—¿Podría ayudarme a conocer mejor el mercado que existe para este tipo de cosas?
—¿Para libros y páginas? —dijo ella como si creyese que escuchar esas palabras iba a mantener su enfado al rojo vivo. Sin embargo, prosiguió en un tono más comedido—. Creo que no hay mucho más que decir —añadió con neutralidad—. Los robos los hacen profesionales y a veces incluso por encargo.
—¿Quién los compra?
—Los artículos más importantes, los coleccionistas. —De pronto se quedó callada un momento—. Debe comprender que le estoy contando lo que he deducido a lo largo de los años, a partir de los rumores que han llegado a mis oídos.
—¿Y lo demás?
—Cosas más pequeñas, como páginas sueltas de un libro sobre aves o flores o mamíferos, se pueden vender a tiendas pequeñas.
Miró las ventanas del otro lado de la calle.
—Es posible, incluso probable, que la persona que las compra para venderlas en su tienda ni siquiera sepa que son robadas.
No parecía completamente convencida de esto último y tampoco lo estaba Brunetti, pero sabía que la gente se dejaba convencer con mucha facilidad de aquello que quisiera creer. No obstante, lo dejó pasar por alto sin más.
—Y supongo que aquel que vaya a comprar a la tienda —prosiguió ella— no tendrá motivos para sospechar de nada.
Brunetti la miró y asintió, y después volvió a la libreta.
—Luego están las tiendas donde enmarcan cuadros, los mercadillos y las ferias de arte: en sitios así se compra y se vende; de modo que para un ladrón es fácil deshacerse allí de las páginas.
—Volvamos a los libros completos. Son los más valiosos.
—Ah —dijo ella alargando el sonido un largo momento—, son mucho más difíciles de esconder o de disimular. Si son de una biblioteca, algunas de las páginas estarán selladas. Cada biblioteca utiliza un sistema diferente, pero en todas se estampan varias páginas.
Brunetti asintió, ansioso por que ella no pensase que era un completo ignorante en cuestión de bibliotecas.
—Si llevan un sello, es como si les grabaran la palabra «robado» en la cubierta —continuó ella.
—Entonces, ¿por qué molestarse en comprarlos?
Ella se reclinó en la silla, como para tener una mejor visión del commissario. Juntó las manos en el regazo y siguió hablando.
—¿Sabe? Usted no hace justicia a su familia política.
—Hace mucho que no me lo decían —dijo Brunetti, y sonrió.
Ella rompió a reír. La risa sonaba como la tos de un fumador y lo sorprendió tanto que hizo amago de ponerse en pie para acudir a ayudarla, pero ella levantó la mano para detenerlo y devolverlo a su asiento. Cuando el ruido cesó, ella dijo:
—Me refiero a que no parece tener la típica codicia veneciana.
Él se encogió de hombros con la sospecha de que se trataba de un cumplido, aunque no lo tenía del todo claro.
—Muchos quieren los libros para presumir de ellos, al menos delante de ciertos amigos. Para enseñar su fabulosa y nueva adquisición sin que nadie haga preguntas. Les gusta alardear de tener un códice de Galileo o una primera edición de esto o de lo otro. Algo que no sea corriente. Un superviviente del siglo XVI. Un pedazo de cultura. —Se le había oscurecido la voz, como si de un juez leyendo la lista de acusaciones se tratase—. Supongo que indica más sofisticación por su parte que si hubiesen comprado un Ferrari.
Su desprecio se iba marchitando poco a poco.
Él asintió: comprendía —aunque no compartía— ese deseo.
—Me gusta que para usted nada de esto tenga sentido —dijo ella con otra sonrisa, aunque acabó volviéndose una mueca.
Señaló algo detrás de él. Brunetti se volvió y vio un retrato de un hombre de nariz aguileña que llevaba una chaqueta de terciopelo de color marrón oscuro. Se imaginaba que era del siglo XVI, puede que de algún lugar del centro de Italia: ¿Bolonia, quizá?
—¿Cuánto diría que vale ese cuadro? —preguntó ella.
Él se metió la libreta en el bolsillo, se puso en pie, se acercó a la pintura y la miró más de cerca. No cabía duda de que el autor tenía cierto don, solo hacía falta fijarse en las manos del retratado para darse cuenta de ello. El terciopelo prácticamente se podía acariciar, y como Brunetti era de la misma altura que el retratado, vio que tenía la mirada inteligente y clara, una mandíbula poderosa y los hombros alzados. Aquel hombre debió de ser buen amigo y fiero enemigo.
—No tengo ni idea —dijo Brunetti sin apartar la mirada de él—. Lo único que puedo decir es que es un cuadro muy bonito, de una factura maravillosa.
Cuando se volvió hacia ella, vio que sonreía de nuevo.
—Si le dijese que es uno de mis antepasados, ¿estaría de acuerdo con que tiene más valor para mí que para usted o para cualquier otra persona?
—Sin contar a otros miembros de su familia.
—Por supuesto.
Brunetti regresó a su silla y se sentó frente a ella.
—¿Qué necesito saber sobre los coleccionistas y sobre el valor de los artículos?
Era evidente que la contessa estaba esperando esa pregunta, o una por el estilo.
—Son gente muy extraña, al menos la mayoría. Casi todos son hombres, y a prácticamente todos les gusta presumir. —Él asintió para comunicarle que ya sabía ambas cosas y ella prosiguió—: En el caso de los relojes, coches o casas, es fácil que tus amigos averigüen lo que han costado: cualquiera cae rendido ante un Lamborghini nuevo o un Patek Philippe. Pero no son muchos los que conocen el valor de los libros.
—Entonces, ¿por qué los coleccionan? ¿Y por qué se molestan en robarlos o encargar que los roben? Eso te convierte en un ladrón de clase alta, pero ya está.
Ella sonrió al oír la expresión.
—Si los amigos también son ladrones, tienen aún más motivos para alardear.
Brunetti no había pensado en esa posibilidad. ¿Era posible que la humanidad hubiese tocado fondo de tal manera? Pensó en algunos de los políticos en cuyas bibliotecas particulares se habían hallado libros robados y sí, era posible.
—Hay gente que colecciona libros porque le gustan y los considera parte de nuestra historia y cultura —dijo ella—, pero eso usted ya lo sabe.
—¿Como por ejemplo la familia de su marido?
Ella se echó a reír de nuevo y a él siguió pareciéndole la tos de un viejo fumador.
—No, no, por Dios… Ellos los adquirían a modo de inversión. Y debo decir que no les faltaba razón: ahora valen una fortuna.
—Los va a donar todos a la biblioteca, ¿verdad?
—Es probable que sí. Prefiero verlos a salvo en un lugar donde aquellos que se interesen por ellos los puedan leer que ver que acaban en manos de personas que solamente los ven como vales de dinero. —Como si hubiese anticipado la reacción de Brunetti, de pronto preguntó—: ¿Tiene más preguntas?
—¿Qué desperfecto supone cortarle una página a un libro?
—Es irreparable, incluso si las páginas se recuperan. El libro ya no es el mismo objeto.
Brunetti pensó que era como la idea de la virginidad femenina que estaba en boga cuando él era joven, aunque no creyó prudente hacer el comentario.
—¿Y qué efecto tiene eso en el…? —Dudó sobre qué palabra usar y finalmente se decidió por «precio».
—Lo baja muchísimo. Aunque solo falte una página, este puede reducirse a la mitad. El libro está corrompido.
—¿Aunque el texto continúe intacto?
—¿A qué se refiere? —preguntó ella.
—Si está intacto. Si el texto del libro sigue completo y se puede leer.
La contessa no pudo evitar contraer la boca en una mueca de desaprobación.
—No estamos hablando de lo mismo: yo hablo de un libro y usted de un texto.
Brunetti sonrió y le puso el tapón al bolígrafo.
—Creo que los dos hablamos de libros, contessa, pero los estamos definiendo de forma diferente.
Se puso en pie.
—¿Eso es todo? —preguntó ella con sorpresa.
—Sí —dijo Brunetti—. Ha sido muy generosa con su tiempo y sus conocimientos, contessa.
Cerró la libreta y la guardó en el bolsillo interior de la chaqueta. Ella le devolvió los papeles después de mirar la foto del pasaporte de Nickerson por última vez y Brunetti los guardó en el maletín bajo la atenta mirada de la contessa, que finalmente se levantó y se acercó a la puerta.
—Una vez más, gracias por su tiempo, contessa —dijo deteniéndose junto a la entrada del salón.
Ella cogió la manilla pero no hizo ademán de abrir, sino que se quedó mirándolo y sonrió.
—Si quieres saber cuál es el valor de los textos, Guido —dijo ella usando su nombre y el tono informal que le había negado durante toda la conversación—, date un paseo hasta Rio Terà Secondo.
Brunetti enarcó las cejas pero no dijo nada.
—Allí encontrarás el edificio donde estaba la imprenta de Manucio; no hace falta que te diga que es la más importante de la historia del mundo occidental. En la fachada del edificio hay dos placas: una anuncia que allí estaba la imprenta Aldina «que devolvió el esplendor de la literatura griega a la gente civilizada». La Escuela de Literatura Griega la instaló allí. La de Padua. A pie de calle, a mano derecha, hay un local abandonado, y a la izquierda, una tienda que vende basura para turistas. El día que encontré aquel sitio, pregunté en cuatro tiendas cercanas, pero nadie sabía quién era Aldo Manucio.
—¿Cómo lo encontró?
—Llamé a una amiga y se lo pregunté. Ella lo encontró en Wikipedia y me llamó. San Polo, 2310, si quieres ir a verlo tú mismo.
Ella tendió la mano y él volvió a agacharse para plantarle un beso invisible. Oh, ojalá su madre pudiera ver a su niño besar la mano de una contessa. No tenía el palazzo junto al Gran Canal, pero Brunetti estaba seguro de que a ella no le hubiese importado en absoluto: no dejaba de ser un palazzo y la mujer que le había ofrecido la mano seguía siendo una contessa.