8

Decidieron regresar a pie hasta la questura, pero el camino de vuelta fue mucho menos placentero. La calidez del día se había desvanecido mientras estaban en el bar. Brunetti podría haber enviado a un policía de uniforme a buscar a Franchini, pero se había rendido al impulso de estar en el exterior en movimiento y así había malgastado dos horas. Bueno, quizá eso no fuese del todo cierto: había tenido una agradable conversación con Vianello, había recordado ciertos episodios de la juventud y una fuente neutral había confirmado su creencia de que algunas personas simplemente nacían siendo malas. En conjunto, ese par de horas había sido más productivo que si hubiese pasado la tarde en su despacho leyendo archivos.

Reafirmó esta última idea al pasar el resto de la tarde haciendo precisamente eso: leyendo transcripciones de interrogatorios, normativas sobre el correcto tratamiento de mujeres sospechosas por parte de agentes varones y un nuevo formulario de tres páginas que debían utilizar las víctimas de accidentes de trabajo. El único respiro se lo proporcionó el ordenador cuando le llegó un correo electrónico del Departamento de Historia de la Universidad de Kansas que decía que en la facultad no había nadie llamado Joseph Nickerson y que la universidad no ofrecía la asignatura de historia del comercio marítimo y mediterráneo. Del mismo modo, el rector de la universidad, cuyo nombre aparecía en la carta a la que el señor Brunetti hacía referencia, tampoco había firmado dicho documento.

El comisario estaba preparado para esto; lo que le habría sorprendido sería que el doctor Nickerson hubiese resultado ser una persona real. Marcó el número de la signorina Elettra para ver si había averiguado algo, pero el teléfono sonó sin que nadie contestase. A pesar de que no eran más de las seis y media, su ausencia le dio pie para irse a casa.

Cuando cerró la puerta, oyó a Paola llamarlo con urgencia desde la parte de atrás del apartamento. En el momento en que entró en su dormitorio, los últimos resquicios de luz desaparecían por el oeste y enmarcaban la silueta de su esposa, que estaba retorcida hacia un lado, como presa de un fuerte dolor o frenesí. Tenía un brazo alrededor del cuello y el codo apuntándolo a él; del otro brazo solamente se adivinaba la mitad. En aquel instante se le pasó por la cabeza que podía estar sufriendo el ataque de una enfermedad fulminante, una hernia discal, una apoplejía; se le acercó con el corazón en un puño al tiempo que ella se daba la vuelta. Fue entonces cuando vio que tenía ambas manos aferradas a la cremallera del vestido.

—Ayúdame, Guido. Se me ha enganchado.

Tardó unos segundos en reaccionar como un buen marido, alcanzar la cremallera, apartarle las manos y agachar la cabeza para descubrir un diminuto fragmento de tela gris atrapado entre los dientes. Sujetó la tela por la parte de arriba e intentó mover la cremallera, primero hacia arriba y después hacia abajo. Después de unos cuantos tirones, consiguió liberar la tela y subir la cremallera hasta el cuello.

—Ya está —dijo, y le besó el pelo sin confesar que aún no había recuperado el aliento del susto.

—Gracias. ¿Qué te vas a poner esta noche?

Unos años antes se le ocurrió decir que iba a ir con el mismo traje que había llevado a trabajar ese día y Paola lo miró cómo si hubiese sugerido que lo primero que debía hacer al sentarse a la mesa era hacerle una proposición indecente a su madre. Desde entonces, y para evitar que lo mirase como si fuera un joven sin instrucción y poco ducho en las falsas sutilezas de la vida, siempre escogía el traje que pensaba que ella iba a considerar el más adecuado.

—El gris oscuro.

—¿El que Giulio mandó hacer para ti? —preguntó ella.

El tono que usó sugería que prefería no dar voz a la opinión que tenía de su viejo amigo Giulio. Fueron juntos a la escuela desde que a Giulio lo enviaron a vivir con una tía veneciana durante los seis años que su padre estuvo a la sombra. A pesar de que era napolitano, a Brunetti le cayó bien al instante: ingenioso, trabajador, sediento de conocimientos y placer y, como Brunetti, hijo de un hombre cuyo comportamiento muchos no aprobaban.

También como Brunetti, Giulio estudió Derecho penal, aunque él había decidido aplicar sus conocimientos a la defensa de los criminales en lugar de a arrestarlos y, por sorprendente que pudiese parecer, esto no había afectado a su amistad. Los amigos y conocidos de Giulio —por no hablar de su extensísima y bien conectada familia— rodearon a Brunetti de un halo protector durante los años que trabajó en Nápoles, algo que le agradecía tanto como intentaba pasar por alto.

Unos meses antes, Brunetti había regresado a Nápoles para interrogar a un testigo, y en su primera noche en la ciudad quedó para cenar con su amigo. En los cinco años que habían transcurrido desde la última vez que se habían visto, el pelo de Giulio se había vuelto completamente blanco, igual que el bigote que tenía bajo aquella larga nariz de pirata. Como su tez aceitunada había conseguido resistir los intentos del tiempo por envejecerla, el contraste con el pelo cano le hacía parecer aún más joven.

Brunetti empezó la conversación de forma precipitada, con un cumplido por el traje que llevaba: gris marengo con una raya negra prácticamente invisible. Giulio sacó una libreta y una pluma del bolsillo interior de la chaqueta, escribió un nombre y un número de teléfono, arrancó la página y se la pasó.

—Ve a ver a Gino: te hará uno en un día.

Brunetti frunció el ceño y Giulio tomó otro bocado de pescado. El dueño del restaurante les había asegurado que lo habían pescado aquella misma mañana. De pronto, Giulio posó el tenedor y cogió uno de los teléfonos que tenía junto al plato; escribió un mensaje, miró a su amigo con una amplia sonrisa de satisfacción y volvió a concentrarse en lo que realmente importaba en aquel momento: la cena.

Hablaron, como siempre hacían, de sus respectivas familias y, respondiendo a su vieja costumbre, evitaron asuntos de actualidad o de política. Sus hijos habían crecido y sus progenitores se habían hecho viejos, habían enfermado y habían muerto. El mundo que existía más allá del círculo familiar no contaba como tema de conversación. El hijo mayor de Giulio había dejado la escuela de negocios Bocconi para montar un grupo de rock, y la hija, que tenía dieciocho años, tenía un novio que no le convenía.

—Intento ser buen padre —dijo Giulio—. Quiero que sean felices y vivan bien. Pero veo hacia dónde se encaminan y no puedo hacer nada para remediarlo. Lo único que quiero es que estén a salvo.

Brunetti reconocía en las palabras de su amigo lo que él mismo deseaba para su familia.

—¿Qué pasa con su no…? —empezó a decir Brunetti, pero lo interrumpió la llegada de un señor bajo y calvo que se acercó a la mesa y saludó a Giulio.

Este se puso en pie, le estrechó la mano y le agradeció que hubiera acudido fuera de su horario de trabajo; al menos eso creía Brunetti que decía, ya que ambos hablaban en napolitano y, a juzgar por lo poco que estaba entendiendo, podría haber sido swahili.

Unos instantes después, el hombre se volvió hacia Brunetti, que le ofreció la mano. El hombre lo recorrió de arriba abajo con la mirada y después lo rodeó. El comisario, desconcertado, se quedó clavado en el sitio como hacía normalmente a la menor señal de amenaza.

Hablando en un italiano salpicado aquí y allá del sonido «sh», de ges que sustituían a las ces y de sílabas finales recortadas como cañones de escopeta, el hombre le dijo que no se preocupase, que solamente quería verle la espalda. Se apoyó en la mesa con una mano y posó una rodilla en el suelo, y entonces Brunetti se dio cuenta de que aquel hombre debía de ser Gino, sospecha que confirmó cuando este le cogió el dobladillo de la pernera derecha y tiró de ella con fuerza.

Asintiendo y hablando entre dientes, Gino se puso en pie, ofreció su mano para que Brunetti se la estrechara primero y Giulio después, y dijo que estaría listo a mediodía del día siguiente.

—Pero… no puedo —dijo Brunetti.

—Lo puedes pagar —dijo Giulio con una sonrisa—. Estate en paz con tu conciencia. Gino te cobrará precio de coste y te prometo que yo no le pagaré nada extra.

Miró al sastre, que sonrió, asintió y levantó ambas manos como si quisiera apartar de sí la mera idea. Antes de que Brunetti pudiera abrir la boca, Giulio dijo:

—Si no aceptas, será una deshonra para mí.

Gino se convirtió en el rostro de la propia tragedia.

—¿De acuerdo? —preguntó Giulio.

Aunque era abogado, Giulio jamás mentía; al menos no a sus amigos. Brunetti asintió y al día siguiente fue a ver a Gino, de ahí «el traje que Giulio mandó hacer para ti».

Paola se dio media vuelta y abrió un cajón a la caza de un pañuelo que ponerse sobre los hombros. En la calle iba a llevar chaqueta, pero una vez estuviesen en la casa no había manera de saber cómo se iba a comportar la calefacción de un edificio de ochocientos años de antigüedad.

Brunetti se quitó el traje que llevaba y lo colgó en el armario; se puso una camisa limpia, cogió de la percha el pantalón del otro traje —el de Giulio— y se lo puso. Escogió una corbata roja, ¿por qué no? Y al meter los brazos en las mangas de la chaqueta lo invadió una gozosa sensación. Se la colocó sujetándola por las solapas y movió los hombros hasta que le quedó perfecta. Entonces se miró en el espejo de cuerpo entero. Le había costado más de ochocientos euros: solamente Dios sabía lo que debían de pagar los clientes de Gino. El sastre no le dio recibo y Brunetti tampoco se lo pidió.

—Estoy en paz con mi conciencia —dijo para sí, y sonrió.

Tan solo tardaron un ratito en llegar a pie al palazzo y durante el camino no se cruzaron con nadie que pareciese tener prisa: la primavera estaba echando raíces en el subconsciente de la gente, forzándola a recordar el placer y el relax del final de un día de trabajo. Al final de las escaleras que había en el patio, un joven les abrió la puerta, le cogió la chaqueta a Paola y les comunicó que el conde y la condesa estaban en el salón pequeño.

Paola lo llevó por los pasillos que, según sabía Brunetti, un día serían suyos. Se concedió la licencia de pensar en cuántas personas eran necesarias para mantener el palazzo: ¿cómo se mantenía limpio un sitio como aquel? Nunca había conseguido contar todas las habitaciones y tampoco se permitía el lujo de preguntárselo a Paola. ¿Veinte? Debían de ser más, sin duda. ¿Y la calefacción? Por no hablar del nuevo impuesto sobre la vivienda. Seguramente no podrían mantenerlo solo con su sueldo, y Brunetti temía llegar a verse un día trabajando para mantener una casa en lugar de para mantener a su familia.

En cuanto entraron en el salón, sus reflexiones se desvanecieron. El conte Orazio Falier estaba de pie junto a la ventana mirando hacia el Palazzo Malipiero Cappello, mientras que la contessa Donatella estaba sentada en el sofá con una copa de prosecco en la mano. Brunetti sabía que era prosecco porque el conte había atacado los vinos franceses afirmando que no dejaría entrar ni una botella en la casa. Además, las viñas que tenía en Friuli producían uno de los mejores de la región y Brunetti tenía que admitir que su prosecco era mejor que muchos de los champanes que había probado.

Unos años antes, el conte había sufrido un leve ataque al corazón y desde entonces siempre recibía a su yerno con dos besos en lugar de un formal apretón de manos. Su carácter también había perdido aspereza en otros aspectos: era más afectuoso e indulgente con sus nietos, se mostraba menos dado a reírse de lo que él llamaba las cruzadas de Brunetti y el apego con que trataba a la contessa era aún más evidente.

Ah, bambini miei —dijo al verlos, para sorpresa de Brunetti.

¿Quería decir eso que después de más de dos décadas estaba preparado para aceptarlo como si fuera su propio hijo o no era nada más que una fórmula de afecto?

—Espero que no os importe que cenemos solos —añadió el conte mientras se dirigía a ellos con los brazos extendidos.

Posó las manos primero sobre los hombros de Paola y acercarla a sí para besarla y luego sobre Brunetti. Los llevó hasta su esposa y ambos se agacharon para darle sendos besos.

Paola se dejó caer en el sofá junto a su madre, se quitó los zapatos y recogió las piernas.

—Si me hubieseis dicho que íbamos a estar solos, no me habría puesto este vestido. Aunque hubiese obligado a Guido a llevar ese traje igualmente —añadió señalándolo—. ¿A que es bonito?

El suegro lo miró con aprobación.

—¿Te lo hicieron aquí?

Brunetti se preguntó qué era lo que le había dado la pista al conte de que el traje estaba hecho a medida y no lo había comprado en ninguna tienda. Era uno de esos poderes masónicos que tenían los hombres como él; eso y una mano izquierda que le permitía hablar con el cartero y con su abogado con la misma corrección y sin ofender por ser ni demasiado formal ni todo lo contrario. Quizá era el resultado de ochocientos años de buenos modales.

—Los dos estáis guapísimos —dijo la contessa con su italiano sin acento.

Había vivido en Venecia prácticamente toda la vida, pero no había permitido que el habla de la ciudad penetrase en la suya. Pronunciaba todas las eles y no se refería a su hija diciendo «la Paola». Sus frases no ondulaban al ritmo de ninguna cadencia.

—El traje es perfecto, Guido. Espero que tu superior te vea con él algún día.

El conte estaba a su lado con dos copas de prosecco.

—Es del año pasado —dijo al pasarles las copas—. ¿Qué os parece?

Brunetti dio un sorbo y le pareció delicioso, pero dejó que Paola, que conocía la jerga, fuese la que emitiera el juicio. Mientras ella lo probaba y le daba vueltas en la boca, él observó a sus suegros. El conte tenía el rostro surcado por más arrugas y el pelo más blanco, y a pesar de que Brunetti se daba cuenta de que ya no era tan alto como antes, su postura seguía igual de erguida. La contessa parecía igual que siempre, aunque el rubio de su pelo empezaba a dar señales de estar volviéndose blanco. Años atrás había tenido la sensatez de declararse enemiga del sol y, a resultas, su rostro no tenía manchas ni arrugas. Al hablar, Paola interrumpió sus pensamientos.

—Aún es joven y la sensación al final de la lengua es algo áspera, pero el año que viene estará perfecto. —Miró a Brunetti y añadió—: Así que el año que viene tendremos que venir más a menudo.

Después de eso, se echó a un lado y le dio una palmadita a su madre en el muslo antes de ponerse a comentar el último éxito académico de Chiara.

El conte se acercó de nuevo a la ventana y Brunetti, que nunca se cansaba de las vistas, lo siguió. Mientras miraba el agua a pie de calle, el conte dijo:

—Cuando era niño solía nadar ahí. —Y bebió un trago del vino.

—Yo también, pero no aquí. En Castello —dijo Brunetti.

Entonces, después de imaginar el estado del agua, añadió:

—Qué idea tan horrible, ¿verdad? Me refiero a bañarse ahora.

—Muchas cosas se han convertido en horribles en esta ciudad —dijo el conte, y señaló con la copa uno de los palazzi del otro lado del Gran Canal—. El tercer piso del Palazzo Benelli es un hostal. El compañero brasileño del heredero se ocupa de la gestión y eso le da lo suficiente para cubrir su hábito de cocaína.

Se inclinó hacia delante y señaló en dirección al canal, en su misma riva.

—El señor que vive dos casas más allá hizo que sus amigos lo nombrasen inspector de la Comisión de Bellas Artes y ahora ofrece servicios de consultoría para los permisos de restauración.

—¿Consultoría?

—Así lo llaman. Un inglés conocido suyo quería vaciar por completo el piano nobile de un palazzo cerca de Rialto, pero para eso necesitaba derribar una pared que tenía frescos del siglo XVI. Contrató sus servicios de consultoría y obtuvo el permiso.

—¿Cómo es posible? —preguntó Brunetti por pura curiosidad y sin la menor intención de dedicarse a algo así profesionalmente.

—Los frescos estaban ocultos por una pared falsa y seguramente llevaban así varios siglos. No los descubrieron hasta que los obreros empezaron a tirar la pared que los tapaba, por eso su existencia no llegó a registrarse nunca. Los obreros eran todos moldavos y no les importaba mucho lo que se hiciese. De modo que se le consultó y derribaron la pared.

—Es veneciano, ¿verdad? —preguntó Brunetti sin necesidad alguna.

Sabía de quién estaba hablando el conde y había oído otras historias sobre permisos de obra y cómo conseguirlos, pero su lado más perverso necesitaba la confirmación.

—Son todos venecianos —respondió el conte, pronunciando la palabra como si hubiese dicho «pedófilo» o «necrófilo»—. Los hombres que deciden que los cruceros pueden seguir haciendo temblar la ciudad como un flan y contaminarla más que Beijing, y los que insisten en que el MOSE funcionará y que hay que ver cuánto más podemos sacar del proyecto, y los hombres que gestionan el único casinò del planeta que pierde dinero.

Brunetti llevaba años escuchando —y diciendo— exactamente esas cosas, y en ese momento repitió lo mismo que a menudo se preguntaba:

—¿Qué vas a hacer al respecto?

El conte lo miró con verdadero afecto.

—Me alegro muchísimo de que por fin podamos hablar de tú a tú, Guido. —Bebió un sorbo de vino y posó la copa—. Lo único que puedo hacer es lo que llevo haciendo los últimos cinco años.

—¿Y qué es?

—Sacar mi dinero del país. Invertir en países que tengan futuro, invertir en países donde la ley cuente para algo.

Se quedó callado, y con eso invitaba a Brunetti a preguntar.

—¿Qué países son esos?

—Los del norte. Y Estados Unidos, Australia.

—Pero China no.

El conte hizo una mueca.

—Donde la ley cuente, Guido. No quiero ir de la sartén a las brasas. No quiero salir de un país en el que la ley es para tirarse de los pelos y el sistema político es corrupto para ir a parar a otro donde simplemente la ley brilla por su ausencia y el sistema está aún más corrompido.

Brunetti recorrió el globo mentalmente en busca de algún otro lugar donde prevaleciese el sistema legal y donde el dinero de su suegro —lo que a él verdaderamente le preocupaba— estuviese a salvo. Mientras buscaba un lugar seguro en aquella bola de color verde, azul y beis suspendida en el espacio, Brunetti cayó en la cuenta de que las personas solían estar a salvo en los mismos países donde el dinero también lo estaba. Sin embargo, dudó un momento: ¿era posible que en los últimos años se hubiese contagiado del capitalismo del conte y lo hubiese entendido todo al revés? Quizá en realidad el dinero estuviese seguro allí donde las personas vivían con seguridad.

En una conversación como aquella, debía andarse con pies de plomo. ¿Podía preguntarle de cuánto dinero se trataba? ¿Podía preguntarle si estaba invirtiendo en compañías con sede en otros países o si, por lo contrario, iba a trasladar las suyas? La Guardia di Finanza se ocupaba de asuntos como aquel y comprobaba que no hubiese irregularidades, aunque en la madeja de leyes italianas siempre había la manera de encontrar anomalías de un tipo u otro. «Haz las leyes para tus amigos, pero impónselas a tus enemigos». ¿Cuántas veces en la vida le habían explicado ese principio de supervivencia?

—Espero que tus planes tengan mucho éxito —apuntó sin que se le ocurriese nada mejor que decir.

—Gracias —dijo el conte.

Sonrió y asintió, reconociendo el derecho que tenía Brunetti a no entrar en una discusión en aquel ámbito.

—¿Y tú? ¿En qué estás trabajando?

No era necesario que Brunetti le pidiera al conte que no repitiese nada de lo que le iba a contarle: su suegro no había llegado a ser quien era en el país siendo un bocazas.

—Nos llamaron de la biblioteca Merula, a causa de un robo. Alguien que estaba consultando el fondo para una investigación ha cortado páginas de libros. Y hay otros volúmenes que han desaparecido.

—¿Cómo entró? —preguntó el conte—. ¿No comprueban los datos de la gente ni miran las solicitudes? Eso si les piden que las rellenen, claro —añadió después de una breve pausa cargada de paciencia fingida.

—Sí, rellenó la solicitud; pero usaba un pasaporte falso y una carta de recomendación falsificada de una universidad de Estados Unidos.

—¿Nadie se dio cuenta de que eran documentos falsos?

Brunetti se encogió de hombros.

—Creyeron que formaba parte de la comunidad académica.

El comentario fue recibido por una carcajada burlona de Paola, que al parecer había desviado la atención de su madre lo suficiente como para pillar al vuelo parte de su conversación.

—Comunidad académica… —repitió—. Me da la risa.

—Cariño, te enviamos a estudiar a todas esas escuelas famosas y mira cómo hablas ahora de tus colegas —dijo la contessa gentilmente—. ¿No podrías ser un poco más amable?

Paola se inclinó hacia el costado y echó el brazo alrededor de los hombros de su madre. Le dio un beso en la mejilla y luego otro.

Mamma, eres la única persona del planeta que considera que la chusma con la que estoy en la facultad son académicos.

—No olvides que tú estudiaste allí y que tú misma eres una académica, por favor —dijo su madre, aún sin asomo de reproche.

Mamma, por favor —le suplicó Paola.

Pero antes de poder decir nada más, el joven que los había recibido al llegar apareció a la entrada del salón y les comunicó que la cena estaba lista. Brunetti le ofreció la mano a la contessa; ella le dio la suya, ligera como una pluma, y se puso en pie sin esfuerzo alguno. Paola se levantó con mucha menos elegancia, se calzó y tomó a su padre del brazo, mientras que Brunetti acompañaba a su suegra hasta el comedor pequeño.

—Siempre me preocupo cuando oigo a Paola hablar tan mal de sus compañeros —dijo la madre cuando entraban.

—Yo he conocido a algunos de ellos —se limitó a decir Brunetti.

Ella lo miró brevemente y sonrió.

—Es una mujer muy impetuosa.

—¿Tu hija? —dijo Brunetti fingiendo estar sorprendido.

—Bueno, Guido, creo que a veces tú mismo la provocas.

—Sospecho que ni siquiera necesita provocación —respondió sin más.

Se sentaron alrededor de la mesa: Brunetti frente a Paola, con la contessa a la izquierda y el conte a la derecha. Una joven llegó con una enorme bandeja de cerámica que dejó en el centro de la mesa; el entrante de marisco era tan abundante que podría haber saciado el apetito de todos los comensales, del personal de la cocina y seguramente también de los de los palazzi vecinos.

La conversación era la típica de una familia: hijos, parientes, amigos comunes, enfermedades —cada vez más abundantes a medida que pasaban los años—; luego pasaron al estado del mundo y todos acordaron que la situación era nefasta.

Más tarde, mientras la chica del servicio retiraba los platos donde habían servido gnochi di patate con ragù, Paola preguntó:

—¿Le has contado a papá lo de la biblioteca?

—Sí —respondió el conte—. Veo que empieza a pasar aquí también.

Se encogió de hombros y bebió un trago de agua. A ninguno le pareció oportuno mencionar la biblioteca Girolamini de Nápoles, una de las más insignes del país, cuyo director, que ya estaba en prisión, la había sometido a un auténtico expolio. Dado que se creía que el catálogo, tal y como estaba tras el incidente, había sido alterado, no había manera posible de saber qué era lo que había desaparecido. Se estimaba que la cifra era del orden de dos mil a cuatro mil volúmenes, algunos de los cuales habían aparecido en Múnich, en Tokio, en las tiendas de respetados tratantes de libros y en las bibliotecas de políticos que, por supuesto, se mostraron atónitos porque esos volúmenes estuvieran presentes en su colección. «¿En mi biblioteca?». Se decía que se habían visto coches saliendo visiblemente cargados del patio de la biblioteca, crujiendo bajo el peso de todo el papel que transportaban. ¿Quién sabe cuántos libros llegaron a desvanecerse? Manuscritos, incunables, todos desaparecidos, esfumados, evaporados.

—Tengo amigos a los que les han robado en sus propias bibliotecas —dijo el conte interrumpiendo su ensoñación personal.

—¿Te importaría…? —dijo Brunetti, pero se arrepintió inmediatamente de haber abierto la boca.

El conte lo miró y sonrió.

—Creo que preferirían que no conozcas sus nombres, Guido.

Claro, claro: nadie quería que las autoridades supiesen qué tenían en casa. ¿Qué pasaría si al Gobierno se le ocurría (o cuando se le ocurriese) sacarse de la manga un impuesto sobre las posesiones privadas? Si eran capaces de volver a poner en vigor el impuesto sobre la vivienda o viviendas, ¿qué les impedía cobrar por lo que había dentro?

—¿No lo denunciaron? —quiso saber Brunetti.

La sonrisa del conte fue de indulgencia, pero no se molestó en contestar.

—Por lo menos yo conseguí que parase el que lo estaba haciendo en la universidad —presumió una Paola muy satisfecha consigo misma.

Nadie hizo ningún comentario al respecto. Como ninguno quería postre, habían pasado directamente al café y estaban expectantes por ver qué les traían en respuesta a la petición del conte de tomar «una grappina».

Para romper el silencio en que permanecían desde el último comentario de Paola, Brunetti se dirigió a su suegra y dijo:

—La contessa Morosini-Albani es una de los mecenas de la Merula, así que habrá que hablarle de los robos. ¿Cómo crees que reaccionará?

—¿Elisabetta es mecenas? —repitió la contessa—. Sensacional.

—¿Y eso?

—A veces Elisabetta es tan tacaña que cualquiera pensaría que nació aquí.

Brunetti se maravilló de que el padre de Paola dejara suelta a su esposa entre sus amigos venecianos. Su suegra continuó hablando en un tono más meditabundo y triste.

—Está tan loca por que la acepten en sociedad que quizá ser benefactora de algo sea el precio que está dispuesta a pagar.

—Si ha estado aquí contigo —dijo Brunetti señalando un retrato de Moroni de uno de los antepasados del conte—, entonces ya está aceptada, ¿no?

—Oh, bueno, ella viene porque es una de mis amigas más antiguas —dijo la contessa con una cálida sonrisa—. Pero la mayoría de la gente no la invita.

—Pero tú sí.

—Por supuesto que sí. Se portó muy bien conmigo cuando estábamos en la escuela. Es dos años mayor que yo y me protegía, de modo que ahora yo intento hacer lo mismo por ella, donde y cuando me es posible.

Se quedó pensando un momento, dejó la taza de café a un lado y prosiguió:

—No me había parado a pensarlo, pero la situación es parecida: yo era una extraña en aquel lugar y las chicas mayores, las más ricas, se portaban muy mal conmigo. En cuanto Elisabetta y yo nos hicimos amigas me aceptaron: al fin y al cabo, por mucho que la familia estuviese en bancarrota y el palazzo tan deteriorado, ella era la hija de un príncipe.

—Pues no parece que aquí haya ocurrido lo mismo —interrumpió Paola.

—Ya conoces a Elisabetta —dijo la contessa—. No tiene pelos en la lengua, juzga a las personas y, en general, no es de trato fácil. Y además, esa desgracia de hijastros…

Paola asintió.

—¿Desgracia para ellos, para ella o para los demás? —preguntó Brunetti al acordarse de la reacción de la signorina Elettra.

—Para todos, diría yo —respondió el conte.

La contessa no fue capaz de ocultar su asombro.

—¿Conoces a los hijastros?

—He tratado con Gianni por negocios —respondió—. Y he conocido a sus dos hermanas. Intentaron recuperar un dinero.

—¿Tuyo?

—De una inversión en una de mis empresas que hizo él a nombre de ellas.

—¿Qué pasó? —interrumpió Paola—. ¿Qué empresa?

—Oh, algo pequeño. Un parque eólico en los Países Bajos. Tampoco estamos hablando de mucho dinero.

—¿De cuánto? —inquirió Brunetti; tenía curiosidad por saber qué cantidad no era «mucho dinero».

—Oh, pues medio millón de euros, puede que un poco más. Ahora mismo no me acuerdo. Fue hace unos seis años.

—¿Qué pasó? —preguntó Paola.

—La empresa estaba muy bien gestionada, pero Gianni decidió salirse antes de lo esperado, y cuando vino a verme las acciones habían bajado más o menos a la mitad. Dijo que necesitaba el dinero, así que al principio intentó que se lo prestase, pero me negué. Entonces me ofreció venderme las acciones.

El conte miró a su esposa, pero la llegada de la grappa le evitó tener que seguir contando la historia.

Cogió la copita y abrió la boca para emitir su juicio, pero lo interrumpió la contessa.

—¿Qué te ofreció?

Brunetti, que no se había atrevido a hacer esa misma pregunta, estaba deseando conocer la respuesta. El conte brindó con su esposa y bebió un traguito; dejó la copita y ladeó la cabeza, como reconociendo que no le quedaba más opción que responder a su pregunta.

—Dijo que aceptaría un precio inferior por las acciones, siempre y cuando yo le hiciese un recibo para enseñárselo a sus hermanas con un precio aún más bajo. Me ofreció la diferencia en metálico. Las acciones pertenecían a los tres, pero él era el administrador y ellas no entendían el mundo de los negocios. —Entonces, con mucha elocuencia, añadió—: Confiaban en él. Al menos entonces.

—¿Y qué hiciste? —preguntó Paola.

—Rechazar su oferta. Le dije que era libre de vender las acciones como le viniera en gana, pero que a mí no me interesaba. —El conte dio otro sorbo y continuó hablando con creciente irritación—. Insistió mucho y tuve que ser muy cortante con él. Al final se marchó. —Después de unos instantes, prosiguió—: Las hermanas vinieron a verme un mes más tarde y me exigieron una compensación por su pérdida. —Suspiró—. Porque Gianni les había dicho que yo lo había engañado. A él y a todos.

—No me lo habías contado, Orazio —interrumpió la contessa.

—Querida, Elisabetta es tu amiga: no quería que te molestases.

—¿Y qué les dijiste? —preguntó visiblemente afectada por lo que el conte acababa de decir.

—Les dije que iban a tener que pedirle a su abogado que hablase con el mío y que él ya les explicaría lo que había pasado.

—¿Les contaste la faena que Gianni había intentado hacerles?

—No creo que eso hubiese sido lo correcto, querida. Se trata de su hermano.

—¿Y lo hicieron? ¿Os llamó su abogado?

—Sí, Arturo les explicó la venta.

—¿Les dijo lo que había intentado hacer Gianni?

—Ni siquiera se lo comenté a Arturo —dijo el conte, y se acabó la grappa.

—¿Qué va a ser de Gianni? —preguntó la contessa.

El conte se encogió de hombros y se levantó.

—No tengo ni idea. Lo único que sé es que no es tan listo como se cree y que es incapaz de dominar sus propios impulsos, de la clase que sean. Así que, haga lo que haga, siempre va a fracasar.