Los hijos de Brunetti se interesaron por la historia del robo y se pusieron a pensar diferentes teorías sobre cómo lo habían llevado a cabo. El padre les dio las medidas aproximadas de las páginas y especificó que para el ladrón era fundamental que estas no se arrugasen ni se estropearan de ninguna manera. Raffi, que por Navidad había recibido un Macbook Air de parte de sus abuelos, fue a la habitación a buscarlo. Lo abrió, lo dejó a un lado y después arrancó unas cuantas páginas de la edición de la semana anterior de L’Espresso. Las dobló cuidadosamente, las posó sobre el teclado y cerró la tapa; finalmente, miró alrededor de la mesa buscando aprobación.
Chiara señaló las esquinas de papel que sobresalían por un lado.
—Si tuviera el de la pantalla más grande, no se vería el borde —afirmó Raffi convencido.
Sin decir nada, Chiara recorrió el pasillo hasta el despacho de Paola y volvió con el destartalado maletín de cuero que su madre llevaba una década sin utilizar pero del que se veía incapaz de deshacerse. Cogió la revista y arrancó otras tantas páginas, se las colocó sobre la mano abierta y con mucho cuidado posó encima el portátil de Raffi por el lado de la bisagra. Al cerrar la mano, las hojas quedaron pegadas a las caras inferior y superior del ordenador, sin sobresalir por arriba. Con mucho cuidado lo introdujo en la funda acolchada y cerró la cremallera antes de meterla en el maletín.
—Yo lo haría así —dijo.
Entonces, para acallar las dudas, recorrió la mesa para que todos miraran dentro del maletín, donde lo único que se podía ver era uno de los lados de un inocente portátil colocado dentro de su funda.
Brunetti se abstuvo de advertirles que los vigilantes ya debían de saberse esos trucos desde hacía mucho tiempo.
—Y los demás que estuviesen allí se te quedarían mirando sin hacer nada y aplaudirían tu destreza, ¿no? —comentó Raffi irritado porque la propuesta de su hermana era mejor que la suya.
—Si en ese momento no hay nadie más en la sala, no —dijo ella.
—Pero ¿si lo hubiese? —preguntó Brunetti.
Aún no les había hablado de los libros robados, pero tampoco quería empezar otra ronda de demostraciones.
—Dependería de lo enfrascados que estuviesen en la lectura —interrumpió Paola.
Tras décadas a su lado, Brunetti sabía que si el Apocalipsis tuviera lugar mientras Paola estaba leyendo el párrafo de Retrato de una dama en el que Isabel Archer se percata de la traición de Madame Merle, por mucho que lo hubiese leído ya mil veces, no se daría ni cuenta. Si había llegado a ese punto en la lectura, ya podían entrar unos secuestradores a llevárselos a todos entre gritos y pataleos que ella seguiría leyendo durante un buen rato.
Después de que Chiara mostrase una pericia que Brunetti esperaba que no fuese a poner jamás en práctica, siguieron con los fusilli con atún fresco, alcaparras y cebolla que había preparado Paola. La conversación acabó yendo por otros derroteros, y no fue hasta que Paola y Brunetti estaban ya sentados en el salón bebiendo café que él se acordó de mencionar al lector eclesiástico.
—¿Tertuliano? —preguntó Paola—. ¿Ese tipo repulsivo?
—¿Te refieres al de verdad o al que va a leer a la biblioteca?
—No conozco de nada al señor que va a leer —dijo ella—. Hablo del de verdad, el del siglo… ¿tercero?
—No lo recuerdo —admitió Brunetti—, pero por ahí van los tiros.
Ella posó la tacita vacía sobre el plato, los dejó ambos en la mesita de delante del sofá, se recostó y cerró los ojos. Él sabía lo que estaba a punto de hacer y, después de décadas juntos, aún lo asombraba cada vez: lo tenía todo allí dentro, detrás de los ojos, y lo único que tenía que hacer era concentrarse un poco para rescatarlo de quién sabe dónde. Si había leído el texto, recordaba el mensaje y el significado general; pero si lo había leído con atención, recordaba el texto propiamente dicho. No obstante, era un desastre con las caras y nunca recordaba haber conocido a alguien, por mucho que se acordase la conversación que había mantenido con esa persona.
—«Tú eres la puerta del diablo. Eres tú quien desata la maldición del árbol y la primera en dar la espalda a la ley divina. Eres la que lo convenció de que el diablo no era capaz de corromper».
Paola abrió los ojos, lo miró y le lanzó una sonrisa de tiburón.
—Si quieres más sobre mujeres, también tenemos a mi querido amigo Agustín. —Volvió a entrar en un trance momentáneo y enseguida dijo—: «Cuánto más agradable es para dos amigos vivir juntos, que vivir con una mujer». —Regresó al presente y afirmó—: Ya va siendo hora de que todos estos tipos salgan del armario.
—Esa es una postura extrema —dijo él, aunque le había repetido esa misma frase cientos de veces y la apreciaba muchísimo por su defensa de esas posturas—. Creo que en ese pasaje habla de mantener conversaciones, de que a los hombres les resulta más fácil hablar entre ellos que con una mujer.
—Eso ya lo sé, pero siempre me ha parecido extraño que los hombres puedan decir cosas así sobre las mujeres (no sé si atreverme a llamarlo «postura extrema»), y aun así llegar a ser santos.
—Seguramente es porque también dijeron muchas otras cosas.
Ella se acurrucó junto a él en el sofá.
—También me llama la atención que se santifique a alguien por lo que ha dicho, cuando nuestros actos son mucho más importantes. Bueno, ¿qué vas a hacer? —añadió haciendo uno de esos repentinos cambios de tema que seguían sorprendiéndolo.
—Mañana llamaré a los americanos para ver si el pasaporte es auténtico. Y le pediré a la signorina Elettra que hable con el resto de las bibliotecas de la ciudad para ver si Nickerson les ha hecho alguna visita. También llamaré a la Universidad de Kansas para averiguar si realmente trabaja allí. E intentaré localizar a Tertuliano.
—Buena suerte. Admito que un hombre que escoge leer a Tertuliano me produce curiosidad.
—A mí también —dijo Brunetti.
Se preguntaba si tenían algo de Tertuliano en casa y si debería llevárselo a la cama; pero como eso requeriría aparcar temporalmente The White War, un relato en inglés de la guerra del Alto Adige, en la que había luchado su abuelo, Brunetti resistió la leve tentación. Decidió seguir con la férrea estupidez del general Cadorna, el de las once inútiles ofensivas de Isonzo; el hombre que retomó la idea romana de ejecutar a un hombre de cada diez de todo batallón que se retirase, el general que condujo a medio millón de hombres a la muerte sin apenas motivos y sin conseguir nada a cambio. Se preguntó si a Paola le consolaría el hecho de que prácticamente todas las víctimas del salvaje comportamiento de Cadorna fueran hombres en lugar de mujeres. Seguramente no.
Al día siguiente, de camino a la questura, Brunetti reflexionó sobre el tema de la prensa y pensó que quizá se hubiese precipitado al mencionárselo a Patta. La dottoressa Fabbiani no lo iba a denunciar, eso estaba claro, y sospechaba que Sartor era lo suficientemente leal como para mantener el pico cerrado. Solamente Sartor y la dottoressa Fabbiani sabían lo que había ocurrido en la biblioteca y solo ella y el comisario habían visto el documento en el que figuraban los títulos de todos los libros que Nickerson había consultado. Del mismo modo, él y la directora eran los únicos que habían visto todos los libros de los que se habían arrancado páginas. A ella le convenía mantener el asunto en secreto hasta encontrar la mejor manera de informar a la contessa. Por su parte, Brunetti era un agente del orden, pero se imaginaba cuál podía ser la actitud de la prensa frente a un caso como aquel, y por eso no vio motivos para informarles del robo. Las autoridades ya habían sido alertadas: al carajo con la prensa.
Lo primero que hizo al llegar a la oficina fue llamar a la dottoressa Fabbiani, que le dijo —sin que lo cogiese por sorpresa— que el dottor Nickerson no había aparecido por la biblioteca esa mañana. Le agradeció la información y llamó a la embajada estadounidense en Roma. Se identificó y explicó que necesitaba verificar el pasaporte de Nickerson, pero los únicos datos que les ofreció fueron que el hombre era sospechoso de haber cometido un delito y que el pasaporte era la única identificación de que disponían. Le pasaron con otro departamento y allí tuvo que explicar de nuevo lo que necesitaba. Le pidieron que se mantuviera a la espera y finalmente consiguió hablar con un hombre que no dijo ni quién era ni a qué departamento pertenecía, pero que en cambio sí pidió que Brunetti se identificara. Cuando el comisario quiso darle el número de teléfono le contestaron que no hacía falta y que lo volverían a llamar. Veinte minutos más tarde, el secretario de un subsecretario del Ministerio de Exteriores italiano lo llamó al telefonino; quería saber si era él quien había llamado a los americanos. Cuando contestó que sí, el hombre le dio las gracias y colgó. Poco después recibió otra llamada de una mujer que hablaba un excelente italiano con un ligerísimo acento y que le preguntó el nombre. Él le explicó quién era y ella le informó de que el Gobierno de Estados Unidos no había expedido dicho pasaporte, y le preguntó si tenía alguna consulta más. Brunetti dijo que no, intercambiaron monosílabos educadamente y colgaron.
Aún les quedaba la foto. Nickerson —a falta de otro modo de referirse a él— había tenido tiempo para cambiar de aspecto y seguramente había salido de la ciudad, puede incluso que del país. Pero ¿qué había provocado esa partida tan repentina?
Piero Sartor había dicho que el hombre hablaba un italiano excelente, por lo que quizá no quisiera desperdiciar ese talento yendo a otro país. Además, si algo tenía Italia eran museos y bibliotecas: públicos, privados y eclesiásticos, y todos le ofrecían un campo de trabajo inabarcable, aunque Brunetti se daba cuenta de lo grotesco que era usar la palabra «trabajo» para la actividad de aquel hombre.
Cogió la fotocopia del pasaporte de Nickerson y bajó al despacho de la signorina Elettra, pues acababan de dar las diez y era demasiado pronto para que hubiese llegado Patta. La encontró sentada frente al ordenador, vestida con un jersey de angora de color rosa; la imagen lo obligó inmediatamente a revisar la mala opinión que tenía tanto del color como del tipo de lana.
—Commissario, el vicequestore ha expresado su preocupación por el robo de la biblioteca.
Se preguntó si el vicequestore también había expresado preocupación por la posibilidad de que todo el peso de las Euménides de la prensa cayera sobre sus cabezas.
—He preguntado a los americanos y resulta que el pasaporte es falso —dijo él, y dejó la fotocopia sobre la mesa de la signorina Elettra.
Ella observó la foto.
—Era de esperar, supongo. —Y entonces preguntó—: ¿La envío a la Interpol y a los de robos de arte en Roma para ver si lo reconocen?
—Sí —dijo, pues había bajado al despacho de la signorina Elettra especialmente para pedirle que lo hiciera.
—¿Sabe si el vicequestore ha comentado este asunto con alguien más? —quiso saber Brunetti.
—La única persona con la que habla es con el teniente Scarpa —contestó ella pronunciando «persona» como si no estuviera completamente segura de que esa nomenclatura fuese adecuada para él—. Estoy convencida de que ninguno de los dos considera que el robo de libros sea un delito grave.
—Lo que me preocupa es la prensa —dijo el comisario.
De pronto vio los tulipanes que había sobre la mesa; se dijo a sí mismo que estaría bien llevar un ramo a casa por la tarde. Estiró la mano para mover una de las flores hacia la izquierda y añadió:
—Dudo que la contessa esté deseando ese tipo de publicidad.
—¿Qué contessa? —inquirió la signorina, aunque sin demasiado interés.
—Morosini-Albani —respondió Brunetti sin apartar la mirada de las flores.
Ella hizo un ruido. No fue una palabra, tampoco una respiración contenida: fue simplemente un ruido. Cuando él la miró, la joven tenía la vista fija en la pantalla del ordenador y la barbilla apoyada sobre la mano izquierda. Su expresión era impasible y no apartaba los ojos del monitor, pero el color de su tez era más cercano al de su jersey que un momento antes.
—He coincidido con ella alguna vez en casa de mis suegros —dijo Brunetti como si nada y movió otro tulipán para colocarlo delante de una hoja ancha que lo estaba tapando—. Diría que es una señora muy interesante. —Entonces, con total normalidad, preguntó—: ¿La conoce?
Ella pulsó algunas teclas con la mano derecha, sin levantar la barbilla de la izquierda.
—La vi una vez, hace años —dijo finalmente, y se volvió hacia Brunetti sin mostrar ninguna emoción—. Solía frecuentar a su hijastro.
Brunetti permaneció en silencio pese a la curiosidad que sentía, pero por fin se le ocurrió algo que decir:
—Es la principal benefactora de la biblioteca. No sé cuántos de los volúmenes que han estropeado eran suyos o si pertenecían al fondo original, pero sé que ella les entregó uno de los libros que han robado y otro al que ahora le faltan varias páginas. Ningún benefactor querría recibir una noticia como esa.
—Ah —dijo ella en un tono que pretendía mostrar muy poco interés en el asunto.
Brunetti sacó la libreta y la abrió por la página en la que había escrito los nombres que le había dado la dottoressa Fabbiani.
—Hay una edición de Ramusio y un Montalboddo —dijo, orgulloso de la facilidad con que los había nombrado.
La signorina Elettra murmuró un comentario elogioso, casi como si conociera los autores.
—¿Conoce los libros? —preguntó él.
—Me suenan los nombres —contestó ella—. A mi padre siempre le han gustado mucho los libros antiguos. Tiene unos cuantos.
—¿Los compra? —preguntó Brunetti.
Ella lo miró y soltó una carcajada espontánea que rompió de inmediato la tensión que se había acumulado en la habitación.
—¡Cualquiera diría que piensa que los ha robado! Le aseguro que hace meses que no pisa las inmediaciones de la Merula.
Brunetti sonrió aliviado: la signorina Elettra había recuperado el buen humor tras la extraña reacción al nombre de la contessa.
—¿Usted sabe mucho sobre libros antiguos?
—No, la verdad es que no. Me ha enseñado algunos y me ha explicado qué los hace especiales, pero en ese sentido lo decepciono bastante.
—¿Por qué?
—Oh, porque me parecen bonitos: el papel, la encuadernación y todo eso, pero no me emocionan. —Parecía estar sinceramente disgustada consigo misma—. Me pasa con el coleccionismo en general: no lo comprendo. O al menos no me hace sentir nada. —Antes de que él pudiera preguntarle algo, ella continuó—. No es que no me gusten las cosas bonitas. Es que no soy lo suficientemente disciplinada como para coleccionar cosas de forma sistemática y eso es lo que creo que hace un coleccionista de verdad: conseguir un ejemplar de cada cosa que tenga cabida en la clasificación que les interesa, ya sean sellos alemanes con imágenes de flores o chapas de Coca-Cola o… cualquier cosa que se les ocurra coleccionar.
—Y si uno no es entusiasta… —empezó él.
—Entonces no hay manera de llegar a sentir esa emoción. O de comprenderla siquiera.
Parecía estar de mejor humor, así que le hizo una pregunta:
—¿Y qué me dice de la contessa?
De repente la expresión de la signorina Elettra se volvió austera.
—¿Qué quiere que le diga? —preguntó ella.
De pronto se vio haciendo piruetas mentales, buscando una tarea que justificase haber sacado a colación a la contessa otra vez.
—Me gustaría que averiguara todo lo que pudiera sobre la donación que hizo a la biblioteca. Fue hace unos diez años. Cualquier cosa que sepamos sobre las condiciones que se establecieron podría ser útil —añadió al recordar que Patta había insinuado que la contessa quizá pidiera que le devolvieran los libros.
La signorina Elettra escribió lo que él le pedía con la cabeza agachada sobre la libreta.
—Busque también a ver qué averigua sobre Aldo Franchini, por favor. Vive hacia el final de Via Garibaldi. Hasta hace unos tres años daba clases en un colegio privado de Vicenza. Tiene un hermano más joven que iba a clase con la directora de la biblioteca; ella debe de tener unos cincuenta y tantos años, así que no es un hombre joven.
—¿Algo más?
—Podría también investigar si tiene relación con la Iglesia.
Ella lo miró y sonrió.
—Commissario, estamos en Italia.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Que lo queramos o no, todos tenemos alguna relación con la Iglesia.
—Claro —dijo sin que se le ocurriera otra cosa mejor—. Pero en este caso la relación es mayor: fue cura.
—Ah.
—Exactamente —dijo él, y dio media vuelta para marcharse.
Pero después de que diese el primer paso la signorina Elettra preguntó:
—¿Qué quiere saber sobre el tal Aldo Franchini?
—No lo sé —confesó Brunetti—. Al parecer estaba en la sala mientras los robos tenían lugar o, al menos, algunos de ellos.
Ella enarcó las cejas.
—Y lleva tres años leyendo a los Padres de la Iglesia.
—¿Y cuánto tiempo pasa allí leyendo?
—No lo he preguntado, pero debe de ser bastante. La bibliotecaria ha dicho que prácticamente lo ven como un mueble más de la sala, como si formara parte del personal.
—¿Y él no les dijo nada de lo que estaba pasando? —preguntó ella.
—Puede que no se diese cuenta.
—¿Tanto lo embelesa la lectura de los Padres de la Iglesia?
—A lo mejor se sentaba mirando en otra dirección.
Ella dejó pasar unos segundos antes de hacer la siguiente pregunta.
—¿Es posible que tuviera algún interés o estuviese involucrado en lo que estaba ocurriendo?
Brunetti se encogió de hombros.
—Si lo estuviera, eso le hubiera costado tres años leyendo a los Padres de la Iglesia, o al menos fingiendo que leía su obra. No sé qué es peor. ¿Cree que alguien podría ser tan avaricioso como para llegar a ese extremo? —Antes de que ella pudiera contestar, añadió—: Además, si ha estado leyendo esos libros en serio, no me parece muy probable que participase en algo así.
Ella se quedó mirando la pantalla en blanco del ordenador durante tanto tiempo que él pensó que no tenía nada que responder. No obstante, finalmente habló:
—¿De verdad cree eso?
—Sí.
—Increíble —dijo ella—. Yo también —añadió sin el menor intento de disimular su propia sorpresa.