6

Brunetti se detuvo junto a las escaleras y reflexionó sobre lo extraño que le resultaba que ambos diesen por sentado que alguien capaz de ocupar su tiempo en leer a los Padres de la Iglesia era indudablemente honesto. Había una multitud de motivos para que Franchini hubiera escogido esos textos: interés por la retórica, por la historia, por las minucias de las discrepancias teológicas. Sin embargo, tanto Brunetti como la signorina Elettra habían llegado automáticamente a la conclusión de que él no podía tener nada que ver con los robos, ni siquiera ser consciente de ellos. Como si el manto de la supuesta santidad de los Padres cubriese también a Franchini.

Brunetti no recordaba cuál era la opinión que el Tertuliano cuyo lugar estaba en la historia de la religión tenía sobre el robo, pero difícilmente lo hubieran nombrado Padre de la Iglesia a menos que lo hubiese condenado; si no, ¿de qué servía el mandamiento? ¿Cuál era, el cuarto? Como él bien sabía, la codicia aparecía más tarde en la lista y era un pecado que Brunetti siempre había considerado un paso previo al crimen de pensamiento de Orwell. De hecho, codiciar a la mujer o los bienes de otra persona le parecía algo bastante normal. Si no fuese así, ¿por qué otro motivo iban a ser famosas las estrellas de cine? ¿Por qué construir el palacio real de Caserta o comprar un Maserati o un Rolls-Royce si no es porque llevamos la envidia y la codicia en los huesos?

De regreso en su escritorio y sin reparar en la diferencia horaria, decidió llamar al Departamento de Historia de la Universidad de Kansas. Marcó el número, y después de cinco tonos escuchó una grabación que decía que el horario de oficina era de nueve de la mañana a cuatro de la tarde de lunes a viernes y que por favor pulsase la tecla uno si quería dejar un mensaje. Hablando en inglés explicó que era un comisario de la policía italiana y que le gustaría que alguien lo llamase o le enviase un correo electrónico; dejó su nombre, número de teléfono y dirección de correo electrónico, le dio las gracias al contestador y colgó. Volvió a mirar la hora y con los dedos de ambas manos calculó que en Kansas aún era de noche; así que, sin confiar demasiado en la combinación de tecnología y oficinistas, encendió el ordenador y buscó el correo del departamento de historia. Esta vez ofreció una explicación más detallada de lo que necesitaba, dio el nombre de Nickerson, cuál era su área de investigación y el nombre de la persona que firmaba la carta, y rogó que le contestasen con la menor brevedad posible, pues el asunto guardaba relación con un delito.

Leyó rápidamente sus correos electrónicos sin encontrar nada que le resultase de interés, por mucho que los remitentes exigieran con verdadera insistencia una respuesta. Abrió el archivo de las personas que habían sido arrestadas en los últimos diez años, escribió «Piero Sartor» y finalmente añadió «Pietro» por si acaso. La búsqueda arrojó dos resultados: uno con Piero y otro con Pietro, pero a priori quedaban excluidos por la edad, pues el primero tenía más de sesenta años y el segundo tan solo quince. Simplemente para descartarla, introdujo el nombre de Patrizia Fabbiani, pero ella no aparecía en la lista.

Mientras hacía esto, se le ocurrió que quizá valiese la pena duplicar la búsqueda de la signorina Elettra e introdujo el nombre de Aldo Franchini.

—Vaya, vaya, vaya —musitó al ver que el sistema le mostraba un hombre de sesenta y un años que vivía en Castello, 333.

Brunetti no sabía dónde quedaba exactamente la dirección, pero sí que estaba un poco más allá de un extremo de Via Garibaldi.

Aunque no lo habían arrestado, Franchini había sido interrogado seis meses antes en relación con un incidente que había tenido lugar en Viale Garibaldi y había acabado con él en el hospital con la nariz rota. Un hombre que estaba sentado en un banco del viale le había dicho a la policía que había visto a Franchini sentado en otro con un libro en la mano y que algo más tarde estuvo hablando con una mujer que estaba de pie delante de él. Un rato después el hombre escuchó hablar a alguien que parecía enfadado y al volverse hacia allí vio que en lugar de la mujer había un hombre. Sin ningún tipo de aviso, este último levantó a Franchini por las solapas, le dio un puñetazo y se largó.

Sobre el asaltante, que fue rápidamente identificado y arrestado y que tenía un historial de pequeños robos y receptación, pesaba una orden de alejamiento de al menos cien metros de su anterior compañera, a quien había amenazado de muerte. Se trataba de la mujer que había estado hablando con la víctima.

Sin embargo, Franchini se negó a denunciar al asaltante y dijo que cuando este le había chillado, él se levantó y que creía que entonces se había tropezado y se había roto la nariz él solo.

Brunetti introdujo el nombre del asaltante, Roberto Durà, en el programa, que le mostró una retahíla de arrestos por delitos leves, ninguno de los cuales había culminado en una condena penitenciaria. Normalmente se debía a que no había testigos ni suficientes pruebas, o a que el juez de instrucción había decidido que el caso no merecía la pena. No obstante, descubrió que Durà estaba cumpliendo una pena en Treviso: lo habían condenado tres meses antes a cuatro años por robo a mano armada y agresión.

Miró por la ventana y vio un cielo azul salpicado de nubes que se dirigían trabajosamente hacia el este: el día perfecto para ir paseando hasta Castello y echar un vistazo. De camino paró en la oficina de los agentes, donde encontró al ispettore Vianello inclinado sobre su mesa, hablando por el telefonino con una mano sobre el auricular para que no se escapara el sonido de su voz. Brunetti se detuvo a unos metros de él y le observó la cara: tenía los ojos cerrados y la expresión resuelta, como si estuviera alentando a un caballo a ganar, ganar y ganar.

Como no tenía intención de distraer al inspector de su llamada, se dirigió a la mesa que Alvise compartía con Riverre y encontró al primero escribiendo algo en una libreta. No obstante, cuando se le acercó se dio cuenta de que era un crucigrama. Quizá un sudoku fuese demasiado complicado para él. Estaba tan concentrado en las palabras que no se percató de que se le aproximaba su superior, y cuando este pronunció su nombre, el agente dio un respingo y se puso en pie inmediatamente.

Sì, signore —dijo, y se arriesgó a sacarse un ojo al llevarse a la frente la mano con la que sostenía el lápiz.

—Cuando Vianello haya terminado, ¿puede pedirle que baje al bar?

—Faltaría más, commissario —dijo el agente, e hizo una anotación en uno de los márgenes del libro de crucigramas con el lápiz.

—Gracias —dijo Brunetti, que, por una vez, no supo de qué charlar con Alvise.

Salió de la questura y fue hasta el bar recorriendo la riva. Bambola, el senegalés que prácticamente se encargaba del bar, sonrió al verlo entrar y le sirvió un vino blanco. Brunetti lo cogió, se hizo con la edición del día de Il Gazzettino y se dirigió al reservado que había al otro extremo; estaba cerca de la ventana y así podría ver llegar a Vianello. Abrió el periódico por la página central. Miró la hora despreocupadamente y de pronto se dio cuenta del hambre que tenía, así que sacó el telefonino con la intención de enviar un mensaje de texto a Paola para disculparse por haberse olvidado de la comida, pero finalmente se armó de valor y decidió llamarla.

Ella refunfuñó, pero como no llegó a decirle qué platos se iba a perder, supo que tampoco le importaba tanto. Prometió volver a casa a la hora de cenar, le dijo que la quería sin medida y colgó. Después llamó a Bambola y le pidió que escogiera tres tramezzini para él y otros tres para Vianello, y volvió a concentrarse en el diario.

Se encontró con el habitual caos político, pero Brunetti se había prometido no leer nada relacionado con política hasta que acabase el año o hasta el advenimiento del Rey Filósofo. Veinte hectáreas de tierras de cultivo en Campania cubiertas de residuos tóxicos; el artículo iba acompañado de fotos de las ovejas envenenadas, las últimas que habían pastado allí. Una visita sorpresa de la Guardia di Finanza a las oficinas del partido que llevaba gobernando en Lombardía la última década; eso contaba como política, ¿no? Un premio honorario al civismo a un hombre que quería construir una torre de fealdad sin par en el lado de tierra firme y que se podría ver desde cualquier punto de Venecia. Brunetti suspiró y volvió a la primera página, donde encontró la foto del antiguo director del proyecto MOSE —en el que ya se habían invertido siete mil millones de euros para impedir la entrada del agua de la laguna— arrestado y acusado de corrupción. Sonrió, alzó la copa para brindar burlonamente y dio un largo trago.

—Alvise me ha dicho que querías que bajase —dijo Vianello mientras posaba el plato de tramezzini y una copa de vino blanco en la mesa.

Antes de que Brunetti pudiera decir algo, el inspector regresó a la barra y volvió con un par de vasos de agua. Los dejó sobre la mesa y se sentó en el banco junto al comisario.

Brunetti le dio las gracias con un gesto de la cabeza y cogió uno de los sándwiches.

—¿Habéis conseguido alguna huella de los libros? —preguntó, pues aún no había tenido oportunidad de hablar con Vianello.

Vianello tomó un sorbo de vino y dijo:

—Hasta hoy nunca había visto a dos técnicos de laboratorio estar tan cerca de echarse a llorar.

—¿Por qué? —preguntó Brunetti, y le dio un bocado al tramezzino de huevo y atún.

—¿A que nunca te has parado a pensar en cuánta gente toca un libro de una biblioteca? —Vianello posó la copa y cogió uno de los sándwiches.

Oddio —dijo Brunetti—. Claro, habrá decenas de huellas. ¿Le han tomado las huellas al personal? —preguntó después de beber un trago de vino.

—Sí —dijo Vianello—. No paraban de decir que en un libro habría cientos de huellas, pero cuando les dijimos que teníamos que tomar las suyas colaboraron.

—¿Incluso la direttrice? —quiso saber Brunetti.

—Ella fue quien les dijo que lo hicieran. Hasta se prestó voluntaria para que tomásemos las suyas.

Brunetti se sorprendió: según su experiencia, las personas en puestos de autoridad raramente cooperaban con lo que pedía la policía.

—Bien hecho —dijo, y cogió otro sándwich—. Voy a ir a Castello a hablar con alguien: he pensado que a lo mejor querías venir.

El emparedado era de jamón y alcachofas, y le daba la sensación de que Bambola le había retirado parte de la mayonesa antes de servírselo.

—Sí, claro —dijo Vianello, y cogió el segundo tramezzino—. ¿Qué quieres que sea: poli bueno o poli malo?

Brunetti respondió con una sonrisa.

—Hoy no hace falta. Los dos podemos ser el bueno porque solo quiero charlar un poco con un tipo.

—¿Con quién?

Brunetti le contó detalles del robo y del maltrato que habían sufrido los libros; le habló sobre la conexión entre el caso y los Morosini-Albani y por último describió la extraña reacción de la signorina Elettra a la mera mención del apellido.

—¿Conocía al hijastro? —preguntó Vianello—. ¿Cómo se llamaba…? ¿Giovanni, Gianni?

Cogió otro sándwich y bebió un trago de vino. A Brunetti le volvió a picar la curiosidad: Gianni Morosini-Albani era el estandarte de la erradicación de la nobleza: deshonesto y conocido consumidor de sustancias ilegales. ¿Él y la signorina Elettra? La mera idea le daba escalofríos. Decidió no dar voz al deseo de defenderla y se limitó a decir:

—No parecía contenta de oír su nombre.

—Tiene fama de ser encantador —dijo Vianello sin convicción alguna.

—Sí, muchos parecen encantados con él —sugirió Brunetti.

Vianello desestimó la afirmación con un gesto de la mano.

—Hace años estuve presente en una de las veces que lo arrestaron. Bueno, iban a llevarlo a prestar declaración. Hará quince años, más o menos. Fue muy amable; invitó al commissario a entrar y nos ofreció café. Éramos tres, contando al commissario.

El recuerdo no hizo sonreír a Vianello.

—¿Quién era?

—Battistella.

Brunetti se acordaba de él: un tonto que se las había arreglado para prejubilarse y al que aún se le veía en los bares hablando sobre su ilustre carrera como defensor de la justicia. Según se había percatado Brunetti, a lo largo de los años la gente había dejado de invitarlo, pero él parecía estar siempre dispuesto a pagar las consumiciones de cualquiera que lo escuchase, cosa que le garantizaba un público constante.

—Battistella estaba encantado, claro. El hijo de una de las familias más ricas de la ciudad, el heredero, el favorito de las mujeres, invitándonos a café —dijo Vianello con tono más crítico—. Creo que se enamoró del chico. Si hubiese querido escapar, Battistella le habría ayudado; a lo mejor hasta le hubiese ofrecido su arma y le hubiera sujetado la puerta.

—¿Por qué tenía que ir a declarar?

—Por un asunto relacionado con una joven, una chica de quince o dieciséis años. La noche anterior habían tenido que llevarla al hospital por algún tipo de sobredosis. Había estado en una fiesta en el palazzo, pero sin que nadie supiera cómo apareció en la entrada trasera del hospital.

Vianello calló un momento y después se corrigió a sí mismo con tono aún menos afable:

—Bueno, la chica dijo que estuvo en el palazzo, pero ninguno de los que ella nombró recordaba haberla visto.

—¿Y qué le pasó?

Vianello se encogió de hombros con gran elocuencia.

—Era menor, así que se archivó el expediente. Pasó la noche en el hospital, a la mañana siguiente le dieron el alta, y cuando les contó a sus padres lo que había pasado ellos nos llamaron.

—Y por eso fuisteis a su casa.

Brunetti tendió la mano buscando otro sándwich, pero vio que Vianello ya se había comido el último, de modo que se terminó el vino.

—El juez lo llamó y le dijo que quería hablar con él sobre lo que había pasado en la fiesta, pero Gianni le dijo que estaba muy ocupado y que a qué fiesta se refería exactamente.

Vianello cogió la copa, pero estaba vacía, de manera que volvió a posarla en la mesa.

—Después de la llamada, el juez nos mandó a buscarlo a su casa para «mantener una conversación».

—Para ver si recordaba la fiesta. O a la chica.

—Exacto.

—¿Era Rotili? —preguntó Brunetti.

Se trataba de un juez particularmente agresivo cuyos éxitos le habían valido un traslado a una pequeña población en la frontera entre el Piamonte y Francia, donde podía ocuparse del robo de esquís y animales de granja.

—Sí, y seguramente fue el motivo de su traslado. El padre de Gianni seguía vivo por aquel entonces y se negaba a creer que su hijo pudiese hacer algo malo.

Brunetti no había conocido al difunto conde, pero estaba al tanto de su reputación y de hasta dónde llegaban los tentáculos de su poder.

—¿Así que Rotili tuvo que irse al Piamonte?

—Eso es —respondió Vianello sin más comentarios.

—¿Cómo acabó la historia de la chica? —quiso saber Brunetti.

—Nombró a cuatro personas que, según ella, estuvieron allí. Todos le sacaban al menos quince años —dijo Vianello—. Incluyendo a Gianni.

—Y ninguno de ellos había estado en una fiesta y jamás había visto a la joven, ¿no?

—Exacto. Y entre esas personas había dos mujeres —dijo Vianello sin poder ocultar su indignación.

—¿Cómo se comportó Battistella?

—Yo solo era un policía de a pie y tuve suficiente cabeza como para cerrar el pico, pero fue horrible.

—¿Qué quieres decir?

—Que vi cómo un hombre de unos cincuenta años besaba el suelo que pisaba otro que no tenía más de treinta, que ya había sido arrestado al menos en otros dos países y cuyo consumo de drogas era conocido. Y que además seguramente también las suministraba a sus amigos ricos.

Vianello se inclinó hacia delante y se apoyó sobre los antebrazos.

—Le dijo a Battistella que, para haberse inventado una historia como aquella, la muchacha debía de estar loca. Y al ver que Battistella le daba la razón, Morosini dijo que seguramente era por las drogas, y que la forma en que la gente trataba a sus hijos, sin disciplina alguna, le parecía una vergüenza.

Vianello se echó atrás de pronto y se recostó en el banco, como si quisiera alejarse de sus propias palabras o de los recuerdos de aquella escena.

—Para entonces yo ya tenía algo de experiencia, así que no dije nada. Simplemente me quedé allí plantado, con cara de idiota.

—A Battistella siempre le gustó eso. —Brunetti se permitió el comentario—. ¿Qué pasó?

—Que yo recuerde hacía buen día, de modo que los dos fueron paseando juntos hasta la questura, charlando como dos viejos amigos. —Hizo una pequeña pausa—. Me sorprende que no fuesen de la mano.

—¿Y qué hiciste tú?

—Ah, yo fui unos pasos por detrás y dejé bien claro que no me interesaba lo que se dijeran. Iba con el otro tipo, ahora no me acuerdo ni de quién era, y de vez en cuando comentábamos algo. Pero en realidad estaba escuchando la conversación. Costaba no oírles, la verdad —añadió un momento después.

—¿De qué hablaban?

—De chicas.

—Ah —dijo Brunetti—. Bueno, al menos la distancia entre su palazzo y la questura no es tanta, así que no tuviste que soportar demasiado suplicio.

—Como decía mi abuela: la misericordia de Dios está en todas partes.

Vianello se puso en pie y emprendieron el camino hacia Castello.