Fueron caminando porque no hacerlo hubiera significado desperdiciar la alegría que provocaba aquel sol aún pálido. Hacía suficiente calor como para animar a los capullos de las glicinias a desperezarse como aquellos atletas que arrastran los pies por el suelo justo antes de un sprint o un salto. Brunetti se dio cuenta de que, como cada año, estas ya habían empezado a cubrir la pared de ladrillos del jardín que había al otro lado del canal por el que pasaban en aquel instante. En cuestión de una semana, las panículas ya colgarían suspendidas sobre el agua, y tras otra más tendría lugar una explosión de color violeta de la noche a la mañana. El perfume se precipitaría sobre los transeúntes y todo el que sintiese su olor se preguntaría qué diantres hacía yendo a trabajar en un día como aquel y por qué tenía que pasarse las horas mirando la pantalla de un ordenador cuando afuera el ciclo de la vida estaba volviendo a empezar.
Para Brunetti la primavera era una sucesión de recuerdos olfativos: las lilas del patio junto a la Madonna dell’Orto; los lirios de los valles que traía el viejo de Mazzorbo, que todos los años vendía en las escaleras de la iglesia de los Jesuitas y que llevaba tantos haciéndolo que nadie se atrevía a cuestionar su derecho a montar el tenderete; el olor a sudor fresco de cuerpos limpios y apiñados en los concurridos vaporetti, un agradable cambio en comparación con el olor viejo de los abrigos y chaquetas que durante el invierno se habían llevado mucho y lavado poco.
Si la vida tenía un olor, este tenía que estar presente en la primavera. A veces Brunetti quería darle un bocado al aire para degustarlo, a sabiendas de que era imposible. Aún era demasiado pronto para pedir un spritz, pero las ganas de tomar ponche de ron habían desaparecido con el último día frío.
Tal como le ocurría desde niño, especialmente hacia el final del periodo de hibernación emocional, sintió una oleada de buena voluntad hacia todo en general, hacia todos y todo lo que lo rodeaba. Todo lo que veía le alegraba la vista, y la posibilidad de dar un paseo era embriagadora. Como si fuera un perro pastor, guio a Vianello por el camino que él quería tomar y pasó por delante de San Antonin hasta llegar a la riva. Delante quedaba San Giorgio, la imagen de la basílica filtrada por un bosque de mástiles de los barcos que había amarrados junto al muro que tenían enfrente.
—En días así me dan ganas de dejarlo —dijo Vianello para sorpresa de Brunetti.
—¿Dejar qué?
—El trabajo. De ser policía.
Brunetti se esforzó por permanecer en calma.
—¿Y qué harías?
Ambos sabían que hubiese sido más rápido ir por el interior cruzando el puente frente al Arsenale y después subir por el Tana, pero la oportunidad de contemplar aquella extensión de agua los atrajo y no fueron capaces de resistir la fuerte tentación.
Vianello se quedó mirando la iglesia y el suave oleaje del bacino unos instantes y después giró hacia la izquierda, hacia Via Garibaldi.
—No lo sé. No hay nada que me interese tanto como mi trabajo; me gusta lo que hago. El problema son estos días, el inicio de la primavera, que me hacen querer salir corriendo y escaparme con un campamento de gitanos o enrolarme en un buque de carga o navegar hasta… no sé. Hasta Tahití.
—¿Te importa si me apunto? —preguntó Brunetti.
Vianello se echó a reír y soltó un resoplido: la idea de que cualquiera de los dos se armase del valor suficiente como para hacer algo así le parecía imposible.
—Estaría bien, ¿verdad? —preguntó, pues daba por sentado que Brunetti no se iba a atrever.
—Yo me escapé una vez —dijo Brunetti.
Vianello se detuvo y se volvió hacia él.
—¿Te escapaste? ¿Adónde fuiste?
—Tenía doce años —contó Brunetti mientras daba paso a la memoria—. Mi padre se había quedado sin trabajo y no teníamos mucho dinero, así que decidí buscar un trabajo para llevar algo a casa.
Negó con la cabeza pensando en la juventud, o puede que en su buena voluntad o en el arrebato de locura.
—¿Qué hiciste?
—Cogí el vaporetto a Sant’Erasmo y me puse a preguntar a los granjeros que encontraba en los campos si podían darme trabajo; entonces había muchísimos más que ahora.
Se quedó esperando, pero Vianello echó a andar y tuvo que apresurarse para alcanzarlo.
—No quería un trabajo de verdad: solo que me dieran tareas para ese día. Debía de ser fin de semana, porque no recuerdo haberme saltado ninguna clase.
Se colocó en el lado de fuera, más cerca del agua.
—Al final uno me dijo que de acuerdo, me dio la azada con la que estaba cavando y ordenó que terminara de remover la tierra de aquel campo.
El paso de Brunetti se hizo más lento, y Vianello acompasó el suyo para no dejar los recuerdos atrás.
—Empecé cavando demasiado rápido y hondo, así que me hizo parar y me enseñó cómo hacerlo: tenía que meter la azada en diagonal, empujarla con el pie, darle la vuelta a la tierra y romper el terrón con las puntas. Y volver a empezar.
Vianello asintió.
—¿Qué pasó? —preguntó al ver que Brunetti se había quedado callado.
—Pues que me dejó trabajar el resto de la tarde. Cuando acabé tenía ampollas ensangrentadas en ambas manos, pero seguí cavando porque quería llevarle algo a mi madre.
—¿Y le llevaste algo?
—Sí. Cuando hube removido la tierra de medio campo me dijo que ya era suficiente y me dio algo de dinero.
—¿Te acuerdas de cuánto te dio?
—Creo que doscientas liras, no me acuerdo, pero entonces me pareció una fortuna.
—Ya me lo imagino.
—Me llevó a su casa a que me lavase la cara y las manos y a que me limpiara los zapatos. Su mujer me preparó un bocadillo y un vaso de leche; creo que la habían ordeñado ese mismo día, era sensacional. No he vuelto a tomar nada igual desde aquel día. Después de eso volví al imbarcadero y regresé en el vaporetto.
—¿Qué dijo tu madre?
Brunetti se detuvo otra vez.
—Subí a casa y la encontré en la cocina. Cuando me vio me preguntó si me había divertido jugando con mis amigos; supongo que era fin de semana.
—¿Y qué más?
—Puse el dinero en la mesa y le dije que era para ella. Que lo había ganado trabajando. Entonces me vio las manos y les dio la vuelta. Me puso yodo y me las vendó.
—Pero ¿qué dijo?
—Me dio las gracias y dijo que estaba orgullosa de mí, pero que esperaba que me hubiese dado cuenta de lo duro que era trabajar cuando solamente se podían usar las manos. —Brunetti sonrió, aunque en el recuerdo no cabía el humor—. Al principio no lo entendí, pero luego fui consciente de que había trabajado todo el día; bueno, me pareció todo el día, pero supongo que fueron unas horas nada más. Y lo único que había conseguido era suficiente dinero para comprar un poco de pasta y arroz, y a lo mejor un pedazo de queso también. Así que comprendí lo que me quiso decir: si trabajas con las manos, solamente consigues lo suficiente para comer. Y supe que no quería vivir así.
—Y lo has conseguido —comentó Vianello con una amplia sonrisa.
Le dio una palmadita en el brazo y se dirigió hacia Via Garibaldi. Al entrar en la amplia calle, Brunetti vio pruebas de su teoría de que aquella era una de las pocas zonas de la ciudad donde aún vivían principalmente venecianos. Bastaba con fijarse en las chaquetas de punto de color beis y en las permanentes hechas con sumo cuidado para darse cuenta de que las señoras eran venecianas; y en que la mayoría de los hombres extranjeros no se acercaban tanto unos a otros para hablar. Era evidente que los chicos que iban en monopatín no estaban allí de vacaciones. Las tiendas también eran una prueba, pues vendían artículos que se iban a utilizar en la misma ciudad; no eran cosas para envolver y llevar a casa como si fueran un trofeo del que presumir, como un ciervo abatido y atado al techo de un coche. Allí la gente compraba utensilios para la cocina, papel higiénico y camisetas de algodón blanco que usaban debajo de la ropa.
Al final de la calle, donde se juntaba con el canal del Rio di Sant’Anna, se situaron a mano izquierda y Brunetti tomó el mando, pues había buscado el número en Calli, Campielli e Canali. La dirección estaba en Campo Ruga y se dejó conducir por la memoria: izquierda, derecha, llegar hasta el canal y cruzar el puente; después girar la primera a la izquierda y allí estaba el campo.
La casa estaba al otro lado, en un edificio estrecho que pedía a gritos un enlucido nuevo y, a juzgar por su aspecto, también había que cambiar el canalón. El goteo de agua se había comido el yeso de la fachada por tres lugares diferentes y ya había empezado el postre devorando también los ladrillos de debajo. El sol había aclarado la pintura de los postigos de los apartamentos del primer y el segundo piso hasta dejarlo de un verde cansado y polvoriento. Cualquier veneciano sería capaz de leer los desconchones grises de la pared igual que un arqueólogo observa los estratos para determinar cuánto tiempo ha pasado desde el último asentamiento humano: los apartamentos llevaban décadas vacíos.
Los postigos del tercero estaban abiertos, aunque no parecían en mejor estado que los de los pisos inferiores. Junto a la puerta había tres timbres, pero solamente el último tenía un nombre: «Franchini». Brunetti llamó, esperó y volvió a llamar, esta vez prestando atención a cualquier ruido que pudiese escaparse desde arriba. Nada.
Miró alrededor del campo y este le pareció curiosamente inhóspito. Había dos árboles desnudos que no parecían interesados en la llegada de la primavera, y dos bancos tan descoloridos y sucios como los postigos de la casa. Aunque era un campo muy amplio, no había niños jugando; podía ser a causa del canal que discurría a un lado, que no tenía muro.
No se había molestado en escribir el número de teléfono, pero Vianello, que tenía un smartphone, buscó el listín en internet, encontró el número y llamó. Desde abajo alcanzaron a oír el sonido agudo y metálico del teléfono. Sonó diez veces y paró. Ambos se alejaron del edificio para mirar las ventanas, como si esperasen que un hombre las abriese de par en par y cantara su primera aria. Pero no pasó nada.
—¿El bar? —preguntó Vianello señalando con un gesto de la barbilla un local que se encontraba al otro extremo del campo.
Por dentro, aquel sitio parecía tan maltrecho como los postigos del apartamento; todo, incluyendo al camarero, estaba viejo y desvencijado, y necesitaba que le pasaran una bayeta. El camarero los miró cuando entraron y les ofreció lo que seguramente él consideraba una sonrisa de bienvenida.
—Sì, signori?
Brunetti pidió dos cafés, se los sirvieron inmediatamente y estaban sorprendentemente buenos. Desde el otro extremo del bar les llegó un sonido metálico y repentino; al volverse hacia allí vieron a un hombre sentado en una banqueta frente a una máquina tragaperras: el ruido era el de las monedas que estaban cayendo en la bandeja. Cogió una cuantas y empezó a meterlas en la máquina y a pulsar los botones de colores llamativos. Un zumbido, unos clics y muchas luces. Pero nada.
—¿Conoce a Aldo Franchini? —preguntó Vianello en veneciano al camarero al tiempo que ladeaba la cabeza en dirección al edificio.
Antes de responder, el camarero miró al hombre de la tragaperras.
—¿El que era cura? —preguntó al final.
—Ah, no sé —respondió Vianello—. Solo sé que estudió teología.
El camarero se lo pensó el tiempo que consideró necesario.
—Sí, es verdad —dijo finalmente—. Qué raro, ¿no?
—¿Que estudiase teología o que se saliese de cura? —preguntó Vianello.
—Tampoco importa mucho, ¿no? —dijo el camarero.
Hablaba sin hacer ningún reproche. En cualquier caso, su tono era tan empático como si le acabasen de decir que alguien había dedicado parte de su vida a aprender a reparar máquinas de escribir y faxes.
Vianello pidió un vaso de agua.
—¿Sabe algo más sobre él? —preguntó Brunetti.
—¿Son policías?
—Sí.
—¿Tiene que ver con el tipo que le partió la nariz? ¿Lo han soltado ya?
—No —le aseguró Brunetti—. Aún le quedan unos años de condena.
—Bien. Deberían quedárselo una buena temporada.
—¿Lo conoce?
—Íbamos juntos al colegio. Era un chaval malo y violento, y se ha convertido en un hombre malo y violento.
—¿Y eso por qué? —inquirió Brunetti.
El camarero se encogió de hombros.
—Nació así.
Ladeó la cabeza para señalar al hombre que estaba metiendo monedas en la tragaperras.
—Es como él: no lo puede evitar; es como una enfermedad.
Entonces, como si la simplicidad de su propia respuesta lo decepcionase, preguntó:
—¿Por qué buscan a Franchini?
Al ver que ninguno de los dos contestaba, señaló de nuevo al hombre de la máquina con un gesto de la cabeza y siguió hablando.
—¿Cree que…?
Pero una cascada de monedas ahogó el final de la pregunta. Brunetti no estaba seguro de qué había dicho y, al parecer, Vianello tampoco se había enterado.
—Nos gustaría hablar con él. Podría haber visto algo que nos interesa, así que queremos hacerle unas preguntas, nada más.
—Sí, ya he oído eso en boca de la policía —dijo el camarero con preocupación.
—Solamente queremos hablar con él —repitió Brunetti—. No ha hecho nada malo, simplemente estaba presente cuando alguien lo hizo.
El camarero empezó una frase, pero calló casi de inmediato. Brunetti sonrió y lo instó a hablar.
—Dígalo.
—Esa distinción no suele importarle mucho a la policía —se arriesgó a decir.
Vianello miró a Brunetti y dejó que contestara él.
—En esta ocasión solo buscamos información.
Brunetti era consciente de que el hombre estaba batallando con su propia curiosidad.
—Lo vi ayer por la mañana, cuando vino a tomar café. Pero no lo he vuelto a ver.
—¿Suele venir a menudo?
—Sí, bastante.
Brunetti se volvió al oír una irrupción de ruido que venía del fondo del bar. El hombre de la tragaperras estaba aporreando la máquina.
—Ya basta, Luca —gritó el camarero, y el ruido paró.
Miró a Brunetti y Vianello y dijo:
—¿Lo ven? Ya se lo he dicho: es una enfermedad.
El comisario pensó que lo decía en broma, pero al parecer hablaba en serio.
—No deberían permitírselo. Pueden gastárselo todo como si nada —dijo con verdadera indignación.
Brunetti esperó a que Vianello hiciera la pregunta correspondiente, pero el inspector no dijo nada, de modo que el commissario sacó una tarjeta de la cartera, escribió su número de telefonino y se la entregó al camarero.
—Cuando vuelva, ¿me haría el favor de darle esto y pedirle que me llame?
Sacó dos euros del bolsillo y los dejó en la barra. Mientras se daban media vuelta para salir del local, escucharon una ráfaga de obscenidades que venía del hombre de la tragaperras, pero la puerta se cerró y la cortó.