dottor Nickerson cuando entró que había leído el libro de Cortés y lo había disfrutado.
—¿Se alegró? —preguntó Brunetti con tono relajado.
Al ver que Sartor no respondía, insistió:
—¿Dijo algo al enterarse?
Sartor apartó la mirada, como si el recuerdo de la conversación lo hubiese dejado momentáneamente perplejo.
—Qué raro —dijo en voz baja.
Brunetti se quedó tan callado como una lagartija en una roca, pero se permitió asentir ligeramente.
—Al principio parecía sorprendido, pero luego dijo que se alegraba de que me hubiese gustado y se marchó a la sala de lectura.
—¿Le dijo usted alguna cosa más?
—Solamente que estaba ansioso por leer el siguiente volumen.