9

Regresaron a su casa caminando de la mano, deseo que les había provocado la llegada de la primavera o quizá la permanente admiración de Paola por el traje de Brunetti.

—Yo siempre la he considerado un dragón agradable —comentó Brunetti, seguro de que Paola entendería qué quería decir.

—¿A Elisabetta? —Más que hacer una pregunta, buscaba una confirmación.

—Obviamente, no hablo de tu madre.

Después de reflexionar unos instantes, Paola dijo:

—Sí, sé a qué te refieres. Lo es y no lo es.

—Las veces que la he visto en casa de tus padres no sacaba humo ni fuego por la nariz, pero nunca parece importarle si cae bien a los demás o no. Y desde luego no duda en expresar sus opiniones.

—Cuando está con nosotros sabe que está entre gente que la aprecia.

—¿Incluyéndome a mí? —preguntó Brunetti.

Paola se giró para mirarlo a la cara, sorprendida.

—Claro que sí. Como eres uno más, no finge ser lo que no es.

—¿Y qué es?

—Inteligente, independiente, impaciente, solitaria.

Brunetti, que había observado por sí mismo las tres primeras cualidades de la lista, nunca había caído en la cuarta.

—¿Por qué crees que dio ese dinero a la biblioteca?

—Estoy de acuerdo con mi madre: es el precio que cree que debe pagar para ser aceptada en sociedad.

—No pareces convencida de que lo vaya a conseguir.

—Conozco a esa gente, Guido. Por Dios, soy una de ellos. No lo olvides. Ella tiene un buen árbol genealógico por parte de padre y de madre que se remonta mucho más atrás que los títulos de las familias nobles de aquí. Pero es siciliana y no es una principessa por mucho que su padre fuera príncipe, así que nunca la dejarán entrar en el círculo. No del todo.

—¿Aunque se haya casado con un veneciano?

—Quizá ese sea el motivo —respondió Paola para su sorpresa.

—¿Te das cuenta de que todo esto es una verdadera locura? —preguntó Brunetti sin matices en la voz.

—Desde que tenía seis años, pero eso no lo cambia en lo más mínimo.

Paola se detuvo sobre el puente que lleva a San Polo y se apoyó en el muro.

—Ojalá dejara el tema por imposible, pero creo que no es capaz. Lo lleva demasiado metido en la sangre desde hace demasiado tiempo, y es el único mundo que conoce. Es el mundo en el que quiere que la acepten.

—¿Crees que hablaría conmigo? —preguntó Brunetti.

—¿Elisabetta?

—Sí.

—Imagino que sí. Ya te lo he dicho: te considera uno de los nuestros. Además, le caes bien. —Y luego, a fuerza de costumbre, añadió justo mientras metía la llave en la cerradura de la puerta de casa—: Al menos eso creo.

A la mañana siguiente, Brunetti esperó hasta las diez y media antes de usar el número que le había dado Paola para llamar a la contessa. Antes de eso le dio tiempo de echar un vistazo a Il Gazzettino y a La Nuova para ver si informaban sobre el robo en la biblioteca, pero ninguno de los dos periódicos lo mencionaba.

Marcó el número de telefonino de la contessa y después de tan solo dos llamadas respondió una voz de mujer.

—Morosini-Albani.

Contessa —empezó el comisario—, soy Guido Brunetti, el marido de Paola Falier.

—Le reconozco por su propio nombre, commissario.

Era una broma, no una provocación.

—Me halaga, contessa. No hablamos demasiado durante las cenas.

—Eso siempre me ha parecido una pena.

Su voz delataba únicamente las pistas más mínimas de sus orígenes sicilianos.

—En ese caso, si tiene tiempo, quizá podamos hablar hoy —dijo.

Había decidido que la mejor manera de tratar a la contessa era siendo directo.

—¿Sobre qué? —preguntó ella, y Brunetti se acordó de que la dottoressa Fabbiani no se había mostrado muy dispuesta a hablarle del legado.

—Sobre la biblioteca Merula.

Hubo una larga pausa.

—¿La dottoressa Fabbiani le ha hablado de mi relación con la biblioteca? —dijo finalmente.

—Me temo que no tuvo elección, contessa.

—Siempre se tiene ocasión de elegir —respondió ella al instante.

—Quizá menos cuando la policía está involucrada en el asunto —replicó él sin demasiada malicia.

—Así es, desgraciadamente —dijo ella.

Al parecer la idea no le agradaba.

—¿Se trata de una petición oficial de información? Aunque no hay nada que le pueda decir —añadió inmediatamente.

—Quiero que hablemos sobre libros, contessa. Sé muy poco sobre el tema.

—Pero ya hemos hablado de libros, commissario.

La contessa sonó tan insincera que él se echó a reír.

—Me refiero a libros antiguos.

—¿El tipo de libros que se roban?

—En este caso, que han sido robados —se arriesgó a decir Brunetti.

—¿Significa esta llamada que usted está al mando de la investigación?

—Sí.

—Entonces será mejor que venga para que podamos hablar.

Sabía dónde estaba el palazzo: acostumbraba pasar por delante de camino al instituto y, después de cenar en Carampane, Paola y él solían pasar por allí las veces que decidían volver paseando por la ruta más larga. Los cuatro pisos se alzaban sobre un pequeño campo en San Polo y la puerta lateral se abría a uno de los canales perpendiculares a Rio San Polo. Las ventanas de la planta baja y del primer piso estaban protegidas por barrotes, y durante todos aquellos años, siempre que Brunetti los veía, pensaba en la posibilidad de un incendio, y en que en caso de producirse uno, los residentes se verían obligados a saltar desde el segundo. No había elegantes arabescos ni la menor indicación de filigrana; aquel enrejado no se preocupaba por la belleza: los barrotes eran más rectos que las columnas de un crucigrama y los habían soldado muchos siglos atrás allí donde los verticales se cruzaban con los horizontales. Desde entonces, nada los había atravesado aparte de manos tendidas.

Con el paso de los siglos se habían oxidado y habían trazado largas estelas oscuras en la fachada. Brunetti se acordó de las señales de envejecimiento de la fachada del edificio de Franchini.

Se cambió el maletín a la mano izquierda y llamó al timbre; enseguida le abrió la puerta una mujer de piel oscura y delantal blanco. Podía ser tailandesa o filipina.

—¿Signor Brunetti? —le preguntó.

Cuando él le dijo que sí, ella hizo lo que en otra época se hubiese llamado una reverencia y Brunetti frenó el impulso de sonreír. La mujer se apartó a un lado, dijo que la contessa lo estaba esperando y le dejó entrar en el amplio androne que llegaba hasta el canal, donde vio más ventanas con barrotes.

Ella cerró la puerta con aparente esfuerzo y después se dio media vuelta y lo guio a través de la estancia hacia unas escaleras que llevaban al primer piso. La puerta que se encontraba al final era una inmensa losa de cuadrados de castaño, y en el centro de cada uno había tallada una rosa abierta. El pomo era de latón y tenía la forma de una garra de león.

Una vez dentro, lo condujo por un pasillo sin ventanas hasta un gran salón que daba al campo. Le dijo que se pusiera cómodo, que iba a buscar a la contessa, y después desapareció a través de una puerta de doble hoja que había al otro lado de la estancia.

Brunetti no tenía ni idea de cuánto tiempo iba a tener que esperar, pero no quería que al entrar ella lo encontrase sentado. Se acercó a observar el primer cuadro que tenía a la izquierda, una gran escena de caza en la que un jabalí era derribado por una jauría de perros que sacaban espuma por la boca; dos de ellos parecían haberse desentendido de la caza para retozar juntos por el suelo. Un gigantesco gran danés estaba destrozándole la oreja al jabalí y otro lo sujetaba firmemente por la pata trasera. Brunetti reconocía el estilo por un bodegón que el conte tenía en su estudio y pensó que el cuadro podía ser de Snyders, pero ni siquiera así le gustaba.

En la pared que recibía la poca luz que entraba desde el campo había seis retratos de hombres y mujeres. Detectó un parecido entre uno de los hombres y el jabalí, mientras que la expresión de otro no era tan diferente de la del perro que tiraba de la pata de la presa. Se preguntó si serían retratos de familia.

La llegada de la contessa interrumpió su reflexión. Llevaba un sencillo jersey gris y una falda de punto más oscura, justo por debajo de las rodillas. Brunetti recordó que tenía las piernas bonitas y lo confirmó con un vistazo rápido. Llevaba unas cadenas de diminutos aritos dorados entrelazados, cada uno de ellos más pequeño que la cabeza de un alfiler: el delicado eslabón Manin con el que solían soñar su madre y sus amigas. Ellas aspiraban a poseer una cadenita y la contessa debía de llevar puestas una treintena.

Él sabía que era dos años mayor que su suegra, pero parecía al menos una década más joven de lo que era en realidad. Tenía la piel inmaculada, como de rosas y nata, y Brunetti se propinó mentalmente un coscorrón al oírse a sí mismo usar tales términos.

Ella cruzó la sala rápidamente para saludarlo, le tendió la mano y no pareció sorprenderse en absoluto cuando él se agachó para besársela. Lo condujo hacia una silla y le preguntó:

—¿Puedo ofrecerle un café, commissario?

—Es muy amable, contessa, pero he tomado uno de camino. Ya es suficientemente generosa al acceder a hablar conmigo.

Antes de sentarse, esperó a que ella tomase asiento frente a él. Con la postura muy recta, parecía estar colocada con tal precisión que Brunetti dudó de si alguna vez habría tocado el respaldo de la silla con la espalda. Tal y como se había percatado la primera vez que la vio, tenía un perfil perfecto: una nariz recta y una frente alta que, aunque él no comprendía por qué, decía mucho sobre su energía y optimismo. Sus ojos, tan negros como podían serlo un par de ojos, se veían aún más exagerados a causa de su tez pálida.

Brunetti posó el maletín en el suelo.

—Le agradezco que haya hecho un hueco para hablar conmigo, contessa.

—Unos libros que en su día me pertenecieron han desaparecido o están estropeados y usted va a encontrar a la persona responsable. No me parece que al reunirme con usted esté siendo generosa con mi tiempo —dijo, y sonrió para suavizar el comentario.

—Espero no parecerle venal —dijo sin estar seguro de si lo estaba reprendiendo o dándole las gracias—, pero el principal motivo de mi visita es para hablar de las pérdidas económicas que ha sufrido la biblioteca y, si pudiera dedicarme suficiente tiempo, también para aprender más cosas sobre sus libros. La dottoressa Fabbiani dijo que conoce bien el tema.

Se percató de que durante un instante ella se mostró sorprendida y añadió:

—Sus comentarios fueron muy elogiosos.

—Me halaga —respondió la contessa como si hablara en serio.

—Dijo que usted tiene cierta sensibilidad para los libros —le dijo.

Ella sonrió y levantó una mano como para rechazar el cumplido y Brunetti prosiguió:

—La verdad es que yo sé muy poco sobre ese mundo; bueno, al menos sobre libros de esta calidad. Es decir, entiendo que alguien los ha robado, pero no por qué esa persona escogió llevarse lo que se llevó ni lo que ocurre después del robo: dónde se pueden vender las páginas, cuál es su valor.

—Es una pena que no hayamos hablado de esto durante las cenas en casa de Donatella —dijo ella.

—Allí intento ser el marido de Paola, no un policía.

—Sin embargo, hoy, aquí, ¿sí lo es?

—Sí. —Brunetti abrió el maletín y sacó una libreta y un bolígrafo—. Uno de los libros robados —empezó a decir— lo donó usted. La dottoressa Fabbiani dijo que era un Ramusio, pero desconozco su valor.

—¿Qué importancia tiene eso?

—Me da una indicación de cuán grave es el delito —respondió Brunetti.

—La gravedad no está en duda —dijo severamente—. Es un libro bonito y muy poco corriente.

Brunetti meneó la cabeza intentando evitar una confusión.

—Me temo que yo lo miro desde el punto de vista policial, contessa. El valor económico del libro afecta a la manera en que tratamos el delito.

Se fijó en cómo ella le daba vueltas a la idea, seguro de que de algún modo la ofendía.

—El precio que se pagó por cada uno de ellos debe de estar en los archivos de la familia.

—Pero esos precios estarán anticuados, ¿verdad? —preguntó él, aunque sabía que tenía que ser así.

Entonces, creyendo que quizá eso ayudase a calcular un valor más actualizado, preguntó:

—¿Estaba asegurado? Me refiero al Ramusio.

—Mi suegro —empezó a decir la contessa con una tímida sonrisa— comentó un día que se había planteado contratar un seguro para lo que había en el palazzo. —Dejó el comentario colgando en el aire durante tres largos segundos—. Pero me dijo que le resultaba más barato asegurarse de que siempre hubiera al menos un miembro del servicio en la casa.

Le lanzó una mirada fría y desapasionada.

—Sí, no cabe duda de que eso sale más barato —convino Brunetti.

—Entonces sí —dijo ella.

Habiendo dejado claro cuál era la posición y riqueza de la familia de su marido, añadió con un humor más práctico:

—Una manera de descubrir el valor más reciente es echar un vistazo a los listados de ventas y subastas que hay en línea.

Brunetti ya sospechaba de la existencia de ese tipo de listas.

—Haré que alguien lo mire.

Porque también el comisario tenía sirvientes que hacían las cosas por él.

—¿Qué más ha desaparecido?

—Creo que aún no conocen el alcance total. El hombre que cortó las páginas nunca pidió ni vio los dos libros que han desaparecido.

—Pero ¿la dottoressa está segura de que no los tienen?

—Sí.

—¿Quiere decir que hay más de un ladrón? —preguntó la contessa un momento después.

—Eso es lo que parece.

Hizo un ruido que, de no haber tenido ella un título nobiliario, se podría haber considerado un resoplido.

—Pensaba que en una biblioteca estarían a salvo.

Brunetti tuvo la sensatez de no responder.

—Ese hombre estuvo yendo allí durante tres semanas —continuó ella— ¿y me dice que nadie vio nada?

Detectó la dureza de aquellas palabras, pero permaneció callado.

—La directora me ha dicho que era estadounidense —dijo la contessa—, aunque eso tampoco cambia nada.

Brunetti se agachó para sacar la carpeta del maletín.

—Se llama Joseph Nickerson —dijo leyendo del documento.

Levantó la vista para ver si a ella le sonaba de algo; pero era obvio que no, así que le dio el resto de la información: la Universidad de Kansas, historia del comercio marítimo y mediterráneo, carta de presentación, pasaporte.

—¿Tiene una foto?

—Sí —dijo Brunetti, y le pasó la fotocopia de unas páginas del pasaporte.

—Tiene cara de americano —dijo ella con cierto desdén.

—Al menos eso es lo que dijo en la biblioteca.

Brunetti tendió la mano para recuperar el papel y volvió a observar aquel rostro. Los que habían hablado con Nickerson lo habían hecho en italiano y habían escuchado su acento. En ese caso, podía ser inglés o de cualquier otro país. Pero hablaba italiano con fluidez. De pronto Brunetti se preguntó si no sería el acento lo que había aprendido en lugar del idioma, y si no podía, pues, ser italiano. Si el pasaporte era falso, ¿por qué creer la información que proporcionaba?

Volvió a mirar la foto, le oscureció el pelo y se lo dejó crecer un poco. Sí, no dudaba de que era posible. Era una pena que Nickerson no hubiese dejado una muestra de su letra, aunque solo fueran unas pocas palabras: esa era una señal de proveniencia mucho más certera que la del acento o la apariencia.

Mientras Brunetti seguía enfrascado en la idea de la letra manuscrita, la contessa permaneció en silencio. ¿No era Nabokov quien escribió que había dejado conscientemente de dibujar la rayita en el número siete tras mudarse a Estados Unidos para declarar públicamente que había dejado el Viejo Mundo atrás? ¿Y cómo había solicitado Nickerson los libros que quería consultar si no rellenando un formulario? ¿O también ese proceso estaba digitalizado?

La contessa interrumpió sus reflexiones.

—Se me acaba de ocurrir que no sé cómo debería dirigirme a usted. ¿Es «commissario», «dottore», «signore»?

—El marido de Paola se llama Guido —dijo—. ¿Le parecería demasiado que le pidiera que me llame así?

Ella ladeó la barbilla y lo miró fijamente; lo sometió a un escrutinio que finalmente lo hizo sentirse incómodo. Aunque lo resguardaba el ala protectora de la familia Falier, Brunetti no estaba seguro de que ella los viera a ellos cuando lo miraba a él.

—Así es. Veamos, ¿qué quería saber sobre libros? —preguntó sin llamarlo de ningún modo y manteniendo el lei de uso formal que había utilizado él.

Brunetti tardó un momento en digerir el rechazo a intimar gramaticalmente y volvió a centrarse en el delito. Cui bono? ¿Quién se beneficiaba de algo así y cómo se medían los beneficios? Si el ladrón y futuro propietario no eran la misma persona, ¿qué provecho sacaba cada uno de ellos? Sus motivos para querer las páginas eran diferentes: venal en uno de los casos y en el otro…; no se le ocurría la palabra adecuada, quizá porque no comprendía aquel deseo.

La contessa interrumpió lo que estaba pensando cuando se aclaró la garganta en señal de impaciencia.

—Usted tiene fama de coleccionista —empezó diciendo él—. Una coleccionista inteligente.

Hizo una pausa para ver si respondía al cumplido, pero ella se mantuvo a la espera con expresión impasible y no le quedó más remedio que continuar.

—Yo no comprendo el deseo de poseer libros poco comunes. —Y para aclararlo añadió—: Me refiero a un deseo tan fuerte como para robarlos o encargar que los roben.

—¿Entonces?

—Entonces me gustaría que me ayudase a entender por qué hay gente que lo hace. Y qué clase de persona lo haría.

Ella lo sorprendió con una sonrisa.

—Donatella me ha contado alguna cosa sobre usted —dijo sin dejar de tratarlo con formalidad.

—¿Debería preocuparme? —preguntó él alegremente.

La sonrisa no desapareció.

—En absoluto. Me dijo que usted quería entender las cosas.

Antes de que Brunetti pudiera darle las gracias por el cumplido, pues él se lo había tomado así, ella continuó:

—Pero me temo que eso no le servirá de nada en este caso: no hay nada que entender. Los roban por dinero.

—Pero… —dijo Brunetti.

No le dejó acabar la frase.

—Eso es lo único que mueve a los ladrones. Olvídese de artículos sobre hombres que tienen una pasión desmedida por mapas, libros y manuscritos: eso no son más que tonterías románticas. Freud en la biblioteca.

Se inclinó hacia delante y levantó la mano, aunque en realidad no hacía ninguna falta que intentase llamar su atención.

—La gente roba libros y mapas y manuscritos, y cortan páginas sueltas o capítulos enteros porque los pueden vender.

A Brunetti no le costaba esfuerzo creer que la codicia fuera un motivo para que los humanos cometiesen crímenes, así que simplemente preguntó con tranquilidad:

—¿Y quién los compra?

—He oído rumores —dijo ella—. Tratantes, galeristas o casas de subastas, todos están dispuestos a comprar sin hacer preguntas.

—¿Los ladrones roban por encargo?

—Mientras los libros no tengan el sello de una biblioteca y sean lo suficientemente poco comunes, saben que los venderán. A una clase de cliente mejor, claro —añadió con fiero énfasis.

Brunetti se quedó en silencio.

—¿Y quiénes son? —preguntó finalmente.

Ella lo miró sin prisa, como si quisiera evaluar cuánta información podía darle.

—Los que quieren cosas bonitas a precios de saldo.

—¿Habla de gente que conoce?

—Y seguramente de gente que usted conoce —respondió ella.